Que se vayan todos

[11/6/2002]

—Que se vayan todos  —se pide, y estoy de acuerdo. Empezando por el presidente, que debería darse por aludido, igual que sus ministros, secretarios, susbsecretarios. Y sobre todo los ejércitos de asesores: que se vayan todos, que se enteren de una vez que nadie los quiere y se vayan.

Pero que se vayan también los senadores, diputados, legisladores, concejales de distintos sueldos y pelajes, y sus acompañantes oscuros y silenciosos. Que se vayan también, pronto, los gobernadores, los intendentes y sus respectivos funcionarios. Todos, toditos, todos.

Y aunque no se den por aludidos, que se vayan también los generales, los coroneles, etcétera, etcétera, y sus equivalentes acuáticos y atmosféricos. Y los comisarios, caramba, que se vaya hasta el último de los comisarios y que se vayan todos sus subalternos.

Eso sí, que se entienda bien. Cuando digo todos quiero decir todos. Que se vaya también, sin hacerse el ingenuo, el kiosquero de enfrente que llenó todo de rejas y me hace pagar su paranoia. Que se vaya el portero, que mira mucho, sabe mucho, piensa mucho y no hace nada. Que se vaya el cocinero del restaurante de la esquina, que hace una provoleta incomible por lo dura y además la pone en una bandeja de aluminio de la que nada ni nadie logra despegarla. Y, por supuesto, que se vaya el colectivero que casi hizo caer a esa vieja el otro día. Y la vieja, que no tiene nada que hacer en semejante colectivo. Y el remisero que le quedó debiendo un peso a mi mujer y no avisó a la agencia. Y el taxista que hoy a la madrugada me dio vértigo mientras cruzaba Cabildo a cien por hora con el semáforo más anaranjado oscuro que vi en mi vida. Y que se vaya, sin dudarlo, el vecino de arriba que deja el perro encerrado en la cocina para que tengamos que oír sus garras en el piso, tratando de cavar el hoyo que lo salve para siempre. Y lejos de acabar aquí, que se vayan ya mismo los empleados de la farmacia que el otro día se fueron a la vereda a ver cómo atrapaban a un ladrón y se olvidaron de atenderme. Esos también se tienen que ir todos. Como se tiene que ir el personal de seguridad de la disquería que mira a quienes salimos sin comprar nada como si nos lleváramos los discos puestos en otro sitio que no sean los ojos, que han quedado sistemáticamente hipnotizados por tanta cajita impagable. Como se tiene que ir la vendedora de flores de la esquina, que viene con cara que que le salvaríamos la vida con sólo un pétalo de nuestros bolsillos mustios. Y el plomero, que no viene nunca pero cuando viene pone cara de que ni una chequera nos redimirá. Y los fabricantes de lamparitas, que se siguen quemando, así como el ferretero, que no tiene piedad con los precios. Pero no sólo ellos y ellas: también quiero que se vayan el tipo del kiosco de la otra esquina, la del noveno, el de la librería, la del correo, los del restaurante de Monroe, el de la moto de anoche. Y vamos, pronto, no hay nada que esperar, que se vayan todos nomás, que se vayan ya mismo. Y el último que apague la luz.

[11/6/2012]

Tal vez el reclamo debió ser “que nos vayamos todos”.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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