Categoría: Cuentos

El problema de los osos

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. Al frente, sobre una roca, el Oso Ambicioso presidía la reunión. A su derecha y a su izquierda, sobre rocas más chicas, estaban la Osa Rencorosa, Ministra de Conflictos, y el Oso Calamitoso, Ministro de Desastres.

El Oso Ambicioso gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

En la primera fila, la Osa Lacrimosa ya estaba llorando. Escondido tras un biombo, el Oso Monstruoso hizo unos ruidos que querían decir que estaba de acuerdo.

—Nuestros sabios antepasados —siguió el presidente—, el Oso Goloso y la Osa Bondadosa, ganaron prestigio, fama y trabajo en los cuentos infantiles para todos los osos, gracias a la gran idea de usar nombres con rima. Sus descendientes, el Oso Hacendoso, la Osa Hermosa, el Oso Mimoso, tuvieron vidas felices, queridos por todos. También la Osa Graciosa, el Oso Generoso, la Osa Cariñosa…

Un poco apartada, la Osa Olorosa le guiñó un ojo al Oso Apestoso. Encadenado fuera de la cueva, el Oso Peligroso rugió. El Oso Piojoso, rodeado por un espacio vacío, se rascaba la cabeza.

—Con el tiempo —dijo el Oso Ambicioso— las cosas empezaron a desmejorar. El Oso Bullicioso tuvo algunos contratiempos. La Osa Caprichosa ya no recibió tantas muestras de cariño. Y así llegamos hasta el día de hoy, en que nuestros nombres, por decirlo con suavidad, han dejado de beneficiarnos.

—Al mío lo quiero borrar de la existencia —rugió la Osa Furiosa.

—Pues los nuestros, sin embargo, son de gran valor —dijeron a coro el Oso Presuntuoso y el Oso Vanidoso.

—A mí me hicieron una verdadera chanchada —gruñó el Oso Asqueroso.

La Osa Temerosa pensó en comentar algo, pero no se atrevió.

El Oso Ambicioso pidió silencio, mientras a su derecha la Osa Rencorosa mostraba los colmillos y a su izquierda el Oso Calamitoso se caía de la roca.

—Debemos resolver el problema de los osos —dijo el Oso Ambicioso cuando pudo hacerse oír otra vez—. Y el motivo de esta asamblea es escuchar propuestas para lograrlo.

El Oso Fastidioso ya estaba levantando la mano.

—Fácil —dijo en cuanto le dieron la palabra—. Usemos nombres de personas. El Oso Ignacio. La Osa Alicia. El Oso…

Los rugidos de indignación no lo dejaron seguir.

—¡No caeremos tan bajo! —protestaba la Osa Orgullosa.

—¡Nadie se conformará con tan poco! —repetía el Oso Pretencioso.

A partir de entonces, nadie esperó que el Oso Ambicioso le diera la palabra.

—¡Ya lo tengo! —rugió la Osa Ruidosa—. ¡Nombres de lugares! El Oso Atlántico, La Osa Australia…

—¡No, de objetos! —rugió todavía más fuerte el Oso Escandaloso—. El Oso Trampolín. La Osa Escopeta…

—¡Ni hablar! —rugió por dos la Osa Tumultuosa—. ¡Nombres de plantas! El Oso Orégano. La Osa Bromeliácea…

El ruido, dentro de la cueva, llegó a ser ensordecedor. De nada servían los intentos del Oso Ambicioso, la Osa Rencorosa y, menos, el Oso Calamitoso, para crear orden. Algunos empezaban a rasguñarse y morderse, como si no fueran osos civilizados. Hasta que en medio de la cueva, alta, imponente, se alzó la Osa Pomposa y miró a su alrededor, con la vista justo por encima de las cabezas de los demás.

Poco a poco la algarabía se fue calmando, los osos y osas se sentaron otra vez, y el silencio volvió a la cueva. El Oso Ambicioso pensó que era su deber darle la palabra a la Osa Pomposa, pero estaba completamente afónico y lo único que pudo hacer fue señas con la cabeza.

—Estimados osos, estimadas osas —dijo pausadamente la Osa Pomposa—. Considero esta discusión de singular importancia, y particularmente valiosas todas las propuestas que se han dirimido hasta el momento. Sin embargo, y si los aquí presentes me lo permiten, debo observar que las ideas expresadas carecen de visión de futuro. Cada clase de nombre que se ha sometido al debate tiene un número limitado de posibilidades. Cualquiera de ellas que eligiéramos nos llevaría, ineludiblemente, a situaciones como la que padecemos hoy.

Algunos osos y osas ya estaban bostezando, pero en general la concurrencia se daba cuenta de que la Osa Pomposa tenía razón. Eso sí, seguro que podía decirlo con menos palabras. El Oso Nervioso fue el primero en perder la paciencia.

—¿Y entonces qué? —rugió mientras se tiraba de los pelos.

—Existe un recurso infinito —dijo la Osa Pomposa, sin apurarse—. Un recurso, y subrayo que es uno, solo, único, sin parangón en el universo.

—¿Cuál? ¿Cuál? —pidieron varios osos y osas.

—¡Ese recurso es el de los números! —dijo la Osa Pomposa—. Numeremos a las futuras osas y a los futuros osos, y así resolveremos nuestro problema hasta la eternidad.

Al principio hubo un silencio profundo, mientras los osos pensaban. El Oso Perezoso aprovechó para dormir una siesta. La Osa Cargosa quería protestar por algo, pero no se le ocurría qué. El presidente y sus ministros se miraron entre sí, y sin hablar descubrieron que a ninguno de los tres le disgustaba la idea.

—Yo digo que sí —anunció desde el fondo la Osa Presurosa.

—¡Yo dije que sí primero! —rugió el Oso Jactancioso—. ¡Aunque nadie me haya escuchado!

—Yo lamento decir que sí —gruñó la Osa Quejumbrosa.

Y de esta forma, poco a poco, los osos y las osas fueron dando su aprobación a la idea de la Osa Pomposa. Al rato, y porque el Oso Ambicioso seguía afónico, le tocó a la Osa Rencorosa anunciar que la decisión era unánime.

—Hubiéramos empezado por acá —dijo por último, sin poder contenerse.

Todos aplaudieron, rugieron, gruñeron y golpearon el piso para mostrar su entusiasmo. Todos, claro, menos el Oso Silencioso, que sólo movió la cabeza de arriba para abajo.

Un rato después, relajados y alegres, los osos salieron de la cueva al sol radiante de la tarde. Tan contentos estaban que hasta le quitaron la cadena al Oso Peligroso, que por esta vez no mordió a nadie.

Al poco tiempo nacieron dos hermanos. De acuerdo con la decisión tomada en la asamblea, los padres les pusieron por nombres la Osa Uno y el Oso Dos. Eran encantadores. Iniciaron una nueva época. Desde entonces, todos los osos vivieron felices por haber resuelto el problema.

Hasta que, mil quinientos años más tarde…

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. El Oso Once Millones Cuatrocientos Setenta Y Dos Mil Ciento Veinticinco, que presidía la reunión, gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

(Publicado originalmente en La Biblio de los Chicos el 12/5/2009, y luego en Billiken N° 4684, 13/11/2009.)

Qué bicho tan raro

Estoy en mi asiento de la última fila, con los ojos cerrados porque a esta hora todavía tengo mucho sueño, y además la maestra nunca mira para acá. Menos cuando dibuja cosas en el pizarrón, como ahora.

Me gusta ver las formas que aparecen en la oscuridad, cuando tengo los ojos cerrados. Formas que no puedo reconocer, pero que siempre me recuerdan algo. Por ejemplo, ahora veo como un libro abierto, con la página izquierda blanca y la derecha negra. Sobre el libro se forma una especie de pino, la silueta de un pino (la maestra diría “triángulo isósceles”, pero yo digo pino).

—Triángulo isósceles —dice justo ahora la maestra, como si me leyera los pensamientos.

La página negra del libro va envolviendo a la blanca, mientras el pino se ensancha por el medio. Al final veo un huevo acostado, un huevo con un redondel adentro (la maestra diría “círculo”, yo digo redondel).

—Entonces inscribimos un círculo —está diciendo la maestra.

Pero más que un huevo empieza a parecer un ojo. Y sí, es un ojo, un ojo cerrado, como de alguien que duerme o que sueña. Es cada vez más claro, más nítido, hasta que me doy cuenta de que es igual a…

Abro mis propios ojos, y ahí está el ojo cerrado que sueña. Soy yo, sentado en el fondo, estudiando el lado de adentro de los párpados. Pero ya no soy más yo, porque ahora yo estoy en el aire, mirándome. Me alejo un poquito y me veo la cara entera, y detrás de mí la pared gris, y al lado mi compañero de banco, A…, M…, P… Por algún motivo no consigo recordar el nombre.

En el frente del aula, ahora a mis espaldas, la maestra sigue hablando.

—Flar ic arbuga pletón —o algo así, porque así como no recuerdo el nombre de mi amigo tampoco entiendo lo que dice la maestra.

Subo un poco en el aire, me alejo de mí. Sin darme cuenta llego casi hasta el techo. Por debajo, las cabezas de los chicos y las chicas parecen un cultivo de algo extraterrestre. No sé el nombre de nadie. No me acuerdo qué están estudiando (qué estamos estudiando).

Pero es divertido estar en el techo. Me miro un poco más, como para asegurarme de que no vaya (de que no voy) a abrir los ojos justo ahora. Y luego miro hacia las ventanas. ¡Ah, las ventanas! Siempre están tan altas que no llego a ver al otro lado. Pero ahora yo estoy más alto todavía, y al otro lado llueve y pasa una señora con paraguas. Hay árboles, autos estacionados, un perro. Las cosas parecen más brillantes desde adentro del aula, como si las ventanas tuvieran magia.

—Incinio tre bligalín conterio —dice la maestra. Me doy vuelta y veo que dejó el pizarrón y ahora está frente a la clase. Detrás de ella, en el pizarrón, hay un pino con un redondel adentro.

Una chica levanta la mano. Me asusto, porque parece que me estuviera señalando, pero no, es que quiere decir algo. La maestra le hace un gesto.

—Cafonca —dice la chica, a quien conozco desde que empezamos la escuela pero ahora no tengo idea de quién es.

Tal vez llevado por el aire me encuentro más cerca del frente. Vuelo hasta el pizarrón, lo miro desde arriba, luego bajo y me asomo por detrás del escritorio de la maestra. Es maravilloso tener la libertad de verlo todo.

—Sinclo, prempio, arjorio —dice la maestra, mientras cuenta algo con los dedos.

Estoy justo detrás de ella, a la altura de su cabeza, y de a poco doy la vuelta sin dejar de mirarla. Tiene el pelo canoso en las raíces, y el resto teñido de negro. Se peina con raya al medio, y siempre está acomodándose el pelo detrás de las orejas. Usa anteojos pesados, oscuros, pero ahora que la veo de cerca y estoy llegando a la altura de la frente me doy cuenta de que tiene ojos celestes. Quiero verlos de cerca, así que vuelo un poquito hacia ella.

Entonces me ve. Levanta la vista apenas, se inclina hacia la derecha y pone cara de sorpresa.

Mientras tanto, da un paso hacia atrás. No sé qué hacer, porque no estoy seguro de lo que ve. Tal vez debería alejarme, pero me quedo clavado en el lugar. Estoy en falta, pienso, estoy haciendo algo mal. Si supiera qué…

No tengo tiempo para pensarlo. La maestra levanta las manos y con un movimiento muy rápido da una palmada en el aire, conmigo en el centro.

No siento nada. No duele, eso quiero decir. Lo único que pasa es que abro los ojos de golpe, y estoy en mi asiento del fondo, y miro al frente mientras respiro bien hondo.

—Qué insecto tan extraño —dice la maestra, mirando al piso con asco, mientras se frota las manos una contra la otra.

Ahora entiendo lo que dice. Bueno, más o menos, como siempre.

(Publicado originalmente en Billiken N° 4658, 15 de mayo de 2009, con el título “¿Qué es esto que vuela?”)

Cómo ser caballero del rey

Estaba mirando televisión pero no había nada que valiera la pena. Entonces se me ocurrió que podía hacerme caballero del rey. Me puse las botas y el sombrero y fui al palacio real.

—Hola —le dije a la chica de informes—. Quiero ser caballero del rey.

—Cómo no —dijo ella—. El único requisito es que traiga un huevo del águila de tres picos, que vive en las Montañas del Miedo.

Las Montañas del Miedo están ahí nomás, a la salida de la ciudad. Caminé, trepé, escalé, y al rato estaba en el nido del águila de tres picos. Había varios huevos.

—¿Qué necesita? —preguntó el águila de tres picos.

—Vengo a buscar uno de sus huevos —le expliqué—. Es un requisito para ser caballero del rey.

—Estaré encantada de darle uno —respondió el águila de tres picos—. Pero antes le pido que vaya a rescatar a mi compañero, el águila de tres picos macho. Está en poder del mago de la caverna, en el Desfiladero del Terror.

Dicho esto, el águila de tres picos partió volando. Los huevos quedaron solos. Tentadores. Pero no, robarle al águila de tres picos no era una acción digna de quien pretendía convertirse en caballero del rey.

El Desfiladero del Terror está a metros de las Montañas del Miedo. No me llevó nada encontrar la caverna del mago. Adentro estaba el águila de tres picos (macho), atado por el cuello con una soga. Y también estaba el mago, un viejo debilucho. Cuando entré, el mago le sacó una pluma al águila.

—¿En qué le puedo ser útil? —me preguntó el mago.

—Vengo a rescatar el águila de tres picos macho —dije—, para que el águila de tres picos hembra me dé un huevo y así convertirme en caballero del rey.

—Muy bien —dijo el mago—. Me cansé de sacarle plumas. Eso sí, para que se lo entregue le pido que me traiga un pelo de elefante del Desierto del Pavor.

—¿Los elefantes tienen pelo?

—Esos sí. Uno solo.

El mago era tan viejo que apenas podía tenerse en pie. Nada más fácil que empujarlo a un lado, cortar con un golpe de mi espada la soga que retenía al águila de tres picos, y salir de allí con el deber cumplido. Pero ni lo pensé: algo así era impropio si quería llegar a ser caballero del rey.

Al rato llegué al Desierto del Pavor, y ahí estaban los elefantes. Cada uno tenía un pelo largo y enrulado que le salía de la frente. Los pobres animales estaban flacos, sedientos, y tirados por el suelo.

—¿Podemos ayudarlo en algo? —dijo uno.

—Necesito su pelo —le dije—, para llevárselo al mago de la caverna, que me entregará el águila de tres picos macho, a cambio del cual obtendré un huevo y podré ser caballero del rey.

—Se lo daré encantado —respondió el elefante—, siempre que usted también me haga un favor. Como ve, estamos muriendo de sed. Le pido que vaya a la tribu de los miaux, ahí en el Pantano del Pánico, a que le enseñen la danza de la lluvia, y que venga a bailarla aquí.

El elefante estaba verdaderamente al borde de la muerte. Arrancarle el pelo para llevárselo al mago era cosa de un instante. Sin embargo, la nobleza propia de un aspirante a caballero del rey me impidió soñar siquiera con hacer algo así.

El Pantano del Pánico quedaba a un par de cuadras, y en el centro del Pantano vivía la tribu de los miaux. Llovía a cántaros. El cacique, completamente empapado, estaba de pie en medio de la tribu. Su imponente anillo de nariz, de hierro, estaba completamente oxidado. A su alrededor, varios guerreros miaux bailaban.

—¿Se le ofrece algo? —preguntó el cacique.

—Vengo a aprender la danza de la lluvia —dije—, para bailarla en el Desierto del Pavor, para que un elefante me dé su pelo, con el que rescataré el águila de tres picos macho, que luego podré canjear por un huevo que me hará caballero del rey.

—No hay problema —dijo el cacique—, siempre que antes me ayude con algo. Resulta que me quedé sin cadete, y necesito que alguien vaya a la herrería real y traiga unos anillos de nariz para sustituir los que se oxidaron.

En torno a nosotros los bailarines seguían repitiendo el mismo paso, una y otra vez. Con solo verlos ya me lo había aprendido, así que podría haber vuelto directamente al Desierto del Pavor y salvar a los elefantes, pero… Debía comportarme como lo haría un caballero del rey.

La herrería real queda por mi barrio, a metros del Pantano del Pánico. A la entrada había una montaña de anillos de nariz. En el taller encontré al herrero.

—Ordene usted —dijo el herrero.

—Necesito unos anillos de hierro para la tribu de los miaux —dije—, así me enseñan la danza de la lluvia, por la que me pagarán con un pelo de elefante, por el pelo me darán el águila de tres picos macho, por el águila un huevo, y por el huevo el título de caballero del rey.

—Tengo un montón de anillos de hierro —dijo el herrero—. El único inconveniente es que la ley del reino solo me permite darle mi mercadería si usted se convierte en… —dudó un poco antes de decirlo— ¡caballero del rey!

—Ah —dije.

Nos quedamos unos segundos callados, pensando algo distinto que decir. Pero a ninguno de los dos se le ocurrió nada, así que me fui.

A la salida podía haberme llevado unos cuantos anillos de nariz. Estaban ahí tirados, y el herrero no miraba. Pero no, si algún día, de alguna manera, quería convertirme en caballero del rey, debía quitarme esas ideas de la cabeza.

Entonces me volví a casa a seguir viendo la tele. Por suerte la había dejado prendida.

Lo que me quedé pensando es: ¿cómo habrán obtenido su puesto los veintisiete mil ochocientos cuarenta caballeros del rey que pueblan el palacio?

(Publicado originalmente en Billiken N° 4710, 21 de mayo de 2010.)

Los piratas y la llave

Tras incontables aventuras, aquí están los cuatro piratas en posesión de la llave que tanto han buscado. Ante todo, el Capitán Pirata Camisa Negra. (No sé si ya lo dije, pero a los piratas les encantan los títulos y, sobre todo, las mayúsculas.) Y con él sus cómplices, el Pirata Camisa Roja, el Pirata Camisa Verde y el Pirata Camisa Azul, también conocidos como los Haces de Luz (o los Ases de Luz, nunca está del todo claro).

Así como ellos no son cualquier grupo de piratas, la llave no es cualquier llave. Según la leyenda, esta llave puede abrir todas las puertas del castillo del Rey Rey, hasta llegar a la habitación secreta en la que cada aventurero encontrará su recompensa.

Claro que las leyendas no lo dicen todo. Por ejemplo, ahora mismo están los cuatro piratas ante la primera puerta del castillo del Rey Rey, y con ella ante un problema que no esperaban. En la puerta hay siete hileras de cerraduras, con nada menos que veintisiete cerraduras por hilera. La llave entra en todas. Lo primero que ha hecho el Capitán Pirata Camisa Negra fue meter la llave en cada cerradura, girarla, y esperar a que pasara algo. Y nada.

Así que ahí se los ve, sentados frente a la puerta, mientras se rascan la cabeza. Hasta que el Pirata Camisa Roja, como encendido por una luz interior, da un salto y exclama:

—¡Ya entendí!

Los otros lo miran un poquito asustados, y esperan que se explique.

—Veintisiete cerraduras en cada hilera —dice el Pirata Camisa Roja, excitado—. ¿De qué otra cosa hay veintisiete?

—Lunares en la espalda de Clarita —dice el Capitán Pirata Camisa Negra, con nostalgia en los ojos.

—¡Letras en el abecedario! —retruca el Pirata Camisa Roja—. Y siete hileras. ¿De qué otra cosa hay siete?

—¿Lunares en la frente de Anastasia?

—¡Días de la semana! —dice el Pirata Camisa Roja—. Así que sólo debemos abrir ciertas cerraduras, no todas. ¡Las iniciales de los días de la semana!

Esta vez el Capitán no dice nada. Ninguno dice nada, mientras el rascarse la cabeza va en aumento y se convierte en un zumbido constante. El Pirata Camisa Roja termina su explicación:

—En los calendarios, la semana empieza el domingo. Así que en la primera hilera debemos abrir la cerradura número cuatro, que corresponde a la letra D, que es la inicial de…

—¡Ya entendí! —salta el Capitán Pirata Camisa Negra, y de inmediato mete la llave en la cuarta cerradura de la primera hilera. La gira. No pasa nada. El Capitán parece desorientado.

El Pirata Camisa Roja le quita la llave y la usa en otras cerraduras, mientras dice:

—En la segunda hilera, la cerradura número doce corresponde a la L, de lunes. En la tercera hilera…

Tras la séptima cerradura, como corresponde a un buen cuento, la puerta se abre.

Palmeándose mutuamente las espaldas, los cuatro piratas se lanzan al otro lado, para encontrar…

Otra puerta.

Esta vez hay cinco hileras de cerraduras. Diez cerraduras en cada hilera.

Sentarse. Rascarse la cabeza. Se está haciendo rutina.

—¡Eureka! —grita un momento después el Pirata Camisa Verde—. ¡Las diez cerraduras de cada hilera corresponden a los números del 0 al 9!

El Capitán abre la boca para decir algo, probablemente sobre Nuria, pero el Pirata Camisa Verde le gana en velocidad.

—Y las cinco hileras corresponden a los cinco sólidos pitagóricos.

Los otros piratas se revuelcan en el piso de la risa.

—¿Los qué? —dice el Capitán—. Para mí que son los cinco luna…

—Tetraedro —interrumpe el Pirata Camisa Verde, con la autoridad que le da su repentina luz interior—, cubo, octaedro, dodecaedro, icosaedro. ¡Los cinco cuerpos geométricos regulares!

Nadie entiende mucho, pero ya sabemos que al final la gente se rinde ante semejantes muestras de sabiduría, así que el Capitán opta por darle la llave al Pirata Camisa Verde, quien ejecuta lo que ya podemos ir llamando Ceremonia de Apertura.

—El primer sólido, el tetraedro, tiene cuatro caras, así que abro la cerradura que corresponde al cuatro.

La cosa se complica un poco con los últimos sólidos, porque resulta que tienen doce y veinte caras, y no hay tantas cerraduras.

—Pero el doce se forma con un uno y un dos —vuelta, vuelta—, y el veinte con un dos y un cero —vuelta, vuelta—, y así…

Los cuatro se lanzan al nuevo pasillo, al final del cual…

Sí.

La tercera puerta tiene cuarenta y una cerraduras por hilera, y un total de once hileras.

Sentarse. Rascarse. Lo de siempre.

—No recuerdo que Estela ni Padma… —empieza el Capitán.

Pero de nuevo lo interrumpen. Es el turno del Pirata Camisa Azul, quien con aire de conocedor toma la llave de las manos temblorosas del Capitán y anuncia:

—Cuarenta y uno son los dioses del archipiélago de las Permuntrimerbaldas, que son once islas distribuidas en una línea de norte a sur.

Todos mudos, como es lógico.

Brevemente: el Pirata Camisa Azul gira la llave en una cerradura bien elegida de cada hilera, y la puerta se abre.

¡Sorpresa! Al otro lado los espera un gran aplauso.

Los que aplauden son el Rey Rey, su esposa la Reina Reina, las bellas hijas del Rey y la corte entera del reinado. Todos eufóricos en sus grandes sillones de oro y terciopelo, en la sala del trono.

Los piratas entran agradeciendo los aplausos pero, debemos reconocer, un poco confundidos.

—Adelante, señores —los anima el Rey—. Ha llegado el momento de que cada uno de ustedes reciba su recompensa por haber resuelto los grandes problemas de las puertas. ¡Llevábamos siglos sin poder abrirlas!

—Así que la leyenda era cierta —dice el Capitán—. ¡Cada uno recibirá su recompensa!

—Correcto —dice el Rey, y enseguida señala al Pirata Camisa Roja—. Usted, caballero, ha sido el primero en comprender que se trataba de problemas de lógica, y en desentrañar el método correcto para resolverlos. ¡Como recompensa, en este mismo acto lo nombro Ministro de Acertijos!

El Pirata Camisa Roja empieza a saltar en círculos de la alegría.

—¡Lo que siempre soñé! —repite una y otra vez.

—En cuanto a usted —el Rey señala al Pirata Camisa Verde—, nos ha demostrado su profundo conocimiento de la matemática. ¡Como recompensa, lo nombre Ministro de Objetos Regulares! Y ya que estamos, ¡también Ministro de Loterías!

—¡Sí! —grita el Pirata Camisa Verde, mientras se echa a llorar—. ¿Cómo supo que eran mis dos grandes pasiones?

—Usted —el rey se dirige al Pirata Camisa Azul—, probó sobradamente su maestría en cuanto a los dioses de este extenso mundo nuestro. ¡Desde hoy será Ministro de Teología y Mapas!

—¡Eso! —exclama el Pirata Camisa Azul, mientras en un impulso se lanza a abrazar al Rey Rey. Dos guardias se apuran a alejarlo.

—En cuanto a usted… —y aquí el Rey hace una pausa, mientras señala al Capitán Pirata Camisa Negra—. Lamentablemente, este cuento no nos dice nada sobre sus habilidades. ¡No sé cómo elegir una recompensa!

—Pero, Majestad —empieza a protestar el Capitán. Los guardias le hacen señas de que debe quedarse callado.

—Esperaremos, entonces —dice el Rey Rey—. Será alojado en una torre de mi castillo, y en cuanto sepamos en qué se destaca, recibirá lo que merece.

Y así es, con lo que el cuento ya está por terminar. Lo último que sabemos es que el Capitán Camisa Negra pasa días y noches a solas, en lo alto de una torre. Al principio su mirada vaga por el horizonte, como con melancolía.

Pero, tal vez por la misma melancolía, la mirada del Capitán ha ido cayendo. Ya no apunta al horizonte sino al patio de abajo, donde cada tarde las bellas hijas del rey se dedican a practicar ballet.

(Publicado originalmente en Billiken N° 4699, 5 de marzo de 2010.)

El intento de Golett

Al Norte y al Sur la ciudad no terminaba nunca, y al Este no iba nadie porque estaba el río. Al Oeste empezaban los barrios pobres y los días trisítes, dos inventos que en esa época tenían mucho éxito pero que Golett preífería evitar. Entre esas cuatro paredes que le ponía la ciudad, Golett miró primero hacia arriba y luego hacia abajo. Arriba pasaba un avión que venía de la base. Abajo estaba el jardín de su casa de El Palomar.

Tardó un minuto en decidirse. Para salir de la ciudad había un solo camiíno, y se puso a cavar.

El primer día consiguió hacer un pozo de dos metros, y después se fue a dormir. A la mañana siguiente tropezó con una roca y tuvo que recurrir al martillo. Al mediodía ya tenía llagas en las manos, así que se permitió una siesta.

Los vecinos se fueron enterando del intento, como sólo saben enterarse los vecinos, y la noticia corrió de cuadra en cuadra. Al tercer día, Golett fue a ver la obra y descubrió que se la habían invadido.

Eran tiempos en que mucha gente quería irse de la ciudad, y no todo el mundo tenía el ingenio de Golett. Muchos eran envidiosos, y a nadie le preocupaba aprovecharse del trabajo de otro. Por eso, los más madrugadoíres habían corrido al jardín de Golett y se habían zambullido de cabeza en el pozo. Los que vinieron después llegaron a tal velocidad que no pudieron frenar y terminaron cayendo sobre los primeros. Los últimos, que eran de esos que siempre dependen de la suerte y del prójimo, se encaramaron soíbre los otros, pensando que el peso de los cuerpos haría ceder el fondo del pozo y todos caerían en algún paraíso reservado a los inteligentes. Así que cuando Golett se asomó al jardín había una montaña humana más alta que el techo.

La policía también se enteró, y se llevó a Golett por sospechoso de algo que no estaba muy claro. Lo encerraron en un sótano, y esa fue la mayor profundidad que consiguió alcanzar en su intento.

Golett era capaz de reconocer sus errores. Esta vez había cometido dos: suponer que hacia abajo el camino estaba despejado, y creer que no había otra dirección que llevara fuera de la ciudad. Eran errores graves, porque abajo había tantos vecinos y policías como en cualquier parte, y además quedaba otra dirección para probar: hacia adentro.

Al principio, Golett se rio de sí mismo. Hacia adentro sólo se consigue enítrar, y eso a veces. Salir, se sale hacia afuera. Pero después cambió de idea.

Llevaba apenas unas horas encerrado cuando empezó a salir hacia adentro. Nadie se dio cuenta, porque se iba achicando tan despacio que diísimulaba bien.

—No sabía que era un enano —dijo el juez a la semana, cuando lo llevaíron a declarar.

Los policías se rascaban la cabeza.

A los veinte días era tan pequeño que pudo pasar entre dos barrotes y salir a la calle. Ya ni siquiera parecía un enano. Teniendo en cuenta que el mundo seguía lleno de policías y vecinos, tuvo que encontrar un modo de pasar inadvertido. Se puso a andar como un perro.

El perro Golett anduvo por las calles durante un mes, primero como doíberman, luego como cocker, finalmente como pekinés. Después se hizo gato, ratón, araña. Estaba cansado de comer porquerías, pero su intento teínía tanto éxito que siguió adelante, haciendo fuerza todo el tiempo para que sus partes y las partes de sus partes fueran saliendo de la ciudad, una a una y hacia adentro.

El último testigo de su desaparición fue un chico, que se quedó con la boca abierta ante el lugar vacío donde antes había un punto, y antes una mosca que se desinflaba.


(Este cuento apareció por primera vez en la revista El Péndulo N° 12 (Buenos Aires, 1986). Luego entró en la antología Fantasía y Ciencia Ficción, Cuentos hispanoamericanos (Buenos Aires, 1994), de Huemul. También está en un manual escolar, para satisfacción o sufrimiento de unos cuantos niños (ver comentarios 2, 9, 10), pero no tengo a mano el dato, y nunca vi el libro: si alguien sabe de qué manual se trata, por favor que lo anote en los comentarios. Hasta donde sé, es la primera vez que Golett aparece en la Web.)

Lo que dicen

Dicen que tiene una amante en Las Catrinas, con la que pasa la noche de cada viernes. Que a su camino, cuando va a visitarla, los grillos se callan. Que en ese sitio, cada viernes, hay luna nueva.

Dicen que vuelve de Las Catrinas con un gato dormido en los brazos. Que vive en una cabaña incendiada hace medio siglo. Que a veces, en la oscuridad de la luna nueva, a escondidas, de la cabaña salen decenas de gatos bebés, y se dispersan por entre los yuyos como rayos de una rueda de bicicleta.

Dicen que tiene noventa y nueve años, que nadie le ha visto la cara, que nadie le ha visto los pies. Pero también dicen que murió en 1921, sin cara ni pies, y le llevará noventa y nueve años encontrar su propia tumba.

Dicen que tiene un billete de cien mil dólares cosido a un bolsillo del pantalón, y el pantalón escondido en el sótano de la cabaña. Que nunca se lo pone ni lo lava ni lo muestra, por temor a romper o perder el billete. También dicen que los billetes de cien mil dólares no existen.

Dicen que nadie vive en Las Catrinas, que en realidad el pueblo se llama Sauce Muerto, que todas las mujeres se han ido a la ciudad, que es zona mala para gatos.

Dicen que en el sistema de Sirio hay un planeta donde todo el mundo tiene noventa y nueve años, donde en cada casa hay un sótano y en el sótano una gata, donde los amantes llevan lunas nuevas en el bolsillo. Y donde un billete de cien mil dólares alcanza para comprar la inmortalidad.

Páginas de un catálogo

Un día me desperté y tenía cuarenta años. Según mis cálculos, debía cumplir veinticuatro. Mientras bostezaba recordé que la noche anterior había pensado en mi cumpleaños y había tomado unos vasos de vino con Labra para despedir al número tres del primer puesto en mi edad. Así que no era algo tan inesperado como me pareció al principio. Después, al levantarme, caí en la cuenta de lo que había hecho durante el último año, y poco a poco fui recuperando los otros años perdidos, a razón de uno por minuto. Cuando terminé de tomar el café mi vida estaba completa. Habían pasado dieciséis minutos. Era injusto.

No me había ocurrido antes, y decidí que no debía ocurrir otra vez. Pero no bastaba con decidirlo. Me imaginé que podía llegar a ser algo habitual, encerrado en mi trabajo, pensando todo el día en cosas que no cambian con el tiempo. Había creído que podía contagiarme de esas cosas, ser inmortal yo también, pero esa mañana descubrí que no era así. Si quería volverme inmortal, el recurso sería cambiar el catálogo lo suficiente para que mis herederos me recordaran. Yo no podría vivir para siempre, pero mis aportes al catálogo sí.

De modo que empecé a trabajar convencido de que no iba a perder un segundo más. Ese arranque de optimismo duró casi todo el día. Después entendí que así mi vida sería recordable para los otros, pero no para mí. Volví al ritmo habitual, concentrándome más en mis propias emociones, mis impulsos, los latidos de mi corazón. La idea era cargar mi memoria con la mayor cantidad de datos de mí mismo, dejar marcas que me permitieran pensar siempre en ese día como en un día que viví de verdad.

A la mañana siguiente apagué el despertador con un golpe y le grité:

—Ya pasó otro día.

No lo pude remediar. Cuanto más me concentraba en hacer de mi vida algo significativo, más rápido pasaba el tiempo. Una semana después me olvidé del tema, y todo siguió su curso normal durante varios años.

Trabajar para el Centro trae estos problemas. Hasta el trabajo más rutinario se hace pensando en cuestiones filosóficas y significados ocultos. Uno barre el piso preguntándose por qué, para qué, y la respuesta se asoma y se esconde en medio de cálculos de probabilidades, coincidencias, intenciones, órdenes oscuras que nadie sabe de donde llegan, o si llegan realmente. La vida puede ser un medio para acercarse a la comprensión del Centro, y uno la deja pasar entre charlas metafísicas y movimientos repetidos hasta el cansancio.

El mismo transcurso del tiempo se hace confuso en el Centro. Por ejemplo, en la época de mis cuarenta años todavía no habíamos hecho el viaje, aunque juraría que en la de mis treinta sí. Recuerdo que poco después de mi cumpleaños vino a visitarme Kosong, para hablar de los preparativos. Cuando le abrí me saludó con un movimiento de cabeza, bajó la escalera y se instaló en el escritorio. Busqué una silla para sentarme frente a él.

—¿Alguna novedad? —le pregunté.

No contestó. Kosong tenía esas rachas, en las que se pasaba horas con la cabeza apoyada en una mano y el codo sobre el escritorio. El sombrero de plumas se le había corrido a un costado, y se lo quitó con rabia.

—Tendremos que llevar armas —dijo un rato más tarde.

—¿Para qué? —pregunté.

Sacó un lápiz del bolsillo y se puso a hacer garabatos en el papel donde yo había estado escribiendo.

—Dos fusiles y algunas granadas —dijo—. Preferiría un lanzallamas, pero no sé dónde conseguirlo. ¿Se te ocurre algo?

—Todavía no sé para qué nos serviría —insistí.

Kosong dejó el lápiz sobre el escritorio y se echó hacia atrás en la silla.

—Los árboles son peligrosos —dijo—. Habrá que pasar por un bosque —explicó después, al ver que yo no había entendido.

Me quedé un rato pensando de dónde sacar un lanzallamas, y no se me ocurrió nada.

—Las armas no me gustan —dije.

—A mí tampoco —dijo Kosong—, pero los árboles las respetan. Hay que apuntar bien abajo —simuló tener un arma en la mano—, y no retroceder. Lo malo —arrugó la nariz— es el olor.

—¿Sí? —pregunté.

—Es que esos árboles no son como los otros —siguió Kosong—. No sé qué tienen en vez de madera, que despide un gas verdoso al chamuscarse. Pero cuidado. —Se puso de pie. —Si el árbol está muy cerca es inútil tratar de pararlo. En ese caso hay que disparar bien arriba, entre las hojas. —Mientras hablaba, representaba lo que decía. —Después hay que saltar a un costado, porque el árbol estará ciego y no sabrá por dónde va. Cuando están ciegos, los árboles siguen siempre en línea recta, y lo único que puede pararlos es otro árbol. —Kosong resopló, como si la batalla lo hubiera cansado. —Pero eso no es problema nuestro. Nuestro problema es correr lo más rápido posible. —Se dejó caer otra vez en la silla. —Y además conseguir el lanzallamas.

—¿Y si no lo tenemos? —pregunté.

—Habrá que usar granadas —dijo—, y casco. Pero las granadas sólo sirven si el árbol está a más de diez metros. A esa distancia el casco basta para protegernos de las astillas. Pero con el árbol más cerca, hay que recurrir al fusil. —Kosong estaba preocupado. —Es muy difícil acertarle justo al núcleo del árbol.

—¿Qué es eso?

—Está más o menos a esta altura —se puso de pie otra vez, y movió una mano frente a sus ojos—, aunque depende del tamaño del árbol. En general, con una sola bala se rompe en pedazos. Pero se necesita una puntería a toda prueba. —Volvió a sentarse. —La única señal es un punto oscuro en el tronco. De noche no se ve.

—Qué problema.

—Los fusiles, los cascos y las granadas se consiguen en el Centro —dijo Kosong—. Estuve averiguando, y sé dónde hay.

Nos callamos los dos. Luego, como de costumbre, le propuse jugar al dominó. Kosong se quitó el abrigo de piel y lo tiró al suelo. Fui a buscar las piezas. Cuando volví se había dormido. Esperé unos minutos, aprovechando el tiempo para revisar mis últimas notas, y lo desperté. Estuvimos jugando hasta muy tarde. Kosong debía pensar en otra cosa, porque se rascaba la barba y le gané todos los partidos.

Labra no apareció. Le tenía rabia a Kosong, y daba la impresión de saber que él estaba conmigo sin necesidad de asomarse al sótano.

La verdad es que Labra le tenía rabia a muchas cosas, y Kosong apenas ocupaba un lugar menor en la lista. Los primeros puestos le correspondían al Centro, al catálogo, al sótano y a mi trabajo. Cosas tan próximas a mí, que solía confundirme con ellas.

* * *

Cuando tenía veinte años no sabía nada del Centro, ni siquiera que existiese. Hasta que un día leí en el diario que celebraba su diezmilésimo aniversario. La noticia ocupaba dos columnas al pie de una página interior. Si llegué a leerla fue porque era uno de esos días en que no tenía ganas de hacer otra cosa que leer el diario. Me llamó la atención que algo durara diez mil años, y quise deducir de la información a qué se dedicaba el Centro, pero no lo conseguí.

Un rato después volví a oír el nombre en la televisión.

—De interés general —dijo un locutor—. El Centro inaugura hoy una nueva sede en esta ciudad. —Y siguió con la sección deportiva.

Al otro día, mi vecino dijo que pensaba buscar trabajo en el Centro.

—¿Qué es el Centro? —le pregunté, con la misma inocencia que ahora suelo envidiar en otros.

—No estoy seguro —dijo—. De todo un poco.

Mi vecino estaba apurado, así que ese día tampoco conseguí más información. Tres menciones consecutivas de algo que nunca antes había conocido eran muchas, pero el asunto siguió así durante varios días más. De cien fuentes distintas me llegaron datos sueltos, informaciones sin sentido, la mayor parte de las cuales no había buscado. Aparentemente era cierto que el Centro se dedicaba a hacer todo lo que uno pudiera imaginarse. Pero seguía sin saber nada concreto, hasta que me llegó una carta: “Preséntese de inmediato. Centro.” Y más abajo una dirección.

No entendía nada, pero me presenté porque sentía curiosidad. El lugar era un rancho en las afueras de la ciudad. Pensé en volver a casa, pero en cambio golpeé a la puerta. Ya que había llegado hasta ahí, no me costaba nada preguntar. Abrió un viejo que tenía los ojos húmedos y una barba tan escasa que a primera vista no se notaba.

—Usted es Seroscavar —dijo. Como no era una pregunta, no le respondí—. Pase.

Dentro del rancho había una mesa torcida y dos sillas. El viejo me hizo sentar en una que estaba junto a la puerta, ocupó la otra y levantó un papel del suelo.

—Le vamos a dar la oportunidad de su vida —dijo, y se puso a toser. Yo sonreí—. ¿Quiere una misión especial? —agregó en cuanto pudo hablar otra vez.

—¿Yo? —pregunté—. ¿Por qué?

—No soy quién para explicárselo —contestó—. Tome.

Me dio el papel, que además de pisoteado y roto estaba lleno de firmas y sellos. Las firmas eran de esas muy grandes con vueltas y adornos, de gente importante. Los sellos me parecieron ilegibles, pero después, en casa, con buena luz, vi que uno de ellos decía “Director General”, y otro “Representante de Computación”.

—¿Qué hago con esto? —le pregunté al viejo.

—Léalo —dijo—, y si le interesa llévelo a la dirección que figura ahí. Suerte, Seroscavar.

El viejo se levantó y abrió la puerta, de modo que salí sin hacer más preguntas. Durante el viaje de vuelta a casa leí el papel, a la luz del atardecer. Decía:

“Pensar en lo que se va a transmitir a continuación es uno de los problemas principales del momento. Tal vez no sea claro, tal vez lleve a confusión en el preciso instante en que se necesita conocer el rumbo de los acontecimientos. Por eso, siempre es preferible utilizar una o dos frases cortas, simples, directas, que integren al receptor con el pensamiento de quien envía el mensaje, porque una de las principales funciones de ese mensaje es ser comprendido. Basándose en estas consideraciones es que quien esto escribe termina su tarea diciendo, con toda la sencillez de que se siente capaz: preséntese de inmediato. Centro.”

Más abajo estaban las firmas y los sellos, y más abajo todavía la nueva dirección.

Es una broma, pensé, y quise reírme, pero no pude. Cuandpo llegué a casa encontré otra carta, que habían pasado por debajo de la puerta:

“Quien envía un mensaje necesita, aunque lo niegue cien veces, tener una respuesta. Proporcionar esa respuesta es tarea exclusiva del receptor, que en el sencillo acto de responder se transforma a su vez en emisor. Lo evidente de esto obliga al autor del mensaje original a descartar cualquier intención de recordarle al receptor su obligación. Sin embargo, la duda lo carcome. Por ese motivo es capaz de olvidar todo recato, y construir un segundo mensaje, refuerzo del primero. Por sus propias características, este segundo mensaje debe recurrir a formas un poco más complejas, y por eso es que, en este caso, resulta como sigue: si desiste de presentarse, le rogamos que nos informe a la brevedad. Centro.”

Pasé el resto del día entre divertido y preocupado, dando vueltas de acá para allá, sin saber qué hacer. Me acosté tarde, y no dormí en toda la noche. A la mañana siguiente fui a la nueva dirección.

Era otro rancho, muy parecido al primero. Tal vez no habría llamado a la puerta, pero antes de que pudiese elegir apareció una mujer baja y gorda, que se secaba las manos en el delantal. Había olor a lavandina.

—Esto es para usted, Seroscavar —dijo la mujer, sacando un sobre del bolsillo del vestido. Estiró el brazo, sosteniendo el sobre por una punta, entre dos dedos. Lo agarré. La mujer siguió secándose las manos.

Dentro del sobre había dinero y un papel. El papel decía: “Liquidación de viáticos correspondiente al período…”, y seguían los días pasados desde que leyera aquella noticia en el diario.

—Pero… —empecé.

—Yo no sé nada —dijo la mujer, mirándose las manos, tal vez para decidir si ya estaban secas—. ¿Por qué no pregunta en la dirección que está en el sobre?

Miré el sobre y vi la nueva dirección. Antes de que pudiera decir algo más, la mujer dio media vuelta, se metió en el rancho y cerró la puerta. Estuve a punto de llamar, pero no me atreví. Guardé el dinero en un bolsillo, el papel en el otro, y llevando el sobre en la mano caminé hasta la estación del ferrocarril.

La tercera dirección era el último piso de un edificio de oficinas. Me atendió una chica de quince o dieciséis años.

—El señor P. —dijo— vendrá dentro de un rato. ¿Quiere esperar?

Me senté en un sillón, de espaldas a la ventana. La oficina estaba sucia, y tenía las paredes descascaradas como toda oficina del Centro. Me puse nervioso. Un rato después caminé hasta la puerta, volví atrás, me senté de nuevo. A cada minuto tenía más ganas de escaparme, pero no me gustaba la idea de cruzarme con el señor P. en el ascensor o en la puerta del edificio, y quedar como un tonto, o algo peor. Al final las ganas de escapar pudieron más, y salí de la oficina. No me crucé con nadie. Tuve que llegar a casa y encontrarme con otra carta para darme cuenta de que había hecho una estupidez.

“Toda forma de comportamiento”, decía, “es también un mensaje. Establecida la primera conexión en un par emisor-receptor, la comprensión de los mensajes no deliberados, de los mensajes no escritos, de los mensajes aparentemente no dirigidos, se hace más completa. Esto lleva a conclusiones que en un comienzo no habrían sido posibles, a conocimientos que en otro contexto serían inalcanzables. La expresión de esas conclusiones y esos conocimientos obliga a utilizar formas cuya complejidad antes no se había siquiera sospechado. Por este motivo, el mensaje que se hace necesario transmitir por escrito toma ahora esta apariencia: si bien la evaluación inicial de sus aptitudes dio un resultado satisfactorio, el examen de sus reacciones posteriores nos induce a someterlo a una nueva ronda de pruebas. Preséntese de inmediato. Centro.”

Esta vez no me presenté. Esperé varios días, y entonces vinieron a visitarme. Los representantes del Centro eran un hombre alto y joven y una mujer mayor, ambos bien vestidos y con pose de señores.

—Estimado Seroscavar —dijo la mujer, cuando abrí la puerta—, queremos mantener con usted una conversación confidencial.

No hizo falta que dijeran de dónde venían. Los dejé pasar, y se sentaron juntos en el sofá. Ocupé uno de los sillones y esperé que hablaran. La mujer sacó un fajo de papeles del bolso, los sostuvo por una punta y los hizo correr por la otra con el pulgar, mirando al hombre.

—Es inútil —dijo, pero no supe a qué se refería—. ¿Vive solo?

—Sí —contesté, cuando me dí cuenta de que me hablaba a mí.

—Bien. ¿Trabaja?

—Estoy desocupado.

—¿Qué edad tiene?

—Veinte.

La mujer le pasó uno de los papeles al hombre.

—Anote —dijo—. Alto, delgado. Piel blanca. ¿Hace mucho que no toma sol?

—Sí, pero no sé para qué…

—Falta de ejercicio físico. Cabello oscuro, ojos castaños, uñas largas. ¿No se afeitó hoy? —Una pausa. —Ropa gastada. ¿Qué número calza?

—¿Para qué necesita eso? —pregunté.

La mujer alzó los hombros y los dejó caer con un suspiro.

—Nunca se sabe. —Le hizo una señal al hombre. —Con esto alcanza, me parece.

Volvió a guardar los papeles. Yo los miraba a los dos, esperando que hicieran algo comprensible.

—Usted no sabe a qué se dedica el Centro —dijo el hombre.

—No.

—Es lógico. Hay pistas, señales. —Los dos se rieron, como si fuera un chiste viejo. —Todos tenemos teorías.

—¿Pero no trabajan en el Centro, ustedes? —pregunté.

Esta vez los dos alzaron los hombros.

—Nunca se sabe —repitió la mujer—. Nos pagan.

Yo creía que la escena no tenía sentido, pero no se me ocurría nada para remediarlo.

—Está desaprovechando una oportunidad —dijo el hombre—. El Centro lo necesita, y le puede pagar muy bien.

—¿Por hacer qué? —pregunté.

—Es difícil de explicar. —El hombre se miró la punta de los pies, y la mujer salió en su ayuda.

—Yo se lo voy a decir. ¿Nunca le pasó que las cosas apuntaban en una dirección, y no supo por qué?

—No entiendo —dije.

—Yo tampoco —dijo la mujer—, pero entre todos podemos encontrar una respuesta.

—¿Cómo conoció el Centro? —preguntó el hombre, que de golpe se había entusiasmado.

Le conté lo del diario, el programa de televisión, mi vecino y lo demás.

—¿Ve? —Pero no me hablaba a mí sino a la mujer. —Ese es un buen ejemplo.

—Tiene razón —dijo la mujer, y se volvió a mí—. Si necesitaba que el Centro se pusiera en contacto con usted, ¿cómo lo rechaza ahora?

—Un momento —dije. Las cosas ocurrían con demasiada rapidez. —¿Por qué no explican lo que quieren?

—Los porqués no existen en el Centro —dijeron al unísono, y se miraron sorprendidos.

—Qué coincidencia —uno.

—Hay que anotarlo —el otro.

La mujer sacó los papeles y garabateó algo en el primero.

—Empecemos por el principio —dijo después—. Yo le hice una pregunta, y usted mismo encontró la respuesta, sin darse cuenta. Durante varios días le ocurrieron cosas que apuntaban hacia el Centro, tantas que a la fuerza debía llegar a él.

—Pero fue al revés —dije—, ustedes llegaron a mí. ¿Cómo hicieron para encontrarme?

—Era inevitable —dijo el hombre—. Usted estaba creando una especie de…

—De fuerza —la mujer.

—Una especie de fuerza que tenía que atraer al Centro. El Centro siempre responde a esos requerimientos.

—Claro —exclamó la mujer, como si acabara de hacer un descubrimiento—. Fíjese, Seroscavar. El Centro se dedica a ese tipo de cosas. Cuando los hechos confluyen en una misma dirección, ahí está el Centro para encaminarlos, para darles lugar. ¿Entiende?

—No.

—Usted sabe lo que son las casualidades, ¿no es cierto? Todo el mundo les busca un motivo, una razón de ser. Cuando dos personas piensan lo mismo al mismo tiempo, o se encuentran después de muchos años en un país lejano, ¿qué ocurre realmente? ¿Qué hay detrás de las casualidades?

—Excelente —interrumpió el hombre—. Ahora puedo verlo. La gente se queda con la idea de que hay algo sobrenatural, algo extraño. Piensa que las casualidades no se dan porque sí.

—Pero eso no es cierto —la mujer, otra vez—. Las casualidades no tienen explicación posible. Por eso mismo, la mayor parte de las casualidades muere inmediatamente después de producida. Nadie las aprovecha, ni procura que ocurran más casualidades. ¿Es justo eso? Dígame, ¿es justo?

—No —respondí, con un hilo de voz. Entre los dos, que ahora estaban gritando, me tenían atrapado.

—Ahí es donde aparece el Centro —dijo el hombre—, para no desperdiciar tanta energía potencial. El Centro reúne esas casualidades, les da forma, utiliza esa energía antes de que se pierda. Piense en su propio caso. No sabía nada del Centro, y de pronto le llueven datos de todas partes. Ni se le ocurrió pensar en la cantidad de energía que se junta en una situación con la suya. ¿Y qué habría sucedido, si el Centro le hubiera dado la espalda? Nada. ¿Se imagina?

—Yo…

—Pero el Centro jamás deja escapar una oportunidad como ésta —dijo la mujer—. Claro que si su caso fuera único, el Centro tendría muy poco que hacer. Pero no es único. Más aún, debe haber muchos casos que se puedan ensamblar al suyo.

—¿Ensamblar? —el hombre—. Eso no lo entiendo.

—¿Cómo que no? —la mujer—. ¿Para qué lo querría el Centro si no tiene nada que hacer con él? Seguramente hay otras series de coincidencias para las cuales Seroscavar hace falta, otros proyectos…

—Ahora lo veo —el hombre—. Qué casualidad, Seroscavar. Tantos años en esto y justo venimos a descubrirlo aquí, en su casa.

—Eso demuestra la fuerza que tienen las casualidades —la mujer—. Si no lo hubiéramos descubierto, no podríamos convencerlo de que venga con nosotros. En cambio, ahora…

—¿Para qué voy a ir con ustedes? —dije, pero no como una negativa, sino con un poco de miedo, como si todo estuviera resuelto.

—Pregunta para qué —el hombre a la mujer—. ¿Se le ocurre algo?

—Ya se lo dijimos —la mujer al hombre—. Para ganar dinero.

—Es cierto —el hombre a la mujer—. El mejor argumento de todos.

—No cabe duda.

Quedaron en silencio durante unos segundos. Yo esperaba. Después me dí cuenta de que ellos también estaban esperando.

—¿Tengo que contestar ahora? —dije.

—Sería lo mejor —el hombre.

—Estoy de acuerdo —la mujer.

—Pero quiero saber algo más. ¿Es un trabajo de oficina?

—Sí. —Pero la mujer dudaba.

—Sí, sí. —El hombre estaba más seguro.

—¿Y el horario?

—Eso se puede arreglar. —Ahora dudaba el hombre.

—Se arregla, se arregla —la mujer.

—¿Y el pago?

—¿Cuánto quiere ganar? —preguntó la mujer. Me armé de coraje y dije una cantidad bastante alta. —Diez veces más.

—¿Cómo? —salté.

—Diez veces más de lo que dijo. —La mujer miró al hombre, y el hombre movió la cabeza de arriba abajo.

—Bueno —empecé a decir, pero no quería que pareciera una aceptación—, tendría que ver el lugar, y hablar con alguien que…

El hombre sacó una tarjeta del bolsillo y me la dio.

—Vaya a esa dirección —dijeron los dos, nuevamente al unísono, y después tomaron nota de la coincidencia.

La tarjeta decía: “Con la contundencia de las cosas simples: preséntese de inmediato. Centro.” Traía más firmas y otra dirección de las afueras.

Por supuesto, en cuanto salí del trance no les creí nada, pero después volví a convencerme. Si seguí peregrinando por toda la ciudad, de rancho en rancho, de oficina en oficina, fue porque en cada uno de esos lugares me esperaba un sobre con dinero. En una ocasión me asustó la posibilidad de que hubiera algo ilegal de por medio, pero el dinero era tanto que no tenía ganas de pensar en eso. Por otra parte, si lo había me iba a dar cuenta, y siempre me quedaría tiempo para echarme atrás.

Finalmente llegué a este edificio, donde me esperaba el Jefe de Personal, o alguien que se presentó como Jefe de Personal.

—Está tomado, Seroscavar —dijo, mientras me daba la mano—. Su trabajo…

—Espere —dije yo. La peregrinación me había acostumbrado a preguntar cada vez que tenía oportunidad de hacerlo—. ¿Cómo que estoy tomado? Nadie me explicó nada.

—Todo a su debido tiempo, Seroscavar —comentó—. ¿Para qué piensa que estoy acá?

Tres horas más tarde estaba convencido de todo lo que el Centro quería que me convenciera. Tal vez el Jefe de Personal fuera un maestro en el arte de las relaciones públicas, tal vez lo que dijo fuera sensato y si yo no lo había entendido antes era por imbécil. Lo más probable es una mezcla de ambas cosas.

En realidad, él tampoco me explicó nada, y apenas recuerdo lo que dijo durante esas tres horas. Lo único que sé es que nadie volvió a hablarme en ese tono, y luego de la entrevista el Centro siguió siendo lo más parecido a una nebulosa: años luz de materia dispersa, corrientes opuestas, catástrofes en medio de regiones tranquilas, y al fin y al cabo sólo un montón de polvo y gas.

Así fue como me hice cargo del catálogo.

* * *

Mi lugar de trabajo es grande, oscuro y frío. Justo lo opuesto de Labra. Hay una escalera de madera, muy antigua, que sube a la planta baja. Tiene cuarenta y tres escalones, cada uno con distintas marcas dejadas por mis antecesores en el puesto, y por los diferentes modelos de zapatos que usé en mi vida. El quinto, contando desde abajo, cruje si uno lo pisa muy al borde. Hay que tratar de pisar el décimo octavo bien a la izquierda, porque en el centro se hunde, y a la derecha la madera está agrietada. Una noche, con la cabeza apoyada en el pecho de Labra, me entretuve describiéndole escalón por escalón, de memoria. Descubrí que no tenía nada que decir del vigésimo cuarto. Fui a mirarlo. Justo en el borde encontré una mancha pequeña que no había visto nunca, como si alguna vez se me hubiera caído ahí una gota de café. Ahora la mancha no está: muchos años después de que Labra se fuera por última vez, el escalón se partió en dos y tuve que cambiar la tabla.

La escalera ocupa una parte de la pared del fondo, la más alejada de la calle. Está situada de tal modo que, al subir, la pared queda a la izquierda. Hay que evitar apoyarse en esa pared, porque está descascarada desde hace mucho tiempo, aunque la arreglaron poco después de mi ingreso. Por encima del escalón número treinta se consigue una perspectiva de todo el sótano, bajo la luz de los tubos fluorescentes.

—Qué paisaje —solía decir Labra, parada en el escalón treinta y dos, antes de irse.

Al pie de la escalera hay que dar un cuarto de vuelta para no toparse con la pared del costado, y allí comienzan los estantes con libros de registro. Son paralelos a la escalera. La A empieza junto a la pared y llega al pasillo que está contra la pared opuesta, a catorce metros y pocos centímetros de distancia. Donde termina la A hay que rodear el extremo de la estantería y observar su dorso para descubrir el comienzo de la B. Los estantes de la B tienen dos metros y medio menos que los de la A, de modo que la C se reparte entre el tramo que queda antes de llegar otra vez a la pared y un buen trecho de la estantería siguiente. Hay solamente otra letra, aparte de la A, que cubre un tramo entero de estantes: la S. La más corta es la H, aunque hice lo posible durante mi vida para agrandarla. Conseguí, sí, desplazar la I tres centímetros. Dudo que alguno de mis próximos diez sucesores vuelva a pensar en la H. Y si lo hace, dudo que tenga más perseverancia que yo: aburre anotar siempre nombres con la misma inicial. De mis anotaciones, no más de un nueve por ciento fue a parar a la H.

Entre la primera estantería, donde están la A, la B y los comienzos de la C, y la que se apoya en la pared del frente, donde conviven la Z y parte de la Y, hay otras nueve, con estantes a ambos lados. El sótano tiene veinte metros de largo, y doscientos noventa metros de estanterías. Cada estantería es un mueble de madera oscuro y gastado por la edad, con tres metros de altura y siete estantes. Si hubiera un solo estante, largo y recto, abarcaría algo más de dos kilómetros.

Luego del último libro de registro, el que va de Zywyz— a Zzyxx—, hay casi un metro y medio de estantería vacía. Cuando yo era nuevo, me preocupaba pensar que un día no habría más lugar para agregar registros. Entonces quedaba un metro ochenta de espacio libre. Ahora sé que el problema aparecerá dentro de unos cuatrocientos años, si es que mis sucesores escriben al mismo ritmo que yo, y ya no me preocupo. El motivo principal de este desinterés es que me duele no haber llegado yo mismo al final de los estantes. Habría sido una buena ocasión para pasar a la historia, sin tener que buscar otros métodos mucho más inseguros. Ahora suelo soñar que dentro de cuatrocientos años, cuando alguien consiga incorporar el último registro posible, todo el edificio se vendrá abajo.

La puerta que da a la planta baja y el conducto de ventilación son las únicas aberturas del sótano. Sin embargo, se junta tanto polvo entre las estanterías y sobre los libros que tengo que limpiar casi todos los días. Ese trabajo me lleva una hora y media. Calculo que si no hubiera tenido que hacerlo nunca, los registros habrían avanzado otros cinco centímetros. Si el catálogo hubiera crecido siempre a la misma velocidad, y si ninguno de mis antecesores hubiese tenido que perder tiempo limpiando, los estantes se habrían agotado hace más de cincuenta mil años.

Por supuesto, el catálogo debe tener unos cuantos miles de años menos, lo cual me hace pensar que no siempre se usó el mismo método de trabajo. No conozco la edad del catálogo.

Bajo los escalones quince al veinte hay una puerta de metal, que sólo se abre si uno le pega un golpe en la parte de arriba. Casi siempre la dejo abierta. Da a una habitación larga y angosta, que ocupa el hueco de la escalera y todo el fondo del sótano. En la habitación, justo frente a la puerta, hay un mural hecho a partir de una fotografía que me tomaron poco después de mi ingreso al Centro. Luego, en este orden, aparecen una mesita, una cocina, una cama y tres armarios. En la mesita hay un teléfono antiguo que nunca funcionó. La cama es angosta y bastante nueva: reemplaza a la otra, más ancha, que hace tanto compartí con Labra. Sobre ella cuelga una lámpara que se quema cada dos o tres años. De los armarios, el primero es bajo y largo: encima están el tocadiscos y el televisor, y adentro los discos y algunas películas. El segundo es alto, y lo uso para guardar la ropa. En el tercero, el más grande de los tres, están las cosas que me regalaba Labra, algunos objetos de mi vida anterior al Centro, los recuerdos del viaje que Kosong no quiso llevarse y muchos sobres de sueldo que nunca abrí. En el fondo de la habitación hay una heladera, que trato de no dejar nunca vacía del todo.

Durante un tiempo llegué a pensar que esa habitación era mi casa. Pero mi casa es todo el sótano, un espacio de trescientos cincuenta metros cuadrados. Creo que, hasta mi muerte, tengo algún derecho de posesión sobre él.

Una de las estanterías, la que contiene el final de la G, la H, la I y parte de la J, es más corta que las otras: mide sólo once metros sesenta. En los casi tres metros que quedan, del lado opuesto al pasillo, está el escritorio. Comparte el lugar con un armario enorme, donde guardo los elementos que necesito para trabajar: algunos libros de registro vacíos, hojas de papel sueltas, lápices, lapiceras, artículos de limpieza. El escritorio me sirve también como mesa para comer.

Hay un tubo ancho y torcido que baja del techo y termina a veinte centímetros por encima del escritorio. A través de él bajan algunas órdenes, en cápsulas de plástico transparente. A veces quise seguir la trayectoria del tubo más allá del sótano, para ver quién las envía, pero sin suerte. En la planta baja el tubo está empotrado en una pared. Sale del edificio por la parte de atrás, y a diez metros de la pared exterior gira noventa grados hacia abajo. A tres metros de la superficie, la mayor profundidad a que llegué con un pico, una pala y la ayuda de Kosong, el tubo sigue bajando.

De todos modos, los mensajes que trae el tubo son los menos interesantes. Mucho más me gustan los que traen otras personas, que golpean a la puerta y conversan conmigo.

* * *

El sótano me aísla de las idas y venidas del Centro. No es que haya dejado de pertenecer a él: el sobre con mi sueldo que cada mes alguien pasa por abajo de la puerta, las cápsulas que llegan a través del tubo, las personas que de vez en cuando me saludan lo demuestran. Las reglas del Centro siguen siendo mis reglas, pero son tan elásticas y cambiantes que casi podrían aplicarse a cualquier cosa. La diferencia está en que no participo de las discusiones, los proyectos y las teorías de mis compañeros de edificio. Y mucho menos de lo que hacen otros miembros del Centro, más lejanos.

En otras palabras, puedo salir a comprar el pan sin caer en la metafísica. Saco la bolsa de un rincón del segundo armario, subo la escalera, abro la puerta y camino hasta la calle sin pararme a ver qué hace la máquina nueva que instalaron, o qué tiene que decir el hombre que tras saludarme se queda mirándome la nariz. Una vez afuera voy hasta la esquina, doblo a la izquierda y entro a la panadería. Allí hay gente que no pertenece al Centro, y siento algo parecido a una brisa fresca: la inocencia de quienes no conocen nada del Centro, aparte de ser increíble, me recuerda la infancia. El panadero me llama por mi nombre, pero nadie se da vuelta para mirar, nadie olvida lo que está haciendo para darle un codazo a su acompañante y decir:

—Ahí está el del catálogo.

Me siento como el ermitaño que una vez al día sale de la cueva a mirar el cielo. Todavía me queda algo de cielo para ver: casi todos mis compañeros permiten que el Centro les cubra el suyo con una losa.

A la vuelta tal vez encuentre a alguien que me espera. No me importa, porque en cuanto bajamos al sótano son mis normas las que valen. Hoy, por ejemplo, está Nidin, el portero del edificio. Sé que pasa la mayor parte del tiempo discutiendo con Calibares sobre la existencia de otros Centros, paralelos al Centro: la idea metafísica por excelencia. Pero antes de bajar al sótano deja sus teorías en un rincón, junto con la escoba, y mientras me acompaña por la escalera dice:

—Se me ocurrió algo para el catálogo, pero no sé si sirve.

—¿Por qué? —le pregunto.

—Porque no es un planeta, sino una isla —contesta.

—El catálogo incluye de todo —digo.

Dejo la bolsa del pan en la mesita de la habitación y lo invito a sentarse en la cama, mientras traigo la silla del escritorio. Hace tiempo descubrí que la gente explica mejor sus ideas cuando se sienta en la cama, y por eso no traigo dos sillas.

—Es un sueño que tuve anoche —dice Nidin, rascándose la cabeza—. Una isla sin principio ni fin.

—Entonces no puede ser una isla —digo.

—¿Por qué? —dice Nidin—. Está rodeada por un mar. Se puede recorrer toda la orilla en un día.

Me levanto y voy a buscar algo con qué tomar notas. Cuando vuelvo pregunto:

—¿Cómo se llama esa isla?

—No sé —dice Nidin—. ¿Es importante el nombre?

—Sí, pero ya le buscaremos uno. Siga.

—Me gustaría mucho que esa isla figurara en el catálogo. Sus habitantes me trataron muy bien durante el sueño.

—¿Ellos le dijeron que no tiene principio ni fin?

—Sí.

—¿Se lo demostraron?

—Creo que sí. Déjeme pensar.

Nidin hace una pausa, y yo aprovecho para inventar un nombre. Lurgan podría ser. Lo anoto.

—Cuando llegué a la isla —dice Nidin— un hombre me preguntó en qué dirección quería caminar. Hacia el Sur, le dije. ¿Cuánto?, preguntó. Diez kilómetros, le contesté. Desde el mar me había parecido que la isla no tenía más de cinco, de un extremo al otro.

—¿Y caminaron los diez kilómetros? —intervengo.

—Sí —dice Nidin—. Yo no podía creerlo. Le pregunté al hombre cómo era posible, y me pidió que mirara hacia atrás. A mi espalda había un acantilado, y más allá estaba el mar, igual que al empezar la caminata. —Nidin me mira a los ojos. —Quise volver, pero cuanto más caminaba hacia el mar, más se alejaba.

—Le creo —digo—. ¿Se enteró de alguna explicación al respecto?

—Sí, pero no la entiendo bien.

—Trate de repetirla.

—El hombre dijo que en esa isla las cosas cambian según la dirección en que avanza el observador.

—Muy interesante —comento, con toda sinceridad.

—Salvo en la orilla misma, que está fija para que la isla no invada otras regiones del planeta, uno puede caminar en línea recta todo lo que se le ocurra sin llegar nunca al mar. —Nidin empieza a sentirse cómodo con el relato. —Eso sí, como la isla es tan pequeña, resulta imposible alejarse del agua. Parece que el agua lo siguiera a uno: no importa cuánto camine, siempre tendrá a la espalda el ruido de las olas.

—Tengo una duda —digo—. Si uno encuentra siempre tierra por delante, ¿cómo puede volver a la orilla cuando quiere hacerlo?

Nidin sonríe, y se frota la cara con las manos.

—Despertándose, me parece.

Yo también sonrío.

—Me gusta su isla —digo—. La voy a llamar Lurgan. ¿Está de acuerdo?

Lo que Nidin no sabe es que antes de incorporarla al catálogo la voy a adaptar a mi estilo, le voy a quitar ambigüedades, le voy a agregar los elementos que me enseñaron tantos años en el oficio. El resultado de todo ese trabajo seguramente le sería irreconocible, pero nadie ve lo que pongo en el catálogo.

—Me gusta —dice Nidin—. Lurgan. ¿Sabe una cosa?

—¿Qué?

—Creo que el hombre de que le hablé dijo ese nombre. ¿Cómo lo supo?

Sonrío otra vez.

—Usted es el especialista en teorías —digo—, no yo. Gracias por la información.

Sin gente como Nidin, que es una fuente inagotable de ideas para el catálogo, hace tiempo que mi trabajo se habría convertido en un problema.

* * *

Escribo en el catálogo:

Lurgan: Prisión de máxima seguridad. Construida en una pequeña isla, tiene la ventaja de que los reos creen estar libres. Una ilusión inducida cuidadosamente les hace imaginar que la isla no tiene fin, que pueden internarse en ella tanto como quieran, y así alejarse de sus guardianes, de los otros reos y de todo lo que prefieran mantener a distancia. El único inconveniente es que si, por algún motivo, se hace necesario trasladar a alguien fuera de la isla, resulta imposible encontrarlo.

* * *

Labra y Kosong se vieron una sola vez. Kosong estaba en mi escritorio, mirando el techo mientras decía:

—Pienso llevar el martillo, por si nos topamos con los pigmeos. Dicen que no hay nada como romperles la cabeza de un martillazo. Tengo amigos que lo hicieron, y cuentan que el cráneo tiene la dureza necesaria como para no hundirse al primer golpe, y a la vez es lo bastante blando como para transmitir una sensación de poder a través de la herramienta. —Una pausa. —¿Nunca experimentaste el placer de romper cosas blandas, pero que no ceden de inmediato?

—Puede ser —dije—, alguna vez.

—No te creo —contestó—. Si lo hubieras experimentado no lo dirías con tanta indiferencia. Es como aspirar muy hondo, hasta sentir que los pulmones revientan, y después soltar el aire de golpe. —Entrecerró los ojos y puso las manos sobre el escritorio, con las palmas hacia arriba. —Pero no hay nada que se le parezca.

Entonces golpearon a la puerta. Subí a abrir, y era Labra. Cuando volvimos al escritorio, Kosong había cerrado los ojos del todo y se frotaba las manos suavemente.

Labra me miró intrigada. Kosong abrió los ojos.

—Él es Kosong —dije, mientras me acercaba al escritorio—. Te presento a Labra.

Kosong se paró de un salto, rodeó el escritorio y fue a darle un beso en la mejilla. Labra se apartó y le dio la mano.

—Kosong es un viejo amigo —expliqué.

—Y futuro compañero de viaje —dijo Kosong.

—¿De viaje? —Labra no sabía nada del asunto, porque yo no había encontrado el modo de contárselo.

—Estamos planeando una excursión —dije, alzando los hombros para quitarle importancia.

Kosong levantó un dedo y lo mantuvo en el aire, señalando algo que estaba más allá de las paredes. Esperó que los dos lo mirásemos, y lentamente volvió a mi silla, atrás del escritorio.

—Mucho más que una excursión —dijo después—. Necesitamos mochilas especiales, y un bote inflable para atravesar las cataratas.

—¿De qué habla? —me preguntó Labra en voz baja.

Le pedí silencio con un gesto.

—Es el único modo de pasar —siguió Kosong—. Algo más rígido que un bote inflable se va a romper contra las rocas. Algo más blando nos quitará el placer de desgarrarlo cuando ya no lo necesitemos. Y si no lo rompemos, tendremos luego la tentación de volver atrás cuando menos nos convenga.

—Muy interesante —dijo Labra—, pero yo tengo ganas de tomar un café.

Fui a calentarlo. Desde la habitación oí que Kosong seguía hablando. No podía entender las palabras, pero sí el tono. Estaba en uno de sus momentos de entusiasmo, cuando la perspectiva del viaje le impedía controlarse. A veces gritaba una o dos frases, y yo llegaba a captarlas:

—En el corazón —decía—. El único arco iris macizo. Corazas para los ojos.

La cocina tiene una llama pequeña, y el café tardaba en calentarse. Era uno de esos días en que prefería quedarme con Labra y no con Kosong. El viaje tal vez fuera lo más importante de mi futuro, pero yo no tenía la habilidad de Kosong para olvidarme del presente. Cerré los ojos un segundo, pensando en Labra y yo sentados en la cama, acariciándonos de a poco y con paciencia, al principio casi sin mover más que un dedo, luego con la mano entera, y más tarde con todo el cuerpo, a un ritmo tan lento que un solo latido nos llevara horas. De pronto la imagen de Labra se mezcló con la del martillo y los pigmeos, y abrí los ojos asustado. El café acababa de hervir. Le pegué un puntapié a la cocina, tiré el café por la rejilla y puse a calentar otro poco. Entonces oí un portazo y me dí vuelta.

Kosong apareció en la puerta de la habitación.

—Se fue —dijo.

—¿Labra? —pregunté.

—¿Quién, si no?

Dí un salto, lo esquivé con un movimiento de cintura y subí la escalera corriendo. Abrí la puerta y salí a la planta baja. Labra ya no estaba a la vista. Yo tenía un trapo de cocina en la mano: lo tiré al suelo, luego me incliné a levantarlo y me lo pasé por la frente. Volví al sótano.

* * *

Por entonces escribía estas cosas en el catálogo:

Coudini: Inspirador de la Reforma Retroactiva, no pudo evitar que sus ejecutores la aplicaran a él mismo. Pasó largos años huyendo de un lado a otro, para evitar que hicieran blanco en él. Escondió épocas enteras de su vida en cuadernos manuscritos que guardaba en una cripta subterránea. Al conocer profundamente los métodos de la Reforma, tuvo éxito en casi todas sus acciones, y los fracasos que soportó fueron mínimos. Sin embargo, llegó a perder meses enteros de su pasado, y hasta sufrió un cambio de nombre, porque había olvidado anotar el suyo en alguna parte. Cuando descubrían alguno de sus escondites, siempre tenía tiempo para llevarse su pasado con él. Sus perseguidores sólo encontraban recuerdos marginales, anécdotas sin valor, y atacaban esos restos con la furia que les daba la impotencia.

Tras su muerte, Coudini se transformó en una paradoja de la historia. Hay quienes preguntan si verdaderamente escapó de la Reforma, porque hoy en día es recordado casi únicamente por esa fuga. El resto de su vida, el pasado que guardó con tanto cuidado, se ha perdido, como se pierden todos los pasados sin necesidad de Reformas.

Péndulo corrector: Instrumento de uso común en Galnaip. Se mueve sólo cuando cambia el concepto de verticalidad. Los expertos de Galnaip jamás consiguieron explicar qué significa eso, y probablemente ellos tampoco lo sepan. De todos modos, la construcción, el arte de los equilibristas y los crucigramas son posibles en Galnaip exclusivamente por la existencia del péndulo corrector.

Sorinargo: En el país de Haf, dios de la corriente eléctrica. Según la leyenda, en el principio eran los electrones, que vagaban sin rumbo ni ley por los vacíos que no se pueden medir. Entonces, Sorinargo llegó al universo con su flauta mágica y tocó una melodía de la que hoy sólo se conservan ciertos gráficos en una máquina antiquísima. Al son de la flauta, los electrones iniciaron su marcha, siguiendo a Sorinargo por donde éste fuese. Cuando los electrones estuvieron bien orientados, Sorinargo entregó a los hombres versiones simbólicas de su flauta. Estos sustitutos, si bien no producían ninguna música exquisita, bastaban para encantar a toda partícula subatómica sensible a la belleza.

* * *

Me llevó treinta años comprender los misterios del catálogo, y no dudo que soy el único que los conoce. Ahora me doy cuenta de que el Jefe de Personal, cuando me explicó mis funciones, sólo sabía algo de la superficie.

Cuando bajamos por primera vez, el sótano estaba a oscuras. Se había cortado un cable en alguna parte, así que la luz no funcionaba. El Jefe buscó una linterna, y juntos descendimos por los escalones que crujían. La primera impresión fue desagradable: entre el pie de la escalera y la estantería de la A había una telaraña enorme y brillante. Los libros de registro estaban cubiertos de polvo. Se oía un ruido de goteo, que venía del otro lado del sótano.

El Jefe era alérgico al polvo, así que se puso a estornudar y tuvo que pasarme la linterna. Caminamos entre los libros, mientras las cucarachas y las arañas corrían a esconderse. El suelo estaba oculto bajo una capa de barro resbaladizo. Yo iluminaba los estantes, en parte para no saber qué estaba pisando, en parte pensando cuándo me iba a atrever a sacar alguno de esos libros oscuros y pesados, que parecían tener miles de años de edad.

—Por aquí está su escritorio —dijo el Jefe, cuando los estornudos le dejaron unos segundos de tranquilidad.

El escritorio estaba cubierto de cápsulas que habían salido del tubo. Formaban una montaña. Muchas habían caído al suelo y se desparramaban entre las estanterías. El Jefe pisó una, que se rompió con un estallido, y los dos pegamos un salto.

—Ordenes atrasadas —dijo el Jefe—. Hace años que nadie se ocupa de ellas.

Buscó en la montaña una cápsula un poco más limpia que el promedio y me enseñó a abrirla.

—Fíjese bien —dijo, mientras sacaba el papel del interior—. En este papel está la descripción de algún elemento que debe ser incorporado al catálogo.

—Entiendo.

—Su trabajo es copiarlo textualmente en el libro correspondiente. —Estornudó varias veces y siguió: —Los libros están distribuidos por orden alfabético, así que eso no le va a causar problemas.

—Me gustaría hacer una prueba —dije—, para estar seguro de aprenderlo bien.

—De acuerdo. Veamos qué dice este papel.

Leímos:

Gormin: Palacio del planeta Hamirabar, construido en un solo diamante. Se dice que la disposición de sus habitaciones reproduce la distribución de las estrellas de una galaxia distante. Afirmación que se puede apoyar en dos hechos indiscutibles: su constructor llegó de una galaxia distante; y habiendo tantas galaxias y siendo tantas las habitaciones del palacio, sería extraño que éstas no reprodujeran alguna de aquellas. Cada habitación dio origen a una leyenda, y se cree que todas las leyendas que existen o que existirán algún día tienen su fundamento en las leyendas del palacio Gormin.

A la luz de la linterna vi que el Jefe se rascaba la cabeza.

—Bien —dijo—. Hay que buscar la G.

Los lomos de los libros de registro no tienen ninguna indicación de su contenido, así que la búsqueda nos llevó un buen rato. Cuando encontramos el libro indicado empezamos a hojearlo, para ver dónde se debía intercalar la información sobre Gormin.

Ya estaba, escrita exactamente del mismo modo.

—Qué raro —dijo el Jefe—. Se supone que las cápsulas traen información nueva, seleccionada entre los últimos descubrimientos.

—¿Está seguro?

—Eso me dijeron. En cuanto llegan las primeras noticias de algo desconocido, se hace un resumen de los datos y se mete el resumen en una cápsula de éstas.

—Podríamos preguntarle al que hace ese trabajo.

—Nadie sabe quién es.

—En ese caso… —empecé, y no supe cómo seguir.

—Me imagino que esto ocurrirá a veces —dijo el Jefe—. No se puede pedir que todo sea perfecto, y menos en el Centro.

Los dos teníamos ganas de irnos del sótano, así que dejamos la cápsula donde estaba y volvimos a la superficie. Mientras nos sacudíamos la ropa, el Jefe trató de convencerme de que, una vez limpio y con luz, el sótano resultaría un lugar agradable. No le creí, y diría que él tampoco se creyó a sí mismo. Pero tenía razón. Con su ayuda arreglé la instalación eléctrica, y junto a otros voluntarios del edificio puse el catálogo en condiciones de funcionar. Después conseguí sentirme cómodo.

Cuando empecé a trabajar, ya estaba seguro de que no había nada raro en mi nuevo empleo. Tenía un horario fijo, dos días libres por semana, una credencial que me identificaba como agente del Centro, un número de jubilación, la promesa de vacaciones pagas, un contrato y todo lo que podía pedir. Al poco tiempo disponía de dinero para salir, divertirme, mejorar mi casa, comprar lo que quisiera y a la vez ahorrar para cuando el trabajo terminase.

Diez horas diarias encerrado en el sótano del catálogo no significaban un trabajo pesado, pero al principio me aburría. Tardé dos días en verificar que, de los cientos de cápsulas acumuladas, ninguna traía información nueva: todos los datos parecían copiados cuidadosamente de los libros. Después descubrí que la frecuencia con que aparecían nuevas cápsulas era realmente baja, no más de dos o tres por semana. Así que tenía poco que hacer. Empleaba dos minutos en abrir la cápsula y comprobar que no decía nada nuevo. Al poco tiempo empecé a pensar en no abrirlas, pero por suerte me arrepentí: si hubiera dejado de interesarme en ellas jamás habría comprendido cuál era mi verdadero trabajo. Un trabajo que nadie en el Centro podría explicar.

Pasaba una buena parte del tiempo leyendo, o durmiendo, o curioseando los registros. Cada diez minutos miraba la hora. El mejor momento del día era cuando terminaba el horario de trabajo y salía al mundo exterior. Mi mayor preocupación, que alguien descubriera la inutilidad de pagarme por no hacer nada.

La situación empezó a cambiar cuando me dí cuenta de que nadie me vigilaba, ni me pedía que hiciera algo en especial. Sintiéndome más libre, probé cosas nuevas: pinté cuadros, instalé un laboratorio de fotografía en la habitación que más tarde sería mi dormitorio, me puse a escribir poemas. Pero todo esto duró poco tiempo, porque cualquier nueva instalación me molestaba, dado el poco espacio que dejan las estanterías. Y cuando no hacían falta instalaciones, como en el caso de la poesía, lo que hacía falta era ingenio o ganas, y tarde o temprano me daba cuenta de que no tenía ninguna de las dos cosas.

Pero siempre encontraba algo con que pasar el tiempo. En parte por eso, y en parte porque me estaba acostumbrando a la situación, cada día me aburría menos, y pensaba más en la suerte que había tenido al encontrar un trabajo tan liviano.

No me hacían preguntas, ni pruebas de ninguna clase. Yo evitaba hablar de mis actividades, pero cada vez tenía más curiosidad por saber qué pasaba.

—¿No les importa cómo anda el catálogo? —pregunté una vez—. Les podría decir unas cuantas cosas.

—No nos interesa —contestó el Jefe de Personal.

—Pero no preguntan nada, no se fijan en lo que hago —insistí—. ¿Qué clase de trabajo es éste?

—Es un trabajo. Y ahora contésteme a mí: ¿está cumpliendo las órdenes, sí o no?

—Por supuesto —me defendí.

—Suficiente.

—Pero nadie se entera —dije.

—¿Nadie? —preguntó.

—Me entero yo.

—Suficiente.

En otra ocasión la charla fue más desconcertante, por lo menos para mí, que recién empezaba.

—Algún día tendrá que contarme cómo llegó hasta acá —dijo el Jefe—. ¿Fue un proceso largo?

—Bastante —dije—. Yo estaba en…

—No, ahora no. —Miró hacia el techo, con la misma expresión que años más tarde adoptaría Kosong. —Todos los procesos son largos. ¿Nunca se le ocurrió pensar cómo vino a parar el catálogo a este edificio?

—Sí —dije. Es un edificio viejo, de dos pisos, que seguramente fue un hotel hace mucho tiempo.

—Casualidad, como siempre —dijo el Jefe—. Creo que había algo en el aire que nos obligaba a unirlos, a usted y al catálogo.

—¿Algo en el aire?

—Es nuestra especialidad. Así como todo apuntaba a que el catálogo estuviera en este sátano, también apuntaba a que usted trabajara en él. No tengo la menor idea de la utilidad de este asunto. Tenía tanta energía que podría decir que se hizo solo.

—¿Por eso no me pregunta nada?

El Jefe cerró los ojos y se echó hacia atrás en la silla, con una expresión de felicidad. Estas también serían costumbres de Kosong.

—Es una buena explicación —dijo—. ¿Cómo se le ocurrió?

Lo sigo llamando Jefe, pero no lo era. O tal vez sí, no importa. En el Centro los jefes no existen, pero suele haberlos. Si uno se pone a pensar, no hay nada en el Centro que sea la misma cosa todo el tiempo, ni a todos los fines. Es posible que el Jefe fuera Jefe sólo para mí.

La segunda vez que bajamos al sótano, luego de arreglar la instalación eléctrica y antes de hacer la limpieza, se me ocurrió preguntarle si la escritura a mano de los datos en enormes libros de registro no era un método antiguo.

—Sí —contestó.

—Si el Centro es tan grande como parece —dije— debería tener un catálogo hecho por computadora.

—Lo tiene —dijo el Jefe—. Por eso este no se usa nunca.

Saqué un libro de su estante y lo abrí al azar.

—¿Para qué lo quieren, entonces? —pregunté.

El Jefe alzó los hombros, el mismo gesto de la mujer que había ido a entrevistarme a casa.

—Nunca se sabe —dijo—. Tal vez sea tradición, tener este catálogo. Tal vez estemos honrando la memoria de algún prócer que dio la vida por ponerlo en marcha cuando no se conocían métodos mejores.

Me quitó el libro amablemente y se puso a leer las páginas en que yo lo había abierto. Estaban escritas con una letra apretada y llena de palos que subían y bajaban. Mientras leía, el Jefe movía los labios. En cierto momento se rio a carcajadas, después inclinó la cabeza hacia adelante como si no entendiera algo, y al final volvió a guardar el libro. Yo lo seguía mirando. Sacudió la cabeza y dijo:

—Todo encuentra su sentido, tarde o temprano.

* * *

El Jefe murió hace muchos años. Con la edad se había vuelto sordo, y pasó un día entero en su oficina del segundo piso sin oír la cuadrilla de obreros que trabajaban junto a la puerta. Con picos y taladros, la cuadrilla se dedicó a hacer un agujero en el suelo, a través del cual se podía ver otra cuadrilla, que hacía el mismo trabajo en el primer piso. Terminados los agujeros, ambas cuadrillas se ocuparon de alisar los bordes y cubrirlos de azulejos color turquesa. Después juntaron los escombros, los cargaron en un camión y se los llevaron con las herramientas y todo otro rastro de su presencia. A las ocho de la noche, el Jefe abrió la puerta y dio un paso. Llegó a la planta baja dos segundos más tarde.

Sé que Kosong también murió hace tiempo, aunque no volví a verlo después del viaje. Se le había caído una moneda en una boca de tormenta. Metió el brazo para rescatarla, y oyó un extraño zumbido que venía de las profundidades. A partir de entonces empleó cada minuto de su tiempo en tratar de describirle el zumbido a todo aquel que se le cruzaba en el camino. Escribió un libro en cuatro días, sobre el zumbido. Gastó hasta el último centavo comprando abejas, ventiladores, radios, tocadiscos, taladros y todo lo que de un modo u otro fuera capaz de zumbar, sin encontrar nada parecido a lo que buscaba. Empezó a tratar de imitar el sonido con la boca y otras partes del cuerpo, haciendo raras contorsiones y enormes esfuerzos. Una semana después se le ocurrió que el zumbido debía tener un timbre acuático, por venir de donde venía, y se zambulló en un lago, donde terminó ahogándose.

De Labra no sé nada. Es probable que aún viva, de modo que no puedo decir si su muerte estará de acuerdo con su vida, o será una muerte vulgar, de esas que no informan nada sobre su propietario.

* * *

El baño está en la planta baja. Tengo que subir los cuarenta y tres escalones, abrir la puerta y salir de mi reino para llegar a él. En una época inicié los trámites para que instalaran uno en la habitación que está bajo la escalera, pero el resultado de esos trámites dependía tanto del azar que desistí. Al fin y al cabo, me convenía esperar que un día instalaran el baño sin mi intervención, y no perder el tiempo en idas y vueltas por las oficinas del Centro. Ahora el baño no me interesa: sería una invasión en el espacio conocido del sótano.

Estoy sentado frente a mi escritorio, con la lámpara extensible que compré hace muchos años apuntando al papel. La madera del escritorio tiene las marcas de todos mis lápices, y de los lápices de mis antecesores. Todavía se distinguen las quemaduras producidas por los cigarrillos que Kosong se olvidaba encendidos al dormirse. Varias veces pensé en comprar otro escritorio, pero no me atreví: cuando algo está tan estructurado, tan trabajosamente moldeado como los elementos relacionados con el catálogo, cualquier cambio puede provocar un desastre. La lámpara fue mi innovación más audaz, y estuve nervioso durante meses luego de instalarla.

Con la habitación me tomo otras libertades. De todo el sótano, es lo menos conectado con el católogo. Cambié los muebles tantas veces que perdí la cuenta, y hasta terminé sacando todas las cosas que había encontrado en su interior a mi ingreso.

—Tendrías que modernizar esto —recuerdo que decía Labra—. Es un lugar tétrico.

—Será que yo soy tétrico —contestaba.

—No, el problema viene de antes. —Labra recorría el sótano palpando los libros, los estantes y las paredes, y poniendo cara de asco. —¿Quién te dijo que la decoración no sea culpa de tu antecesor?

—Son cosas muy viejas —decía yo—. Tienen siglos.

—Podrías venderlas muy bien en un negocio de antigüedades.

—No son mías.

—¿De quién son, entonces?

Nunca pude explicarle mis sensaciones con el catálogo. Si ahora ella entrara al sótano, muchísimo más vieja, muchísimo más viejos los dos, tal vez nos entendiéramos mejor. Seguramente ella habrá acumulado sus propias antigüedades, mientras yo acumulaba más conocimientos sobre el Centro y sobre lo que nos ocurre a quienes trabajamos para él. En particular, podría decirle que trabajar para el Centro es como tocar un instrumento musical: hay tres etapas. Durante la primera uno ni se imagina cómo se lo hace sonar. Tampoco se preocupa por eso. Durante la segunda aprende muy rápidamente a sacar algunas notas, las suficientes para comprenderlo y para sentir una especie de complicidad con él. La tercera no termina nunca, y consiste en la tarea de acercarse poco a poco al virtuosismo.

A los pocos meses de mi ingreso ya creía estar en la segunda etapa. Tenía una idea vaga del funcionamiento del Centro, aunque no supiera cómo manejarlo. No es que hubiera encontrado una fuente de información directa, sino precisamente lo contrario: el Centro funciona a partir de intenciones, coincidencias, descuidos. La pareja que me visitó en casa y me convenció de entrar al Centro decía la verdad, salvo que no se trataba de un descubrimiento nuevo, porque todos sabían lo de las casualidades.

En esos meses conocí a varios empleados del Centro, no muchos. Algunos trabajaban en este edificio, otros venían a veces, otros aparecían y desaparecían sin motivos visibles. Podría pensar que me mentían cuando decían no saber más que yo, pero creo que decían la verdad. En todo caso, mentían cuando decían ignorar más que yo: para muchos, el modo de obtener prestigio es demostrar que comparten lo suficiente el espíritu del Centro como para actuar puramente al azar. Esta es su idea principal: la perfección está en reconocer estructuras en lo accidental.

Un ejemplo: en medio de una fiesta organizada casualmente me encontré con un matemático empleado por el Centro, cuya especialidad era los números aleatorios.

—Son maravillosos —decía—. Fíjese en esta secuencia.

Me mostró páginas y más páginas de números que aparentemente no seguían ningún orden, y me preguntó:

—A primera vista, ¿encuentra alguna ley en la distribución de estos números?

Yo estaba un poco aburrido y bostecé. Pero el matemático no se dio por aludido.

—Pues bien —se respondió a sí mismo—, en esta serie hay cinco veces cinco cincos seguidos. Casualidad, claro. También hay siete veces siete sietes seguidos, y si mira bien encontrará que el nueve aparece nueve a la nueve veces.

—Así es imposible que no haya leyes —dije.

—Es mi trabajo —dijo el matemático, y los ojos le brillaban de orgullo.

Sin embargo, hay mucho más que casualidades en el Centro. Si tardé tanto en descubrirlo fue, de todos modos, por casualidad: de haber trabajado en otro lugar que no fuera el sótano, de haber estado menos tiempo encerrado con el catálogo, de haberme cruzado antes con alguno de los que niegan le existencia de las casualidades, mi comprensión del Centro habría sido mejor, y más rápida. En cambio, tuve que esperar a la fiesta en que conocí al matemático: ahí me enteré de todo lo que necesitaba.

La fiesta se había armado sin que nadie se diera cuenta, en la planta baja. Me enteré cuando terminó mi horario de trabajo. Al salir del sótano encontré un montón de personas que comían y brindaban por cosas como la simetría, la asimetría, la suerte y la desgracia. Los muebles, las molduras del techo y las ventanas estaban cubiertos de guirnaldas que subían, bajaban y se perdían en el humo de los cigarrillos. Por momentos se oía la música que salía de unos parlantes, a pesar del estruendo de conversaciones, botellas que caían, risas, cantos improvisados y aplausos sin motivo.

Al parecer, un camión había descargado los comestibles por error, y la gente se había reunido accidentalmente. De ahí a inventar una fiesta no faltaba más que un paso, y lo dio alguien que traía un mensaje: “Festejen.”

Mi primera idea fue escaparme. Pero para llegar a la puerta de salida tenía que atravesar una multitud, y ni pensé en volver al sótano: en ese entonces vivía afuera. Me resultó más fácil integrarme a un grupo que estaba cerca, donde enseguida me invitaron con una copa de algo que tenía burbujas.

En el grupo estaba la pareja que había ido a casa. La mujer seguía llevando el mismo bolso, con el mismo fajo de papeles que sobresalía por un costado.

—Hola, Seroscavar —dijo la mujer—. Me alegro de verlo. Gracias a usted no quedan misterios para nosotros.

—Hicimos otro descubrimiento —dijo el hombre—, superior al primero.

Yo no estaba de buen humor, y tuve ganas de lastimarlos, tal vez porque no me habían tratado muy correctamente durante nuestro primer encuentro.

—Supongo que sabrán —dije— que el descubrimiento que hicieron en casa no fue nada original.

El hombre tosió y dio vuelta la cabeza. La mujer se miró la punta de los zapatos y contestó:

—Es que hacía poco que estábamos en el Centro.

—Antes dijeron que hacía años…

—Sí —la mujer trató de sonreír—, pero la visita a su casa fue nuestro primer trabajo.

El hombre hizo un esfuerzo para alejar la vergüenza, y atacó otra vez:

—Tiene que escucharnos —dijo—. Ni se imagina lo que descubrimos ahora.

—¿Recuerda que nos preguntó cómo hizo el Centro para encontrarlo? —empezó la mujer—. Nosotros le explicamos que usted había creado una fuerza, un campo, que atrajo al Centro.

—Lo recuerdo.

—Estábamos equivocados —el hombre—. Fue al revés.

—¿Al revés?

—Escuche bien —la mujer—. En primer lugar, el Centro tuvo la intención de encontrarlo, y las casualidades fueron la consecuencia de esa intención, no la causa.

Hice un gesto que significaba tanto que no entendía como que no me importaba entender. Se pusieron nerviosos.

—Si usted no nos presta atención —el hombre—, no sé quién podrá hacerlo.

—Por favor —la mujer—, déjenos explicarle.

Me gustó pensar que los papeles se habían invertido desde nuestro primer encuentro, y opté por escucharlos, sobre todo para disfrutar de esa sensación de poder, que era nueva.

—Está bien —dije.

—Vamos por partes —le dijo la mujer al hombre—. Esta vez tenemos que ser claros.

—Y convincentes —le dijo el hombre a la mujer.

—Hicimos averiguaciones —la mujer—. El que le enviaba las notas a su casa no sabía la dirección. Despachaba los sobres en blanco.

—Se da cuenta —el hombre— de que tanto podían llegar a destino como no.

—Pero llegaban —la mujer—. Es la fuerza que hubo siempre alrededor de usted. No sabe cuántas cartas del Centro jamás llegan a destino.

—No —intervine—, pero me lo puedo imaginar.

—Entonces nos preguntamos —el hombre—, ¿por qué llegan las cartas? Y nos contestamos, como antes: por casualidad. Pero esa respuesta no era suficiente. ¿A qué obedecía la casualidad?

—Si no me equivoco —dije—, ustedes me aseguraron que las casualidades no obedecen a nada.

Se rieron.

—Una ingenuidad —la mujer—. El Centro tuvo la intención de llegar a usted antes, mucho antes de que las casualidades empezaran a producirse. Lo cual nos llevó a la conclusión de que las intenciones, a veces, tienen tanta fuerza que provocan casualidades.

—Claro que entonces —el hombre— ya no son casualidades propiamente dichas.

—Tenemos que buscarles otro nombre —la mujer—, pero es lo de menos.

—Todavía no sé qué quieren decir —aclaré.

—A eso vamos —el hombre—. Las casualidades no son más que un medio, que permite llegar a un fin. ¿Y cuál es el fin? El cumplimiento de una intención. Esa es la auténtica ocupación del Centro: tener intenciones. ¿Qué le parece?

Los dos me miraron sonrientes.

—¿Qué quieren que me parezca? —contesté—. No me dice nada.

Las sonrisas desaparecieron.

—¿No? —preguntaron a dúo.

—No —insistí.

—Hay que convencerlo —la mujer.

—De cualquier manera —el hombre.

—Vea lo que ocurre cuando la intención falta —la mujer—. ¿Qué pensó de los ranchos y la gente que los recibía en ellos?

—Me dieron la impresión de que el Centro no era una organización poderosa —dije.

—Pero ahora sabe que es poderosísima —el hombre—. ¿Tampoco eso le dice nada?

—No.

—El Centro no tiene la intención de ocultar su verdadera importancia —la mujer—, pero tampoco la de darla a conocer. Lo deja librado al azar. En un caso así, cuando la intención falta, el resultado es imprevisible.

—Tengo otro ejemplo —el hombre—. Al Centro no le importaba que usted llegara directamente a este lugar —señaló la puerta que da al sótano—; pero tampoco le importaba que diera un rodeo. Si la dirección correcta le hubiese llegado al principio, usted se habría evitado tantas vueltas. Del mismo modo, podría haber seguido peregrinando por los ranchos eternamente.

—Lo que quieren decir —arriesgué— es que cuando algo sale bien es porque alguien quiere que salga bien. —En realidad no estaba seguro de nada.

—Más que eso —la mujer—. Ni siquiera se puede hablar de bien y de mal. Las cosas son. Cómo son, no importa. El mismo Centro existe, pero podría no existir. La única diferencia está en que hay una intención de que exista, y entonces existe.

—Pero eso se puede aplicar a cualquier cosa —protesté.

—No —el hombre—, hay una diferencia. Las intenciones del Centro se cumplen siempre, pero por casualidad.

—Eso es una contradicción —los atajé—. Si algo se cumple siempre, deja de ser casual.

—¿Por qué? —la mujer—. Si las casualidades no existieran, las intenciones no se cumplirían. ¿Le parece que no fue casual que los mensajes llegaran a su casa?

—Tal vez, pero…

—Podrían no haber llegado —el hombre—, y en ese caso la casualidad se habría producido en otra parte, de otro modo. Lo único seguro, lo único no casual, era que de alguna manera el Centro lo iba a encontrar.

—¿Ve? —la mujer—. El Centro persigue fines, y muchas veces ni siquiera sabe por qué medios llega a ellos. La sola necesidad de alcanzar esos fines produce los medios necesarios.

—Y los medios —el hombre sonreía otra vez— son las casualidades.

Pero yo no tenía más ganas de oírlos. Inventé una excusa y traté de acercarme otro poco a la salida. Luego me dí cuenta de que la excusa no había sido necesaria: ni se habían fijado en que yo me iba, y seguían charlando entre ellos.

A los pocos pasos me interceptó otro grupo, formado por cuatro hombres con barba.

—El Centro debería tener un edificio que unificara todos los departamentos —decía uno—, y donde todos pudiéramos estar cerca de la Computadora.

—¿Qué departamentos? —decía otro—. La Computadora no habla de departamentos.

—No olviden que nuestra tarea es identificar a la Computadora —decía el tercero—. Eso es más importante que todos los edificios del mundo juntos.

—Estoy de acuerdo —decía el último—. No podemos hacer nada mientras no encontremos la Computadora.

Yo jamás había oúdo hablar de una Computadora en relación con el Centro, así que interrumpí la conversación para preguntar de qué se trataba.

—¿No sabe? —dijeron dos o tres al mismo tiempo, y uno siguió—. La Computadora es quien ordena este caos. ¿Dónde iríamos a parar sin su guía?

—¿Acaso usted se opone a que le obedezcamos? —dijo otro.

—No, en absoluto —aclaré, por las dudas—. Pero quisiera saber algo más. Parece importante.

—No parece —me corrigió uno—: es. —Todos asintieron. —Lo que lamento es que no la conozcamos personalmente.

Debo haber puesto una expresión muy notable, porque uno de los barbudos hizo un gesto para pedir calma a los demás y dijo:

—Usted debe ser nuevo, o uno de esos que piensan que todo está librado al azar.

—¿No es así? —pregunté, asombrado.

—Para ellos sí —señaló a nuestro alrededor—, pero no para nosotros.

De haber podido conversar con uno solo de los barbudos, habría comprendido enseguida de qué hablaban, pero como eran cuatro, y los cuatro insistían en complicar las cosas, tardé más de una hora, y luego tuve que pasar por muchos grupos similares para hacerme una idea elemental de lo que ocurría en torno a mí.

Las cosas no eran tan simples como había pensado. En el Centro hay varias facciones, cada una de las cuales interpreta de un modo diferente las funciones y los procedimientos del mismo Centro. Además de los aleatorios están los computadoristas, que aseguran que el corazón del Centro es la Computadora, un nombre aplicado a algo o a alguien que produce órdenes. Estas órdenes son recibidas tarde o temprano por todos los empleados del Centro. Entre los computadoristas, aquellos que las reciben con mayor frecuencia se consideran a sí mismos elegidos, y pretenden obediencia de parte de los demás. Independientemente de que tengan razón o no, la Computadora existe, aunque nadie sabe dónde está ni cómo es.

Hay más facciones. Unos son partidarios del ordenamiento absoluto: según ellos, lo que aparentemente es aleatorio sigue en realidad un orden superior, que nosotros los mortales no podemos percibir. Para demostrarlo me enseñaron un objeto tallado en madera, muy complejo, con entrantes y salientes por todas partes.

—Este objeto —dijo uno— tiene miles de ángulos. Aquí donde lo ve, un modelo matemático que lo representara con exactitud ocuparía varios libros. De todos modos, su estructura cumple una propiedad muy simple: si lo iluminamos desde cierta distancia y en cierto ángulo con una vela, y proyectamos su sombra sobre una pantalla blanca dispuesta de cierta manera, la sombra es un cuadrado perfecto. Sin embargo, hasta ahora nadie encontró la combinación de distancias y ángulos necesarios para producir ese simple cuadrado. El Centro es como este objeto: una vez que consigamos iluminarlo como corresponde, su silueta quedará libre de irregularidades y todos comprenderán que el azar no existe.

—Tengo una duda —dije—. ¿Cómo saben que se puede obtener esa sombra cuadrada, si hasta ahora nadie lo consiguió?

—Partimos de la base —dijeron— de que todo es posible mientras no se demuestre lo contrario.

Otros niegan totalmente la existencia del Centro, dicen que es un espejismo. Su demostración me pareció poco elegante, porque se puede aplicar a otras cosas: la vida, por ejemplo, o la consciencia.

Hay también quienes aseguran que lo que llamamos Centro es el universo entero, que no hay nada fuera del Centro. Lo más extraño de esta facción es que consiguió desarrollar dos supuestas demostraciones: una para el caso de que el universo sea infinito, y otra para el caso de que no lo sea.

Por supuesto, hay algunos escépticos que no creen en nada. Para ellos, todas las explicaciones están en la teoría de las probabilidades. Llevan estadísticas, hacen gráficos. Demuestran que si una curva sube pronto tendrá que bajar. Son los más desprestigiados, porque a ellos nunca les sucede nada extraordinario.

Yo creo que todos tienen algo de razón. Por lo menos es una posición cómoda. Siento un poco de simpatía por los aleatorios, tal vez por ser la primera corriente que conocí, y también por los computadoristas, a pesar de lo mal que me cayeron los cuatro barbudos cuando supe que creían ser elegidos de la Computadora. Pensándolo bien, es algo más que simpatía; estas dos corrientes son las únicas que pueden responder a una pregunta esencial: ¿de dónde sale el dinero que utiliza el Centro? Los aleatorios dicen que el dinero llega por casualidad. Los computadoristas, que lo fabrica la Computadora. Mejores respuestas no se pueden pedir. Los otros, en cambio, hablan de cosas tan absurdas como que el dinero no existe, o que aparece porque así debe ser, o que es una anomalía aún no explicada, o que todo es dinero.

Más tarde me enteré de que la pareja que había ido a casa quería fundar una nueva corriente, la de los intencionalistas, nombrándome jefe e inspirador. Me negué, lo cual sirvió para que me dejaran tranquilo, pero también para que no volvieran a saludarme. Que yo sepa, no consiguieron alcanzar su objetivo, a pesar de que la teoría merecía ser tenida en cuenta: ¿qué puede hacer el Centro, o cualquiera, con tantas casualidades, sino explicarlas? ¿Y qué mejor explicación que la de suponer que las casualidades responden a la intención de que las casualidades existan?

Alguien me dijo, años después, que luego del fracaso se unieron a un sector de los computadoristas, con el cual compartían la idea de que todas las intenciones provienen de la Computadora. Por otra parte, algunos teorizadores del orden absoluto arrastraron consigo a muchos aleatorios, con un argumento que, en versión libre, se parece a éste: toda casualidad es causalidad con error tipográfico. De este modo fundaron la facción del ordenamiento aleatorio, la cual terminó siendo parte del grupo que considera que el Centro no existe, con una justificación que apareció en uno de sus panfletos: “Si todo está ordenado, y todo orden es aleatorio, entonces no puede existir algo que no tenga sentido de por sí, y se sabe que el Centro no lo tiene.”

Creo que ni siquiera ellos entienden lo que quieren decir. Este grupo de enemistó seriamente con el de los computadoristas, sobre todo porque nadie se dio cuenta de que el problema está en la nomenclatura: si los computadoristas hubieran aceptado hablar sólo de la Computadora y no confundirla con el conjunto del Centro, los partidarios de la no existencia del Centro podrían haber visto a la Computadora como un ordenamiento aleatorio especialmente eficaz.

Todo esto sucede en el ambiente más próximo a mí. No quiero ni pensar en lo que debe ser que a uno lo trasladen a otro sector del Centro: seguramente en cada sector hay ideologías diferentes, nuevas combinaciones, y cualquier idea que altere el equilibrio que uno consiguió a fuerza de paciencia puede desembocar en un desastre.

El Jefe, por ejemplo, me contó que en el puerto donde estuvo trabajando hace decenas y decenas de años hay una teoría muy arraigada, que pretende demostrar que todos y cada uno de nosotros, los empleados y agentes del Centro, tenemos en nuestro interior todos los elementos que forman el Centro. Dicho de otro modo, que cada uno de nosotros es, por sí mismo, el Centro. Por lo tanto, el otro Centro, el que está afuera y nos incluye, es pura fantasía: un espejo en el que podemos vernos a nosotros mismos. Las contradicciones, las casualidades, el caos que normalmente existe en todas las secciones del Centro, se explican como resultado de las diferencias que hay entre las imágenes que cada uno produce en ese espejo.

No es raro que el Jefe se haya caído por el agujero que hicieron frente a su puerta.

En cuanto llegó a este edificio, el Jefe se convirtió al aleatorismo. Lo convencieron de que fuera cual fuera la explicación que quisiera darles, las casualidades seguían siendo casualidades, y seguían siendo imprevisibles.

Cuando me enteré de la existencia de tantas teorías diferentes hice una pregunta tonta:

—¿Cuál es la posición oficial del Centro?

—¿Qué cosa? —dijeron varios que me habían oído.

Debía haberlo pensado antes: no hay posiciones oficiales. El Centro no es una institución orgánica, en la cual haya una cúspide que emita documentos y reglas. Lo más parecido a una reunión de directivos es la fiesta que hubo en la planta baja, porque nadie es directivo, y todos lo somos. Los sellos que había en algunos de los mensajes que había recibido antes de ingresar, los que decían “Director General”, “Representante de Computación” y esas cosas, podían ser una broma o significar que había personas que creían sinceramente ser Directores Generales y Representantes de Computación, así como el Jefe creía ser Jefe de Personal.

Los únicos que tienen una opinión diferente son los computadoristas, y en esto no estoy de acuerdo con ellos. Su idea es que la Computadora es la única voz autorizada del Centro, y que la posición oficial es la posición sustentada por la Computadora. Dado que ellos se consideran sus intérpretes, entonces su propia ideología debe ser la ideología oficial del Centro.

Si no estoy de acuerdo es por un motivo muy simple. La Computadora no ofrece jamás, que yo sepa, un conjunto ordenado de reglas, ni siquiera de orientaciones. Si uno profundiza por este camino, termina llegando a la ideología de los aleatorios, y puede pensar que en realidad ni siquiera existe la Computadora, sino una serie de accidentes, casuales o intencionales, que producen la ilusión de que hay una Computadora.

Otro tema espinoso es el origen del Centro. Nadie conoce documentos auténticos que prueben que haya sido fundado por alguien, o que describan cómo se inició. Los aleatorios opinan que surgió por casualidad. Los intencionalistas, junto a los computadoristas, que en el principio existía la Computadora, y que ella armó a su alrededor lo que ahora se conoce como Centro. Los partidarios de la no existencia del Centro no se preocupan por el asunto, y los partidarios de que el Centro es todo lo que hay son incapaces de aportar algo interesante. Por su parte, los partidarios del ordenamiento aleatorio sostienen una teoría muy especial: no se puede afirmar que el Centro tenga un origen determinado, desde el momento en que nada surge del vacío; por lo tanto, lo que todos llaman origen debió ser la simple reunión de ciertos precedentes, que en sí mismos llevaban todas las características de lo que luego sería el Centro; estos precedentes, a su vez, debieron reconocer la existencia de otros precedentes, y así hasta el infinito.

La cifra de diez mil años que vi en el diario la primera vez que tropecé con el Centro había sido elegida por los escépticos, promediando las opiniones de los demás.

En el catálogo no encontré nada al respecto. Lo primero que busqué fue la palabra “Centro”, y encontré esta anotación:

Centro: Este catálogo forma parte del Centro, por lo que describir al Centro llevaría a un problema sin solución. Una descripción completa debería describir también al catálogo, y a la descripción misma, que incluiría una descripción de la descripción, y así hasta el infinito.

Estoy seguro de que bajo otros títulos hay datos fundamentales sobre el Centro, pero renuncié a buscarlos hace muchos años. Leer todo el catálogo es imposible, y no hay otro modo de saber qué contiene.

La verdad es que yo también quise elaborar mi propia teoría, pero a causa de un problema concreto y privado: el sentido del catálogo. Tenía que encontrar una explicación para los miles de libros de registro y descubrir de qué manera se relacionaban con el mundo de las cosas reales. Hasta que la vejez me hizo más sabio y más crédulo, mi mejor conclusión fue ésta: es muy difícil decidir cuál es el mundo de las cosas reales, cuando uno habla del Centro.

* * *

Hace sesenta años escribí en el catálogo:

Computadora: Organismo de control que envía a este catálogo, en cápsulas transparentes, descripciones de entes cuya existencia se ha comprobado experimentalmente.

Sabía que era una hipótesis arriesgada, porque en el otro extremo del tubo puede haber cualquier bromista con una colección de cápsulas y nada mejor que hacer. Pero valía la pena ponerla en el catálogo. Con ese sencillo acto me aseguré de que la suposición fuera correcta.

* * *

Los sueños empezaron pocos días después de la fiesta. Fuera del Centro no habrían tenido importancia, pero yo estaba sumergido en las casualidades, las intenciones y los ordenamientos invisibles del Centro, y con los sueños cambió mi vida.

El primero fue así. Había llegado a un lugar vacío, tan vacío que flotaba en él como si no existiera otra cosa que yo y la falta de sensaciones. Pero estaba buscando algo, sabía que tenía que encontrar señales de alguna clase en ese lugar, que no estaba tan vacío como parecía.

Después de un tiempo distinguí un movimiento borroso, a mi derecha, donde apenas podía verlo, y una especie de cuchicheo en el que se mezclaban varias voces.

—Ahí está —decía una.

—¿Es ese? —decía otra.

No podía ver quiénes hablaban, pero me dí cuenta de que me señalaban a mí.

—Sí, soy yo —contesté.

—Qué desilusión —dijo una parte del cuchicheo, mientras el movimiento se hacía más intenso.

—Yo esperaba algo mejor —insistió otra.

—Pero es lo único que tenemos —dijo otra más.

—Con razón el catálogo está detenido —terminó otra.

—¿Qué quieren? —pregunté.

—Te vamos a mostrar algo —contestaron; el movimiento abarcó todo mi campo visual—. Aquí está.

Se abrió una especie de telón, y vi el paisaje. Era una llanura por la que se movían cosas que apenas llegaba a ver como puntos o manchas. La escena vibraba, como si hubiera columnas de aire caliente o estuviera mal sintonizada. En el Centro de la llanura, dentro de una especie de burbuja, había un animal enorme y feroz que cambiaba de color a cada momento.

—Esto es Liminaz —informó una de las voces.

—¿Y qué es Liminaz? —pregunté.

—Un planeta.

Miré con más interés, pero la llanura desapareció, y en cambio vi el interior de mi casa. El comedor estaba lleno de gente que me miraba.

—¿Ya volvimos? —pregunté.

—La verdad es que no fuímos a ninguna parte —dijeron—. Era un simulacro.

—¿Liminaz no existe?

—Está a punto de existir. Falta un pequeño detalle.

—¿Cuál?

En vez de responder, se rieron. Me dí cuenta de que no necesitaba que respondieran, porque yo ya sabía qué faltaba. Pero lo supe durante un segundo, y después lo olvidé.

Al despertarme, recordaba tan bien el sueño que pasé un rato echado en la cama, sin poder reaccionar. Después me levanté, y el día resultó igual a todos los otros días.

Por entonces ya pasaba mucho tiempo en el sótano, más de las diez horas reglamentarias, y a veces dormía aquí. Esto se debía a muchas razones, sobre todo a cambios en mis costumbres, de los que apenas me había dado cuenta. Al principio, los cambios habían sido lógicos: ahora que tenía dinero podía comer siempre en un restaurante, y no necesitaba cocinar ni lavar los platos; luego empecé a llevar la ropa a una lavandería, y más tarde contraté a una persona para que limpiara la casa.

Pero hubo otros cambios, que de haberlos notado antes me habrían llamado la atención: leía en el sótano, y luego tenía los ojos demasiado cansados para seguir leyendo en casa; me acostumbré a levantarme justo a horario para llegar al trabajo, y a traer el diario y el desayuno al escritorio; dejé de ducharme en casa, y empecé a hacerlo en el baño del edificio, porque la ducha me resultaba más cómoda. Con el tiempo fui trasladando mis cosas al sótano: los libros, el televisor, el cepillo de dientes; era más práctico tener la ropa aquí que en casa, y si compraba algo, ¿dónde lo iba a poner, sino en la habitación que está bajo la escalera?

El resultado, y ahí el cambio más importante, era que cada vez tenía menos cosas que hacer cuando terminaba el horario de trabajo, y éste se me hacía más corto. Llegué a confundir los viajes de ida y de vuelta: cuando salía del trabajo y viajaba a casa, ¿iba o volvía? Tenía tantas razones para llamar casa al sótano, o más, que a mi propia casa.

Cuando se organizó la fiesta ya había probado nuevas actividades afuera, ajedrez, mujeres, cursos, amigos, pero sin llegar a interesarme o a sentirme cómodo con ninguna: en parte porque los ajedrecistas, las mujeres, los compañeros de curso y los amigos preguntaban cuál era mi trabajo y, tarde o temprano, cuánto ganaba, y ambas cosas eran difíciles de explicar a quien no perteneciera al Centro.

Después de esa fiesta participé en algunas otras, organizadas por gente del Centro, porque daba la impresión de que era la única gente con la cual podía entenderme. Pero la charla continua sobre los orígenes, las modalidades, los objetivos del Centro me cansaba. Llegaba además el momento en que debía optar por una corriente, decidir cuál de las teorías o ideologías o metafísicas me convencía más, y no podía hacerlo, o no tenía ganas. Mi actitud de discutir con todos y dar la razón a todos empezaba a molestar, y las presiones se hacían cada vez menos disimuladas. Al final descubrí que, después de haber abandonado el mundo exterior, el mundo interior del Centro tampoco me gustaba.

De modo que cuando me rendí a la evidencia, la rendición fue placentera: el sótano era mi hogar, me pagaban por habitarlo, y dentro de él no tenía que dar explicaciones.

Fue entonces que empecé a dormir en la habitación que está bajo la escalera, y casi al mismo tiempo a soñar. Le pregunté al Jefe si había algún problema en que viviera aquí, y contestó:

—Qué notable, yo me hacía la misma pregunta.

Después los sueños empezaron a repetirse. Aparecía un hombre con cuatro brazos, que manejaba una máquina complicada, y las voces decían:

—Ese es Carmacon, el inventor de la Máquina de Mirar.

—Uno se sentaba en la Máquina, y podía ver lo que quisiera, sin que importara la distancia en el espacio o el tiempo.

—El problema era que Carmacon la había diseñado para su propio uso, y nadie que no tuviera cuatro brazos podía manejarla.

—Trataron de hacerla funcionar entre dos, pero requería tal coordinación de movimientos que no pudieron mirar ni siquiera sus propias narices.

—Carmacon había destruido los planos, y murió un día en que estaba mirando las ruinas de Fi.

—Ningún ingeniero consiguió entender el mecanismo que permitía mirar, así que la Máquina se fue deteriorando con el tiempo sin que pudieran sustituirla por otra.

Otro día se veía un punto brillante en medio del cielo. Las voces explicaban:

—Estamos viendo el planeta Bardalinok, donde se descubrió la mayor fuente de energía del universo.

—Una vez puesta en marcha, nadie pudo detenerla.

—Desde entonces, el planeta brilla más que cualquier estrella.

Cada tanto se oía un ruido extraño. Las voces decían:

—El canto de los violetas.

—Recorre el tiempo en sentido inverso, aunque nadie haya podido definir semejante cualidad.

—Si uno está lejos y lo oye, sabe que los violetas aún no han empezado a cantar, y tiene tiempo de acercarse lentamente para presenciar el espectáculo.

—Los violetas depositan sus cabezas en lo alto de las montañas y las conectan con varias centrales hidroeléctricas.

—Tras años de preparativos, el canto está a punto de comenzar. Falta un segundo, medio segundo, un cuarto de segundo.

—Un octavo de segundo.

—Y apenas llega el momento, el canto ya ha terminado.

A veces los sueños eran diferentes, y se referían a sí mismos.

—Seroscavar piensa que es casual que sueñe —decía una voz.

—También piensa que es casual que pase más tiempo en el sótano —decía otra.

—No se da cuenta de que todo tiene relación —decía otra más.

—¿Cómo? —preguntaba yo—. No entiendo.

—Nos alegra que cooperes —contestaban—. Así nuestro trabajo es más fácil.

—Pero sigue faltando algo —decían, y el sueño terminaba.

Todavía no había empezado a hacer mis propias anotaciones en el catálogo.

* * *

Labra y yo estábamos desnudos, en la habitación, acariciándonos. Hacía frío, pero no lo sentíamos. De pronto, Labra se puso a reír, y salió corriendo. La perseguí entre las estanterías, riéndome yo también, jugando a que había algo divertido en el mundo. Hacíamos cada vez más ruido, y no me importaba nada. Hubo un momento en que estuve a punto de atraparla. Para distraerme, Labra sacó un libro de registro de su estante, lo sacudió delante de mi cara, y sin dejar de reírse, sin que yo dejara de reírme, lo lanzó hacia arriba. El libro golpeó el techo, se abrió, saltaron las hojas y empezaron a planear lentamente, mostrando sus garabatos vacíos y solemnes. Labra se quedó quieta, mirándome. Por lo menos me imagino que hizo eso, porque yo estaba hipnotizado, contemplando el vuelo de las hojas, que parecía no terminar nunca. Entonces Labra corrió a la habitación, se vistió, subió la escalera y dio el último portazo.

Al día sigiente Kosong llegó temprano. Reunimos los elementos necesarios y empezamos el viaje.

* * *

Nota:

Escribí este cuento (¿esta novela corta?) en 1983. Cuatro años después apareció en Fase uno, una colección de relatos de varios autores publicada por Sergio Haut vel Hartman.

Primera página del episodio uno de la historietaHacia 1986, Douglas Wright y yo empezamos una serie de historietas sobre la temática general de “Páginas de un catálogo”. Hicimos dos episodios, de diez páginas cada uno (a la derecha, en miniatura, la página uno del primer episodio). Nunca salieron en papel, pero hace tiempo que están publicados en la Mágica Web, para ver en pantalla y también en PDF, para imprimir. El episodio 1 se titula “Kosong quiere ir de viaje”, el Episodio 2 se titula “Labra”.

Galgalabaram

1. Caverna

—¿Dónde estoy? —creo que pregunté. Acababa de abrir los ojos y miraíba alrededor tratando de orientarme. El lugar era nuevo, húmedo, y más que nada inesperado.

Estaba boca arriba, así que lo primero que vi fue el techo, a diez metros de altura. Era como uno se imagina el techo de una caverna. Tenía manchas oscuras, grietas que iban de una punta a la otra, telarañas y una gotera que hacía contrapunto con los latidos de mi corazón. En cualquier momento se me iba a caer encima.

Bajé los ojos. Las paredes estaban hechas de piedras desiguales, apoyaídas unas sobre otras de manera que no quedaba un resquicio. Por la que estaba frente a mí corría un hilo de agua, y atravesando el agua había una inscripción, hecha con letras grandes y desprolijas en tiza blanca:

ESTA FRASE ES UNA LISTA
DE LAS PALABRAS QUE FIGURAN EN ELLA

Más arriba, escrito por otra mano, se leía:

ESTA FRASE NO LLEGA MAS ALTO
PORQUE MI ESCALERA ES CORTA

Me había despertado en una cama de madera, sin colchón, y tenía la caíbeza apoyada en algo duro: una de mis valijas, la de los papeles. Estaba desnudo. Sentía un poco de frío. Muy por encima de mis pies había una ventana, la única fuente de luz de la habitación. No tenía barrotes, pero era carcelaria. Más allá de la ventana, a pesar del grosor de la pared, se veía un retazo de cielo azul. Mientras miíraba pasó un pájaro.

La puerta era una abertura sin marco, a unos diez o doce metros a mi izíquierda, al otro lado de la gotera. Daba a un pasillo oscuro y angosto.

Tratando de cataílogar el lugar pensé en catacumbas, criptas, monasterios, pirámides, mausoíleos, pero lo único que deduje fue que no era un sitio conocido, y no tenía la menor idea de cómo había llegado ahí.

Todo esto alcanzaba para entretenerme un buen rato. Pero le presté poca atención, porque más interesantes eran quienes me acompañaban.

* * *

2. Monjes

Conté cuatro, los cuatro iguales. Llevaban capucha, y más abajo una túniíca gris que llegaba al suelo, anudada a la cintura con una soga. Como moníjes. Se movían de acá para allá, de manera que a veces parecía que buscaíban algo, a veces que esperaban, a veces que hacían ejercicio. A cada paso asomaban por debajo de las túnicas unos pies deformes, calzados con sanídalias. Cuando quedaban frente a la ventana me mostraban la mitad de la cara: todas las caras que vi tenían barba y una nariz larga. No estoy seguro de haber visto las caras de los cuatro, ni siquiera de que no se tratara de la misma cara repetida varias veces. Los cuatro tenían los brazos cruzados, cada mano metida en la manga contraria. De vez en cuando se oía un suspiíro, ahogado por las piedras, el aburrimiento y las telarañas.

Les podía haber preguntado dónde estaba el baño, y la pregunta me haíbría sonado lógica. Pero en cambio volví a preguntar:

—¿Dónde estoy?

Los monjes, si eran monjes, siguieron moviéndose y caminando como si no me hubieran oído. Uno de ellos habló:

—No es cualquier pregunta la suya.

La voz resonaba en la habitación como debió resonar la voz de los faraoínes. Miré el techo, preocupado por la estabilidad de tanta roca, y esperé. Un minuto más tarde el que había hablado continuó:

—Es una pregunta especial. Dónde estoy. Fue el tema central de nuestro congreso número doce mil ciento cuarenta y tres. El orador conmovió a toídos hablando de los infinitos planos de la existencia. Estoy aquí, dijo, y en medio de los aplausos preguntó: ¿qué es aquí?; ¿dónde es aquí?

Otro silencio. No estaba seguro de que fuera un solo monje el que hablaba. Era posible que se turnaran y yo no me diera cuenta. Todavía giraban como moscas, y de pronto había tanto eco que la voz parecía venir de las paredes.

—Se puede decir que aquí es la sede del congreso, el lugar donde estamos reunidos, dijo el orador. ¿Y dónde está la sede del congreso? En la isla, que a su vez está en el mar. Pero esto no define las cualidades que quisiéramos atribuir al aquí. Esta isla está en el mar, pero toda isla lo está. Esta sede está en la isla, pero toda sede lo está. El problema consiste en atribuir una localización a la sede o a la isla, sin recurrir a otras sedes o islas como puntos de referencia.

El discurso era bastante raro, pero acababa de darme algo en qué pensar: ¿yo en una isla? En ese momento debía estar en la ciudad que visitaba, a punto de levantarme para ir a desayunar con el amigo que me había invitado.

* * *

3. Nombres

Los monjes seguían hablando:

—Hay otros problemas a resolver, dijo el orador. La física nos enseña que el dónde es inseparable del cuándo. Así como me atrevo a decir “estoy aquí”, debería decir “estoy en el presente”. Pero esa última frase, que al ser pronunciada era verdadera, ahora no lo es, porque el preísente se movió hacia un nuevo instante y la relegó al pasado. No puedo deícir “estaba en el presente”, sino “estaba en el pasado”. Y en realidad eso tampoco lo puedo decir, porque en aquel momento estaba en el presente; pero el presente es ahora. He caído en una paradoja, lo cual resulta una ubicación bastante incómoda.

Silencio, y después:

—No, no es cualquier pregunta la suya.

La charla había terminado. Un monje, durante una de sus vueltas, pasó por la puerta y se perdió de vista. Me dio la impresión de que su salida había sido casual, como si una mosca hubiera encontrado un agujero en un vidrio. Quedaban tres.

A esa altura yo debía hacer algo. No podía quedarme indefinidamente en la cama, desnudo, con frío, esperando que el espejismo desapareciera de una vez. Tampoco podía levantarme de un salto y salir por el pasillo como si no ocurriera nada.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunté.

El revoloteo siguió. No hubo respuesta hasta que el monje que había saliído volvió a entrar. Esta vez llevaba un libro bajo el brazo, un enorme voíluímen encuadernado, con las esquinas dobladas y las tapas rotas. Se paró frente a la ventana, donde había más luz, y abrió el libro.

—Somos quienes escribieron este libro —leyó, o hizo que leía—, somos quienes lo encuadernaron, lo estudiaron, pasaron sus hojas una por una gastando el papel, aclarando la tinta.

La broma era simpática, y tomé nota mentalmente. Pero no debía perder tiempo en divertirme. Dije:

—Ese no era el sentido de mi pregunta.

Los monjes se detuvieron, todos al mismo tiempo, y no movieron un músículo. El que había leído cerró el libro.

—Notable —dijo uno. Estuve de acuerdo, porque todo era notable.

—Esto plantea una cuestión relevante —dijo otro. Ahora descubrí el camíbio de voz.

—¿Cuál era el sentido de su pregunta? —dijo el que había leído, mientras se daba vuelta. Pude verle los ojos durante una décima de segundo, cuando la luz de la ventana se reflejó en la humedad que los cubría. Tenía la cara de un viejo, con esa clase de vejez que suelen mostrar los mineros y algunos campesinos muy pobres: su edad podía estar entre los cuarenta años y los cien, y no me habría sorprendido si tenía veinticinco.

No se me ocurría cómo hacer la pregunta con otras palabras. Levanté las manos y me froté los ojos, todavía medio pegados por el sueño, mientras pensaba algo. En tanto, los monjes se mantenían quietos. Ahora eran ellos los que esperaban, y parecían capaces de esperar años.

—¿Cómo se llaman? —pregunté.

—Ang —contestó uno.

—Eng —contestó otro.

—Ing —dijo el que había leído.

—Ong —dijo uno más.

—Ung —dijo el último.

Cinco nombres. Parpadeé varias veces y volví a contarlos, pero seguían siendo cuatro.

* * *

4. Nervios

Esta pequeña mentira me hizo pensar con más seriedad en que todo poídía tratarse de un engaño. Aumentaron las esperanzas, no sé de qué. Seguí disparándoles, aunque fuera para no dejarlos tranquilos:

—¿Qué hacen aquí?

Empezaron a caminar de nuevo.

—Según el ordenamiento de actividades dispuesto por nuestro congreso número catorce mil setecientos doce —dijo uno—, estamos meditando.

—Sin embargo —dijo otro, pero tal vez fuera el mismo—, el congreso núímero once mil seiscientos noventa indicó que la interrupción de las actividaídes programadas a causa de acontecimientos imprevistos determina un nuevo ordenamiento. Eso significa que nuestra meditación, que sin duda ha sido interrumpida por acontecimientos imprevistos, carece de sustento.

Durante un momento el revoloteo se hizo más intenso, como si se hubieíran puesto nerviosos: uno de los monjes se golpeó contra una pared, y otro tropezó con mi cama. Sentí una ráfaga de mal aliento, olor a sudor y polvo. Después se tranquilizaron.

—Estamos contestando sus preguntas.

Evidentemente habían resuelto su problema, fuera el que fuese. Cosa que a mí no me convenía, como me hizo notar la intuición, aunque no comprenídiera el motivo. Insistí:

—¿Por qué?

Me dieron el gusto: se pusieron más nerviosos que antes. Uno de ellos separó los brazos y se golpeó las piernas con las manos. Para mí era un triunfo.

—Porque usted las hace —contestaron, y hubo una especie de suspiro general.

Se quedaron quietos, como si hubieran alcanzado un punto de equilibrio. Pasé a un tema más concreto:

—¿Ustedes me trajeron acá?

Esta sí que era una buena pregunta, pero la respuesta no hizo juego con ella:

—Nada nos lleva a pensar que fuimos nosotros.

—¿Quiénes fueron, entonces?

A caminar otra vez. Pero habían perdido coordinación: chocaban unos contra otros. El que llevaba el libro lo dejó caer, se inclinó a levantarlo, fue empujado por otro, cayó él también al suelo y se puso de pie con esfuerzo. De pronto, yo disfrutaba al verlos; sentía la misma satisfacción que el especítador de una película cuando ve que está ganando el bueno. No resolvía mis dificultades, no me acercaba ni un milímetro a la comprensión de lo que haíbía ocurrido ni de lo que iba a ocurrir, pero de alguna manera se hacía justiícia.

—Este tema no ha sido tratado en los congresos —oí que decían luego de varios choques más—. Ni siquiera en las sesiones de debate informales. Es imposible responder.

—¿Dónde…? —empecé, y lo pensé mejor—. En un sentido geográfico, estrictamente geográfico, ¿dónde está localizada esta habitación?

La forma en que hice la pregunta me pareció una delicia por lo absurda, pero la respuesta que recibí me indicó que era apropiada:

—En la isla de Galgalabaram.

Repasé mis recuerdos de geografía. En mi país, que yo supiera, no había nada que se llamara así. Por lo tanto, debía dar un salto mayor que lo plaíneado. El nombre podía ser, digamos, caribeño o asiático. Sin contar Oceaínía. Hay demasiadas islas en el mundo, y mis conocimientos no eran sufiícientes para identificarlas a todas. Me dí por vencido enseguida.

—¿En qué mar está la isla de Galgalabaram? —pregunté.

—En el único mar, el que es todo y todos, el que nos rodea por izquierda, derecha, pasado y futuro.

—Un momento —dije—. Todos los mares tienen un nombre. ¿Cómo se llama éste?

El silencio duró apenas cinco segundos.

—Ya lo dijimos.

Un monje pasó junto a mi cama. Noté que cerraba los ojos y tenía el cuerípo tenso, como haciendo fuerza hacia adentro. Fruncí la nariz y me corrí hacia el otro lado.

—¿Estamos en Asia?

—“Estar en” es un concepto tratado con éxito en nuestro congreso númeíro…

Me pareció que se aflojaban, y la intuición me seguía indicando que no debía permitirlo, así que interrumpí:

—¿Estamos en Oceanía?

—Nosotros no…

—¿Estamos en el Caribe?

—Nosotros no…

El que llevaba el libro volvió a caerse, y otro lo pisó. Se levantó con más trabajo que antes y empezó a caminar doblado por la mitad, como si se huíbiera olvidado de enderezarse. Dos de los otros tropezaron entre sí, y creí ver que se empujaban, como si cada uno ignorara la presencia del otro. No perdí un segundo.

—¿En qué parte del mundo queda el único mar, o como lo llamen?

—El único mar no está en el mundo. El mundo está en el único mar.

La voz sonaba aguda y entrecortada. Me apoyé sobre los codos, para verlos desde una posición más ventajosa.

—Díganme la latitud y la longitud de esta isla.

—No sabemos de qué habla.

Un monje se apoyó de cara en la pared y empezó a sacudir los hombros.

—¿Cómo que no saben? ¿Es una broma?

—Basta —gritó otro, agarrándose la cabeza con las manos—. Así no se puede pensar.

* * *

5. Optimismo

Me senté en la cama, con los pies sobre el piso de tierra, y recordé que estaba desnudo. En el calor de la discusión me había olvidado. Me puse enérgico:

—Quiero mi ropa.

No contestaron, pero me convencí de que ese tono era el adecuado para tratar con ellos. El que había gritado seguía agarrándose la cabeza. El de la pared seguía llorando. El que llevaba el libro parecía a punto de caerse otra vez. Uno estaba bajo la ventana, y miraba al techo. Al final, el otro que queídaba salió de la habitación.

Pegué un salto. Acababa de contar cinco.

El que había salido volvió a entrar, trayendo otra túnica igual a las que usaban ellos.

—No es mi ropa —dije.

—Sí —contestó, mientras estiraba el brazo para dármela. —Es suya. No tiene otro dueño.

A la luz de la ventana pude ver que él también estaba llorando. O tal vez fuera la gotera, que estaba justo sobre su cabeza y le regaba la capucha y la cara.

—Está bien.

Agarré la túnica con un gesto brusco, me puse de pie y me vestí con ella. Por lo menos estaba limpia. Más tarde podría exigir que me dieran la valija donde estaba mi ropa. Por el momento pedí sandalias. El monje salió otra vez, chorreando agua, y me dí cuenta de que en la habitación quedaban tres: una cantidad lo bastante pequeña como para no tener que contarlos conscientemente.

El que se había ido volvió con las sandalias. Me las puse. Después abrí la valija, comprobé que todos los papeles estaban en orden, la cerré y me la coloqué bajo el brazo. Los monjes no daban señales de haber visto que me movía. No se pusieron en guardia, ni sacaron revólveres de las túnicas, ni aparecieron hombres con cicatrices por la puerta. Esas cosas ocurren cuando uno tiene miedo, y yo seguía sin poder asustarme.

El del libro terminó cayéndose, como esperaba, y no trató de levantarse. Tuve un ataque de optimismo. Aunque no sabía dónde estaba, ni quiénes eran los monjes, no tenían apariencia de secuestradores profesionales: eran bastante más bajos de lo que había creído desde la cama; apenas me llegaíban a los hombros. También resultaban proporcionalmente flacos y desnutriídos.

Me dirigí al que había traído la túnica y las sandalias, que me seguía miírando.

—Quiero salir —le dije—. Necesito aire libre.

Dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Lo seguí, esquivando a los otros, y nos metimos en el pasillo.

* * *

6. Laberinto

El constructor del edificio estaba loco: si la habitación tenía diez metros de altura, el techo del pasillo quedaba a pocos centímetros de mi cabeza, y tendía a bajar. Mi guía caminaba inclinado hacia adelante y lo imité, para no golpearme.

Igual que la habitación, el pasillo tenía paredes desiguales y un techo monstruoso por encima. Cada pocos metros giraba a la izquierda o a la deírecha, y de vez en cuando había escalones que subían o bajaban. Estaba muy oscuro, porque la única iluminación era la que llegaba de las otras habiítaciones: en todas había una ventana de prisión. A veces conté treinta o cuarenta pasos entre una habitación y la siguiente, y en el medio la oscuriídad era completa; me apoyaba en la pared y disimuladamente tocaba la túínica de mi guía para asegurarme de no perderlo.

Todo estaba húmedo, y una vez me cayó un chorro de agua en la cabeza. Las paredes goteaban. Cada tanto el piso se ponía resbaladizo, especialímente cuando había escalones. La piedra del techo estaba cubierta con algo gomoso, y colgaban filamentos de un material que parecía mejor no identifiícar. Apreté la valija contra mi costado y respiré lo menos posible, para no sentir el olor que llenaba el ambiente.

No era un solo pasillo, sino un laberinto de pasillos, cada uno con la proípiedad de aumentar mi impaciencia. Mi guía elegía uno u otro sin cambiar el paso, pero a mí me parecía que andábamos al azar. Más de una vez creí que pasábamos por un lugar ya visitado, pero no estaba seguro: las habitaíciones eran todas iguales, y los pasillos no se diferenciaban mucho; por otra parte, que un monje estuviera recostado en la misma posición que otro, en una cama igual, dentro de una habitación idéntica, podía no significar nada.

—¿A dónde me lleva? —pregunté después de un rato.

—A un sitio donde su deseo de salir se vea satisfecho —dijo mi guía, sin dejar de caminar y sin mirarme.

Seguimos andando.

—¿Falta mucho? —pregunté más tarde.

—El concepto de “mucho” fue considerado junto a otros conceptos afines en nuestro…

—No importa.

A veces un pasillo se iluminaba de golpe y salíamos a un patio interior descubierto. Los patios estaban llenos de inscripciones, algunas ilegibles, otras demasiado apretadas o largas para poder descifrarlas mientras pasáíbamos junto a ellas. Pero había una que decía:

ESTA FRASE ES SORPRENDENTE

Y otra:

LA ÚLTIMA Y LA ANTEANTEPENÚLTIMA
PALABRAS DE ESTA FRASE SON ESTA

El tamaño de los patios variaba, pero la altura de las paredes que los roídeaban me pareció siempre la misma: quince o veinte metros. No eran del todo verticales, ni rectas. A cierta altura aparecían las ventanitas, y allá arriíba se veía el cielo. Una vez creí ver que por el borde de una pared se asoímaba una oveja.

El paseo duró entre treinta minutos y dos horas, y durante ese tiempo nos cruzamos con muchos monjes, todos vestidos del mismo modo. Ninguno de ellos se detuvo a mirarme, a pesar de mi altura y de que no llevaba la capuícha puesta, como si supieran de antemano que yo estaba en su isla y que podían encontrarme en determinado recoveco de determinado pasillo, siíguiendo a determinado guía. En cambio, todos saludaban a mi guía, dándole una palmada en el hombro, que él respondía con un movimiento de cabeza lo bastante amplio como para que yo lo notara en la oscuridad y a través de la capucha.

Mi primera conclusión fue que había demasiados monjes. A menos que estuviera ante otro intento de engañarme, y que viera simpre los mismos, que corrían por otros pasillos para aparecer una y otra vez. Pero más que nada me preocupaba la posibilidad de que los pasillos no terminaran nunca, y ya me estaba cansando de resbalar, ensuciarme las manos, leer inscripíciones absurdas y estar pegado a mi guía.

* * *

7. Terraza

Los pasillos terminaron de pronto en una terraza que daba al mar. El sol, que veía por primera vez, me encegueció, pero peor fue el golpe de calor: la temperatura de afuera debía ser veinte grados mayor que la de adentro.

—¿Considera que hemos salido? —preguntó mi guía—. ¿O desea rectifiícar nuestra interpretación?

No respondí. La terraza era bastante amplia, tenía doscientos o trescienítos metros de ancho, y estaba sembrada de asientos de piedra en los que había monjes leyendo, o tomando sol, o durmiendo, o haciendo quién sabe qué.

Apreté un poco más las valija, hasta que me dolió el riñón. Cerré los puíños. El disparate se hacía demasiado largo, y demasiado complicado. Pero ni siquiera así pude conseguir que el miedo saliera de donde se había agaízapado.

Rodeando la terraza había una baranda de piedra, que debía llegarme a la cintura. Quería acercarme a ella, para mirar más allá, pero no sabía si mi guía iba a ir conmigo, y no tenía ganas de perderlo. Dí un par de pasos en la dirección en que la baranda quedaba más cerca, y miré hacia atrás: el guía se movió junto a mí. Entonces caminé un trecho más largo y volví a mirar. Evidentemente, el guía estaba dispuesto a seguirme.

Era hora de retomar la conversación. Pregunté:

—¿Usted es Eng, o Ing?

—Ang —dijo.

—Es cierto —simulé reconocerlo. Sonreí y seguí caminando hacia el borde de la terraza. —Así que este es el único mar.

—No hay otro.

Nadie se fijaba en mí. Llegamos a la baranda y me apoyé en ella. Al otro lado había una pendiente de muchos metros, que bajaba hasta el mar y teríminaba en un grupo de rocas donde rompían las olas. El olor del mar era fuerte, y corrían ráfagas de viento que me golpeaban el pelo contra la cara. Por lo menos el aire se notaba limpio.

A ambos lados también se veía el mar, lo que me hizo pensar que realímente estábamos en una isla. Más allá había otras islas, demasiado lejanas para que pudiese distinguir algo que no fuese una mancha gris. La más próíxima quedaba justo frente a mí: una masa alargada con un par de columnas en el centro. Habría pensado que era un barco, pero parecía demasiado grande. Calculé que las columnas no podían tener menos de un kilómetro de altura, si los puntos confusos que veía más abajo eran casas.

—¿Qué son esas columnas? —le pregunté a mi guía.

—Planeamos celebrar un congreso al respecto —contestó después de pensar durante un rato—. Mientras tanto, sólo podemos manejarnos en torno a hipótesis, ninguna de las cuales es lo bastante sensata como para conforímar una respuesta.

—Así que no sabe.

—El conocimiento, tal como fue definido brillantemente en nuestro conígreso número ocho mil novecientos uno, consiste en extraer del ser interior lo aplicable al ser exterior, de manera que ambos estados de lo existente confluyan en uno solo.

—¿Cómo no van a saber nada, si son vecinos? —protesté.

—No hay tráfico entre las islas.

Con esto, el triunfo que venía preparando cuidadosamente recibió un golpe serio, y no porque no pudiera enterarme de qué eran las columnas. Si el guía decía la verdad, tal vez me fuera difícil salir de ese lugar; y si mentía, el solo hecho de negarme la posibilidad de viajar a otra isla significaba que no querían soltarme. Era el momento de liberar el miedo, pero alguien me lo seguía impidiendo. Entonces hice la pregunta decisiva:

—¿Cuándo me van a dejar libre?

* * *

8. Libertad

—Nunca —contestó—, porque usted ya es libre.

—¿Sí? —me dí vuelta para observarlo. El monje miraba hacia el mar, con la vista fija en un punto vacío—. ¿Así que me puedo ir cuando quiera?

—Nuestro penúltimo congreso definió la libertad como la capacidad de disponer de uno mismo sin otras trabas que las que imponga el orden natuíral. En su intervención final, Ung preconizó una…

—Me voy, entonces —interrumpí—. ¿Qué tengo que hacer?

El monje levantó la cabeza. Me dio la impresión de que sonreía.

—Una ambigüedad curiosa, digna de ser planteada en un congreso.

—¿Cuál es la ambigüedad?

—El sentido que usted da a la palabra “irse”.

Había trampa, después de todo.

—¿Qué sentido le puedo dar? —protesté—. Me quiero ir, salir de aquí, ¿no me entiende?

Gritaba. El monje se tomó su tiempo antes de volver a hablar. Otros dos monjes pasaron junto a nosotros cargando uno de los bancos de piedra. Vaírios metros más allá se les cayó al suelo y se partió en varios pedazos. Los monjes siguieron de largo.

—Usted se puede ir de muchos modos —dijo mi guía—. Se puede ir de la vida, de la terraza, de la conversación. Esto tiene relación con la dificultad que se presenta al definir el “aquí”. Recordemos nuestro último congreso, cuando…

—Está bien —interrumpí—. Me quiero ir de la isla. Quiero volver a casa. ¿Le parece bastante claro, o tengo que repetirlo?

—La claridad es un concepto que no hemos tratado con usted hasta ahora. Me agradará inmensamente discutirlo, pero prefiero que antes de enítrar en él agotemos nuestra conversación presente.

Me distrajo un monje que pretendía sentarse en el banco roto. El asiento había quedado inclinado, de modo que el monje se apoyaba, resbalaba y terminaba en el piso. Sin embargo volvía a intentarlo una y otra vez. Mi guía esperó a que me cansara de mirar sus vueltas antes de seguir hablando:

—Acaba de mencionar dos opciones diferentes. ¿Qué quiere? ¿Irse de la isla o volver a su casa?

—¿Acaso las dos se excluyen?

—Es probable, aunque no dispongo de una respuesta definitiva.

El que trataba de sentarse en el banco roto se cansó, y empezó a arrasítrar los pedazos hacia la baranda, con la intención de tirarlos al mar. Pudo hacerlo con los más pequeños, pero el grande se resistía. El monje hacía fuerza, y no conseguía levantarlo.

—Muy bien —dije—. Quiero volver a casa. ¿Me quiere decir cómo puedo hacerlo sin salir de la isla?

—No puede.

—Estamos de acuerdo, entonces. Para volver a casa tengo que salir de la isla. Ahora…

—Eso no es cierto.

La rapidez con que el guía me interrumpió fue asombrosa: ya había supeírado antes el ritmo de tortuga propio de los monjes, pero ahora se mantenía en un nivel parejo con el mío.

—Tampoco saliendo de la isla podrá volver a su casa.

* * *

9. Casa

—Entonces me tienen preso —grité—. ¿Por qué no lo reconoce de una buena vez?

—Nadie lo tiene preso. —El monje me miró a los ojos asombrado. —Su lógica es muy especial. Podría escribir un tratado.

—No se haga el tonto.

De pronto me dí cuenta de que mi guía estaba a punto de ponerse a llorar otra vez. Su ímpetu era una ilusión.

—Es una lógica diferente —dijo, ahora con lentitud—. Tal vez resulte proívechoso que esa sabiduría pase a integrar la nuestra.

—Como quiera —dije—. Si usted habla en serio, yo también. Le voy a esícribir el tratado y lo que se le ocurra, pero primero explíqueme por qué no puedo volver a mi casa.
Se apoyó en la baranda, frunció los labios y se dedicó a pensar. El que quería tirar el banco al mar dejó de hacer fuerza, sacó una tiza de alguna parte de la túnica y se puso a escribir en el suelo:

HAY DADIVAS QUE EL MAR NO ACEPTA

Guardó la tiza y se fue a sentar a otro banco. Mi guía dijo:

—No puede volver a su casa porque no hay nada que pueda ser llamado su casa.

Ahora fui yo quien quedó mudo. Varias veces abrí la boca para decir algo, pero no había palabras adecuadas. Al ver que yo no hablaba, el monje siíguió:

—A partir de nuestro congreso número mil ochocientos doce, llamamos casa, u hogar, que es el sentido que usted le da a la palabra, al sitio que se habita durante cierto tiempo, al lugar que es propiedad de uno, o sobre el cual uno tiene algún derecho de posesión, natural o adquirido. Esta es mi casa, por ejemplo —señaló todo lo que nos rodeaba, excepto el mar—. Usíted no tiene casa.

—¿Cómo está tan seguro? —pregunté.

—Todo lo que le diga a partir de ahora es a cuenta de mejores conclusioínes, a obtener en nuestro próximo congreso —dijo—. Con esta salvedad, puedo afirmar que usted no habitó en ningún lugar durante ningún tiempo, salvo aquí. Y Galgalabaram todavía no es su casa, porque usted no tiene ninguna propiedad sobre ella, ni ha permanecido en ella durante el tiempo necesario.

Aspiré hondo.

—Escuche —dije, conteniendo la furia para que se me entendieran las palabras—. Hace dos noches yo estaba en mi casa, donde viví muchos años. A menos que la hayan echado abajo, ahí es donde quiero ir. Y si la echaron abajo también. Y si eso no es posible, entonces quiero volver al hotel donde estaba anoche mismo, para exigirle explicaciones al encargado.

No era un discurso de los mejores, pero a mí me convenció. El monje emípezó a mover la cabeza lentamente, de arriba abajo.

—Entiendo —dijo.

—Entonces lléveme, o déjeme ir por mi cuenta.

—Imposible.

Pegué un puñetazo en la baranda, con tanta fueza que creí que la mano se me rompía en pedazos.

—A mí no me va a ganar —amenacé—. Si me tienen preso…

El monje abrió los ojos muy grandes, y no pudo evitar que se le escapara una lágrima.

—Increíble —dijo—. Es necesario que escriba un tratado, absolutamente necesario. No podemos permitirnos el ignorar una lógica tan particular.

—Basta de vueltas. Vaya al grano, y hable claro.

Había dado la historia del banco roto por terminada, pero tres monjes roídearon el pedazo grande, leyeron la inscripción que había hecho el otro, se asomaron por encima de la baranda para mirar los restos pequeños, y emípezaron a discutir entre ellos. Mi guía habló con lentitud, midiendo cada palabra:

—Usted dice haber vivido cierto tiempo en cierto lugar, al cual, por lo tanto, llama su casa. Es libre de creer que eso es verdad, aunque no lo sea. ¿Esto es lo que usted llama claridad?

—Está loco —dije.

Iba a seguir protestando, pero el guía se echó a mis pies, llorando a griítos. Los que discutían sobre el banco roto no le hicieron caso. Se nos acercó otro monje, que había estado sentado muy cerca de nosotros, pero en vez de ayudar a su colega se dirigió a mí:

—Le ruego que me disculpe. Oí accidentalmente la conversación, por llaímarla así, y creo que tengo un elemento de interés para aportar.

* * *

10. Multitud

Mi guía levantó la cabeza del suelo y dijo entre lágrimas:

—Lo mejor sería esperar a nuestro próximo congreso para tratar el tema.

—Estoy profundamente de acuerdo —dijo el recién venido—, pero sugiero que abramos ahora mismo una sesión de debate informal, para…

—No tanta charla —dije. Había apoyado la valija en el suelo, entre las piernas, me había cruzado de brazos y adoptaba una imagen de dictador. —¿A dónde quiere llegar?

—Estimado Ang —volvió a intervenir mi guía—, quisiera advertirle que…

—¿Cómo? —le dije—. ¿Ang no es usted?

—Yo soy Ong —contestó.

Ignorándolo todo, el recién llegado empezó con su teoría:

—Usted dice que tiene casa, y está convencido de ello. Pues bien, yo también lo estoy.

—Pero no es cierto —dijo Ong, mi guía.

—No es cierto en cualquier plano de la existencia —dijo Ang, el recién llegado—, pero ¿por qué no puede ser cierto en algún plano de la inexisítencia?

—Hermosas palabras —dijo mi guía, sonándose la nariz en una manga de la túnica—. Tiene razón, querido amigo.

—Hablen de modo que yo entienda —dije.

—Hasta hace muy poco tiempo —dijo Ang— usted pertenecía a cierto plano de la inexistencia. Si lo que usted llama su casa pertenece al mismo plano de la inexistencia…

—¿Qué significa eso?

Ang quedó mudo. Ong se puso de pie y habló en su lugar.

—La existencia es todo lo que es —dijo—. Lo que no es, en cambio, es la inexistencia. Cito las conclusiones de nuestro…

—No importa —interrumpí.

—Lo que no es forma un conjunto —dijo otro monje, que se unió al grupo—, o muchos conjuntos que no tienen por qué ser diferentes del coníjunto de la existencia, pero sí separados de este.

—¿Y usted quién es? —pregunté.

—Ung.

—Lo que Ung sugiere —seÑaló mi guía, aunque tal vez fuera Ang—, es que cuando usted no existía, su casa tampoco existía, lo cual es un buen arígumento para suponer que usted tenía una casa, del mismo modo en que nosotros la tenemos.

—Gracias a la excelente interpretación que acaba de hacer Ing —dijo otro, que había salido de quién sabe dónde—, puedo darle un ejemplo. Como ve, ahora no hay ninguna tormenta. Si suponemos que la tormenta que no hay ahora es de la clase de tormentas que tienen rayos y truenos, no incurrimos en ningún error lógico. Entonces…

—No diga tonterías —interrumpí.

Pero no bastaba con interrumpirlo. Alrededor de nosotros, la densidad de monjes por metro cuadrado había aumentado notablemente, y enseguida se nos unió otro que siguió el hilo de la conversación:

—Entonces, tanto los rayos y los truenos como la tormenta pertenecen a la misma categoría, no se contradicen entre sí.

Sin duda los monjes habían vuelto a tomar la iniciativa, y se las ingeniaíban para envolverme con sus palabras. Además habían encontrado un méítodo para contrarrestar mis ataques: cuando uno quedaba fuera de combate, otro lo reemplazaba, sin darme tiempo para atacar otra vez. Siendo tantos, calculé, jamás conseguiría vencerlos.

—Ahora su situación está clara —decía uno, y le daba igual que yo no estuviera de acuerdo.

—Cuando usted no existía tenía una casa, la cual tampoco existía. Pero ahora que usted existe su casa sigue sin existir, de tal modo que le es imposible volver a ella, a menos que usted recupere su ineíxistencia.

De pronto mi posición ya no era como para andar con sutilezas: estaba atrapado contra la baranda, inclinado sobre el precipicio, sin espacio para moverme. Los monjes empezaban a hablar de a dos por vez, o de a tres, y en la marea de cabezas encapuchadas se formaban varios grupos que disícutían por su cuenta. Junto a mí había tres o cuatro Ang, varios Eng, un núímero impreciso de Ing y Ong, y no menos de ocho Ung. La presión de tanta gente se hacía cada vez más fuerte, y tuve que agarrarme de la baranda para no caer.

Grité algo, rescaté mi valija del bosque de piernas, dí un par de puntapiés y algunos empujones, me abrí paso entre la multitud y salí corriendo.

Nadie me siguió. Llegué a un extremo de la terraza y me detuve. ¿Qué podía hacer? Una huída no es huída sin perseguidores, ni tampoco si no hay dónde ir. Me apoyé en una roca enorme que habían dejado en la terraza, como si la hubieran olvidado ahí, y traté de pensar de un modo diferente. No sé si lo conseguí, pero volví al grupo de monjes, que seguían discutiendo como si yo no me hubiera ido, y dije:

—Me cansé.

Dos o tres se dieron vuelta. Seguí hablando.

—Ahora quiero que me den un barco, o algo para salir de la isla. También necesito comer.

La mayoría de los monjes me ignoró, tal vez porque no llegaba a oírme, o porque en la “sesión de debate informal” ya no había lugar para mí. Sin emíbargo mi guía, o algún otro, me hizo una seña con la mano, y los dos entraímos de nuevo al laberinto de pasillos.

* * *

11. Ovillo

Mi guía, que dijo llamarse Eng, me llevó a una habitación en la que había una mesa, y junto a la mesa un monje de cuclillas en el suelo, contra la paíred, tejiendo con dos agujas grandes. Un enorme ovillo de lana daba vueltas a su alrededor a medida que tiraba de él. Otro monje apareció de la nada con algo de comer, lo puso frente a mí y se fue. Sentado ante un tazón de leche y unas galletas dulces y crocantes, descubrí que las novedades no me habían quitado el apetito.

Había apoyado la valija sobre la mesa, cerca del tazón, y miraba el cielo por la obligada ventanita mientras masticaba. Sentado al otro lado de la mesa, mi guía me observaba en silencio; él no tenía tazón ni galletas, y esítaba demasiado tranquilo para mi gusto.

—¿Cuánto hace que me secuestraron? —le pregunté con la boca llena.

—No entiendo lo que dice —contestó.

—Vamos —dije—. Me sacaron de donde estaba y me trajeron aquí. ¿Cuándo fue?

El monje metió la mano trabajosamente por debajo de la capucha y se rascó la cabeza.

—Un rato antes de que se despertara.

—Así está mejor —admití—. ¿Cómo hicieron? ¿Me drogaron?

El que tejía pegó un tirón demasiado fuerte del ovillo, que salió rodando a través de la habitación. Dejó su tejido en el suelo y fue a buscarlo, gateando.

—Me es imposible responder, desde el momento en que no hemos sido nosotros quienes lo trajeron a la existencia.

—¿Cómo vine, entonces? ¿Volando? ¿Caminando dormido?

—No sabemos. En un momento dado no existía, y en el siguiente sí. Empezó a existir echado en la misma cama en que se despertó. Siguiendo el ordenamiento de actividades apropiado fuimos inmediatamente a meditar sobre el asunto.

Lo miré.

—¿Espera que le crea?

—No. Se le ha informado que es libre. Si yo esperara algo de usted, su liíbertad se resentiría.

Inútil insistir. Terminé el desayuno y volví a mirar por la ventana. Cada vez era más urgente salir de ese lugar absurdo. Mi amigo ya habría pregunítado por mí en el hotel, y a esa altura estaría empezando a preocuparse. Pronto llamaría a mi casa, asustaría a todos, haría intervenir a la policía, y las cosas llegarían a un punto en que no fuera fácil volver atrás.

—Recuerde que quiero un medio de transporte para salir de la isla —dije.

El monje cerró los ojos y pensó durante un rato. Hubo un momento en que se tambaleó y tuvo que apoyarse en la mesa para mantener el equilibrio. En tanto, el tejedor seguía con su trabajo. Era muy rápido. Entre sus manos se iba formando una túnica, a tanta velocidad que me costaba creerlo. El ovillo giraba y giraba: ahora lo sostenía entre los pies, para que no volviera a esícaparse.

—Tendremos que fabricarlo —dijo finalmente mi guía.

—¿Cómo? —pregunté—. ¿No tienen ni siquiera una lancha?

—No. Ya sabe que no hay tráfico entre las islas.

Una imagen me pasó por la cabeza: el mar, sin un solo buque a la vista. En la terraza no le había dado importancia a ese dato. Ahora me preocuípaba.

—Está mintiendo —dije, porque no podía decir otra cosa—. De algún modo me trajeron, y del mismo modo puedo volver.

—Es curioso que piense así —dijo mi guía—. Si no sabemos cómo pasó de la inexistencia a la existencia, por lo tanto desconocemos cómo devolíverlo a la inexistencia.

Apoyé los codos en la mesa y la cara en las manos. El tejedor tenía en sus manos una túnica completa, y actuaba como si realmente hubiera podido tejerla en tan poco tiempo: no llegué a percibir el truco que había usado para engañarme. Se quitó la túnica que llevaba puesta y se puso la nueva.

* * *

12. Muelle

—¿Cuánto tardarán en hacer un barco? —pregunté, al borde de sentirme derrotado.

—Un día o dos —dijo el monje—. Tenemos poca experiencia.

Más engaños. ¿Era poca la experiencia necesaria para construir un barco en uno o dos días? Pero no pregunté cómo iban a hacerlo:

—Háganlo —ordené.

El monje se puso de pie, inclinó la cabeza y salió de la habitación. Me apuré a seguirlo, valija en mano. Así atravesamos nuevamente los pasillos, un camino que empezaba a resultarme familiar, y volvimos a la terraza, donde todavía quedaban algunos monjes discutiendo. Caminamos hacia un extremo y bajamos a la orilla del mar por una escalera angosta y empinada, la más empinada que recuerdo de toda mi vida. Entre las rocas había un muelle de piedra, muy gastado por las olas. El agua me salpicaba la cara.

—¿Cómo es que tienen un muelle, si no navegan nunca? —pregunté.

—Es muy antiguo —dijo mi guía—. Nuestro congreso número once mil doscientos tres introdujo la hipótesis de que en tiempos remotos había barícos y navegantes. Fue Ung quien, con su gran poder de convicción, razonó acerca de la variabilidad de las leyes físicas.
Junto al muelle había un grupo de monjes, que caminaban en ronda denítro de un círculo de cinco o seis metros. Mi guía se acercó a ellos y les habló en voz baja. No oí lo que decía, pero vi que hacía gestos amplios, como si quisiera darle forma a algo en el aire. Me dí cuenta de que les explicaba qué era esa cosa rara que yo quería. Los otros repitieron los gestos, movieron las cabezas, y subieron por la misma escalera por la que nosotros habíamos bajado.

—Son ingenieros —explicó mi guía—. Se van a encargar de cumplir con su pedido.
Después bajó la cabeza y se ruborizó.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté.

—Yo —dijo—, nosotros… —Hablaba en un susurro, tan bajo que apenas se oía.

—¿Qué?

—Pedimos disculpas —dijo en el mismo tono—, porque sabemos que es una intromisión en su libertad, pero…

Me puse en guardia. El monje recobró parte de su serenidad, y agregó:

—Se le habló de un posible tratado de lógica que usted estaría en condiíciones de escribir, sin medir las consecuencias. Eso significa que esperamos algo de usted, lo cual condiciona su libre albedrío, pero…

—¿De veras quieren que lo escriba? —Estaba sorprendido.

El monje se ofendió.

—No dije eso. Jamás vamos a pretender que usted haga algo. Tal vez, sólo tal vez, podríamos sugerir la posibilidad de que si a usted se le ocuírriera espontáneamente escribir ese tratado, yo…, nosotros… podríamos enítregarle papel y lápiz para hacerlo.

* * *

13. Tratado

Se calló, por si le daba alguna respuesta. Yo empezaba a comprender que la construcción del barco, aún dentro del imposible plazo prometido, significaría una demora importante. A pesar del miedo ausente, mis pensaímientos me provocaban angustia: la idea de pasar una noche en ese sitio, o dos noches; la perspectiva de seguir oyendo los discursos de los monjes, entrando poco a poco en sus círculos viciosos; la seguridad de que mi amigo no dejaría pasar tanto tiempo antes de avisar a todo el mundo sobre mi deísaparición. Necesitaba algo a qué aferrarme, algo que ocupara los engranaíjes de mi cerebro que ahora tendían a girar en vacío, construyendo nuevas demoras, nuevos imprevistos, nuevos engaños de los monjes.

Le dije que sí, y me sentí mejor. Era bueno responder al absurdo con más absurdo. El monje demostró su alegría batiendo palmas. Hasta es posible que haya sonreído, pero movió la cabeza de tal modo que la capucha le cuíbrió la boca y no pude verlo bien. Luego subimos a la terraza, entramos a los pasillos, y me condujo a una habitación donde había un escritorio bajo la ventanita de cárcel. Encima del escritorio estaban los elementos necesarios para que hiciera mi trabajo. Me senté, y el guía empezó a alejarse.

—No se vaya —le grité. No tenía intención de estar solo en ese sitio. El monje se quedó donde estaba, mirando hacia el pasillo. No volvió a moíverse.

Un tratado de lógica. Sin duda, debía tomar el encargo de modo figurado. En todo caso, sería la excusa para pensar en cuestiones divertidas mientras dejaba pasar el tiempo. Repasé mentalmente lo poco que había aprendido de lógica en el colegio, lo deseché por aburrido, y empecé a escribir: la actiívidad más natural en mí, un descanso, un recreo.

Al principio traté de mantenerme dentro del sentido común, o por lo meínos en sus proximidades, pero pronto recordé que los monjes no se caracteírizaban precisamente por su sentido común, y anoté cosas como esta:

Una afirmación puede ser verdadera por omisión o por comisión. Si bien ambas posibilidades riman entre sí, y también con conceptos como ablución, caparazón o erupción, hay profundas diferencias entre una y otra. La verdad por omisión se caracteriza por la ausencia de falsedad, mientras que la verdad por comisión puede incluir cierto porícentaje, a condición de que sea necesario para el entendimiento real y pleno de la verdad. Un método adecuado para distinguir entre ambas clases de verdad consiste en lo siguiente: según los últimos trabajos en la materia, la c de comisión ha sido agregada recientemente; en su origen, entonces, ambas verdades eran llamadas verdades por omiísión; por lo tanto, basta con precisar la antiguedad de la c en cualquier pretendida verdad por comisión para distinguir las auténticas de las falsas (es sabido que en las verdades por comisión falsas, la c tiene siempre la misma antiguedad que el resto de la palabra).

No tardé mucho en descubrir que el ánimo para armar cadenas de razoínamiento como esa, donde aún quedaban rasgos de coherencia, se agotaba pronto, y opté por otro camino:

Si p es verdadero y q es falso, entonces las cucharas crecen en el interior de las flores. Si p es falso y q es verdadero, las que crecen son las flores (en el interior de las cucharas). ¿Cómo determinar el valor de verdad de p y q, sin viviseccionar flores ni cucharas? En primer luígar, se elige un edificio de proporciones adecuadas, y se mira en diírección a la ventana central del segundo piso con intenciones homiciídas. Si alguien se asoma a la ventana, se arroja el cuchillo. En caso contrario, se mide con una vara de mimbre la longitud de la nube más alta que corra por el cielo, utilizando como unidad el deseo de crecer. Hecho esto, la veracidad de p y la veracidad de q habrán pasado al teírreno de lo indiferente.

Pero también me cansé de eso. Durante un rato estuve haciendo una lista de palabras de cinco letras con tres vocales, después anoté treinta palabras que empiezan con zeta, y más tarde una lista de seres mitológicos.

Por supuesto, me dediqué a hacer un trabajo prolijo y lo más amplio posiíble. Sólo así podía contener las corrientes oscuras que había en el sótano de mi imaginación. De modo que escribí muchas hojas, lo cual me llevó vaírias horas, y después volví a sentir hambre.

* * *

14. Antorchas

Mientras caminaba hacia el comedor detrás de mi guía vi que en una paíred habían hecho esta inscripción:

SI P ES CIERTO Y Q ES FALSO,
ENTONCES LAS CUCHARAS CRECEN
EN EL INTERIOR DE LAS FLORES

—¿De dónde salió esto? —le pregunté a mi guía.

—Fue hecho en los últimos minutos —contestó—. Lo consideramos un concepto particularmente interesante.

Comimos en silencio, mi guía y yo, cada uno con su propio tazón y sus galletas. No había tejedores, ni gente luchando con bancos rotos. Mi guía no decía nada, y yo no tenía ganas de discutir sobre existencias e inexistencias. Sólo hice un descubrimiento menor: en Galgalabaram los baños pertenecían al terreno de lo inexistente; después de comer le pregunté a mi guía por un baño, y me señaló las paredes. Comprendí, por lo menos, de dónde proveínía la humedad del suelo.

Más tarde seguí escribiendo, agregando al tratado un resumen de las reíglas del ajedrez en términos astronómicos, una lista de verbos irregulares, la descripción de mi escritorio, un método para desarrollar calendarios a partir de los ciclos de la mosca de la fruta. De este modo el resto del día pasó tan rápido que apenas me dí cuenta. Volví a comer, y ya era de noche. Un corteíjo de monjes recorría las habitaciones colgando antorchas encendidas de las paredes.

El laberinto de pasillos no era peor de noche que de día: sólo cambiaba la disposición de las sombras. Mi guía me llevó al lugar donde me había desípertado esa mañana, o a otro muy parecido, y me acosté sin quitarme la túínica. El aire estaba espeso por el humo de las antorchas. Di vueltas y vuelítas antes de dormirme.

* * *

15. Idea

A la mañana siguiente me ardían los ojos, tenía sed y estaba de mal huímor. Cuando me desperté tuve que ver a mi guía junto a la puerta para darme cuenta de que Galgalabaram no era un sueño. La ventana seguía en su sitio, dejando pasar los rayos del mismo sol del día anterior. Esta vez no había pájaros, pero a modo de compensación el hilo de agua que surcaba la pared parecía más caudaloso. Mi guía conservaba la cara de viejo, las maínos metidas en las mangas de la túnica, los pies deformes. Las inscripciones de las paredes me hacían burla. Me senté en la cama, estiré los brazos y dije:

—¿Todavía estoy acá?

El monje empezó a pensar una respuesta, pero no le di tiempo. Pedí agua, y me trajo una cazuela llena de un líquido en el que nadaban cosas oscuras. Lo tiré, me puse la valija bajo el brazo y salimos hacia el comedor.

No pensé en lavarme, ni en buscar un baño, ni en mirar al otro extremo del pasillo esperando ver una alfombra, un equipo de aire acondicionado, un vidrio que me separara de la calle. Tampoco recordé a mi amigo que espeíraba. Lo conocido empezaba a resultar lejano no sólo en el espacio sino también en el pensamiento. El haber pasado una noche en la isla me hacía sentir parte de ese otro mundo, donde me pedían tratados de lógica y consítruían un barco para mí. Las paredes eran reales. Los pies del monje que me guiaba se apoyaban en la tierra y los míos seguían sus huellas. No había otro suelo que pisar, ni otro techo que el que me rozaba la cabeza. Tal vez había aprendido a tener paciencia, ya que no miedo. El miedo seguía oculto.

Después del desayuno me dejé guiar a la habitación del escritorio. No me quedaban ganas de escribir, y decidí resolver el problema de otra manera. Apoyé la valija en el escritorio, la abrí, busqué unos borradores descartados de mi última novela y los agregué al supuesto tratado de lógica. Tal vez los monjes los apreciaran más que cualquier editor. Junté todo, lo alisé, le quité el polvo que no tenía y se lo di a mi guía con una reverencia. No dijo nada, pero lo guardó entre los pliegues de la túnica.

—¿Y ahora qué? —dije.

—No comprendo —contestó.

—Qué hacemos.

—Mis actividades consisten en cumplir con sus requerimientos y aprender la nueva lógica. No sé en qué consisten las suyas, ni tengo el derecho de saberlo por anticipado.

—¿Falta mucho para que terminen el barco?

—La respuesta depende de cuál sea para usted el límite entre mucho y poco. En nuestro congreso número doce mil ciento catorce, el tema central giró en torno a…

Me senté y eché la cabeza hacia atrás. El día prometía ser un desastre. Ya no había nada que me llamara la atención en Galgalabaram, y, para colmo, ni siquiera dependía de mí el momento de la partida.

¿O sí?

Tuve una idea:

—Quiero recorrer la isla.

Me puse de pie, otra vez ansioso por hacer algo. Si el sector conocido de Galgalabaram ofrecía pocas oportunidades, era posible que en otros sectoíres ocurriera lo contrario. Tal vez en alguna parte hubiera una ciudad como la mía, otra clase de habitantes menos divertidos pero más razonables que los monjes. Tal vez Galgalabaram ni siquiera fuese una isla.
Pero mi guía, como de costumbre, estaba poco dispuesto a facilitar las cosas.

—La acción de recorrer una isla —dijo—, según qué acepción del término se adopte, puede ofrecer serios problemas.

—¿Qué problemas?

—Si recorrer significa caminar por cada uno de sus puntos, inspeccionar cada rincón, la tarea…

—Eso no es una respuesta. ¿Por qué no puedo conocer la isla? ¿Qué tienen que ocultar?

Aspiró hondo, y estuvo a punto de caer de espaldas.

—Desearía que fuera tan amable como para hacer sólo una observación por vez. No es que pretenda entrometerme con su libertad, pero si usted esípera que le responda con cierta solvencia…

—Está bien, olvídese de lo que dije y continúe.

—Lo lamento muchísimo, pero soy incapaz de olvidar algo.

Me correspondió a mí aspirar hondo, y decidí que lo mejor era empezar otra vez.

—Oiga bien, y no me interrumpa. Quiero conocer algunos lugares de la isla. En lo posible, me gustaría ir hasta el otro extremo, o por lo menos camiínar hasta donde haya algo que pueda interesarme. Por eso necesito que usted me guíe, y espero, por su propio bien, que no tenga inconvenientes para hacerlo. ¿Entendió?

—¿Terminó de hablar? —dijo con timidez—. Si le contesto, ¿considerará que lo interrumpo?

* * *

16. Excursión

Con bastante paciencia conseguí que la discusión sólo durara unos minuítos más. Finalmente resultó que no tenía objeciones para guiarme.

—¿Prefiere ir por los pasillos o por el exterior? —preguntó.

Casi ni pensé la respuesta, y así fuimos por tercera vez a la terraza, donde el monje me llevó hasta un sitio donde la pared tenía muescas en las que se podían apoyar pies y manos. Subí con trabajo, por culpa de la valija, mientras el monje saltaba de muesca en muesca como un gato. La pared debía tener treinta metros de altura: cuando llegamos arriba me eché al suelo para recuperar el aire.

El paisaje que vi no tenía relación con lo que esperaba. Si a un lado estíaíba la pared, cayendo a pico, al otro había un bosquecillo de tilos. Junto a mí corría un arroyo de agua clara que se acercaba al borde, volvía a alejarse y se perdía entre los árboles. Metí la cabeza en el agua, tomé un poco y me lavé la cara y las manos. Mi guía cruzó la corriente de un salto, y lo seguí.

Recién entonces entendí cuál era el sistema de construcción de los moníjes: hacían agujeros bajo tierra, y levantaban paredes en su interior. Los pasillos y habitaciones que había visto eran parte de una caverna artificial. El verdadero suelo de la isla, que ahora pisaba, se había transformado en techo, y estaba sostenido por las sólidas paredes de los monjes.

Cada veinte o treinta metros había un agujero en el terreno. Eran los paítios que ya conocía. Allí abajo estaban las ventanas, y al fondo andaban los monjes, algunos escribiendo en la pared. Parecían animales caídos en una trampa.

Tras el bosquecillo aparecieron plantaciones de cereales, campos cercaídos en los que pastaba el ganado, otros arroyos, fuentes y manantiales. El toque de irrealidad lo daban los monjes que brotaban de la tierra: había vaírias salidas, pozos angostos y oscuros en los que a duras penas se llegaba a ver una escalera o unas muescas como las que habíamos usado para suíbir desde la terraza.

Me atrajo una puerta situada en medio de un prado, y me acerqué a ella. Era la primera puerta que venía en Galgalabaram, y no daba a ninguna parte. Un grupo de ovejas pastaba a su alrededor. El picaporte estaba aseígurado con un candado.

—¿Para qué sirve? —le pregunté a mi guía.

—Para recordar que hay cosas prohibidas.

—¿Cómo?

—Es imposible abrir esta puerta. Quienes lo intentaron terminaron reconociendo su fracaso.

—¿Y para qué querían abrirla?

—Para demostrar la relatividad de los dogmas.

Más adelante apareció un monolito, que según mi guía señalaba el centro de la isla. Sin embargo, estaba bastante cerca de la costa, y se lo dije.

—¿Acaso usted no toma en cuenta el estado emocional como elemento geométrico? —respondió—. Nuestro corazón siente profundamente que el centro de la isla está aquí, como lo determinó nuestro congreso número tres mil cuatrocientos treinta y uno, y no creemos que haya argumentos válidos en contra.

No volví a hacer preguntas.

A medida que avanzábamos me fui haciendo una idea mejor de la distriíbución de Galgalabaram. No sólo era una isla, como decían los monjes, sino que se trataba de una isla pequeña. Casi siempre se veía el mar a ambos lados, y a poco de caminar lo vi también al frente. La ciudad ocupaba todo el subsuelo, sin interrupción.

El paseo de un extremo al otro de la isla nos llevó sólo una hora. Más allá había otras islas sin señales de vida, a varios kilómetros de distancia, y un islote más pequeño a cien o ciento cincuenta metros. El islote era una montaña escarpada, sin vegetación, que salía del mar como una pared.

Mi guía notó que lo observaba, y me preguntó si también quería visitarlo.

—¿Nadando? —dije.

—No —contestó—. Forma parte de Galgalabaram. Tenemos habitaciones bajo la superficie del mar. Caminando por ellas llegaríamos enseguida.

No acepté. Tras el fracaso de la excursión sólo me interesaba volver a la terraza y al muelle, a esperar mi barco. El guía protestó por el error que constituía semejante empleo restrictivo del término recorrer. Levanté una piedra, pesada y dura como la cabeza de un monje, y la tiré al agua con toídas mis fuerzas. Apenas hubo un chapoteo en el único mar. Empezamos el camino de regreso.

* * *

17. Barco

El barco estaba terminado.

Más que barco era una lancha grande, con motor. Bajamos al muelle y la miré con ojo crítico. Estaba hecha con maderas sin pulir, y tenía el casco reícubierto de brea. Mientras la observaba la echaron al agua. Flotó, lo que no era un mal indicio. Los constructores parecían orgullosos de su obra, porque se señalaban detalles mutuamente y comentaban en voz alta el ingenio desplegado en la solución de tal o cual problema.

Yo también tenía una sensación de triunfo, pero los monjes aún podían tenderme una trampa, y decidí mantenerme en guardia.

Para empezar, era dudoso que hubieran fabricado la lancha en las últimas horas.

—¿De dónde obtuvieron el motor? —pregunté. Era un aparato grande, viejo y oxidado.

—Del esfuerzo creador de Ung —contestó un ingeniero.

—¿Y cómo funciona el esfuerzo creador de Ung? —insistí.

—Elevo mis aspiraciones —dijo otro, sin duda el propio Ung—, hasta que alcanzan el grado de realidades. En general, es necesario que Ong adapte esas realidades a los usos específicos a que están destinadas.

—Pero esa es una tarea sencilla —intervino uno más, probablemente Ong—. Me basta con aplicar una dosis de selección natural. Las creaciones no prácticas, en general, duran poco tiempo.

Mientras, yo seguía estudiando la lancha.

—¿Tiene combustible, por lo menos?

—Hay un tanque, bajo la línea de flotación, con ciento cincuenta libros.

—Litros, querrá decir.

—Libros. El generador de energía por plegado de papel fue uno de nuesítros mayores éxitos en la construcción de este vehículo marítimo.

No tenía mayores motivos para confiar en ellos, pero tampoco ganaba nada con echarme atrás y negarme a usar la lancha. En todo caso ya tenía un plan para asegurarme de que la lancha funcionaba bien. Sin embargo, antes de aplicar mi plan debía resolver otro detalle, y me dirigí a mi guía:

—Ahora deme la valija con mi ropa.

—No sé de qué habla —contestó.

—Es una valija como ésta —señalé la que llevaba bajo el brazo—, que en vez de papeles tiene ropa. La necesito.

—No conozco la existencia de ningún objeto que responda a esa desícripción.

—Pregúntele a los demás —propuse.

—Nadie conoce un objeto así —dijo mi guía, muy seguro de sí mismo—. Debe haber quedado en el terreno de lo inexistente, junto a su casa y el resto de su entorno.

Me dio rabia, porque estaba convencido de que mentían.

—Recurra al esfuerzo creador de Ung, entonces —dije.

El que debía ser Ung me había oído. Se puso rígido y cerró los ojos. Estuívo así durante unos segundos, y volvió a relajarse.

—No puedo hacer nada —dijo después—. Ese objeto no forma parte de mis aspiraciones —sonrió—. Mucho menos puede llegar a ser una realidad.

* * *

18. Rehén

Opté por no insistir. Considerando la situación, perder un par de camisas era el menor de los males. Lo importante era escapar de Galgalabaram, acercarme a casa, explicar a todos lo que había ocurrido para compartir el asombro. Miré el mar, sintiendo cómo el viento me despeinaba. Las olas saícudían la lancha con cariño, como si se dieran cuenta de lo frágil que era.

—Me voy, entonces —dije, poniendo mi plan en marcha: en vez de subir a la lancha me acerqué al que había sido mi guía y lo agarré del brazo—. Pero usted viene conmigo.

El monje dio un salto hacia atrás, y estuvimos a punto de caer al agua.

—No puedo —gritó.

—¿Por qué? ¿Quién se lo prohíbe?

—El orden natural de las cosas —intervino un ingeniero. Mi rehén estaba demasiado nervioso para hablar. —No podemos salir de la isla. Es una imíposibilidad tan cierta como que las cosas caigan hacia arriba.

—¿No será que esta lancha es pura utilería? —pregunté.

—De ninguna manera, cualquiera sea el sentido que usted dé a la palabra utilería.

—Si es así, vamos —le dije a mi rehén, arrastrándolo hacia la lancha.

—Si lo desea haré un intento —respondió dejándose llevar—, para deímostrarle lo que no necesita ser demostrado.

Subió a bordo sin necesidad de que lo empujara, y lo seguí. El se sentó a popa y yo a proa, donde estaba el mecanismo que permitía maniobrar con la lancha. Ordené que soltaran las amarras, pero en ese momento vi que otro monje bajaba la escalera, agitando algo que traía en la mano.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté.

—Esto es para usted —dijo el monje cuando llegó al muelle. Se acercó a la lancha y me arrojó lo que traía: una carpeta de cuero. La tapa decía, en letras doradas:

NUEVO TRATADO DE LOGICA

Era una copia de mi trabajo.

—Pero… —empecé a decir, y la frase terminó en esa sola palabra. Estaba seguro de que el tratado seguía dentro de la túnica de mi rehén. ¿Cómo haíbían hecho para copiarlo?

Pensé en preguntarles, pero no era la curiosidad lo que me movía con más fuerza. Guardé el regalo en la valija, sin pensar más en el asunto, y volví a ordenar que soltaran las amarras. Encendí el motor siguiendo las instrucciones de un ingeniero y crucé los dedos: si la lancha era poco conífiable, yo, como navegante, lo era menos. Además, el mecanismo que tenía ante mí era un tanto arbitrario: una palanca, que según me explicó otro inígeniero estaba conectada al motor; empujándola a la derecha, la lancha avanzaba en línea recta; moviéndola hacia la izquierda, viraba a la derecha; y llevándola hacia adelante viraba a la izquierda. Parecía que el esfuerzo creador de Ung hubiera descubierto el concepto de timón mientras construía la lancha, y la selección natural de Ong lo hubiese interpretado de una maínera retorcida y estúpida.

Cuando partimos levanté un brazo para saludar, pero los monjes no miraíban: subían por la escalera, dándonos la espalda, como si no ocurriera nada. Mi guía estaba encogido en su asiento, inmóvil, con la cabeza baja y las manos entre las piernas.

Ya sabía a dónde ir: a la isla de las dos columnas gigantescas. Era el sitio más cercano, y las columnas el único objeto artificial que se veía en los alreídedores de Galgalabaram. Donde había algo artificial podía haber gente, y la gente seguramente iba a ayudarme. De modo que puse proa en esa diírección, y pronto nos alejamos lo suficiente de Galgalabaram como para abarcarla con una sola mirada.

Mantenía la vista al frente, para no perder el rumbo, y con el ruido del motor apenas oí el chapoteo. Cuando me dí vuelta vi que mi rehén ya no estaba a bordo.

Se había echado al agua, y nadaba a toda velocidad hacia Galgalabaram.

* * *

Nota:

Escribí la primera versión de este cuento en 1981, y por entonces era el primer capítulo de una novela que se iba a llamar Juegos imposibles. En años siguientes hice muchos cambios, agregué, quité, y de a poco se fue convirtiendo en una entidad autónoma. Mientras tanto, Juegos imposibles pasó a ser el título de un cassette de música mayormente instrumental que se puede escuchar (y bajar) acá. En 1989, la revista Cuasar publicó una versión de “Galgalabaram” bastante parecida a la que ahora reproduzco acá. No recuerdo cuándo hice las últimas correcciones, pero calculo que habrá sido hace unos diez años.

El choque

La mujer salía del kiosco mirando la botellita de Coca Light, de manera que se llevó por delante al viejo que venía del otro lado. El viejo usaba anteojos de esos que traen doble juego de vidrios: un juego para la miopía y, encima, otro juego para el sol. Los vidrios oscuros, para el sol, estaban levantados como aletas, o como rasgos de una caricatura, salidos de Cartoon Network una tarde aburrida. El viejo, que de algún modo llegó a prever el choque pero no a evitarlo, emitió un quejido suave, que oí porque justo en ese momento me acercaba desde el otro lado y no había ningún auto haciendo ruido en las proximidades. Luego se llevó la mano al pecho, donde lo había golpeado el codo de la mujer.

La mujer, en cambio, se asustó mucho: gritó, soltó la botellita de Coca Light y se llevó no una sino las dos manos al pecho. La botellita rebotó sin romperse, pero como estaba abierta empezó a sangrar ese líquido oscuro como barro. El viejo empezó a inclinarse para agarrarla, pero yo fui más rápido, con esos reflejos estúpidos que uno adquiere tras varias décadas de vida urbana.

Levanté la botellita, enderecé la pajita con dos dedos sin darme cuenta de que tal vez no fuera un gesto del todo correcto, y ofrecí lo que quedaba del líquido a la mujer. La mujer había cerrado los ojos, de manera que no me vio, y estaba completamente inmóvil. Mientras tanto, el viejo se volvió a incorporar lentamente, se alisó el saco, se acomodó los bolsillos que de todos modos no habían sufrido ningún daño, y bajó los lentes oscuros como si así pudiera ver mejor. Los dos, el viejo y yo, nos quedamos estudiando la reacción de la mujer.

Podía tener cuarenta años. En otras palabras, cualquier edad entre treinta y dos y cincuenta. Llevaba el pelo color cereza, largo hasta el cuello, partido al medio. Vestía una blusa verde, bastante suelta, y pantalones negros. La posición de la cabeza hacia que la nariz corta apuntara hacia arriba, en ese gesto universal de pedir ayuda a los dioses. Se había pintado las uñas de color violeta, con un círculo blanco en el centro de cada una. La boca abierta dejaba ver los dientes de abajo, desparejos pero completos. Mientras mirábamos empezó a sacar la lengua, lentamente, acariciando el labio superior.

Noté que el viejo desviaba la vista en mi dirección, tal vez sorprendido, tal vez pensando que no era correcto contemplar esa exhibición, y luego volvía a concentrarla en la cara de la mujer. La lengua terminó de salir, larga, roja como carne fresca, con bordes brillantes por la humedad. La mujer levantó la mano derecha y, como quien busca el interruptor de la luz en mitad de la noche, tanteó hasta dar con el dedo índice en la punta de la lengua.

Se quedó así unos segundos, y luego extendió el brazo hacia adelante, mientras guardaba la lengua. Siempre con los ojos cerrados y el índice extendido, trazó un dibujo imaginario en el aire, algo como un círculo partido al medio, seguido de dos patas, y por último el pausado lanzamiento de un cohete, que casi pudimos ver partiendo hacia la luna mientras la mano de la mujer trazaba un arco que terminó justo encima de su cabeza.

Yo seguía con la botellita en la mano, sin saber qué hacer, esperando. Ponerla en el suelo me pareció poco cortés. Dársela al viejo, una solución improbable porque dependía de que él la aceptara. En tanto, el viejo estaba cautivado por esa lengua expuesta, y hasta se inclinó un poco hacia adelante para ver qué había adentro de la boca de la mujer.

La mujer bajó el brazo hasta dejarlo en reposo junto al cuerpo, y luego bajó también el otro brazo. La cabeza, en cambio, se echó aún más atrás. La lengua se retrajo poco a poco, pasando apenas entre los dientes que se iban cerrando. La boca quedó convertida en una mueca que podía ser risa o rabia o miedo o algo para lo que sólo un psiquiatra tuviera nombre. Así se quedó mientras alguien, cualquiera, pasaba a nuestro lado, miraba y seguía su camino. Había una línea casi recta desde el mentón hasta el vértice del cuello de la blusa. Entonces la mujer aspiró hondo, dejó que los labios se relajaran y bajó la cabeza mientras soltaba el aire con fuerza.

Con el mentón en el pecho abrió los ojos, se miró la punta de los pies, y luego giró la cabeza en dirección al viejo. Lo miró por primera vez, directamente a la nariz. Me habría gustado verle la expresión, pero ahora tenía su nuca, y un fragmento de oreja rodeado de pelo cereza, por todo espectáculo. Este era el momento de devolverle la botella. O de irme, simulando que no había visto nada, escondiendo la botella de su vista para tirarla en el próximo tacho de basura. También el viejo podría haberse ido, o dicho algo en ese mismo instante.

No ocurrió nada de eso. Yo me quedé quieto. El viejo levantó otra vez los vidrios oscuros y devolvió la mirada, intrigado. Pasaron segundos muy largos. Sonó un bocinazo en la esquina. Oí el chirrido de los frenos de un colectivo viejo. La mujer abrió la boca otra vez, movió la cabeza de izquierda a derecha hasta que el pelo se balanceó al mismo ritmo, y pronunciando cada letra con cuidado, concentradamente, dijo:

—Viejo de mierda.

La llamada

—¿Hola? ¿Hola? ¿Me oye?

Es casi todo ruido, pero estoy seguro de que hay una voz al otro lado. No le entiendo ni una palabra. Sigo hablando:

—Mire. Llamo por… Lo que necesito… Llamo desde un celular. Tengo poca batería.

El ruido parece tomar forma de “escucho”, de “siga”, de “hable”. Me alcanza. Tal vez debí ensayar lo que diría, antes de hacer la llamada. Pero no se me ocurrió. Improviso:

—El tema es que me acabo de despertar y no sé dónde estoy. Parece un campo. Mucho no veo porque estoy acostado en el suelo, panza abajo, con la cabeza de costado. El sol me da en la nuca.

En el teléfono, el ruido disminuye por un momento y luego vuelve a crecer. Al otro lado hay una mujer, lo sé por el tono agudo de la voz, pero sigo sin estar seguro de que me entienda.

—Lo primero que veo es pasto. Lo tengo casi pegado a la cara. Un poco más allá hay un balde azul, de plástico. Sobre el balde hay una canilla oxidada, que sale de un caño que a su vez sale del piso. Oigo el viento en los árboles, pero árboles no veo. Pájaros tampoco. El pasto no se mueve. La canilla goteó una sola vez, pero no oí el ruido de la gota. Hace mucho calor.

Tengo el teléfono apretado contra el lado derecho de la cara, el que apunta hacia arriba. La posición es incómoda, y la mano que sostiene el teléfono me tapa una parte del poco panorama que hay desde aquí. La mujer que está al otro lado de las ondas podría estar hablando en otro idioma, o ser un perro pequeño, de esos que ladran como pájaros.

—No me puedo levantar, ni dar vuelta. No siento el cuerpo, de la cintura para abajo. No sé qué pasa. ¿Me entiende?

Ruido, ruido, ruido. Trato de aspirar hondo, pero me lo impide algo que se me clava en el pecho, tal vez una piedra. El celular está húmedo, resbaladizo, seguramente por la forma en que transpiro.

—Más allá del balde hay una casa con techo a dos aguas. Estará a veinte metros. O quince. La veo más chica que el balde. Tiene techo de chapa, pintado de verde aunque bastante descascarado. Hay dos ventanas, una a cada lado de una puerta. Seguro que esto les va a servir para encontrarme, ¿no es cierto? Las ventanas están cerradas, con la persiana baja. También la puerta está cerrada. Las paredes son blancas. Las persianas y la puerta son verde azuladas.

No, no es un perro pequeño. La mujer ahora suena como uñas en un pizarrón. Hay un momento que se parece a “entiendo”, hay un momento que se parece a “más”.

—Hay un hierro apoyado en la pared, junto a la puerta. Trato de darle todos los detalles, porque no sé qué puede ser más útil. No hay cerco. Aunque ahora que lo pienso puede ser que el cerco esté atrás de mi nuca. No puedo dar vuelta la cabeza para mirar, aunque me gustaría porque me está doliendo el cuello.

La voz del teléfono imita esas muñecas que chillan al apretarlas. Una vez, tres veces. Podría decir “qué”, o “ya”. O “ajá”. El calor del sol en la nuca se ha convertido en un dolor intenso, profundo. Me imagino un taladro lento y silencioso que penetra por el centro exacto de ese hueco que está bajo el hueso. Quisiera desconectarlo.

—Mire, no sé qué más decirle. Esto es bastante difícil para mí, ¿se da cuenta? No se me ocurre nada, me cuesta pensar. Sería más fácil si usted me hiciera preguntas.

Recuerdo que tengo otro brazo, el izquierdo, allá lejos, y me esfuerzo por llegar a él. Recorro mentalmente el hombro, tenso apenas los músculos, arrastro un poco la piel por el suelo y llego a la mano. El dorso de la mano está apoyado en el piso. Muevo los dedos en el aire. Es como haber encontrado un tesoro.

—Ah, mi nombre. Me gustaría saberlo. Mi edad. Mi domicilio. No sé nada. También sería bueno recordar qué hice anoche.

No sólo tengo calor, además tengo sueño. Son muchas cosas, así que estoy obligado a abandonar la mano recién encontrada. Entrecierro los ojos, juego a que mis pestañas son el pasto, o el pasto mis pestañas. Luego me cuesta abrirlos. El ruido del teléfono me hace pensar en un caracol gigante que tuve de chico, de esos que reproducen el mar. Detrás de las olas, la mujer que me escucha es el llamado de una gaviota.

—Mande a alguien, por favor. No, claro, no sabe dónde estoy. ¿No me pueden encontrar a través del teléfono? ¿No pueden seguir mi voz? Está bien, ya sé que no. Claro que no. Pero debe haber otra cosa que sea posible. Por favor, haga algo.

Una luz pequeña se abre paso entre el sueño y el calor, hasta llegar al foco de la consciencia: no recuerdo a qué número llamé. No recuerdo siquiera el momento en que apreté el celular contra la oreja, o cuándo pulsé las teclas para hacer la llamada, o cuándo saqué el celular de su soporte en el cinturón. Quisiera saber quién es esa mujer a la que no entiendo, que tal vez no me entienda. Mientras, el teléfono suena a tormentas en otro país, a gente abandonada en un edificio en llamas, a un bebé que empieza a tener ganas de llorar durante la noche.

—Mire, no tengo más fuerzas. No puedo seguir hablando. Voy a dejar el celular abierto, para ayudar a que me encuentren.

Pero antes de hacerlo todavía espero una respuesta. La mujer podría estar diciendo “sí”, “no”, “bueno”. Algo en el ruido suena a “ya estamos en camino”, aunque tal vez lo esté soñando.

—Los espero. La espero.

Ahora sí. Empiezo por cerrar los ojos. Luego dejo salir el aire. Entonces, sin soltar el teléfono, separo la mano de la mejilla y la dejo caer al suelo. En mi oído, el ruido sigue igual que antes.