Jimmy y Colleen irrumpen en el show de Stan Star & The Overheated

A las doce en punto de la noche, Jimmy y Colleen se abrieron paso como pudieron hasta la última puerta que llevaba al escenario. Hasta ellos llegaba el estruendo de la música de Stan Star & The Overheated, que hacía vibrar el piso y las paredes. A su alrededor se amontonaba un sinfín de managers, asistentes, hombres de seguridad, groupies y demás integrantes de la fauna que rodea a las bandas exitosas. Tras ellos, a los tropezones, venía el reportero del Daily Views, dos policías, el padre de Colleen, seis perros afganos y la bruja de Charlotte, que por alguna razón los seguía a todas partes.

A todo esto, la actividad solar seguía en aumento. En el lado diurno de la Tierra regiones enteras se declaraban en emergencia, mientras el amanecer llevaba en su avance una ola de tormentas, cortes en las comunicaciones y otros desastres. Una sonda posada en Mercurio, achicharrada por el creciento flujo electromagnético, dejaba de transmitir.

A pesar de los esfuerzos del personal de seguridad para protegerla, la puerta cedió a la presión de tanta gente que empujaba, y de pronto Jimmy y Colleen se encontraron en el extremo izquierdo del escenario. Todo era un caos, como solía suceder en los shows de Stan Star, pero peor que de costumbre. Mientras la música seguía a todo volumen y las luces se desorbitaban para crear efectos cada vez más espeluznantes, un técnico luchaba contra una gigantesca máquina de humo que no quería dejar de arrojar su nube blanca sobre el bajista. En una fila continua, los fans trepaban a los parlantes y desde allí se echaban de cabeza sobre la multitud. Alguien se balanceaba de aquí para allá en una cuerda que colgaba de las alturas, y a cada vuelta, con los pies por delante, hacía una nueva perforación en la enorme pantalla que cubría la parte posterior del escenario. El propio Stan Star, con el soporte del micrófono entre las piernas y el micrófono aferrado con los pies, giraba sobre sí mismo en el piso y cantaba “One step closer to hell” con su característico aullido rasposo.

Más allá, la multitud que colmaba el estadio saltaba, arrojaba gorras y zapatillas al aire, gritaba en sintonía con Stan Star y se dejaba atravesar por los focos de luz ardiente como si fueran rayos X.

A pocos pasos de Colleen, la cantante de coros, que venía agitando su melena roja y saltando sobre un pie como si bajo ella el infierno estuviera realmente cerca, se quedó inmóvil de pronto, y empezó a caer hacia adelante. Alguien alcanzó a atraparla antes de que golpeara el suelo, y entre dos la arrastraron fuera de la vista de la multitud.

Colleen, que no había dejado de correr, descubrió que la inercia la llevaba al puesto que había ocupado la cantante de coros, y se encontró imprevistamente bajo un foco azul que le iluminaba la cara. Siguiendo un impulso, acercó la boca al micrófono y se puso a cantar, apenas un instante después de que la verdadera cantante abandonara su misión.

Desde mucho antes de su investigación actual, antes de que los acontecimientos la trajeran a este improbable lugar, Colleen era fan de Stan Star. Sabía todas las canciones de memoria. De manera que no le costó nada asumir el rol, y pareció que nadie de la banda se daba cuenta.

Mientras tanto, Jimmy se echó a un lado de la puerta que acababan de atravesar y sacó el Control del bolsillo trasero del pantalón. Lo encendió, desplegó la antena y lo empezó a apuntar a los integrantes de la banda, uno tras otro.

El reportero del Daily Views le dio una trompada a uno de los policías, que intentaba arrebatarle el teléfono móvil. El otro policía saltó sobre el padre de Colleen para impedirle que entrara al escenario, y los diversos empleados de la banda luchaban por mostrar que tenían las cosas bajo control, aunque ni ahora ni nunca eso hubiera sido cierto. Los perros afganos iban detrás de los fans que trepaban a los parlantes; tal vez les ladraran, tal vez los mordieran, pero el nivel de ruido y adrenalina impedían que alguien se diera cuenta. La bruja de Charlotte, que esquivaba todo con notable habilidad, estiró una mano en dirección a Colleen, pero como estaba a varios metros de distancia no tenía la más mínima posibilidad de alcanzarla.

Lejos del estadio, todos los canales de televisión y los sitios de noticias mostraban la ola gigante que se acercaba a París, por sobre la tradicional campiña francesa. En esa región acababa de amanecer., con lo que el agua de la ola adquiría una tonalidad casi pasional Lo más espectacular era el video en directo de un avión de acrobacias, cuyo piloto maniobraba enloquecidamente entre los techos de las casas, donde a veces era posible distinguir la cara desesperada de un granjero, y la cima de la ola, que a doscientos metros de altura avanzaba sin que nada la pudiera detener.

La canción terminó, y casi sin pausa empezó a sonar “Let’s go down below”. Stan Star, ahora de pie, corría de un lado al otro. Colleen, más segura en su nuevo rol de cantante, se puso a bailar como para que nadie se extrañara tanto de verla allí.

Jimmy, acurrucado en un rincón, terminó de chequear al tecladista, a los dos guitarristas y al baterista. Entonces apuntó el Control a Stan. Colleen, que lo miraba de reojo, quiso decirle que no, que Stan Star no podía ser quien buscaban, ¡justo él!, pero entonces notó que Jimmy se quedaba tieso y levantaba la mirada con horror.

Colleen miró hacia Stan Star. En la tela de su camisa negra, en medio de su espalda, había aparecido un agujero, y de allí salía una nubecilla de humo rojo, que contrastaba salvajemente con el humo blanco de la máquina descarriada. Colleen gritó, pero no porque la canción lo exigiera.

El reportero del Daily Views, que había logrado librarse del policía, empezó a sacar fotos con su teléfono. El flash, que en realidad era apenas distinguible en medio de las luces del show, pareció enfurecer a Stan Star. O tal vez fuera otra cosa. La cuestión es que Stan arrojó el micrófono por el aire y saltó en dirección al reportero. El reportero retrocedió un paso, con lo que fue a dar contra el padre de Colleen, que repartía puñetazos a un lado y al otro y exigía a los gritos que le devolvieran a su hija, aunque nadie pudiera oírlo en medio del estruendo. Charlotte, aún de pie, seguía señalando a Colleen, pero ahora miraba en dirección al público, como si temiera que algo fuera a pasar.

Ni Colleen ni su padre, ni Jimmy ni el reportero, ni los perros afganos, tenían forma de saber que, justo en ese instante, la primera bomba nuclear destruía Ciudad del Cabo. Otros misiles atravesaban océanos, llanuras y cordilleras en una trama siniestra que en cuestión de horas se cobraría millones de vidas.

Ahora también salían nubes de humo rojo de los hombros de Stan, de sus orejas, de las rodillas. Jimmy se aferraba al Control. Colleen gritaba de espanto. La banda seguía tocando, como si todo fuera normal. La multitud de espectadores redobló la energía con que saltaba y festejaba.

Al fondo del estadio, justo donde la bruja de Charlotte estaba mirando, una tribuna gigantesca, que contenía más de diez mil personas, cedió ante la presión extra y cayó al suelo. El tecladista, que por algún motivo también miraba hacia allí, dejó de tocar y se quedó como congelado. Pero nadie más en el escenario se dio cuenta de lo que ocurría. Stan Star se dedicaba a estrangular al reportero del Daily Views, que había perdido el teléfono bajo el cuerpo del segundo policía, cuya cabeza el padre de Colleen pateaba una y otra vez como si esperara respuesta. Las personas de seguridad parecían hipnotizadas por lo que ocurría con Stan, y no atinaban a hacer nada.

Pero Jimmy no había soltado el Control, de manera que la transformación de Stan seguía avanzando. La estrella de rock, o quien había sido la estrella de rock, tenía la ropa hecha jirones, y por todo el cuerpo la piel le estallaba en nubes de un escarlata fosforescente. Por último soltó al reportero y saltó hacia el borde del escenario, donde abrió los brazos y se dejó caer hacia la multitud.

Ahora sí, la banda en pleno abandonó los instrumentos. El estruendo se apagó de pronto, como si alguien hubiera quitado el aire. Todo el mundo estaba gritando, pero los oídos, tras la repentina disminución en la cantidad de decibeles, lo interpretaban todo como un silencio profundo.

Jimmy dejó caer el Control y corrió hacia Colleen, pero en su camino se interpuso el bajista de la banda, quien se había dado cuenta de que Colleen no era la cantante habitual y la estaba aferrando por el cuello con ambas manos. El padre de Colleen, con agilidad poco característica, dio un salto hacia adelante y empezó a lanzar puntapiés hacia las rodillas del bajista.

La acción pareció hacerse más lenta, como si la atmósfera, tras haberse ido con el estruendo, acabara de ser reemplazada por mercurio. Los espectadores ya no saltaban ni miraban al escenario, sino que corrían unos sobre otros buscando una salida. El policía vivo disparaba su pistola reglamentaria en todas las direcciones. Los perros afganos habían desaparecido de la vista. La bruja de Charlotte abría los brazos en cruz y se elevaba por sobre el escenario. Si esto hubiera sido una película, la cámara también habría empezado a alejarse lentamente hacia arriba, desde el punto de vista de la bruja de Charlotte, mostrando de a poco el resto del escenario, luego el estadio con la tribuna caída y el pantano de cadáveres, la ciudad donde se iban apagando las luces y, kilómetro a kilómetro, el lado oscuro de la Tierra, hasta encontrar el primer rayo de sol en un horizonte lejano.

A la mañana siguiente, el planeta ya estaba en poder de los zombis.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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