De visita en la FADU

El 16 de octubre participé en una clase de la Cátedra de Ilustración de Daniel Roldán, que forma parte de la Carrera de Diseño en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. Este era el panorama, en un montaje torpe de tres fotos que saqué con el contraluz brutal de las ventanas que dan hacia el río, en ese lugar maravilloso que es Ciudad Universitaria (click para agrandar).

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Compartí la visita con colegas a los que quiero de verdad: Juan Lima, Nicolás Schuff y Florencia Gattari. Aquí estamos los cuatro en escena, junto con Daniel Roldán (a la izquierda) y la editora Ana Lucía Salgado (a la derecha). La foto es de Fiona Brown, alumna de la cátedra.

3 6 Foto de Fiona Brown (alumna de la cátedra)

Como cada año, los alumnos hicieron proyectos de libros ilustrados a partir de textos de diversos autores. De ahí la invitación. La cátedra seleccionó textos de Florencia, Nico, Juan, además de uno mío y otro de Iris Rivera (que ese día no pudo ir). Durante un par de horas, cada uno de nosotros vio algunos de los proyectos elaborados con el texto propio y tuvo la oportunidad de conversar con los autores. Con la libertad que da el no estar mirando hacia las editoriales, las ideas de los estudiantes fueron audaces, inesperadas, creativas, inspiradoras. Daba ganas de quedarse a vivir ahí para fundar un mundo distinto.

Abajo reproduzco “El rinoceronte”, el cuento mío sobre el que trabajaron. Apareció originalmente acá, en el blog, hace quince años. También forma parte del libro-caja artesanal que hice con Natalia Méndez, Rinoceronte y otros especímenes:

Rinoceronte premiere2

Cada nueva versión tiene pequeños cambios, como siempre. Esta es la más reciente:

El rinoceronte

En algún lugar del África tropical, dos rinocerontes se aburrían mortalmente.

—¿Y ahora qué podemos hacer? —preguntó el primero.

Silencio. El sol se avanzó unos segundos de arco por allá lejos, a punto de ponerse, en el cielo despejado.

—No tengo idea —dijo el segundo rinoceronte.

Quietos sobre la tierra árida, rodeados por hierbas poco apetitosas, los rinocerontes olfatearon, olfatearon, volvieron a olfatear.

—Ni una hembra —dijo el primero.

El segundo emitió un suave bramido, más una queja que otra cosa. Siguió olfateando.

A muchos metros de allí, algún otro animal movió un arbusto. Pero los rinocerontes no lo vieron.

—Un poco más a la izquierda —dijo el segundo rinoceronte, dirigiéndose al pájaro que le picoteaba el lomo. Pero el pájaro hablaba otro idioma, y siguió haciendo a su propio gusto.

Apareció una nube, una oveja aérea, por el lejano cielo de la izquierda. Avanzó hacia el lejano cielo de arriba y luego se escurrió por el lejano cielo de la derecha.

El sol tocó fondo. Se puso más rojo.

—Tengo sed —dijo el primer rinoceronte.

—Mm —se quejó el segundo—. Me da pereza ir al río.

—A mí también —dijo el primero—. Además me olvidé dónde está.

Silencio. Una portentosa muestra de caca de rinoceronte cayó de las postrimerías del segundo de los Diceros bicornis, para delicia de algunos millones de bichos de distintas especies.

—Te juego una carrera hasta el árbol —dijo el primer rinoceronte.

—¿Qué árbol? —preguntó el segundo.

—Aquel —señaló el primero con el cuerno.

El segundo rinoceronte miró en dirección a una borrosa sucesión de manchas. Tardó en contestar.

—Bueno —dijo finalmente.

—A la una, a las dos y…

—¡A las tres! —dijeron juntos los rinocerontes en un especial arrebato de entusiasmo, y allá partieron en un galope que empezó siendo digno y terminó en un arrastrar de patas. El pájaro que hablaba en otro idioma salió espantado.

Llegaron cerca del árbol. Empate. Por las dudas, olfatearon otra vez, y olfatearon, y olfatearon.

—Acá tampoco hay hembras —dijo el primer rinoceronte.

—Mm.

Hubo otra pausa. El cielo siguió despejado. El horizonte no se acercó ni se alejó. El sol se hundía como un jabón radiactivo en una pileta de aceite frío.

—¿Y ahora? —preguntó el segundo rinoceronte—. ¿Qué podemos hacer?

El primer rinoceronte se tomó su tiempo para responder. Estaba por decir algo evasivo cuando un pensamiento diferente le picó en un punto situado en medio y un poco por debajo de las orejas. Sacudió la cabeza, no mucho. El pensamiento siguió allí. Esperó un poco más, mientras el sol terminaba de morir.

—Un momento —dijo al fin—. Acabo de recordar que los rinocerontes somos animales solitarios.

—Mm —dijo el segundo rinoceronte—. Es verdad.

Y se disolvió en el aire, como hecho de humo.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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