Páginas de un catálogo

Un día me desperté y tenía cuarenta años. Según mis cálculos, debía cumplir veinticuatro. Mientras bostezaba recordé que la noche anterior había pensado en mi cumpleaños y había tomado unos vasos de vino con Labra para despedir al número tres del primer puesto en mi edad. Así que no era algo tan inesperado como me pareció al principio. Después, al levantarme, caí en la cuenta de lo que había hecho durante el último año, y poco a poco fui recuperando los otros años perdidos, a razón de uno por minuto. Cuando terminé de tomar el café mi vida estaba completa. Habían pasado dieciséis minutos. Era injusto.

No me había ocurrido antes, y decidí que no debía ocurrir otra vez. Pero no bastaba con decidirlo. Me imaginé que podía llegar a ser algo habitual, encerrado en mi trabajo, pensando todo el día en cosas que no cambian con el tiempo. Había creído que podía contagiarme de esas cosas, ser inmortal yo también, pero esa mañana descubrí que no era así. Si quería volverme inmortal, el recurso sería cambiar el catálogo lo suficiente para que mis herederos me recordaran. Yo no podría vivir para siempre, pero mis aportes al catálogo sí.

De modo que empecé a trabajar convencido de que no iba a perder un segundo más. Ese arranque de optimismo duró casi todo el día. Después entendí que así mi vida sería recordable para los otros, pero no para mí. Volví al ritmo habitual, concentrándome más en mis propias emociones, mis impulsos, los latidos de mi corazón. La idea era cargar mi memoria con la mayor cantidad de datos de mí mismo, dejar marcas que me permitieran pensar siempre en ese día como en un día que viví de verdad.

A la mañana siguiente apagué el despertador con un golpe y le grité:

—Ya pasó otro día.

No lo pude remediar. Cuanto más me concentraba en hacer de mi vida algo significativo, más rápido pasaba el tiempo. Una semana después me olvidé del tema, y todo siguió su curso normal durante varios años.

Trabajar para el Centro trae estos problemas. Hasta el trabajo más rutinario se hace pensando en cuestiones filosóficas y significados ocultos. Uno barre el piso preguntándose por qué, para qué, y la respuesta se asoma y se esconde en medio de cálculos de probabilidades, coincidencias, intenciones, órdenes oscuras que nadie sabe de donde llegan, o si llegan realmente. La vida puede ser un medio para acercarse a la comprensión del Centro, y uno la deja pasar entre charlas metafísicas y movimientos repetidos hasta el cansancio.

El mismo transcurso del tiempo se hace confuso en el Centro. Por ejemplo, en la época de mis cuarenta años todavía no habíamos hecho el viaje, aunque juraría que en la de mis treinta sí. Recuerdo que poco después de mi cumpleaños vino a visitarme Kosong, para hablar de los preparativos. Cuando le abrí me saludó con un movimiento de cabeza, bajó la escalera y se instaló en el escritorio. Busqué una silla para sentarme frente a él.

—¿Alguna novedad? —le pregunté.

No contestó. Kosong tenía esas rachas, en las que se pasaba horas con la cabeza apoyada en una mano y el codo sobre el escritorio. El sombrero de plumas se le había corrido a un costado, y se lo quitó con rabia.

—Tendremos que llevar armas —dijo un rato más tarde.

—¿Para qué? —pregunté.

Sacó un lápiz del bolsillo y se puso a hacer garabatos en el papel donde yo había estado escribiendo.

—Dos fusiles y algunas granadas —dijo—. Preferiría un lanzallamas, pero no sé dónde conseguirlo. ¿Se te ocurre algo?

—Todavía no sé para qué nos serviría —insistí.

Kosong dejó el lápiz sobre el escritorio y se echó hacia atrás en la silla.

—Los árboles son peligrosos —dijo—. Habrá que pasar por un bosque —explicó después, al ver que yo no había entendido.

Me quedé un rato pensando de dónde sacar un lanzallamas, y no se me ocurrió nada.

—Las armas no me gustan —dije.

—A mí tampoco —dijo Kosong—, pero los árboles las respetan. Hay que apuntar bien abajo —simuló tener un arma en la mano—, y no retroceder. Lo malo —arrugó la nariz— es el olor.

—¿Sí? —pregunté.

—Es que esos árboles no son como los otros —siguió Kosong—. No sé qué tienen en vez de madera, que despide un gas verdoso al chamuscarse. Pero cuidado. —Se puso de pie. —Si el árbol está muy cerca es inútil tratar de pararlo. En ese caso hay que disparar bien arriba, entre las hojas. —Mientras hablaba, representaba lo que decía. —Después hay que saltar a un costado, porque el árbol estará ciego y no sabrá por dónde va. Cuando están ciegos, los árboles siguen siempre en línea recta, y lo único que puede pararlos es otro árbol. —Kosong resopló, como si la batalla lo hubiera cansado. —Pero eso no es problema nuestro. Nuestro problema es correr lo más rápido posible. —Se dejó caer otra vez en la silla. —Y además conseguir el lanzallamas.

—¿Y si no lo tenemos? —pregunté.

—Habrá que usar granadas —dijo—, y casco. Pero las granadas sólo sirven si el árbol está a más de diez metros. A esa distancia el casco basta para protegernos de las astillas. Pero con el árbol más cerca, hay que recurrir al fusil. —Kosong estaba preocupado. —Es muy difícil acertarle justo al núcleo del árbol.

—¿Qué es eso?

—Está más o menos a esta altura —se puso de pie otra vez, y movió una mano frente a sus ojos—, aunque depende del tamaño del árbol. En general, con una sola bala se rompe en pedazos. Pero se necesita una puntería a toda prueba. —Volvió a sentarse. —La única señal es un punto oscuro en el tronco. De noche no se ve.

—Qué problema.

—Los fusiles, los cascos y las granadas se consiguen en el Centro —dijo Kosong—. Estuve averiguando, y sé dónde hay.

Nos callamos los dos. Luego, como de costumbre, le propuse jugar al dominó. Kosong se quitó el abrigo de piel y lo tiró al suelo. Fui a buscar las piezas. Cuando volví se había dormido. Esperé unos minutos, aprovechando el tiempo para revisar mis últimas notas, y lo desperté. Estuvimos jugando hasta muy tarde. Kosong debía pensar en otra cosa, porque se rascaba la barba y le gané todos los partidos.

Labra no apareció. Le tenía rabia a Kosong, y daba la impresión de saber que él estaba conmigo sin necesidad de asomarse al sótano.

La verdad es que Labra le tenía rabia a muchas cosas, y Kosong apenas ocupaba un lugar menor en la lista. Los primeros puestos le correspondían al Centro, al catálogo, al sótano y a mi trabajo. Cosas tan próximas a mí, que solía confundirme con ellas.

* * *

Cuando tenía veinte años no sabía nada del Centro, ni siquiera que existiese. Hasta que un día leí en el diario que celebraba su diezmilésimo aniversario. La noticia ocupaba dos columnas al pie de una página interior. Si llegué a leerla fue porque era uno de esos días en que no tenía ganas de hacer otra cosa que leer el diario. Me llamó la atención que algo durara diez mil años, y quise deducir de la información a qué se dedicaba el Centro, pero no lo conseguí.

Un rato después volví a oír el nombre en la televisión.

—De interés general —dijo un locutor—. El Centro inaugura hoy una nueva sede en esta ciudad. —Y siguió con la sección deportiva.

Al otro día, mi vecino dijo que pensaba buscar trabajo en el Centro.

—¿Qué es el Centro? —le pregunté, con la misma inocencia que ahora suelo envidiar en otros.

—No estoy seguro —dijo—. De todo un poco.

Mi vecino estaba apurado, así que ese día tampoco conseguí más información. Tres menciones consecutivas de algo que nunca antes había conocido eran muchas, pero el asunto siguió así durante varios días más. De cien fuentes distintas me llegaron datos sueltos, informaciones sin sentido, la mayor parte de las cuales no había buscado. Aparentemente era cierto que el Centro se dedicaba a hacer todo lo que uno pudiera imaginarse. Pero seguía sin saber nada concreto, hasta que me llegó una carta: “Preséntese de inmediato. Centro.” Y más abajo una dirección.

No entendía nada, pero me presenté porque sentía curiosidad. El lugar era un rancho en las afueras de la ciudad. Pensé en volver a casa, pero en cambio golpeé a la puerta. Ya que había llegado hasta ahí, no me costaba nada preguntar. Abrió un viejo que tenía los ojos húmedos y una barba tan escasa que a primera vista no se notaba.

—Usted es Seroscavar —dijo. Como no era una pregunta, no le respondí—. Pase.

Dentro del rancho había una mesa torcida y dos sillas. El viejo me hizo sentar en una que estaba junto a la puerta, ocupó la otra y levantó un papel del suelo.

—Le vamos a dar la oportunidad de su vida —dijo, y se puso a toser. Yo sonreí—. ¿Quiere una misión especial? —agregó en cuanto pudo hablar otra vez.

—¿Yo? —pregunté—. ¿Por qué?

—No soy quién para explicárselo —contestó—. Tome.

Me dio el papel, que además de pisoteado y roto estaba lleno de firmas y sellos. Las firmas eran de esas muy grandes con vueltas y adornos, de gente importante. Los sellos me parecieron ilegibles, pero después, en casa, con buena luz, vi que uno de ellos decía “Director General”, y otro “Representante de Computación”.

—¿Qué hago con esto? —le pregunté al viejo.

—Léalo —dijo—, y si le interesa llévelo a la dirección que figura ahí. Suerte, Seroscavar.

El viejo se levantó y abrió la puerta, de modo que salí sin hacer más preguntas. Durante el viaje de vuelta a casa leí el papel, a la luz del atardecer. Decía:

“Pensar en lo que se va a transmitir a continuación es uno de los problemas principales del momento. Tal vez no sea claro, tal vez lleve a confusión en el preciso instante en que se necesita conocer el rumbo de los acontecimientos. Por eso, siempre es preferible utilizar una o dos frases cortas, simples, directas, que integren al receptor con el pensamiento de quien envía el mensaje, porque una de las principales funciones de ese mensaje es ser comprendido. Basándose en estas consideraciones es que quien esto escribe termina su tarea diciendo, con toda la sencillez de que se siente capaz: preséntese de inmediato. Centro.”

Más abajo estaban las firmas y los sellos, y más abajo todavía la nueva dirección.

Es una broma, pensé, y quise reírme, pero no pude. Cuandpo llegué a casa encontré otra carta, que habían pasado por debajo de la puerta:

“Quien envía un mensaje necesita, aunque lo niegue cien veces, tener una respuesta. Proporcionar esa respuesta es tarea exclusiva del receptor, que en el sencillo acto de responder se transforma a su vez en emisor. Lo evidente de esto obliga al autor del mensaje original a descartar cualquier intención de recordarle al receptor su obligación. Sin embargo, la duda lo carcome. Por ese motivo es capaz de olvidar todo recato, y construir un segundo mensaje, refuerzo del primero. Por sus propias características, este segundo mensaje debe recurrir a formas un poco más complejas, y por eso es que, en este caso, resulta como sigue: si desiste de presentarse, le rogamos que nos informe a la brevedad. Centro.”

Pasé el resto del día entre divertido y preocupado, dando vueltas de acá para allá, sin saber qué hacer. Me acosté tarde, y no dormí en toda la noche. A la mañana siguiente fui a la nueva dirección.

Era otro rancho, muy parecido al primero. Tal vez no habría llamado a la puerta, pero antes de que pudiese elegir apareció una mujer baja y gorda, que se secaba las manos en el delantal. Había olor a lavandina.

—Esto es para usted, Seroscavar —dijo la mujer, sacando un sobre del bolsillo del vestido. Estiró el brazo, sosteniendo el sobre por una punta, entre dos dedos. Lo agarré. La mujer siguió secándose las manos.

Dentro del sobre había dinero y un papel. El papel decía: “Liquidación de viáticos correspondiente al período…”, y seguían los días pasados desde que leyera aquella noticia en el diario.

—Pero… —empecé.

—Yo no sé nada —dijo la mujer, mirándose las manos, tal vez para decidir si ya estaban secas—. ¿Por qué no pregunta en la dirección que está en el sobre?

Miré el sobre y vi la nueva dirección. Antes de que pudiera decir algo más, la mujer dio media vuelta, se metió en el rancho y cerró la puerta. Estuve a punto de llamar, pero no me atreví. Guardé el dinero en un bolsillo, el papel en el otro, y llevando el sobre en la mano caminé hasta la estación del ferrocarril.

La tercera dirección era el último piso de un edificio de oficinas. Me atendió una chica de quince o dieciséis años.

—El señor P. —dijo— vendrá dentro de un rato. ¿Quiere esperar?

Me senté en un sillón, de espaldas a la ventana. La oficina estaba sucia, y tenía las paredes descascaradas como toda oficina del Centro. Me puse nervioso. Un rato después caminé hasta la puerta, volví atrás, me senté de nuevo. A cada minuto tenía más ganas de escaparme, pero no me gustaba la idea de cruzarme con el señor P. en el ascensor o en la puerta del edificio, y quedar como un tonto, o algo peor. Al final las ganas de escapar pudieron más, y salí de la oficina. No me crucé con nadie. Tuve que llegar a casa y encontrarme con otra carta para darme cuenta de que había hecho una estupidez.

“Toda forma de comportamiento”, decía, “es también un mensaje. Establecida la primera conexión en un par emisor-receptor, la comprensión de los mensajes no deliberados, de los mensajes no escritos, de los mensajes aparentemente no dirigidos, se hace más completa. Esto lleva a conclusiones que en un comienzo no habrían sido posibles, a conocimientos que en otro contexto serían inalcanzables. La expresión de esas conclusiones y esos conocimientos obliga a utilizar formas cuya complejidad antes no se había siquiera sospechado. Por este motivo, el mensaje que se hace necesario transmitir por escrito toma ahora esta apariencia: si bien la evaluación inicial de sus aptitudes dio un resultado satisfactorio, el examen de sus reacciones posteriores nos induce a someterlo a una nueva ronda de pruebas. Preséntese de inmediato. Centro.”

Esta vez no me presenté. Esperé varios días, y entonces vinieron a visitarme. Los representantes del Centro eran un hombre alto y joven y una mujer mayor, ambos bien vestidos y con pose de señores.

—Estimado Seroscavar —dijo la mujer, cuando abrí la puerta—, queremos mantener con usted una conversación confidencial.

No hizo falta que dijeran de dónde venían. Los dejé pasar, y se sentaron juntos en el sofá. Ocupé uno de los sillones y esperé que hablaran. La mujer sacó un fajo de papeles del bolso, los sostuvo por una punta y los hizo correr por la otra con el pulgar, mirando al hombre.

—Es inútil —dijo, pero no supe a qué se refería—. ¿Vive solo?

—Sí —contesté, cuando me dí cuenta de que me hablaba a mí.

—Bien. ¿Trabaja?

—Estoy desocupado.

—¿Qué edad tiene?

—Veinte.

La mujer le pasó uno de los papeles al hombre.

—Anote —dijo—. Alto, delgado. Piel blanca. ¿Hace mucho que no toma sol?

—Sí, pero no sé para qué…

—Falta de ejercicio físico. Cabello oscuro, ojos castaños, uñas largas. ¿No se afeitó hoy? —Una pausa. —Ropa gastada. ¿Qué número calza?

—¿Para qué necesita eso? —pregunté.

La mujer alzó los hombros y los dejó caer con un suspiro.

—Nunca se sabe. —Le hizo una señal al hombre. —Con esto alcanza, me parece.

Volvió a guardar los papeles. Yo los miraba a los dos, esperando que hicieran algo comprensible.

—Usted no sabe a qué se dedica el Centro —dijo el hombre.

—No.

—Es lógico. Hay pistas, señales. —Los dos se rieron, como si fuera un chiste viejo. —Todos tenemos teorías.

—¿Pero no trabajan en el Centro, ustedes? —pregunté.

Esta vez los dos alzaron los hombros.

—Nunca se sabe —repitió la mujer—. Nos pagan.

Yo creía que la escena no tenía sentido, pero no se me ocurría nada para remediarlo.

—Está desaprovechando una oportunidad —dijo el hombre—. El Centro lo necesita, y le puede pagar muy bien.

—¿Por hacer qué? —pregunté.

—Es difícil de explicar. —El hombre se miró la punta de los pies, y la mujer salió en su ayuda.

—Yo se lo voy a decir. ¿Nunca le pasó que las cosas apuntaban en una dirección, y no supo por qué?

—No entiendo —dije.

—Yo tampoco —dijo la mujer—, pero entre todos podemos encontrar una respuesta.

—¿Cómo conoció el Centro? —preguntó el hombre, que de golpe se había entusiasmado.

Le conté lo del diario, el programa de televisión, mi vecino y lo demás.

—¿Ve? —Pero no me hablaba a mí sino a la mujer. —Ese es un buen ejemplo.

—Tiene razón —dijo la mujer, y se volvió a mí—. Si necesitaba que el Centro se pusiera en contacto con usted, ¿cómo lo rechaza ahora?

—Un momento —dije. Las cosas ocurrían con demasiada rapidez. —¿Por qué no explican lo que quieren?

—Los porqués no existen en el Centro —dijeron al unísono, y se miraron sorprendidos.

—Qué coincidencia —uno.

—Hay que anotarlo —el otro.

La mujer sacó los papeles y garabateó algo en el primero.

—Empecemos por el principio —dijo después—. Yo le hice una pregunta, y usted mismo encontró la respuesta, sin darse cuenta. Durante varios días le ocurrieron cosas que apuntaban hacia el Centro, tantas que a la fuerza debía llegar a él.

—Pero fue al revés —dije—, ustedes llegaron a mí. ¿Cómo hicieron para encontrarme?

—Era inevitable —dijo el hombre—. Usted estaba creando una especie de…

—De fuerza —la mujer.

—Una especie de fuerza que tenía que atraer al Centro. El Centro siempre responde a esos requerimientos.

—Claro —exclamó la mujer, como si acabara de hacer un descubrimiento—. Fíjese, Seroscavar. El Centro se dedica a ese tipo de cosas. Cuando los hechos confluyen en una misma dirección, ahí está el Centro para encaminarlos, para darles lugar. ¿Entiende?

—No.

—Usted sabe lo que son las casualidades, ¿no es cierto? Todo el mundo les busca un motivo, una razón de ser. Cuando dos personas piensan lo mismo al mismo tiempo, o se encuentran después de muchos años en un país lejano, ¿qué ocurre realmente? ¿Qué hay detrás de las casualidades?

—Excelente —interrumpió el hombre—. Ahora puedo verlo. La gente se queda con la idea de que hay algo sobrenatural, algo extraño. Piensa que las casualidades no se dan porque sí.

—Pero eso no es cierto —la mujer, otra vez—. Las casualidades no tienen explicación posible. Por eso mismo, la mayor parte de las casualidades muere inmediatamente después de producida. Nadie las aprovecha, ni procura que ocurran más casualidades. ¿Es justo eso? Dígame, ¿es justo?

—No —respondí, con un hilo de voz. Entre los dos, que ahora estaban gritando, me tenían atrapado.

—Ahí es donde aparece el Centro —dijo el hombre—, para no desperdiciar tanta energía potencial. El Centro reúne esas casualidades, les da forma, utiliza esa energía antes de que se pierda. Piense en su propio caso. No sabía nada del Centro, y de pronto le llueven datos de todas partes. Ni se le ocurrió pensar en la cantidad de energía que se junta en una situación con la suya. ¿Y qué habría sucedido, si el Centro le hubiera dado la espalda? Nada. ¿Se imagina?

—Yo…

—Pero el Centro jamás deja escapar una oportunidad como ésta —dijo la mujer—. Claro que si su caso fuera único, el Centro tendría muy poco que hacer. Pero no es único. Más aún, debe haber muchos casos que se puedan ensamblar al suyo.

—¿Ensamblar? —el hombre—. Eso no lo entiendo.

—¿Cómo que no? —la mujer—. ¿Para qué lo querría el Centro si no tiene nada que hacer con él? Seguramente hay otras series de coincidencias para las cuales Seroscavar hace falta, otros proyectos…

—Ahora lo veo —el hombre—. Qué casualidad, Seroscavar. Tantos años en esto y justo venimos a descubrirlo aquí, en su casa.

—Eso demuestra la fuerza que tienen las casualidades —la mujer—. Si no lo hubiéramos descubierto, no podríamos convencerlo de que venga con nosotros. En cambio, ahora…

—¿Para qué voy a ir con ustedes? —dije, pero no como una negativa, sino con un poco de miedo, como si todo estuviera resuelto.

—Pregunta para qué —el hombre a la mujer—. ¿Se le ocurre algo?

—Ya se lo dijimos —la mujer al hombre—. Para ganar dinero.

—Es cierto —el hombre a la mujer—. El mejor argumento de todos.

—No cabe duda.

Quedaron en silencio durante unos segundos. Yo esperaba. Después me dí cuenta de que ellos también estaban esperando.

—¿Tengo que contestar ahora? —dije.

—Sería lo mejor —el hombre.

—Estoy de acuerdo —la mujer.

—Pero quiero saber algo más. ¿Es un trabajo de oficina?

—Sí. —Pero la mujer dudaba.

—Sí, sí. —El hombre estaba más seguro.

—¿Y el horario?

—Eso se puede arreglar. —Ahora dudaba el hombre.

—Se arregla, se arregla —la mujer.

—¿Y el pago?

—¿Cuánto quiere ganar? —preguntó la mujer. Me armé de coraje y dije una cantidad bastante alta. —Diez veces más.

—¿Cómo? —salté.

—Diez veces más de lo que dijo. —La mujer miró al hombre, y el hombre movió la cabeza de arriba abajo.

—Bueno —empecé a decir, pero no quería que pareciera una aceptación—, tendría que ver el lugar, y hablar con alguien que…

El hombre sacó una tarjeta del bolsillo y me la dio.

—Vaya a esa dirección —dijeron los dos, nuevamente al unísono, y después tomaron nota de la coincidencia.

La tarjeta decía: “Con la contundencia de las cosas simples: preséntese de inmediato. Centro.” Traía más firmas y otra dirección de las afueras.

Por supuesto, en cuanto salí del trance no les creí nada, pero después volví a convencerme. Si seguí peregrinando por toda la ciudad, de rancho en rancho, de oficina en oficina, fue porque en cada uno de esos lugares me esperaba un sobre con dinero. En una ocasión me asustó la posibilidad de que hubiera algo ilegal de por medio, pero el dinero era tanto que no tenía ganas de pensar en eso. Por otra parte, si lo había me iba a dar cuenta, y siempre me quedaría tiempo para echarme atrás.

Finalmente llegué a este edificio, donde me esperaba el Jefe de Personal, o alguien que se presentó como Jefe de Personal.

—Está tomado, Seroscavar —dijo, mientras me daba la mano—. Su trabajo…

—Espere —dije yo. La peregrinación me había acostumbrado a preguntar cada vez que tenía oportunidad de hacerlo—. ¿Cómo que estoy tomado? Nadie me explicó nada.

—Todo a su debido tiempo, Seroscavar —comentó—. ¿Para qué piensa que estoy acá?

Tres horas más tarde estaba convencido de todo lo que el Centro quería que me convenciera. Tal vez el Jefe de Personal fuera un maestro en el arte de las relaciones públicas, tal vez lo que dijo fuera sensato y si yo no lo había entendido antes era por imbécil. Lo más probable es una mezcla de ambas cosas.

En realidad, él tampoco me explicó nada, y apenas recuerdo lo que dijo durante esas tres horas. Lo único que sé es que nadie volvió a hablarme en ese tono, y luego de la entrevista el Centro siguió siendo lo más parecido a una nebulosa: años luz de materia dispersa, corrientes opuestas, catástrofes en medio de regiones tranquilas, y al fin y al cabo sólo un montón de polvo y gas.

Así fue como me hice cargo del catálogo.

* * *

Mi lugar de trabajo es grande, oscuro y frío. Justo lo opuesto de Labra. Hay una escalera de madera, muy antigua, que sube a la planta baja. Tiene cuarenta y tres escalones, cada uno con distintas marcas dejadas por mis antecesores en el puesto, y por los diferentes modelos de zapatos que usé en mi vida. El quinto, contando desde abajo, cruje si uno lo pisa muy al borde. Hay que tratar de pisar el décimo octavo bien a la izquierda, porque en el centro se hunde, y a la derecha la madera está agrietada. Una noche, con la cabeza apoyada en el pecho de Labra, me entretuve describiéndole escalón por escalón, de memoria. Descubrí que no tenía nada que decir del vigésimo cuarto. Fui a mirarlo. Justo en el borde encontré una mancha pequeña que no había visto nunca, como si alguna vez se me hubiera caído ahí una gota de café. Ahora la mancha no está: muchos años después de que Labra se fuera por última vez, el escalón se partió en dos y tuve que cambiar la tabla.

La escalera ocupa una parte de la pared del fondo, la más alejada de la calle. Está situada de tal modo que, al subir, la pared queda a la izquierda. Hay que evitar apoyarse en esa pared, porque está descascarada desde hace mucho tiempo, aunque la arreglaron poco después de mi ingreso. Por encima del escalón número treinta se consigue una perspectiva de todo el sótano, bajo la luz de los tubos fluorescentes.

—Qué paisaje —solía decir Labra, parada en el escalón treinta y dos, antes de irse.

Al pie de la escalera hay que dar un cuarto de vuelta para no toparse con la pared del costado, y allí comienzan los estantes con libros de registro. Son paralelos a la escalera. La A empieza junto a la pared y llega al pasillo que está contra la pared opuesta, a catorce metros y pocos centímetros de distancia. Donde termina la A hay que rodear el extremo de la estantería y observar su dorso para descubrir el comienzo de la B. Los estantes de la B tienen dos metros y medio menos que los de la A, de modo que la C se reparte entre el tramo que queda antes de llegar otra vez a la pared y un buen trecho de la estantería siguiente. Hay solamente otra letra, aparte de la A, que cubre un tramo entero de estantes: la S. La más corta es la H, aunque hice lo posible durante mi vida para agrandarla. Conseguí, sí, desplazar la I tres centímetros. Dudo que alguno de mis próximos diez sucesores vuelva a pensar en la H. Y si lo hace, dudo que tenga más perseverancia que yo: aburre anotar siempre nombres con la misma inicial. De mis anotaciones, no más de un nueve por ciento fue a parar a la H.

Entre la primera estantería, donde están la A, la B y los comienzos de la C, y la que se apoya en la pared del frente, donde conviven la Z y parte de la Y, hay otras nueve, con estantes a ambos lados. El sótano tiene veinte metros de largo, y doscientos noventa metros de estanterías. Cada estantería es un mueble de madera oscuro y gastado por la edad, con tres metros de altura y siete estantes. Si hubiera un solo estante, largo y recto, abarcaría algo más de dos kilómetros.

Luego del último libro de registro, el que va de Zywyz— a Zzyxx—, hay casi un metro y medio de estantería vacía. Cuando yo era nuevo, me preocupaba pensar que un día no habría más lugar para agregar registros. Entonces quedaba un metro ochenta de espacio libre. Ahora sé que el problema aparecerá dentro de unos cuatrocientos años, si es que mis sucesores escriben al mismo ritmo que yo, y ya no me preocupo. El motivo principal de este desinterés es que me duele no haber llegado yo mismo al final de los estantes. Habría sido una buena ocasión para pasar a la historia, sin tener que buscar otros métodos mucho más inseguros. Ahora suelo soñar que dentro de cuatrocientos años, cuando alguien consiga incorporar el último registro posible, todo el edificio se vendrá abajo.

La puerta que da a la planta baja y el conducto de ventilación son las únicas aberturas del sótano. Sin embargo, se junta tanto polvo entre las estanterías y sobre los libros que tengo que limpiar casi todos los días. Ese trabajo me lleva una hora y media. Calculo que si no hubiera tenido que hacerlo nunca, los registros habrían avanzado otros cinco centímetros. Si el catálogo hubiera crecido siempre a la misma velocidad, y si ninguno de mis antecesores hubiese tenido que perder tiempo limpiando, los estantes se habrían agotado hace más de cincuenta mil años.

Por supuesto, el catálogo debe tener unos cuantos miles de años menos, lo cual me hace pensar que no siempre se usó el mismo método de trabajo. No conozco la edad del catálogo.

Bajo los escalones quince al veinte hay una puerta de metal, que sólo se abre si uno le pega un golpe en la parte de arriba. Casi siempre la dejo abierta. Da a una habitación larga y angosta, que ocupa el hueco de la escalera y todo el fondo del sótano. En la habitación, justo frente a la puerta, hay un mural hecho a partir de una fotografía que me tomaron poco después de mi ingreso al Centro. Luego, en este orden, aparecen una mesita, una cocina, una cama y tres armarios. En la mesita hay un teléfono antiguo que nunca funcionó. La cama es angosta y bastante nueva: reemplaza a la otra, más ancha, que hace tanto compartí con Labra. Sobre ella cuelga una lámpara que se quema cada dos o tres años. De los armarios, el primero es bajo y largo: encima están el tocadiscos y el televisor, y adentro los discos y algunas películas. El segundo es alto, y lo uso para guardar la ropa. En el tercero, el más grande de los tres, están las cosas que me regalaba Labra, algunos objetos de mi vida anterior al Centro, los recuerdos del viaje que Kosong no quiso llevarse y muchos sobres de sueldo que nunca abrí. En el fondo de la habitación hay una heladera, que trato de no dejar nunca vacía del todo.

Durante un tiempo llegué a pensar que esa habitación era mi casa. Pero mi casa es todo el sótano, un espacio de trescientos cincuenta metros cuadrados. Creo que, hasta mi muerte, tengo algún derecho de posesión sobre él.

Una de las estanterías, la que contiene el final de la G, la H, la I y parte de la J, es más corta que las otras: mide sólo once metros sesenta. En los casi tres metros que quedan, del lado opuesto al pasillo, está el escritorio. Comparte el lugar con un armario enorme, donde guardo los elementos que necesito para trabajar: algunos libros de registro vacíos, hojas de papel sueltas, lápices, lapiceras, artículos de limpieza. El escritorio me sirve también como mesa para comer.

Hay un tubo ancho y torcido que baja del techo y termina a veinte centímetros por encima del escritorio. A través de él bajan algunas órdenes, en cápsulas de plástico transparente. A veces quise seguir la trayectoria del tubo más allá del sótano, para ver quién las envía, pero sin suerte. En la planta baja el tubo está empotrado en una pared. Sale del edificio por la parte de atrás, y a diez metros de la pared exterior gira noventa grados hacia abajo. A tres metros de la superficie, la mayor profundidad a que llegué con un pico, una pala y la ayuda de Kosong, el tubo sigue bajando.

De todos modos, los mensajes que trae el tubo son los menos interesantes. Mucho más me gustan los que traen otras personas, que golpean a la puerta y conversan conmigo.

* * *

El sótano me aísla de las idas y venidas del Centro. No es que haya dejado de pertenecer a él: el sobre con mi sueldo que cada mes alguien pasa por abajo de la puerta, las cápsulas que llegan a través del tubo, las personas que de vez en cuando me saludan lo demuestran. Las reglas del Centro siguen siendo mis reglas, pero son tan elásticas y cambiantes que casi podrían aplicarse a cualquier cosa. La diferencia está en que no participo de las discusiones, los proyectos y las teorías de mis compañeros de edificio. Y mucho menos de lo que hacen otros miembros del Centro, más lejanos.

En otras palabras, puedo salir a comprar el pan sin caer en la metafísica. Saco la bolsa de un rincón del segundo armario, subo la escalera, abro la puerta y camino hasta la calle sin pararme a ver qué hace la máquina nueva que instalaron, o qué tiene que decir el hombre que tras saludarme se queda mirándome la nariz. Una vez afuera voy hasta la esquina, doblo a la izquierda y entro a la panadería. Allí hay gente que no pertenece al Centro, y siento algo parecido a una brisa fresca: la inocencia de quienes no conocen nada del Centro, aparte de ser increíble, me recuerda la infancia. El panadero me llama por mi nombre, pero nadie se da vuelta para mirar, nadie olvida lo que está haciendo para darle un codazo a su acompañante y decir:

—Ahí está el del catálogo.

Me siento como el ermitaño que una vez al día sale de la cueva a mirar el cielo. Todavía me queda algo de cielo para ver: casi todos mis compañeros permiten que el Centro les cubra el suyo con una losa.

A la vuelta tal vez encuentre a alguien que me espera. No me importa, porque en cuanto bajamos al sótano son mis normas las que valen. Hoy, por ejemplo, está Nidin, el portero del edificio. Sé que pasa la mayor parte del tiempo discutiendo con Calibares sobre la existencia de otros Centros, paralelos al Centro: la idea metafísica por excelencia. Pero antes de bajar al sótano deja sus teorías en un rincón, junto con la escoba, y mientras me acompaña por la escalera dice:

—Se me ocurrió algo para el catálogo, pero no sé si sirve.

—¿Por qué? —le pregunto.

—Porque no es un planeta, sino una isla —contesta.

—El catálogo incluye de todo —digo.

Dejo la bolsa del pan en la mesita de la habitación y lo invito a sentarse en la cama, mientras traigo la silla del escritorio. Hace tiempo descubrí que la gente explica mejor sus ideas cuando se sienta en la cama, y por eso no traigo dos sillas.

—Es un sueño que tuve anoche —dice Nidin, rascándose la cabeza—. Una isla sin principio ni fin.

—Entonces no puede ser una isla —digo.

—¿Por qué? —dice Nidin—. Está rodeada por un mar. Se puede recorrer toda la orilla en un día.

Me levanto y voy a buscar algo con qué tomar notas. Cuando vuelvo pregunto:

—¿Cómo se llama esa isla?

—No sé —dice Nidin—. ¿Es importante el nombre?

—Sí, pero ya le buscaremos uno. Siga.

—Me gustaría mucho que esa isla figurara en el catálogo. Sus habitantes me trataron muy bien durante el sueño.

—¿Ellos le dijeron que no tiene principio ni fin?

—Sí.

—¿Se lo demostraron?

—Creo que sí. Déjeme pensar.

Nidin hace una pausa, y yo aprovecho para inventar un nombre. Lurgan podría ser. Lo anoto.

—Cuando llegué a la isla —dice Nidin— un hombre me preguntó en qué dirección quería caminar. Hacia el Sur, le dije. ¿Cuánto?, preguntó. Diez kilómetros, le contesté. Desde el mar me había parecido que la isla no tenía más de cinco, de un extremo al otro.

—¿Y caminaron los diez kilómetros? —intervengo.

—Sí —dice Nidin—. Yo no podía creerlo. Le pregunté al hombre cómo era posible, y me pidió que mirara hacia atrás. A mi espalda había un acantilado, y más allá estaba el mar, igual que al empezar la caminata. —Nidin me mira a los ojos. —Quise volver, pero cuanto más caminaba hacia el mar, más se alejaba.

—Le creo —digo—. ¿Se enteró de alguna explicación al respecto?

—Sí, pero no la entiendo bien.

—Trate de repetirla.

—El hombre dijo que en esa isla las cosas cambian según la dirección en que avanza el observador.

—Muy interesante —comento, con toda sinceridad.

—Salvo en la orilla misma, que está fija para que la isla no invada otras regiones del planeta, uno puede caminar en línea recta todo lo que se le ocurra sin llegar nunca al mar. —Nidin empieza a sentirse cómodo con el relato. —Eso sí, como la isla es tan pequeña, resulta imposible alejarse del agua. Parece que el agua lo siguiera a uno: no importa cuánto camine, siempre tendrá a la espalda el ruido de las olas.

—Tengo una duda —digo—. Si uno encuentra siempre tierra por delante, ¿cómo puede volver a la orilla cuando quiere hacerlo?

Nidin sonríe, y se frota la cara con las manos.

—Despertándose, me parece.

Yo también sonrío.

—Me gusta su isla —digo—. La voy a llamar Lurgan. ¿Está de acuerdo?

Lo que Nidin no sabe es que antes de incorporarla al catálogo la voy a adaptar a mi estilo, le voy a quitar ambigüedades, le voy a agregar los elementos que me enseñaron tantos años en el oficio. El resultado de todo ese trabajo seguramente le sería irreconocible, pero nadie ve lo que pongo en el catálogo.

—Me gusta —dice Nidin—. Lurgan. ¿Sabe una cosa?

—¿Qué?

—Creo que el hombre de que le hablé dijo ese nombre. ¿Cómo lo supo?

Sonrío otra vez.

—Usted es el especialista en teorías —digo—, no yo. Gracias por la información.

Sin gente como Nidin, que es una fuente inagotable de ideas para el catálogo, hace tiempo que mi trabajo se habría convertido en un problema.

* * *

Escribo en el catálogo:

Lurgan: Prisión de máxima seguridad. Construida en una pequeña isla, tiene la ventaja de que los reos creen estar libres. Una ilusión inducida cuidadosamente les hace imaginar que la isla no tiene fin, que pueden internarse en ella tanto como quieran, y así alejarse de sus guardianes, de los otros reos y de todo lo que prefieran mantener a distancia. El único inconveniente es que si, por algún motivo, se hace necesario trasladar a alguien fuera de la isla, resulta imposible encontrarlo.

* * *

Labra y Kosong se vieron una sola vez. Kosong estaba en mi escritorio, mirando el techo mientras decía:

—Pienso llevar el martillo, por si nos topamos con los pigmeos. Dicen que no hay nada como romperles la cabeza de un martillazo. Tengo amigos que lo hicieron, y cuentan que el cráneo tiene la dureza necesaria como para no hundirse al primer golpe, y a la vez es lo bastante blando como para transmitir una sensación de poder a través de la herramienta. —Una pausa. —¿Nunca experimentaste el placer de romper cosas blandas, pero que no ceden de inmediato?

—Puede ser —dije—, alguna vez.

—No te creo —contestó—. Si lo hubieras experimentado no lo dirías con tanta indiferencia. Es como aspirar muy hondo, hasta sentir que los pulmones revientan, y después soltar el aire de golpe. —Entrecerró los ojos y puso las manos sobre el escritorio, con las palmas hacia arriba. —Pero no hay nada que se le parezca.

Entonces golpearon a la puerta. Subí a abrir, y era Labra. Cuando volvimos al escritorio, Kosong había cerrado los ojos del todo y se frotaba las manos suavemente.

Labra me miró intrigada. Kosong abrió los ojos.

—Él es Kosong —dije, mientras me acercaba al escritorio—. Te presento a Labra.

Kosong se paró de un salto, rodeó el escritorio y fue a darle un beso en la mejilla. Labra se apartó y le dio la mano.

—Kosong es un viejo amigo —expliqué.

—Y futuro compañero de viaje —dijo Kosong.

—¿De viaje? —Labra no sabía nada del asunto, porque yo no había encontrado el modo de contárselo.

—Estamos planeando una excursión —dije, alzando los hombros para quitarle importancia.

Kosong levantó un dedo y lo mantuvo en el aire, señalando algo que estaba más allá de las paredes. Esperó que los dos lo mirásemos, y lentamente volvió a mi silla, atrás del escritorio.

—Mucho más que una excursión —dijo después—. Necesitamos mochilas especiales, y un bote inflable para atravesar las cataratas.

—¿De qué habla? —me preguntó Labra en voz baja.

Le pedí silencio con un gesto.

—Es el único modo de pasar —siguió Kosong—. Algo más rígido que un bote inflable se va a romper contra las rocas. Algo más blando nos quitará el placer de desgarrarlo cuando ya no lo necesitemos. Y si no lo rompemos, tendremos luego la tentación de volver atrás cuando menos nos convenga.

—Muy interesante —dijo Labra—, pero yo tengo ganas de tomar un café.

Fui a calentarlo. Desde la habitación oí que Kosong seguía hablando. No podía entender las palabras, pero sí el tono. Estaba en uno de sus momentos de entusiasmo, cuando la perspectiva del viaje le impedía controlarse. A veces gritaba una o dos frases, y yo llegaba a captarlas:

—En el corazón —decía—. El único arco iris macizo. Corazas para los ojos.

La cocina tiene una llama pequeña, y el café tardaba en calentarse. Era uno de esos días en que prefería quedarme con Labra y no con Kosong. El viaje tal vez fuera lo más importante de mi futuro, pero yo no tenía la habilidad de Kosong para olvidarme del presente. Cerré los ojos un segundo, pensando en Labra y yo sentados en la cama, acariciándonos de a poco y con paciencia, al principio casi sin mover más que un dedo, luego con la mano entera, y más tarde con todo el cuerpo, a un ritmo tan lento que un solo latido nos llevara horas. De pronto la imagen de Labra se mezcló con la del martillo y los pigmeos, y abrí los ojos asustado. El café acababa de hervir. Le pegué un puntapié a la cocina, tiré el café por la rejilla y puse a calentar otro poco. Entonces oí un portazo y me dí vuelta.

Kosong apareció en la puerta de la habitación.

—Se fue —dijo.

—¿Labra? —pregunté.

—¿Quién, si no?

Dí un salto, lo esquivé con un movimiento de cintura y subí la escalera corriendo. Abrí la puerta y salí a la planta baja. Labra ya no estaba a la vista. Yo tenía un trapo de cocina en la mano: lo tiré al suelo, luego me incliné a levantarlo y me lo pasé por la frente. Volví al sótano.

* * *

Por entonces escribía estas cosas en el catálogo:

Coudini: Inspirador de la Reforma Retroactiva, no pudo evitar que sus ejecutores la aplicaran a él mismo. Pasó largos años huyendo de un lado a otro, para evitar que hicieran blanco en él. Escondió épocas enteras de su vida en cuadernos manuscritos que guardaba en una cripta subterránea. Al conocer profundamente los métodos de la Reforma, tuvo éxito en casi todas sus acciones, y los fracasos que soportó fueron mínimos. Sin embargo, llegó a perder meses enteros de su pasado, y hasta sufrió un cambio de nombre, porque había olvidado anotar el suyo en alguna parte. Cuando descubrían alguno de sus escondites, siempre tenía tiempo para llevarse su pasado con él. Sus perseguidores sólo encontraban recuerdos marginales, anécdotas sin valor, y atacaban esos restos con la furia que les daba la impotencia.

Tras su muerte, Coudini se transformó en una paradoja de la historia. Hay quienes preguntan si verdaderamente escapó de la Reforma, porque hoy en día es recordado casi únicamente por esa fuga. El resto de su vida, el pasado que guardó con tanto cuidado, se ha perdido, como se pierden todos los pasados sin necesidad de Reformas.

Péndulo corrector: Instrumento de uso común en Galnaip. Se mueve sólo cuando cambia el concepto de verticalidad. Los expertos de Galnaip jamás consiguieron explicar qué significa eso, y probablemente ellos tampoco lo sepan. De todos modos, la construcción, el arte de los equilibristas y los crucigramas son posibles en Galnaip exclusivamente por la existencia del péndulo corrector.

Sorinargo: En el país de Haf, dios de la corriente eléctrica. Según la leyenda, en el principio eran los electrones, que vagaban sin rumbo ni ley por los vacíos que no se pueden medir. Entonces, Sorinargo llegó al universo con su flauta mágica y tocó una melodía de la que hoy sólo se conservan ciertos gráficos en una máquina antiquísima. Al son de la flauta, los electrones iniciaron su marcha, siguiendo a Sorinargo por donde éste fuese. Cuando los electrones estuvieron bien orientados, Sorinargo entregó a los hombres versiones simbólicas de su flauta. Estos sustitutos, si bien no producían ninguna música exquisita, bastaban para encantar a toda partícula subatómica sensible a la belleza.

* * *

Me llevó treinta años comprender los misterios del catálogo, y no dudo que soy el único que los conoce. Ahora me doy cuenta de que el Jefe de Personal, cuando me explicó mis funciones, sólo sabía algo de la superficie.

Cuando bajamos por primera vez, el sótano estaba a oscuras. Se había cortado un cable en alguna parte, así que la luz no funcionaba. El Jefe buscó una linterna, y juntos descendimos por los escalones que crujían. La primera impresión fue desagradable: entre el pie de la escalera y la estantería de la A había una telaraña enorme y brillante. Los libros de registro estaban cubiertos de polvo. Se oía un ruido de goteo, que venía del otro lado del sótano.

El Jefe era alérgico al polvo, así que se puso a estornudar y tuvo que pasarme la linterna. Caminamos entre los libros, mientras las cucarachas y las arañas corrían a esconderse. El suelo estaba oculto bajo una capa de barro resbaladizo. Yo iluminaba los estantes, en parte para no saber qué estaba pisando, en parte pensando cuándo me iba a atrever a sacar alguno de esos libros oscuros y pesados, que parecían tener miles de años de edad.

—Por aquí está su escritorio —dijo el Jefe, cuando los estornudos le dejaron unos segundos de tranquilidad.

El escritorio estaba cubierto de cápsulas que habían salido del tubo. Formaban una montaña. Muchas habían caído al suelo y se desparramaban entre las estanterías. El Jefe pisó una, que se rompió con un estallido, y los dos pegamos un salto.

—Ordenes atrasadas —dijo el Jefe—. Hace años que nadie se ocupa de ellas.

Buscó en la montaña una cápsula un poco más limpia que el promedio y me enseñó a abrirla.

—Fíjese bien —dijo, mientras sacaba el papel del interior—. En este papel está la descripción de algún elemento que debe ser incorporado al catálogo.

—Entiendo.

—Su trabajo es copiarlo textualmente en el libro correspondiente. —Estornudó varias veces y siguió: —Los libros están distribuidos por orden alfabético, así que eso no le va a causar problemas.

—Me gustaría hacer una prueba —dije—, para estar seguro de aprenderlo bien.

—De acuerdo. Veamos qué dice este papel.

Leímos:

Gormin: Palacio del planeta Hamirabar, construido en un solo diamante. Se dice que la disposición de sus habitaciones reproduce la distribución de las estrellas de una galaxia distante. Afirmación que se puede apoyar en dos hechos indiscutibles: su constructor llegó de una galaxia distante; y habiendo tantas galaxias y siendo tantas las habitaciones del palacio, sería extraño que éstas no reprodujeran alguna de aquellas. Cada habitación dio origen a una leyenda, y se cree que todas las leyendas que existen o que existirán algún día tienen su fundamento en las leyendas del palacio Gormin.

A la luz de la linterna vi que el Jefe se rascaba la cabeza.

—Bien —dijo—. Hay que buscar la G.

Los lomos de los libros de registro no tienen ninguna indicación de su contenido, así que la búsqueda nos llevó un buen rato. Cuando encontramos el libro indicado empezamos a hojearlo, para ver dónde se debía intercalar la información sobre Gormin.

Ya estaba, escrita exactamente del mismo modo.

—Qué raro —dijo el Jefe—. Se supone que las cápsulas traen información nueva, seleccionada entre los últimos descubrimientos.

—¿Está seguro?

—Eso me dijeron. En cuanto llegan las primeras noticias de algo desconocido, se hace un resumen de los datos y se mete el resumen en una cápsula de éstas.

—Podríamos preguntarle al que hace ese trabajo.

—Nadie sabe quién es.

—En ese caso… —empecé, y no supe cómo seguir.

—Me imagino que esto ocurrirá a veces —dijo el Jefe—. No se puede pedir que todo sea perfecto, y menos en el Centro.

Los dos teníamos ganas de irnos del sótano, así que dejamos la cápsula donde estaba y volvimos a la superficie. Mientras nos sacudíamos la ropa, el Jefe trató de convencerme de que, una vez limpio y con luz, el sótano resultaría un lugar agradable. No le creí, y diría que él tampoco se creyó a sí mismo. Pero tenía razón. Con su ayuda arreglé la instalación eléctrica, y junto a otros voluntarios del edificio puse el catálogo en condiciones de funcionar. Después conseguí sentirme cómodo.

Cuando empecé a trabajar, ya estaba seguro de que no había nada raro en mi nuevo empleo. Tenía un horario fijo, dos días libres por semana, una credencial que me identificaba como agente del Centro, un número de jubilación, la promesa de vacaciones pagas, un contrato y todo lo que podía pedir. Al poco tiempo disponía de dinero para salir, divertirme, mejorar mi casa, comprar lo que quisiera y a la vez ahorrar para cuando el trabajo terminase.

Diez horas diarias encerrado en el sótano del catálogo no significaban un trabajo pesado, pero al principio me aburría. Tardé dos días en verificar que, de los cientos de cápsulas acumuladas, ninguna traía información nueva: todos los datos parecían copiados cuidadosamente de los libros. Después descubrí que la frecuencia con que aparecían nuevas cápsulas era realmente baja, no más de dos o tres por semana. Así que tenía poco que hacer. Empleaba dos minutos en abrir la cápsula y comprobar que no decía nada nuevo. Al poco tiempo empecé a pensar en no abrirlas, pero por suerte me arrepentí: si hubiera dejado de interesarme en ellas jamás habría comprendido cuál era mi verdadero trabajo. Un trabajo que nadie en el Centro podría explicar.

Pasaba una buena parte del tiempo leyendo, o durmiendo, o curioseando los registros. Cada diez minutos miraba la hora. El mejor momento del día era cuando terminaba el horario de trabajo y salía al mundo exterior. Mi mayor preocupación, que alguien descubriera la inutilidad de pagarme por no hacer nada.

La situación empezó a cambiar cuando me dí cuenta de que nadie me vigilaba, ni me pedía que hiciera algo en especial. Sintiéndome más libre, probé cosas nuevas: pinté cuadros, instalé un laboratorio de fotografía en la habitación que más tarde sería mi dormitorio, me puse a escribir poemas. Pero todo esto duró poco tiempo, porque cualquier nueva instalación me molestaba, dado el poco espacio que dejan las estanterías. Y cuando no hacían falta instalaciones, como en el caso de la poesía, lo que hacía falta era ingenio o ganas, y tarde o temprano me daba cuenta de que no tenía ninguna de las dos cosas.

Pero siempre encontraba algo con que pasar el tiempo. En parte por eso, y en parte porque me estaba acostumbrando a la situación, cada día me aburría menos, y pensaba más en la suerte que había tenido al encontrar un trabajo tan liviano.

No me hacían preguntas, ni pruebas de ninguna clase. Yo evitaba hablar de mis actividades, pero cada vez tenía más curiosidad por saber qué pasaba.

—¿No les importa cómo anda el catálogo? —pregunté una vez—. Les podría decir unas cuantas cosas.

—No nos interesa —contestó el Jefe de Personal.

—Pero no preguntan nada, no se fijan en lo que hago —insistí—. ¿Qué clase de trabajo es éste?

—Es un trabajo. Y ahora contésteme a mí: ¿está cumpliendo las órdenes, sí o no?

—Por supuesto —me defendí.

—Suficiente.

—Pero nadie se entera —dije.

—¿Nadie? —preguntó.

—Me entero yo.

—Suficiente.

En otra ocasión la charla fue más desconcertante, por lo menos para mí, que recién empezaba.

—Algún día tendrá que contarme cómo llegó hasta acá —dijo el Jefe—. ¿Fue un proceso largo?

—Bastante —dije—. Yo estaba en…

—No, ahora no. —Miró hacia el techo, con la misma expresión que años más tarde adoptaría Kosong. —Todos los procesos son largos. ¿Nunca se le ocurrió pensar cómo vino a parar el catálogo a este edificio?

—Sí —dije. Es un edificio viejo, de dos pisos, que seguramente fue un hotel hace mucho tiempo.

—Casualidad, como siempre —dijo el Jefe—. Creo que había algo en el aire que nos obligaba a unirlos, a usted y al catálogo.

—¿Algo en el aire?

—Es nuestra especialidad. Así como todo apuntaba a que el catálogo estuviera en este sátano, también apuntaba a que usted trabajara en él. No tengo la menor idea de la utilidad de este asunto. Tenía tanta energía que podría decir que se hizo solo.

—¿Por eso no me pregunta nada?

El Jefe cerró los ojos y se echó hacia atrás en la silla, con una expresión de felicidad. Estas también serían costumbres de Kosong.

—Es una buena explicación —dijo—. ¿Cómo se le ocurrió?

Lo sigo llamando Jefe, pero no lo era. O tal vez sí, no importa. En el Centro los jefes no existen, pero suele haberlos. Si uno se pone a pensar, no hay nada en el Centro que sea la misma cosa todo el tiempo, ni a todos los fines. Es posible que el Jefe fuera Jefe sólo para mí.

La segunda vez que bajamos al sótano, luego de arreglar la instalación eléctrica y antes de hacer la limpieza, se me ocurrió preguntarle si la escritura a mano de los datos en enormes libros de registro no era un método antiguo.

—Sí —contestó.

—Si el Centro es tan grande como parece —dije— debería tener un catálogo hecho por computadora.

—Lo tiene —dijo el Jefe—. Por eso este no se usa nunca.

Saqué un libro de su estante y lo abrí al azar.

—¿Para qué lo quieren, entonces? —pregunté.

El Jefe alzó los hombros, el mismo gesto de la mujer que había ido a entrevistarme a casa.

—Nunca se sabe —dijo—. Tal vez sea tradición, tener este catálogo. Tal vez estemos honrando la memoria de algún prócer que dio la vida por ponerlo en marcha cuando no se conocían métodos mejores.

Me quitó el libro amablemente y se puso a leer las páginas en que yo lo había abierto. Estaban escritas con una letra apretada y llena de palos que subían y bajaban. Mientras leía, el Jefe movía los labios. En cierto momento se rio a carcajadas, después inclinó la cabeza hacia adelante como si no entendiera algo, y al final volvió a guardar el libro. Yo lo seguía mirando. Sacudió la cabeza y dijo:

—Todo encuentra su sentido, tarde o temprano.

* * *

El Jefe murió hace muchos años. Con la edad se había vuelto sordo, y pasó un día entero en su oficina del segundo piso sin oír la cuadrilla de obreros que trabajaban junto a la puerta. Con picos y taladros, la cuadrilla se dedicó a hacer un agujero en el suelo, a través del cual se podía ver otra cuadrilla, que hacía el mismo trabajo en el primer piso. Terminados los agujeros, ambas cuadrillas se ocuparon de alisar los bordes y cubrirlos de azulejos color turquesa. Después juntaron los escombros, los cargaron en un camión y se los llevaron con las herramientas y todo otro rastro de su presencia. A las ocho de la noche, el Jefe abrió la puerta y dio un paso. Llegó a la planta baja dos segundos más tarde.

Sé que Kosong también murió hace tiempo, aunque no volví a verlo después del viaje. Se le había caído una moneda en una boca de tormenta. Metió el brazo para rescatarla, y oyó un extraño zumbido que venía de las profundidades. A partir de entonces empleó cada minuto de su tiempo en tratar de describirle el zumbido a todo aquel que se le cruzaba en el camino. Escribió un libro en cuatro días, sobre el zumbido. Gastó hasta el último centavo comprando abejas, ventiladores, radios, tocadiscos, taladros y todo lo que de un modo u otro fuera capaz de zumbar, sin encontrar nada parecido a lo que buscaba. Empezó a tratar de imitar el sonido con la boca y otras partes del cuerpo, haciendo raras contorsiones y enormes esfuerzos. Una semana después se le ocurrió que el zumbido debía tener un timbre acuático, por venir de donde venía, y se zambulló en un lago, donde terminó ahogándose.

De Labra no sé nada. Es probable que aún viva, de modo que no puedo decir si su muerte estará de acuerdo con su vida, o será una muerte vulgar, de esas que no informan nada sobre su propietario.

* * *

El baño está en la planta baja. Tengo que subir los cuarenta y tres escalones, abrir la puerta y salir de mi reino para llegar a él. En una época inicié los trámites para que instalaran uno en la habitación que está bajo la escalera, pero el resultado de esos trámites dependía tanto del azar que desistí. Al fin y al cabo, me convenía esperar que un día instalaran el baño sin mi intervención, y no perder el tiempo en idas y vueltas por las oficinas del Centro. Ahora el baño no me interesa: sería una invasión en el espacio conocido del sótano.

Estoy sentado frente a mi escritorio, con la lámpara extensible que compré hace muchos años apuntando al papel. La madera del escritorio tiene las marcas de todos mis lápices, y de los lápices de mis antecesores. Todavía se distinguen las quemaduras producidas por los cigarrillos que Kosong se olvidaba encendidos al dormirse. Varias veces pensé en comprar otro escritorio, pero no me atreví: cuando algo está tan estructurado, tan trabajosamente moldeado como los elementos relacionados con el catálogo, cualquier cambio puede provocar un desastre. La lámpara fue mi innovación más audaz, y estuve nervioso durante meses luego de instalarla.

Con la habitación me tomo otras libertades. De todo el sótano, es lo menos conectado con el católogo. Cambié los muebles tantas veces que perdí la cuenta, y hasta terminé sacando todas las cosas que había encontrado en su interior a mi ingreso.

—Tendrías que modernizar esto —recuerdo que decía Labra—. Es un lugar tétrico.

—Será que yo soy tétrico —contestaba.

—No, el problema viene de antes. —Labra recorría el sótano palpando los libros, los estantes y las paredes, y poniendo cara de asco. —¿Quién te dijo que la decoración no sea culpa de tu antecesor?

—Son cosas muy viejas —decía yo—. Tienen siglos.

—Podrías venderlas muy bien en un negocio de antigüedades.

—No son mías.

—¿De quién son, entonces?

Nunca pude explicarle mis sensaciones con el catálogo. Si ahora ella entrara al sótano, muchísimo más vieja, muchísimo más viejos los dos, tal vez nos entendiéramos mejor. Seguramente ella habrá acumulado sus propias antigüedades, mientras yo acumulaba más conocimientos sobre el Centro y sobre lo que nos ocurre a quienes trabajamos para él. En particular, podría decirle que trabajar para el Centro es como tocar un instrumento musical: hay tres etapas. Durante la primera uno ni se imagina cómo se lo hace sonar. Tampoco se preocupa por eso. Durante la segunda aprende muy rápidamente a sacar algunas notas, las suficientes para comprenderlo y para sentir una especie de complicidad con él. La tercera no termina nunca, y consiste en la tarea de acercarse poco a poco al virtuosismo.

A los pocos meses de mi ingreso ya creía estar en la segunda etapa. Tenía una idea vaga del funcionamiento del Centro, aunque no supiera cómo manejarlo. No es que hubiera encontrado una fuente de información directa, sino precisamente lo contrario: el Centro funciona a partir de intenciones, coincidencias, descuidos. La pareja que me visitó en casa y me convenció de entrar al Centro decía la verdad, salvo que no se trataba de un descubrimiento nuevo, porque todos sabían lo de las casualidades.

En esos meses conocí a varios empleados del Centro, no muchos. Algunos trabajaban en este edificio, otros venían a veces, otros aparecían y desaparecían sin motivos visibles. Podría pensar que me mentían cuando decían no saber más que yo, pero creo que decían la verdad. En todo caso, mentían cuando decían ignorar más que yo: para muchos, el modo de obtener prestigio es demostrar que comparten lo suficiente el espíritu del Centro como para actuar puramente al azar. Esta es su idea principal: la perfección está en reconocer estructuras en lo accidental.

Un ejemplo: en medio de una fiesta organizada casualmente me encontré con un matemático empleado por el Centro, cuya especialidad era los números aleatorios.

—Son maravillosos —decía—. Fíjese en esta secuencia.

Me mostró páginas y más páginas de números que aparentemente no seguían ningún orden, y me preguntó:

—A primera vista, ¿encuentra alguna ley en la distribución de estos números?

Yo estaba un poco aburrido y bostecé. Pero el matemático no se dio por aludido.

—Pues bien —se respondió a sí mismo—, en esta serie hay cinco veces cinco cincos seguidos. Casualidad, claro. También hay siete veces siete sietes seguidos, y si mira bien encontrará que el nueve aparece nueve a la nueve veces.

—Así es imposible que no haya leyes —dije.

—Es mi trabajo —dijo el matemático, y los ojos le brillaban de orgullo.

Sin embargo, hay mucho más que casualidades en el Centro. Si tardé tanto en descubrirlo fue, de todos modos, por casualidad: de haber trabajado en otro lugar que no fuera el sótano, de haber estado menos tiempo encerrado con el catálogo, de haberme cruzado antes con alguno de los que niegan le existencia de las casualidades, mi comprensión del Centro habría sido mejor, y más rápida. En cambio, tuve que esperar a la fiesta en que conocí al matemático: ahí me enteré de todo lo que necesitaba.

La fiesta se había armado sin que nadie se diera cuenta, en la planta baja. Me enteré cuando terminó mi horario de trabajo. Al salir del sótano encontré un montón de personas que comían y brindaban por cosas como la simetría, la asimetría, la suerte y la desgracia. Los muebles, las molduras del techo y las ventanas estaban cubiertos de guirnaldas que subían, bajaban y se perdían en el humo de los cigarrillos. Por momentos se oía la música que salía de unos parlantes, a pesar del estruendo de conversaciones, botellas que caían, risas, cantos improvisados y aplausos sin motivo.

Al parecer, un camión había descargado los comestibles por error, y la gente se había reunido accidentalmente. De ahí a inventar una fiesta no faltaba más que un paso, y lo dio alguien que traía un mensaje: “Festejen.”

Mi primera idea fue escaparme. Pero para llegar a la puerta de salida tenía que atravesar una multitud, y ni pensé en volver al sótano: en ese entonces vivía afuera. Me resultó más fácil integrarme a un grupo que estaba cerca, donde enseguida me invitaron con una copa de algo que tenía burbujas.

En el grupo estaba la pareja que había ido a casa. La mujer seguía llevando el mismo bolso, con el mismo fajo de papeles que sobresalía por un costado.

—Hola, Seroscavar —dijo la mujer—. Me alegro de verlo. Gracias a usted no quedan misterios para nosotros.

—Hicimos otro descubrimiento —dijo el hombre—, superior al primero.

Yo no estaba de buen humor, y tuve ganas de lastimarlos, tal vez porque no me habían tratado muy correctamente durante nuestro primer encuentro.

—Supongo que sabrán —dije— que el descubrimiento que hicieron en casa no fue nada original.

El hombre tosió y dio vuelta la cabeza. La mujer se miró la punta de los zapatos y contestó:

—Es que hacía poco que estábamos en el Centro.

—Antes dijeron que hacía años…

—Sí —la mujer trató de sonreír—, pero la visita a su casa fue nuestro primer trabajo.

El hombre hizo un esfuerzo para alejar la vergüenza, y atacó otra vez:

—Tiene que escucharnos —dijo—. Ni se imagina lo que descubrimos ahora.

—¿Recuerda que nos preguntó cómo hizo el Centro para encontrarlo? —empezó la mujer—. Nosotros le explicamos que usted había creado una fuerza, un campo, que atrajo al Centro.

—Lo recuerdo.

—Estábamos equivocados —el hombre—. Fue al revés.

—¿Al revés?

—Escuche bien —la mujer—. En primer lugar, el Centro tuvo la intención de encontrarlo, y las casualidades fueron la consecuencia de esa intención, no la causa.

Hice un gesto que significaba tanto que no entendía como que no me importaba entender. Se pusieron nerviosos.

—Si usted no nos presta atención —el hombre—, no sé quién podrá hacerlo.

—Por favor —la mujer—, déjenos explicarle.

Me gustó pensar que los papeles se habían invertido desde nuestro primer encuentro, y opté por escucharlos, sobre todo para disfrutar de esa sensación de poder, que era nueva.

—Está bien —dije.

—Vamos por partes —le dijo la mujer al hombre—. Esta vez tenemos que ser claros.

—Y convincentes —le dijo el hombre a la mujer.

—Hicimos averiguaciones —la mujer—. El que le enviaba las notas a su casa no sabía la dirección. Despachaba los sobres en blanco.

—Se da cuenta —el hombre— de que tanto podían llegar a destino como no.

—Pero llegaban —la mujer—. Es la fuerza que hubo siempre alrededor de usted. No sabe cuántas cartas del Centro jamás llegan a destino.

—No —intervine—, pero me lo puedo imaginar.

—Entonces nos preguntamos —el hombre—, ¿por qué llegan las cartas? Y nos contestamos, como antes: por casualidad. Pero esa respuesta no era suficiente. ¿A qué obedecía la casualidad?

—Si no me equivoco —dije—, ustedes me aseguraron que las casualidades no obedecen a nada.

Se rieron.

—Una ingenuidad —la mujer—. El Centro tuvo la intención de llegar a usted antes, mucho antes de que las casualidades empezaran a producirse. Lo cual nos llevó a la conclusión de que las intenciones, a veces, tienen tanta fuerza que provocan casualidades.

—Claro que entonces —el hombre— ya no son casualidades propiamente dichas.

—Tenemos que buscarles otro nombre —la mujer—, pero es lo de menos.

—Todavía no sé qué quieren decir —aclaré.

—A eso vamos —el hombre—. Las casualidades no son más que un medio, que permite llegar a un fin. ¿Y cuál es el fin? El cumplimiento de una intención. Esa es la auténtica ocupación del Centro: tener intenciones. ¿Qué le parece?

Los dos me miraron sonrientes.

—¿Qué quieren que me parezca? —contesté—. No me dice nada.

Las sonrisas desaparecieron.

—¿No? —preguntaron a dúo.

—No —insistí.

—Hay que convencerlo —la mujer.

—De cualquier manera —el hombre.

—Vea lo que ocurre cuando la intención falta —la mujer—. ¿Qué pensó de los ranchos y la gente que los recibía en ellos?

—Me dieron la impresión de que el Centro no era una organización poderosa —dije.

—Pero ahora sabe que es poderosísima —el hombre—. ¿Tampoco eso le dice nada?

—No.

—El Centro no tiene la intención de ocultar su verdadera importancia —la mujer—, pero tampoco la de darla a conocer. Lo deja librado al azar. En un caso así, cuando la intención falta, el resultado es imprevisible.

—Tengo otro ejemplo —el hombre—. Al Centro no le importaba que usted llegara directamente a este lugar —señaló la puerta que da al sótano—; pero tampoco le importaba que diera un rodeo. Si la dirección correcta le hubiese llegado al principio, usted se habría evitado tantas vueltas. Del mismo modo, podría haber seguido peregrinando por los ranchos eternamente.

—Lo que quieren decir —arriesgué— es que cuando algo sale bien es porque alguien quiere que salga bien. —En realidad no estaba seguro de nada.

—Más que eso —la mujer—. Ni siquiera se puede hablar de bien y de mal. Las cosas son. Cómo son, no importa. El mismo Centro existe, pero podría no existir. La única diferencia está en que hay una intención de que exista, y entonces existe.

—Pero eso se puede aplicar a cualquier cosa —protesté.

—No —el hombre—, hay una diferencia. Las intenciones del Centro se cumplen siempre, pero por casualidad.

—Eso es una contradicción —los atajé—. Si algo se cumple siempre, deja de ser casual.

—¿Por qué? —la mujer—. Si las casualidades no existieran, las intenciones no se cumplirían. ¿Le parece que no fue casual que los mensajes llegaran a su casa?

—Tal vez, pero…

—Podrían no haber llegado —el hombre—, y en ese caso la casualidad se habría producido en otra parte, de otro modo. Lo único seguro, lo único no casual, era que de alguna manera el Centro lo iba a encontrar.

—¿Ve? —la mujer—. El Centro persigue fines, y muchas veces ni siquiera sabe por qué medios llega a ellos. La sola necesidad de alcanzar esos fines produce los medios necesarios.

—Y los medios —el hombre sonreía otra vez— son las casualidades.

Pero yo no tenía más ganas de oírlos. Inventé una excusa y traté de acercarme otro poco a la salida. Luego me dí cuenta de que la excusa no había sido necesaria: ni se habían fijado en que yo me iba, y seguían charlando entre ellos.

A los pocos pasos me interceptó otro grupo, formado por cuatro hombres con barba.

—El Centro debería tener un edificio que unificara todos los departamentos —decía uno—, y donde todos pudiéramos estar cerca de la Computadora.

—¿Qué departamentos? —decía otro—. La Computadora no habla de departamentos.

—No olviden que nuestra tarea es identificar a la Computadora —decía el tercero—. Eso es más importante que todos los edificios del mundo juntos.

—Estoy de acuerdo —decía el último—. No podemos hacer nada mientras no encontremos la Computadora.

Yo jamás había oúdo hablar de una Computadora en relación con el Centro, así que interrumpí la conversación para preguntar de qué se trataba.

—¿No sabe? —dijeron dos o tres al mismo tiempo, y uno siguió—. La Computadora es quien ordena este caos. ¿Dónde iríamos a parar sin su guía?

—¿Acaso usted se opone a que le obedezcamos? —dijo otro.

—No, en absoluto —aclaré, por las dudas—. Pero quisiera saber algo más. Parece importante.

—No parece —me corrigió uno—: es. —Todos asintieron. —Lo que lamento es que no la conozcamos personalmente.

Debo haber puesto una expresión muy notable, porque uno de los barbudos hizo un gesto para pedir calma a los demás y dijo:

—Usted debe ser nuevo, o uno de esos que piensan que todo está librado al azar.

—¿No es así? —pregunté, asombrado.

—Para ellos sí —señaló a nuestro alrededor—, pero no para nosotros.

De haber podido conversar con uno solo de los barbudos, habría comprendido enseguida de qué hablaban, pero como eran cuatro, y los cuatro insistían en complicar las cosas, tardé más de una hora, y luego tuve que pasar por muchos grupos similares para hacerme una idea elemental de lo que ocurría en torno a mí.

Las cosas no eran tan simples como había pensado. En el Centro hay varias facciones, cada una de las cuales interpreta de un modo diferente las funciones y los procedimientos del mismo Centro. Además de los aleatorios están los computadoristas, que aseguran que el corazón del Centro es la Computadora, un nombre aplicado a algo o a alguien que produce órdenes. Estas órdenes son recibidas tarde o temprano por todos los empleados del Centro. Entre los computadoristas, aquellos que las reciben con mayor frecuencia se consideran a sí mismos elegidos, y pretenden obediencia de parte de los demás. Independientemente de que tengan razón o no, la Computadora existe, aunque nadie sabe dónde está ni cómo es.

Hay más facciones. Unos son partidarios del ordenamiento absoluto: según ellos, lo que aparentemente es aleatorio sigue en realidad un orden superior, que nosotros los mortales no podemos percibir. Para demostrarlo me enseñaron un objeto tallado en madera, muy complejo, con entrantes y salientes por todas partes.

—Este objeto —dijo uno— tiene miles de ángulos. Aquí donde lo ve, un modelo matemático que lo representara con exactitud ocuparía varios libros. De todos modos, su estructura cumple una propiedad muy simple: si lo iluminamos desde cierta distancia y en cierto ángulo con una vela, y proyectamos su sombra sobre una pantalla blanca dispuesta de cierta manera, la sombra es un cuadrado perfecto. Sin embargo, hasta ahora nadie encontró la combinación de distancias y ángulos necesarios para producir ese simple cuadrado. El Centro es como este objeto: una vez que consigamos iluminarlo como corresponde, su silueta quedará libre de irregularidades y todos comprenderán que el azar no existe.

—Tengo una duda —dije—. ¿Cómo saben que se puede obtener esa sombra cuadrada, si hasta ahora nadie lo consiguió?

—Partimos de la base —dijeron— de que todo es posible mientras no se demuestre lo contrario.

Otros niegan totalmente la existencia del Centro, dicen que es un espejismo. Su demostración me pareció poco elegante, porque se puede aplicar a otras cosas: la vida, por ejemplo, o la consciencia.

Hay también quienes aseguran que lo que llamamos Centro es el universo entero, que no hay nada fuera del Centro. Lo más extraño de esta facción es que consiguió desarrollar dos supuestas demostraciones: una para el caso de que el universo sea infinito, y otra para el caso de que no lo sea.

Por supuesto, hay algunos escépticos que no creen en nada. Para ellos, todas las explicaciones están en la teoría de las probabilidades. Llevan estadísticas, hacen gráficos. Demuestran que si una curva sube pronto tendrá que bajar. Son los más desprestigiados, porque a ellos nunca les sucede nada extraordinario.

Yo creo que todos tienen algo de razón. Por lo menos es una posición cómoda. Siento un poco de simpatía por los aleatorios, tal vez por ser la primera corriente que conocí, y también por los computadoristas, a pesar de lo mal que me cayeron los cuatro barbudos cuando supe que creían ser elegidos de la Computadora. Pensándolo bien, es algo más que simpatía; estas dos corrientes son las únicas que pueden responder a una pregunta esencial: ¿de dónde sale el dinero que utiliza el Centro? Los aleatorios dicen que el dinero llega por casualidad. Los computadoristas, que lo fabrica la Computadora. Mejores respuestas no se pueden pedir. Los otros, en cambio, hablan de cosas tan absurdas como que el dinero no existe, o que aparece porque así debe ser, o que es una anomalía aún no explicada, o que todo es dinero.

Más tarde me enteré de que la pareja que había ido a casa quería fundar una nueva corriente, la de los intencionalistas, nombrándome jefe e inspirador. Me negué, lo cual sirvió para que me dejaran tranquilo, pero también para que no volvieran a saludarme. Que yo sepa, no consiguieron alcanzar su objetivo, a pesar de que la teoría merecía ser tenida en cuenta: ¿qué puede hacer el Centro, o cualquiera, con tantas casualidades, sino explicarlas? ¿Y qué mejor explicación que la de suponer que las casualidades responden a la intención de que las casualidades existan?

Alguien me dijo, años después, que luego del fracaso se unieron a un sector de los computadoristas, con el cual compartían la idea de que todas las intenciones provienen de la Computadora. Por otra parte, algunos teorizadores del orden absoluto arrastraron consigo a muchos aleatorios, con un argumento que, en versión libre, se parece a éste: toda casualidad es causalidad con error tipográfico. De este modo fundaron la facción del ordenamiento aleatorio, la cual terminó siendo parte del grupo que considera que el Centro no existe, con una justificación que apareció en uno de sus panfletos: “Si todo está ordenado, y todo orden es aleatorio, entonces no puede existir algo que no tenga sentido de por sí, y se sabe que el Centro no lo tiene.”

Creo que ni siquiera ellos entienden lo que quieren decir. Este grupo de enemistó seriamente con el de los computadoristas, sobre todo porque nadie se dio cuenta de que el problema está en la nomenclatura: si los computadoristas hubieran aceptado hablar sólo de la Computadora y no confundirla con el conjunto del Centro, los partidarios de la no existencia del Centro podrían haber visto a la Computadora como un ordenamiento aleatorio especialmente eficaz.

Todo esto sucede en el ambiente más próximo a mí. No quiero ni pensar en lo que debe ser que a uno lo trasladen a otro sector del Centro: seguramente en cada sector hay ideologías diferentes, nuevas combinaciones, y cualquier idea que altere el equilibrio que uno consiguió a fuerza de paciencia puede desembocar en un desastre.

El Jefe, por ejemplo, me contó que en el puerto donde estuvo trabajando hace decenas y decenas de años hay una teoría muy arraigada, que pretende demostrar que todos y cada uno de nosotros, los empleados y agentes del Centro, tenemos en nuestro interior todos los elementos que forman el Centro. Dicho de otro modo, que cada uno de nosotros es, por sí mismo, el Centro. Por lo tanto, el otro Centro, el que está afuera y nos incluye, es pura fantasía: un espejo en el que podemos vernos a nosotros mismos. Las contradicciones, las casualidades, el caos que normalmente existe en todas las secciones del Centro, se explican como resultado de las diferencias que hay entre las imágenes que cada uno produce en ese espejo.

No es raro que el Jefe se haya caído por el agujero que hicieron frente a su puerta.

En cuanto llegó a este edificio, el Jefe se convirtió al aleatorismo. Lo convencieron de que fuera cual fuera la explicación que quisiera darles, las casualidades seguían siendo casualidades, y seguían siendo imprevisibles.

Cuando me enteré de la existencia de tantas teorías diferentes hice una pregunta tonta:

—¿Cuál es la posición oficial del Centro?

—¿Qué cosa? —dijeron varios que me habían oído.

Debía haberlo pensado antes: no hay posiciones oficiales. El Centro no es una institución orgánica, en la cual haya una cúspide que emita documentos y reglas. Lo más parecido a una reunión de directivos es la fiesta que hubo en la planta baja, porque nadie es directivo, y todos lo somos. Los sellos que había en algunos de los mensajes que había recibido antes de ingresar, los que decían “Director General”, “Representante de Computación” y esas cosas, podían ser una broma o significar que había personas que creían sinceramente ser Directores Generales y Representantes de Computación, así como el Jefe creía ser Jefe de Personal.

Los únicos que tienen una opinión diferente son los computadoristas, y en esto no estoy de acuerdo con ellos. Su idea es que la Computadora es la única voz autorizada del Centro, y que la posición oficial es la posición sustentada por la Computadora. Dado que ellos se consideran sus intérpretes, entonces su propia ideología debe ser la ideología oficial del Centro.

Si no estoy de acuerdo es por un motivo muy simple. La Computadora no ofrece jamás, que yo sepa, un conjunto ordenado de reglas, ni siquiera de orientaciones. Si uno profundiza por este camino, termina llegando a la ideología de los aleatorios, y puede pensar que en realidad ni siquiera existe la Computadora, sino una serie de accidentes, casuales o intencionales, que producen la ilusión de que hay una Computadora.

Otro tema espinoso es el origen del Centro. Nadie conoce documentos auténticos que prueben que haya sido fundado por alguien, o que describan cómo se inició. Los aleatorios opinan que surgió por casualidad. Los intencionalistas, junto a los computadoristas, que en el principio existía la Computadora, y que ella armó a su alrededor lo que ahora se conoce como Centro. Los partidarios de la no existencia del Centro no se preocupan por el asunto, y los partidarios de que el Centro es todo lo que hay son incapaces de aportar algo interesante. Por su parte, los partidarios del ordenamiento aleatorio sostienen una teoría muy especial: no se puede afirmar que el Centro tenga un origen determinado, desde el momento en que nada surge del vacío; por lo tanto, lo que todos llaman origen debió ser la simple reunión de ciertos precedentes, que en sí mismos llevaban todas las características de lo que luego sería el Centro; estos precedentes, a su vez, debieron reconocer la existencia de otros precedentes, y así hasta el infinito.

La cifra de diez mil años que vi en el diario la primera vez que tropecé con el Centro había sido elegida por los escépticos, promediando las opiniones de los demás.

En el catálogo no encontré nada al respecto. Lo primero que busqué fue la palabra “Centro”, y encontré esta anotación:

Centro: Este catálogo forma parte del Centro, por lo que describir al Centro llevaría a un problema sin solución. Una descripción completa debería describir también al catálogo, y a la descripción misma, que incluiría una descripción de la descripción, y así hasta el infinito.

Estoy seguro de que bajo otros títulos hay datos fundamentales sobre el Centro, pero renuncié a buscarlos hace muchos años. Leer todo el catálogo es imposible, y no hay otro modo de saber qué contiene.

La verdad es que yo también quise elaborar mi propia teoría, pero a causa de un problema concreto y privado: el sentido del catálogo. Tenía que encontrar una explicación para los miles de libros de registro y descubrir de qué manera se relacionaban con el mundo de las cosas reales. Hasta que la vejez me hizo más sabio y más crédulo, mi mejor conclusión fue ésta: es muy difícil decidir cuál es el mundo de las cosas reales, cuando uno habla del Centro.

* * *

Hace sesenta años escribí en el catálogo:

Computadora: Organismo de control que envía a este catálogo, en cápsulas transparentes, descripciones de entes cuya existencia se ha comprobado experimentalmente.

Sabía que era una hipótesis arriesgada, porque en el otro extremo del tubo puede haber cualquier bromista con una colección de cápsulas y nada mejor que hacer. Pero valía la pena ponerla en el catálogo. Con ese sencillo acto me aseguré de que la suposición fuera correcta.

* * *

Los sueños empezaron pocos días después de la fiesta. Fuera del Centro no habrían tenido importancia, pero yo estaba sumergido en las casualidades, las intenciones y los ordenamientos invisibles del Centro, y con los sueños cambió mi vida.

El primero fue así. Había llegado a un lugar vacío, tan vacío que flotaba en él como si no existiera otra cosa que yo y la falta de sensaciones. Pero estaba buscando algo, sabía que tenía que encontrar señales de alguna clase en ese lugar, que no estaba tan vacío como parecía.

Después de un tiempo distinguí un movimiento borroso, a mi derecha, donde apenas podía verlo, y una especie de cuchicheo en el que se mezclaban varias voces.

—Ahí está —decía una.

—¿Es ese? —decía otra.

No podía ver quiénes hablaban, pero me dí cuenta de que me señalaban a mí.

—Sí, soy yo —contesté.

—Qué desilusión —dijo una parte del cuchicheo, mientras el movimiento se hacía más intenso.

—Yo esperaba algo mejor —insistió otra.

—Pero es lo único que tenemos —dijo otra más.

—Con razón el catálogo está detenido —terminó otra.

—¿Qué quieren? —pregunté.

—Te vamos a mostrar algo —contestaron; el movimiento abarcó todo mi campo visual—. Aquí está.

Se abrió una especie de telón, y vi el paisaje. Era una llanura por la que se movían cosas que apenas llegaba a ver como puntos o manchas. La escena vibraba, como si hubiera columnas de aire caliente o estuviera mal sintonizada. En el Centro de la llanura, dentro de una especie de burbuja, había un animal enorme y feroz que cambiaba de color a cada momento.

—Esto es Liminaz —informó una de las voces.

—¿Y qué es Liminaz? —pregunté.

—Un planeta.

Miré con más interés, pero la llanura desapareció, y en cambio vi el interior de mi casa. El comedor estaba lleno de gente que me miraba.

—¿Ya volvimos? —pregunté.

—La verdad es que no fuímos a ninguna parte —dijeron—. Era un simulacro.

—¿Liminaz no existe?

—Está a punto de existir. Falta un pequeño detalle.

—¿Cuál?

En vez de responder, se rieron. Me dí cuenta de que no necesitaba que respondieran, porque yo ya sabía qué faltaba. Pero lo supe durante un segundo, y después lo olvidé.

Al despertarme, recordaba tan bien el sueño que pasé un rato echado en la cama, sin poder reaccionar. Después me levanté, y el día resultó igual a todos los otros días.

Por entonces ya pasaba mucho tiempo en el sótano, más de las diez horas reglamentarias, y a veces dormía aquí. Esto se debía a muchas razones, sobre todo a cambios en mis costumbres, de los que apenas me había dado cuenta. Al principio, los cambios habían sido lógicos: ahora que tenía dinero podía comer siempre en un restaurante, y no necesitaba cocinar ni lavar los platos; luego empecé a llevar la ropa a una lavandería, y más tarde contraté a una persona para que limpiara la casa.

Pero hubo otros cambios, que de haberlos notado antes me habrían llamado la atención: leía en el sótano, y luego tenía los ojos demasiado cansados para seguir leyendo en casa; me acostumbré a levantarme justo a horario para llegar al trabajo, y a traer el diario y el desayuno al escritorio; dejé de ducharme en casa, y empecé a hacerlo en el baño del edificio, porque la ducha me resultaba más cómoda. Con el tiempo fui trasladando mis cosas al sótano: los libros, el televisor, el cepillo de dientes; era más práctico tener la ropa aquí que en casa, y si compraba algo, ¿dónde lo iba a poner, sino en la habitación que está bajo la escalera?

El resultado, y ahí el cambio más importante, era que cada vez tenía menos cosas que hacer cuando terminaba el horario de trabajo, y éste se me hacía más corto. Llegué a confundir los viajes de ida y de vuelta: cuando salía del trabajo y viajaba a casa, ¿iba o volvía? Tenía tantas razones para llamar casa al sótano, o más, que a mi propia casa.

Cuando se organizó la fiesta ya había probado nuevas actividades afuera, ajedrez, mujeres, cursos, amigos, pero sin llegar a interesarme o a sentirme cómodo con ninguna: en parte porque los ajedrecistas, las mujeres, los compañeros de curso y los amigos preguntaban cuál era mi trabajo y, tarde o temprano, cuánto ganaba, y ambas cosas eran difíciles de explicar a quien no perteneciera al Centro.

Después de esa fiesta participé en algunas otras, organizadas por gente del Centro, porque daba la impresión de que era la única gente con la cual podía entenderme. Pero la charla continua sobre los orígenes, las modalidades, los objetivos del Centro me cansaba. Llegaba además el momento en que debía optar por una corriente, decidir cuál de las teorías o ideologías o metafísicas me convencía más, y no podía hacerlo, o no tenía ganas. Mi actitud de discutir con todos y dar la razón a todos empezaba a molestar, y las presiones se hacían cada vez menos disimuladas. Al final descubrí que, después de haber abandonado el mundo exterior, el mundo interior del Centro tampoco me gustaba.

De modo que cuando me rendí a la evidencia, la rendición fue placentera: el sótano era mi hogar, me pagaban por habitarlo, y dentro de él no tenía que dar explicaciones.

Fue entonces que empecé a dormir en la habitación que está bajo la escalera, y casi al mismo tiempo a soñar. Le pregunté al Jefe si había algún problema en que viviera aquí, y contestó:

—Qué notable, yo me hacía la misma pregunta.

Después los sueños empezaron a repetirse. Aparecía un hombre con cuatro brazos, que manejaba una máquina complicada, y las voces decían:

—Ese es Carmacon, el inventor de la Máquina de Mirar.

—Uno se sentaba en la Máquina, y podía ver lo que quisiera, sin que importara la distancia en el espacio o el tiempo.

—El problema era que Carmacon la había diseñado para su propio uso, y nadie que no tuviera cuatro brazos podía manejarla.

—Trataron de hacerla funcionar entre dos, pero requería tal coordinación de movimientos que no pudieron mirar ni siquiera sus propias narices.

—Carmacon había destruido los planos, y murió un día en que estaba mirando las ruinas de Fi.

—Ningún ingeniero consiguió entender el mecanismo que permitía mirar, así que la Máquina se fue deteriorando con el tiempo sin que pudieran sustituirla por otra.

Otro día se veía un punto brillante en medio del cielo. Las voces explicaban:

—Estamos viendo el planeta Bardalinok, donde se descubrió la mayor fuente de energía del universo.

—Una vez puesta en marcha, nadie pudo detenerla.

—Desde entonces, el planeta brilla más que cualquier estrella.

Cada tanto se oía un ruido extraño. Las voces decían:

—El canto de los violetas.

—Recorre el tiempo en sentido inverso, aunque nadie haya podido definir semejante cualidad.

—Si uno está lejos y lo oye, sabe que los violetas aún no han empezado a cantar, y tiene tiempo de acercarse lentamente para presenciar el espectáculo.

—Los violetas depositan sus cabezas en lo alto de las montañas y las conectan con varias centrales hidroeléctricas.

—Tras años de preparativos, el canto está a punto de comenzar. Falta un segundo, medio segundo, un cuarto de segundo.

—Un octavo de segundo.

—Y apenas llega el momento, el canto ya ha terminado.

A veces los sueños eran diferentes, y se referían a sí mismos.

—Seroscavar piensa que es casual que sueñe —decía una voz.

—También piensa que es casual que pase más tiempo en el sótano —decía otra.

—No se da cuenta de que todo tiene relación —decía otra más.

—¿Cómo? —preguntaba yo—. No entiendo.

—Nos alegra que cooperes —contestaban—. Así nuestro trabajo es más fácil.

—Pero sigue faltando algo —decían, y el sueño terminaba.

Todavía no había empezado a hacer mis propias anotaciones en el catálogo.

* * *

Labra y yo estábamos desnudos, en la habitación, acariciándonos. Hacía frío, pero no lo sentíamos. De pronto, Labra se puso a reír, y salió corriendo. La perseguí entre las estanterías, riéndome yo también, jugando a que había algo divertido en el mundo. Hacíamos cada vez más ruido, y no me importaba nada. Hubo un momento en que estuve a punto de atraparla. Para distraerme, Labra sacó un libro de registro de su estante, lo sacudió delante de mi cara, y sin dejar de reírse, sin que yo dejara de reírme, lo lanzó hacia arriba. El libro golpeó el techo, se abrió, saltaron las hojas y empezaron a planear lentamente, mostrando sus garabatos vacíos y solemnes. Labra se quedó quieta, mirándome. Por lo menos me imagino que hizo eso, porque yo estaba hipnotizado, contemplando el vuelo de las hojas, que parecía no terminar nunca. Entonces Labra corrió a la habitación, se vistió, subió la escalera y dio el último portazo.

Al día sigiente Kosong llegó temprano. Reunimos los elementos necesarios y empezamos el viaje.

* * *

Nota:

Escribí este cuento (¿esta novela corta?) en 1983. Cuatro años después apareció en Fase uno, una colección de relatos de varios autores publicada por Sergio Haut vel Hartman.

Primera página del episodio uno de la historietaHacia 1986, Douglas Wright y yo empezamos una serie de historietas sobre la temática general de “Páginas de un catálogo”. Hicimos dos episodios, de diez páginas cada uno (a la derecha, en miniatura, la página uno del primer episodio). Nunca salieron en papel, pero hace tiempo que están publicados en la Mágica Web, para ver en pantalla y también en PDF, para imprimir. El episodio 1 se titula “Kosong quiere ir de viaje”, el Episodio 2 se titula “Labra”.

Author: Eduardo Abel Gimenez

0 thoughts on “Páginas de un catálogo

  1. Como era demasiado largo para leer en pantalla, seleccioné todo y lo pegué en un documento, y no leí la nota hasta el final. Con razón el nombre del protagonista me sonaba, me sonaba. Es que en algún momento había empezado a leer la historieta. Ahora tengo ganas de leerla completa. Me encanta comparar medios.

    Yo diría que es una novela corta ¿o un cuento largo? 34 páginas en Verdana 11 (por si sirve de algo el dato).

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