Categoría: Cuentos

Leyendo un libro

Estoy sentado en el lado derecho del sofá, leyendo un libro. Me pica el lóbulo de la oreja izquierda. Cambio el libro de mano para rascarme, y descubro que detrás del lóbulo acostumbrado tengo otro igual, que es el que me pica.

Dejo el libro abierto, boca abajo, en el brazo del sofá, con la idea de levantarme e ir a verme en un espejo, pero me distraigo al notar que del nuevo lóbulo sale un pelo largo y grueso. Empiezo a seguir el pelo, apretándolo entre los dedos índice y pulgar. A unos treinta centímetros de la oreja el pelo pega un tirón: algo lo retiene desde abajo, al otro lado de mis dedos. Giro la cabeza mientras sigo la trayectoria del pelo, hasta comprobar que sale del almohadón que corresponde al asiento de la mitad izquierda del sofá. Trato de arrancar el pelo del almohadón, pero está demasiado firme. Suelto el pelo y levanto el almohadón con ambas manos.

Bajo el almohadón se abre un pozo ancho y profundo, del que sale olor a podrido. Una serie de huecos en la pared del pozo indican la posibilidad de bajar. Adentro del pozo está oscuro y húmedo. Alcanzo a ver un bicho que se escurre por debajo del otro almohadón, el que corresponde al respaldo de la mitad izquierda del sofá.

Me pongo de pie de una manera brusca. Con el movimiento, sin querer, tiro el libro al piso. Voy a la cocina, con el primer almohadón bajo el brazo y el pelo colgando de mi segundo lóbulo izquierdo. Con la mano que ahora tengo libre abro el cajón de los cubiertos y saco un cuchillo, de los que tienen serrucho. Apoyo el almohadón en la mesada, busco el pelo, lo mantengo bien tirante entre la mano y la tela, y me pongo a serrucharlo. Se corta enseguida. Sin soltarlo, devuelvo al cuchillo al cajón y camino en dirección al baño.

A mis espaldas, desde el living, se oye algo parecido al aire que escapa de un globo inflado, pero distante, como transmitido por un caño muy largo. Sin darme vuelta recorro el pasillo y entro al baño. Me miro al espejo. A primera vista no noto otros cambios en mí, más que el lóbulo extra. Abro el botiquín y saco una tijerita para uñas. Aprieto el pelo otra vez entre los dedos, lo más cerca posible de la oreja, acerco la tijerita y corto.

El dolor me indica rápidamente que tuve mala puntería. Cierro los ojos. Dejo caer la tijerita. Me agarro la oreja con ambas manos. Cuando vuelvo a abrir los ojos, la sangre ya me llega a los codos y gotea sobre la pileta. Agarro la toalla de baño, la más grande, y la aprieto con fuerza contra la oreja.

El ruido de globo que se desinfla se interrumpe, reemplazado por ruido de pisadas: un deslizarse seguido del crujido de un zapato, otro deslizarse, otro crujido, como de alguien que tiene problemas para caminar. Cierro la puerta del baño, la trabo, y vuelvo a mirarme al espejo. La toalla está roja y empapada de sangre. La separo de mi cabeza, y la oreja aparece limpia y seca. Tiro la toalla a la bañadera y me miro con más atención. El segundo lóbulo tiene un par de centímetros más que antes.

Levanto la tijerita del piso, vuelvo a agarrar el pelo y ensayo otro corte, esta vez con éxito. Apoyo la tijerita en el borde de la pileta y abro la canilla con la idea de lavarme la sangre. Al mismo tiempo, afuera del baño, las pisadas se detienen. Cierro la canilla. La sangre que me cubre los brazos ya empieza a secarse.

Hay un momento de silencio. Otro. Otro más. Por debajo de la puerta se desliza una hoja de papel. Parece estar en blanco. El papel toca los dedos de mi pie derecho y se detiene. De nuevo silencio. Todavía tengo una punta del pelo entre los dedos. La otra punta se pierde en algún lugar sobre el fondo de baldosas negras. Empiezo a inclinarme para recoger el papel. Un movimiento en el borde de la visión me hace detener antes de alcanzar el suelo.

Giro la cabeza a la izquierda, todavía inclinado, la mano derecha extendida hacia abajo. El bicho que escapó del agujero del sofá, u otro de su misma especie, camina por el espejo. Le calculo unos cinco centímetros de largo. Mayormente negro, tiene rayas transversales de un verde muy vivo, desde la cabeza hasta la cola. No es un insecto: más bien parece un ciempiés, delgado y flexible. La cabeza es esférica, desproporcionadamente grande, y oscila de un lado a otro como buscando algo. Tras recorrer una buena parte del espejo, el bicho se detiene y empieza a hundirse en la superficie que lo refleja. No está cavando, no está rompiendo: se hunde. Desaparece la cabeza, luego las rayas verdes, una por una, y finalmente la cola.

Abro el botiquín, para ver del lado de adentro, y no encuentro rastros del bicho. Lo cierro con un chasquido, justo antes de recordar que estaba tratando de no hacer ruido. Entonces sí, termino el movimiento que había empezado y levanto el papel.

Del lado inferior hay un dibujo infantil, que recuerda vagamente el bicho que acabo de ver. Junto al bicho hay una tijera abierta, rodeada por las rayas de movimiento que usan los dibujantes de historietas. El dibujo sugiere la idea de cortar el bicho por el medio. Dejo el papel sobre la tapa del inodoro, y al mismo tiempo me doy cuenta de que solté el pelo sin querer. Estiro la mano hacia la puerta, hasta recordar que afuera hay alguien, y vuelvo a retraerla.

En ese mismo instante oigo el ruido de algo metálico, como una herramienta, que cae al piso al otro lado, y de inmediato la puerta se abre sola. Retrocedo hasta chocar con la bañadera. Echado hacia atrás, me apoyo con una mano en la pared del fondo del baño.

Sin motivo aparente pienso en el libro que estaba leyendo, y en que al caer seguramente se perdió la página por la que iba.

La isla

Desde el momento en que abre la puerta, el hombre no me deja hablar.

—Me alegra que haya venido —dice—. Venga por aquí.

Señala a un lado de la casa, un sendero de lajas que avanza entre la pared y el ligustro, y empieza a caminar. Aparenta unos treinta años. Está quemado por el sol, doblado por los vientos, envejecido por la ropa. Arriba, el cielo acumula capa tras capa de nubes, en preparación de algo que nadie, y mucho menos los meteorólogos, puede predecir.

—No esperaba que llegara tan pronto —sigue diciendo el hombre—. Llamé ayer, y me dijeron que tardarían más de una semana.

Quiero protestar: partí hace dos días, no sé de ninguna llamada. Pero el hombre, al que ahora sigo por el sendero de lajas, está decidido a seguir hablando.

—Pasé aquí toda mi vida, pero recién a los diez años empecé a hacer marcas. Acá está el patio, vea.

De pronto, el viento marino nos golpea. Todo cambia, especialmente el ruido y los olores. Me levanto el cuello del saco, aunque no haga frío. Acabamos de llegar a una superficie cuadrada cubierta de baldosas rojas, y ahí nos detenemos. No es grande: tal vez tenga tres metros de lado. Las baldosas son viejas, desparejas, y están sucias.

Unos pasos más allá está el acantilado, la caída, y finalmente el mar. Desde donde estamos no se ve dónde rompen las olas, sólo se las oye, como seres mitológicos que trataran de alcanzarnos con sus garras. El viento nos empuja hacia atrás.

—Es esa —señala el hombre, ahora casi a los gritos. Apunta con una mano al horizonte.

—¿Esa qué? —pregunto.

—La isla, ¿qué va a ser? La isla que se mueve.

Miro en la dirección que acaba de señalar, y encuentro a lo lejos algo que parece un barco distante, un dragón marino, la sombra de una nube de las muchas que se acercan. Sí, tiene que ser una isla, una roca en medio del agua, un nido de gaviotas. Pero no he venido a ver ninguna isla. Me ajusto la corbata, estiro el labio inferior hacia adelante, carraspeo, pienso en cómo llegar al tema que me trae por aquí. El hombre no me da tiempo.

—Aquí están las marcas —dice, mientras se pone de cuclillas junto al borde exterior del patio. Me acerco, y veo en la última línea de baldosas una serie de rayas imprecisas, grabadas con un objeto punzante, más o menos perpendiculares al borde del patio, que apuntan en dirección al agua—. Como le dije, empecé de chico. ¿Ve?, aquí —el hombre toca la primera raya de la izquierda—. Y seguí marcando la posición de la isla cada vez que cumplí años.

La mano del hombre avanza línea por línea, hacia la derecha. Algunas marcas son gruesas, otras largas, algunas más profundas, otras superficiales. Entre una raya y la siguiente hay dos o tres centímetros, a veces cinco, en un caso más de diez. Abarcan algo más de cinco baldosas. No llego a contarlas, pero un cálculo rápido me permite estimar que son unas cuarenta. El hombre es mayor de lo que creí.

Tengo otras cosas de qué hablar. Son importantes. He recorrido una distancia considerable, me he ensuciado los zapatos con barro, he preguntado en varias aldeas antes de encontrar la casa. Arreglo otra vez el cuello del saco, busco una lapicera en el bolsillo interior, miro a los lados, busco palabras, y sin embargo las palabras no aparecen.

—¿Qué son? —pregunto, señalando las rayas con la lapicera.

El hombre levanta la cabeza y me mira como si hubiera dicho una estupidez inmensa. Decepcionado, hace un gesto con ambas manos hacia afuera, hacia las olas.

—¿Qué van a ser? —exclama—. Son las marcas.

Me mira otra vez. Muevo la cabeza con rapidez de lado a lado, los labios arrugados, para indicar que no entiendo. El hombre aspira hondo y suelta el aire por la boca, en competencia con el viento que viene del mar. Cuando habla otra vez lo hace lentamente, a la manera de quien se dirige a un niño pequeño.

—Las marcas que hice para indicar por dónde iba la isla cada año —explica—. La isla que se mueve —alarga el índice de la mano derecha hacia la mancha que espera en mitad del océano—. Esa, ¿ve?

Me acerco al hombre y me inclino hasta apoyar las manos en las rodillas. El viento me echa el pelo sobre la frente. Miro una de las rayas y luego levanto la vista lentamente, con los ojos entrecerrados, hasta llegar a ese fantasma de la tierra que se parece a una nube.

—Cuando yo tenía diez años —dice el hombre—, la isla llegaba hasta acá —y señala otra vez la primera marca—. Con el tiempo se fue moviendo. El día de mi último cumpleaños llegó hasta ahí —y se inclina hacia mí, estirando el brazo derecho para señalar la última marca. Ahora ya está un poco más a la derecha. Apenas, claro. La diferencia casi no se ve.

Me pongo de cuclillas y busco mirar desde el mismo ángulo que el hombre, de una marca a la isla, de la isla a otra marca. Por delante de nosotros pasa al vuelo una gaviota: yo quisiera conservar el momento fugaz, inatrapable, en que oculta la isla por completo.

—¿No trajo cámara de fotos? —pregunta el hombre. No me da tiempo de responder—. Bueno, no importa. —Señala la lapicera que todavía tengo en la mano y agrega: —La cuestión es que escriba todo como es.

El hombre se incorpora, y yo también. Me aliso los pantalones, que el viento vuelve a arrugar. Me acomodo el pelo, que el viento vuelve a despeinar. Detrás de nosotros, la casa está en silencio. Las nubes se siguen apilando en lo alto. Hay menos luz que a mi llegada.

—El patio no va a durar para siempre, ¿se da cuenta? —dice el hombre tras una larga pausa—. ¿Cuántas baldosas quedan? Seis. Seis y dos tercios. ¿Cuánto tardará la isla en recorrer esa distancia? La cuestión es que un día el patio se va a terminar, y después ya no se sabe.

Nos miramos. Tengo la impresión de que ahora sí es mi turno, de que ahora debo decir algo. Pero no tengo la menor idea de qué.

Familia de aventureros

Antes de iniciar la narración de mi vida debo decir que provengo de una familia de aventureros. Mis antepasados han sido exploradores y pioneros, corsarios y almirantes, astronautas y montañistas, científicos locos y artistas ambulantes.

Alguien con mi apellido participó en la expedición de Amundsen al Polo Sur. Se lo ve en una vieja foto, el segundo de una hilera de cuatro hombres, casi irreconocible por los gruesos abrigos y el granulado de la imagen.

Alguien que aún no tenía mi apellido pero aparece en mi árbol genealógico acompañó a Colón en el primero de sus viajes. Trepó a los mástiles muchas veces, convencido de que iba a ver el fin de un mundo, hasta el día en que descubrió el comienzo de otro.

Alguien de una rama paralela fue a la Luna, instaló una pequeña bandera y se dejó ver a la distancia por millones de terrestres asombrados. Otro incorporó elementos esenciales a una sonda que nos trajo imágenes de mundos aún más remotos.

Un bisabuelo se adelantó a Edison en la invención del gramófono, y renunció a la gloria por la mujer que amaba. Una tatarabuela sugirió a Jules Verne dos o tres de sus novelas, basada en experiencias personales. Un tío lejano participó en el robo más grande de la historia de Inglaterra, y nadie lo supo, jamás, fuera de nuestra familia.

Algunos de mis ancestros avanzaron con Roca hacia un desierto habitado, y otros de mis ancestros lo vieron llegar y lucharon contra él. La fiebre del oro alcanzó a distintas generaciones, desde la búsqueda de Eldorado hasta los fríos de Alaska. Las historias de Marco Polo no habrían llegado a nosotros sin el sacrificio personal de un miembro de mi familia. Stanley y el doctor Livingstone jamás se habrían encontrado de no ser por el milagroso sentido de la orientación de uno de los nuestros.

Un tío acompañó a Gandhi. Otro a Mao. Otro a Stalin. Otro a De Gaulle. Mis parientes estuvieron a bordo de los barcos cargados de esclavos, capitanes y también involuntarios pasajeros. Algunos se dedicaron a extrañas actividades en Transilvania. Algunos construyeron ferrocarriles en sitios inhóspitos. Algunos fueron secuestrados por extraterrestres y regresaron para contarlo.

Mi padre vivió en Groenlandia, en Sudán, en Indonesia. Mi madre acompañó a Hillary y a Norgay en las alturas del Himalaya. Mi padre inventó un sistema para sobrevivir a un cardumen de pirañas. Mi madre descubrió once especies de arañas venenosas, todas las cuales llevan su nombre. Mi padre tenía siempre un arma bajo el brazo, incluso mientras dormía. Mi madre no quería separarse de su botella de vodka, que sólo usaba con fines medicinales.

Y aquí, querido lector, es donde entro en el relato.

Desde pequeño aprendí que se debe avanzar antes que retroceder, luchar antes que rendirse, correr riesgos, apostar fuerte, ser más que valiente, temerario. El día de mi nacimiento mi padre partió a dar la vuelta al mundo en globo. Cuando cumplí un año, mi madre descubrió cavernas en lo profundo del África que se extendían por mil quinientos kilómetros.

Cuando tuve dos años mis padres me entregaron a una tía para proseguir sus aventuras, y a partir de entonces jamás olvidaron enviarme una tarjeta anual para que supiera dónde estaban, qué nueva empresa acometían, qué límite dejaban atrás.

Durante mi educación primaria en una escuela de pueblo hubo parientes que lucharon en guerras injustas, volaron al interior de un tornado, construyeron máquinas esquizofrénicas. Luego pasé cinco años en un colegio secundario, descubriendo a cada momento que alguien con mi apellido exploraba el fondo del mar, salvaba a los gorilas de la extinción, descubría curas para enfermedades misteriosas.

Decidido a estudiar abogacía, encontré dificultades por la necesidad de trabajar mientras cursaba: los múltiples intereses de mis padres y el hecho de que rara vez estuvieran a menos de diez mil kilómetros de distancia les impedían enviarme dinero. Abandoné la carrera y empecé a trabajar en el mostrador de un banco. Allí permanecería treinta y dos años llenos de emoción, ya que periódicamente oiría noticias de mis primos, desde los trapecios más altos, los laboratorios más secretos, las fronteras más inestables.

Me casé con la secretaria del gerente, una mujer bonita y tranquila que comprendió intensamente el valor de la historia familiar. Con el tiempo compramos una casa y tuvimos dos hijos, a quienes instruí personalmente en los elevados estándares de nuestra familia. Ya de bebés tuvieron acceso a los archivos de fotos, las enciclopedias, los libros de viaje en que se mencionaba a quienes nos habían antecedido en la tarea de dejar huella en este mundo. Adopté el hábito de reunir los recortes de diario que hablaban de la parentela, y durante décadas nos sentamos cada sábado, por la tarde, a leerlos juntos.

Los dos se recibieron de contadores, tienen novia y trabajan de ayudantes en estudios del ramo.

Ahora que las décadas han ido quedando atrás, las canas cubren mi frente de nieve y los ojos ya no ven con la nitidez de otros tiempos. Pensar se ha convertido en un dificultoso laberinto. Las noticias del mundo exterior se fueron espaciando de a poco, hasta cesar por completo. No sé cuánto tiempo he vivido en una habitación sombría, cama, ventana y silla descoloridas, porque a partir de cierto día cada uno me ha parecido el primero.

Es en este punto, entonces, que ha llegado el momento de decir adiós. Por eso, a primera hora de la madrugada me levanté sin hacer ruido, me lavé la cara, me puse un sobretodo que alguien olvidó sobre mi silla, busqué la crema para el sol y una botella de agua y escapé de quienes se opondrían sin duda a mis designios.

A pesar de las dificultades para andar he llegado donde quería y he puesto rumbo al último destino. Ahora el sol brilla en un cielo despejado, la brisa me sacude el cabello, el ruido del agua me acaricia los oídos, y escribo esta línea final a bordo de una balsa a la deriva en el mar de las Antillas.

Vidas paralelas

A M. le gustaba escuchar los aviones, sobre todo al amanecer, cuando los otros ruidos de la ciudad les dejaban libre el aire y también la imaginación. Todavía en la cama, giraba la cabeza hasta tener el mejor ángulo para los oídos y disfrutaba de la aparición de las turbinas, el crescendo apenas perceptible, la ilusión de poder distinguir cuándo el avión despegaba y, un momento después, daba un giro a la izquierda para apuntar al río.

Había distintas clases de turbinas, aunque no podría precisar cuántas, ni qué las diferenciaba: cada madrugada parecían diferentes, compuestas por un conjunto nuevo de subruidos, distorsionadas por un conjunto nuevo de vientos y presiones atmosféricas, interpretadas por un conjunto nuevo de emociones y expectativas.

M. no sabía nada de aviones, salvo que a esa hora del día, antes de que todo lo demás empezara, practicaban su ejercicio especial para ella, el ballet monótono, el encanto sin razón.

Cada vez que se ponía a escuchar tenía la misma fantasía, o deseo, o terror: que el ruido de las turbinas se interrumpiera con un ruido de catástrofe, un choque, una explosión. No tenía idea de cómo sería ese otro ruido, cuán fuerte en relación con las turbinas, cuán largo, y ese desconocimiento era un obstáculo para perfeccionar la ilusión. “Tal vez”, pensaba M., “la catástrofe acaba de ocurrir, y simplemente no llegué a oírla”.

En la ventana de enfrente, a T. le gustaba crear ruidos de la nada, sintetizando sonidos en las tripas de la computadora, manejando con el mouse y el teclado un universo arbitrario que sin embargo solía mostrar inidicios del mundo de afuera. Los aviones eran su tema favorito: grandes jets, con turbinas mayores que un departamento sonando a lo lejos como un trueno constante.

Había logrado la imitación perfecta de ese ruido neblinoso en la distancia, y podía manipularlo para que se acercara o se alejara en la ilusión. Entonces jugaba a variarlo, a agregarle pequeños detalles que iban creando marcas y modelos de aviones de distintas épocas, distintas civilizaciones, distintos mundos. A veces eran aviones imposibles, aviones imaginarios, y otras eran aviones tan reales que casi saltaba a ver por la ventana el paso lento de una forma gris. T. no se documentaba, no buscaba el ruido verdadero, porque sabía que lo tenía en su interior, que podía extraerlo de las teclas y el mouse con la precisión de un sueño.

Pero T. quería ir más allá de ese poder creativo: esperaba tener los elementos suficientes para un día crear también la destrucción. Era difícil. Debía imaginar el ruido exacto de un choque, de una explosión, y su relación precisa con las turbinas. No necesariamente imitando la realidad, sino en sintonía exacta con esa fibra interna que parecía capaz de juzgar tales asuntos. El emprendimiento era tan complejo que aún no se atrevía a encararlo. Estaba claro que un fracaso inicial arruinaría las cosas para siempre, le quitaría ese carácter de espejismo que aún a él, el creador, lo envolvía. De manera que se armaba de paciencia y seguía explorando.

Sobre todo al amanecer.

Pronóstico

El sabio anciano se dedica a estudiar el clima. Huele el aire, observa la actitud de las ovejas, clasifica la nubosidad, mide el color de las hojas de los árboles, anota la dirección del viento, el comportamiento del río, el ruido del volcán, las figuras que forma la borra del café. Deja todo escrito en una tablilla, y un día más tarde agrega el comentario final: si ha llovido o no.

De esta manera desarrolla un método para predecir si el día siguiente será lluvioso o seco. Cuando el método parece estar a punto, hace su primera predicción.

—Mañana lloverá —anuncia para sí mismo, solo en las profundidades del valle donde vive.

Al otro día no cae ni una gota de agua.

El sabio revisa cálculos y estadísticas, ajusta las conclusiones, y dice:

—Mañana estará seco.

Al otro día llueve un poco. Apenas, pero llueve.

Nuevos ajustes, nuevas precisiones, día tras día. Y día tras día el pronóstico fracasa. Así, sin cambios, transcurren tres meses.

Entonces, a los cien días de predicciones fallidas, el sabio ve la luz: en una situación así, un cien por ciento de error equivale a un cien por ciento de éxito.

Alborozado, corre a la ciudad y pide audiencia al rey.

—Su Majestad —anuncia—, tengo un método infalible para predecir lluvias y sequías.

El rey, siempre interesado en cuanto pueda beneficiar la recaudación de impuestos, acepta que el sabio haga una demostración.

El sabio saca sus tablillas, hace los cálculos necesarios, agrega un poco de danza y ritual para los ojos presentes, y llega a la conclusión de que, según su método de predicción, al día siguiente estará seco.

—Mañana va a llover —anuncia entonces, con grandilocuencia.

Al otro día el cielo está despejado. No cae ni una gota.

El sabio se rasca la cabeza. Es la primera vez que el método falla. Vuelve a hacer ajustes, y cuando el rey lo llama, explica:

—Su Majestad, el error se debe al cambio de valle. He olvidado tomar en cuenta que ya no estoy en mi casa, sino en esta magnífica ciudad, donde las condiciones del tiempo son otras. Ahora haré una predicción correcta.

El rey, paciente, decide escucharlo otra vez.

—Mañana estará seco —dice el sabio.

Pero llueve.

El rey, temiendo alguna clase de complot, manda a sus espías a revisar las tablillas del sabio. Así se entera de que, por algún motivo para él incomprensible, el sabio le ha estado diciendo lo contrario de lo que su método anunciaba.

Tiene dos opciones: puede hacer decapitar al sabio, por engañarlo; o puede seguir escuchando sus pronósticos, aprovechando lo que al parecer es un notable logro científico, y actuar de acuerdo a lo contrario de lo que el sabio anuncie.

Sin duda, la segunda opción será mejor para la recaudación de impuestos que otra cabeza separada del tronco.

El sabio, que no se ha enterado de la presencia de espías en su casa, acude a ver al rey lleno de temor. Pero el rey sonríe y le anuncia clemencia. El sabio, entonces, repite sus cálculos, llega a la conclusión de que habrá sequía, y dice:

—Mañana va a llover.

De esta manera, el rey se convence de que al día siguiente estará seco, y prepara una excursión campestre para sus ocho mil setecientos cortesanos.

La lluvia intensa lo arruina todo.

Tras decapitar a los espías, pues con algo debe calmar su rabia, el rey envía nuevos emisarios a la casa del sabio. Un poco atemorizados, los emisarios confirman lo que se sabía hasta el momento. El sabio no ha cambiado de método.

Decidido a insistir cuanto sea necesario, el rey vuelve a llamar al sabio.

—Mañana estará seco —anuncia el sabio con un hilo de voz.

Si el sabio dice eso, piensa el rey, es que su método le indica que lloverá. Por lo tanto, yo debería creer que lloverá. Pero eso falló, de manera que sin duda estará seco.

Otra vez organiza el gigantesco día de campo. Y otra vez quedan todos pasados por agua.

Cada cosa tiene su límite. Durante la noche siguiente hay actividad en la plaza mayor, donde, al amanecer, una cabeza anciana y desprovista de cuerpo empieza a presidir lo que será una semana entera de sol radiante.

Empezó la noche de un viernes

Empezó la noche de un viernes, sin darse cuenta, cuando cruzó la calle delante de un Fiat Uno blanco que venía a toda velocidad. La conductora del Fiat pegó un volantazo de último momento, empezó a frenar unos metros después de haberlo pasado, gritó algo por la ventanilla abierta y acabó yéndose como había venido, sin perdonar a los neumáticos.

Cuando llegó a la otra vereda supo que había descubierto algo.

A la mañana siguiente cruzó frente a un Volkswagen Polo de color más rojo que la sangre. No venía tan rápido, pero pasó más cerca. El conductor ni siquiera reaccionó.

Se quedó unos instantes en la vereda de enfrente, y en cuanto vio venir una camioneta Isuzu negra se preparó. Midió los tiempos, y a último momento saltó hacia adelante. Pasó justo. Nadie habría podido medir la distancia entre el paragolpes y su rodilla izquierda. A bordo de la camioneta iba una mujer con dos chicos. Tocó un bocinazo tardío, giró en dirección contraria, estuvo a punto de llevarse un árbol por delante y paró a media cuadra de distancia.

Hasta ese momento, la mejor experiencia.

Durante los días siguientes corrió frente a varios modelos de Renault, Ford, Chevrolet. Apenas esquivó un Honda. Estuvo a punto de caer bajo un viejo Opel. Ensayó, con poca emoción, una Harley Davidson que casi terminó estrellándose. Cuando ya todo parecía hecho, se le ocurrió empezar con las avenidas de doble mano.

Eligió otro Fiat Uno, también blanco, que venía a bastante velocidad por el carril de la izquierda. Corrió, pasó justo, y se detuvo en seco medio metro después, midiendo las distancias con toda exactitud porque por la mano contraria venía una manada de metal con ganas de sangre.

Un éxito. Varios conductores gritaron. Hubo bocinazos que rivalizaron con las frenadas a ver cuál hacía el ruido más fuerte. Y todo mientras él respiraba agitado en las líneas amarillas.

Lo siguiente fue un colectivo. El 113, que venía pidiendo espacios libres desde un par de cuadras más allá, pasando semáforos casi rojos. Fue fácil. El colectivero ni siquiera cambió el rumbo, ni pisó el freno, ni tocó la bocina.

Ahora tenía por delante un universo nuevo. No sólo cada línea de colectivos, sino toda clase de combinaciones entre colectivos y calles y avenidas de diversos anchos. Y luego de a pares: un colectivo y una camioneta. Y tríos: una moto entre un auto y un colectivo.

Las promesas de una larga y provechosa carrera le dieron vértigo.

Terminó de poner la primera hilera de azulejos

Terminó de poner la primera hilera de azulejos y empezó con la segunda. Once azulejos por hilera en la pared desnuda, unos dos metros de largo. A su espalda, el lavatorio y el espejo. A la derecha, el inodoro. Sobre su cabeza, ahora que estaba agachado junto al lado izquierdo de la pared, cerca de la puerta, una barra blanca para colgar toallas.

Dio tres golpecitos en un azulejo para fijarlo. El ritmo involuntario le recordó una canción de los años setenta, a la manera extraña en que la música suele irrumpir en la conciencia de las personas, y sin querer se puso a silbarla. La canción se asociaba a una novia que había tenido, a una noche conmovedora en que ambos habían aprendido varias cosas. De manera que convirtió el silbido en tarareo, el tarareo en palabras entrecortadas, y llegó a cerrar los ojos por un momento.

Ése fue el error. Demasiada distracción. Cuando volvió a abrir los ojos la pared se había alargado al menos medio metro.

Mientras la canción se perdía en el aire, dejó la cuchara de albañil en el piso y cerró los puños con fuerza. Miró a un extremo de la pared y luego al otro, tratando de contenerlos. La expansión se detuvo, pero ahora había tres azulejos más en la primera hilera, la terminada. Aspiró hondo, parpadeó una sola vez y golpeó los puños cerrados uno contra otro.

Le pasaba cada vez con más frecuencia, esto de distraerse y dejar que las cosas se salieran de carril. Por ejemplo el día anterior, cuando iba manejando y el acelerador cambió de lugar con el freno. También poco antes, cuando las ventanas de la casa empezaron a desplazarse por las paredes siguiendo al sol. Y cuando los ravioles con salsa de tomate se convirtieron en cucarachas ensangrentadas, cuando los vecinos empezaron a hacer ruido a cualquier hora, cuando las estrellas se realinearon en un gran triángulo, cuando la gente empezó a tirar la basura en la calle, cuando los troncos de los árboles se inclinaron veinte grados hacia el sur. Cuando hizo frío en primavera, cuando un avión voló hacia atrás, cuando los bomberos pasaron tres noches seguidas. Cuando el diario trajo la foto equivocada, cuando los pantalones le quedaron cortos, cuando los chicos de la escuela dejaron de gritar. Cuando el repartidor de pizza rechazó la propina, cuando las baldosas se hundieron bajo sus pies, cuando llovió sin nubes. Cuando el tren llegó tarde, cuando el televisor se dio vuelta para enfrentar la pared, cuando los perros de al lado ladraron toda la mañana. Cuando dejó de necesitar anteojos, cuando el teléfono sonó y no era nadie, cuando el ascensor anduvo hacia el costado. Cuando aparecieron los semáforos, cuando los libros se hicieron caros, cuando la harina se puso blanca.

Había podido controlar muchos de estos eventos. Pero otros se le habían ido de las manos, hasta extenderse por el mundo y, de alguna manera, convencer a los demás de que eran normales. Ahora, sin ir más lejos, si no se concentraba al límite de su capacidad, no sólo podía seguir el ensanchamiento de la pared sino que había riesgos de que se propagara a otras paredes, otros edificios, a la ciudad entera.

Abrió los puños, apoyó las palmas en el cemento e hizo algunos movimientos que sólo él conocía. No estaba seguro de que fueran útiles, pero se había acostumbrado a repetirlos, necesitaba el ritual para mantenerse en foco. Así, lentamente, redujo la pared en el ancho exacto de un azulejo, luego dos, y por último los tres que se habían sumado. Entonces bajó los brazos y se relajó. Le dolía el cuello por el esfuerzo. Inició un movimiento circular de la cabeza, primero hacia abajo, luego hacia la derecha, hacia arriba y atrás. Y ahí, cuando los ojos apuntaron a lo alto, se quedó quieto, mientras el sudor frío le llenaba la frente.

El techo se había ido a siete metros de altura.

Pelea

Están los dos de pie en el living de su casa, quietos, él cerca de la ventana y ella cerca de la puerta. Sólo mueven la boca. Por momentos se los ve desde arriba, como si el departamento tuviera diez metros de alto, y por momentos desde el piso o las paredes.

A espaldas de ella aparece un flash amarillo y rojo. Ella grita:

—¡Ataque mega cliché!

Entre ambos se forma una columna de humo, y de la columna surge un letrero gigantesco, que avanza y le golpea a él la cabeza. El letrero dice “Todos los hombres son iguales”. Doblegado por el dolor, él esconde la cabeza bajo ondas de cabello verde.

—Aahhhh —grita—. Eeeehhhhh. Aaaaahhhhhhh…

Cuando el humo se acaba, el cartel desaparece en el aire.

—Eso ha sido traicionero —dice él, agitado. Se lo ve de cerca: dos ríos de lágrimas le recorren las mejillas—. No tenía mis armas preparadas. Pero ahora…

Hace una pausa. Las lágrimas dejan de fluir. Levanta la cabeza, parece mucho más alto que antes. Un fondo parecido a una cascada de estrellas se desliza detrás de él, donde estaba la ventana. Levanta el brazo derecho y grita:

—¡Ataque hiper lógico definitivo!

Ella lanza un prolongado alarido:

—Oooooooohhhhhh…

Ha quedado sumergida en una especie de pantano gris, del que surgen dedos delgados y largos en actitud acusadora. Del fondo del pantano surgen voces cavernosas. “Lo que dije fue que”, empieza una. “No malinterpretes mi”, sigue otra. “Si lo piensas bien”, dice una tercera. Son muchas Se interrumpen entre sí. Ella se tapa los oídos y aúlla hasta que el pantano desaparece.

—Esto no es verdad —repite mientras tanto para sí misma, como si estuviera leyendo un libreto—. Es una ilusión creada por poderes que quieren librarse de mí. Debo mantener mi cordura y responder con el mayor ataque que las Bestias Familiares han puesto a mi disposición.

Ahora es su turno. Las cejas se le han convertido en dos líneas rectas que bajan oblicuamente hacia la nariz. El cabello escarlata gira alrededor de su cabeza respondiendo a vientos impredecibles. Una luminosidad creciente va creando contraluces en su ropa. Alza el brazo izquierdo, y de pronto tiene un rayo en la mano. Grita con toda la potencia de su voz:

—¡Ataque golpe bajo atómico!

El rayo parte hacia el techo y allí explota como un mundo de fuegos artificiales. De inmediato aparece el retrato tridimensional de una mujer mayor, inmensamente grande, una montaña. Ambos miran hacia arriba, ella con expresión de triunfo. Él, aterrado.

—Aaaaaaaahhhhhhhhh… —grita él, cerrando los ojos y tratando de cubrirse la cabeza. Pero es inútil, porque todos sabemos que el retrato tiene el poder de aparecérsele dentro de los párpados.

El retrato sonríe con colmillos afilados. Tiene los ojos rojos.

—Mírate en ese espejo —dice ella, mientras tanto, culminando el ataque vencedor—. ¡Eres igual a tu madre!

Diario íntimo

Día 1

Me levanto de buen humor. Día templado. Desayuno, viaje. Trabajo sin novedades. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 2

Me levanto de buen humor. Día templado. Desayuno, viaje. Trabajo sin novedades. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 3

Me levanto de buen humor. Día fresco. Desayuno, viaje. Trabajo sin novedades. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 4

Me levanto de buen humor. Día fresco. Desayuno, viaje. Trabajo sin novedades. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 5

Me levanto cansado. Día fresco. Desayuno, viaje. Trabajo sin novedades. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 6

Sábado.

Día 7

Domingo.

Día 8

Me levanto cansado. Día fresco. Desayuno, viaje. Faltó el jefe. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 9

Me levanto muy cansado. Día fresco. Desayuno, viaje. Faltó el jefe. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 10

Me levanto muy cansado. Día fresco. Desayuno, caminata por huelga de transporte. Faltó el jefe. Regreso. Familia bien. Un poco de tele, y a dormir.

Día 11

Me levanto muy cansado. Día fresco. Desayuno, caminata por huelga de transporte. Faltó el jefe. Regreso. Familia bien. Corte de luz. A dormir.

Día 12

Me levanto muy cansado. Día fresco. Desayuno, caminata por huelga de transporte. El único en la oficina. Regreso. Familia bien. Corte de luz. A dormir.

Día 13

Sábado.

Día 14

Domingo.

Día 15

Me levanto muy cansado y con dolor de cabeza. Día tormentoso. Desayuno, caminata por huelga de transporte. El único en la oficina. Regreso. Familia con fiebre. Corte de luz. A dormir.

Día 16

Me levanto muy cansado y con dolor de cabeza. Día frío y nublado. Nada que comer. Caminata por huelga de transporte. Imposible entrar al centro. Regreso. Familia en cama. Corte de luz. Poco sueño.

Día 17

Me levanto muy cansado y con dolor de cabeza. Día frío y nublado. Nada que comer. Colaboro en las barricadas. Familia evacuada gracias a vecinos que huyen. Corte de luz. De noche, fuegos.

Día 18

Estoy muy cansado, con dolor de cabeza y los pies muy fríos. Día helado. Nada que comer. Colaboro en las barricadas. Hay pocas explosiones. Corte de luz y de agua. De noche, fuegos.

Día 19

Duermo casi todo el día. Apenas puedo abrir los ojos. Dolor de cabeza y pies muy fríos. Día helado. Nada que comer. Alguien me habla de las barricadas. Sin explosiones. Corte de luz y de agua. De noche, fuegos.

Día 20

Sábado.

La máquina

Escrito en colaboración con Luisa Axpe.

Había que meter un dedo en la máquina, esperar la luz verde, sacar el dedo y pasar un molinete. El encargado de seguridad, medio escondido tras los bigotes y los anteojos oscuros, se ocupaba de que nadie hiciera trampa. La identificación era necesaria, decían, por la seguridad de todos.

La cola iba despacio. Algunos dudaban antes de someter un dedo al escrutinio de los mecanismos internos de la máquina. Así como había quienes metían el índice de la mano derecha, otros, seguramente menos seguros de sí mismos, sólo confiaban al aparato el meñique de la izquierda.

Se contaban feas historias de ese sistema de identificación, pero nadie podía estar seguro de la verdad, porque nadie había visto gente rechazada.

El hombre del sobretodo gris, tercero en la fila, sacó por fin la mano del bolsillo. El puño cerrado, aunque no tanto como para suponerlo vacío, escondía algo. Ocultando sus movimientos de la vista del encargado, abrió el minúsculo paquete y reprimió un gesto de asco. El pulgar seccionado empezaba a ponerse gris, pero todavía tenía un aspecto casi normal.

Lo había ensayado muchas veces: esconder su propio pulgar dentro de la mano cerrada sobre sí misma y dejar asomar el pulgar ajeno, sin vida, como si fuera propio. Casi un truco de niños.

La mujer que estaba delante de él en la fila temblaba. Era el turno de ella. El encargado le habló con voz áspera:

-¿Otra vez acá? ¿Qué le dije ayer?

Ella trataba de responder pero los nervios se lo impedían. Alzó los brazos como pidiendo perdón, o tal vez para protegerse, pero no sirvió de nada. El encargado la empujó hacia un lado con la mano izquierda, mientras levantaba la derecha. Aparecieron dos policías armados y se llevaron a la mujer a rastras.

El hombre del sobretodo gris miró ese hueco inesperado donde había estado la mujer y pensó en dar media vuelta. Fue un momento, justo antes de que un joven que estaba tras él, distraído por los policías y la mujer que todavía no terminaban de irse, se lo llevó por delante y le hizo perder el equilibrio. Ahogando un insulto, el hombre del sobretodo gris cayó sobre el costado derecho. Abrió instintivamente la mano para frenar la caída, y el artilugio con el que pensaba engañar a la máquina salió rodando.

-¿Qué es eso? -preguntó el encargado. Otro policía se agachó velozmente y recogió el objeto-. ¡Guardias, a él!

Cuatro hombres con cara de simio llegaron dando grandes zancadas y lo levantaron en el aire, sujetándolo de ambos brazos y piernas. Al mismo tiempo, mientras lo transportaban en la dirección hacia la que habían llevado a la mujer, un hombre de guardapolvo blanco le cubrió la nariz y la boca con una gasa empapada en algún líquido de mal olor. La porción de mundo que veía desde esa posición -un techo abovedado a diez metros de altura, salpicado de claraboyas mugrientas, con un dibujo geométrico que no olvidaría jamás en su vida- se volvió negro y adquirió una cualidad aterciopelada, como mullida, hasta que ya no supo si estaba viendo el techo o el interior de sus propios ojos.

Despertó echado en el piso de una habitación desnuda, de paredes blancas. El techo era igualmente alto pero no tenía claraboyas, aunque sí una repetición exacta del dibujo geométrico. Trató de ponerse de pie y descubrió que todavía no era capaz de hacerlo. Se sentó, con la espalda apoyada en la pared.

Del lado opuesto había una única salida. La abertura estaba completamente ocupada por una máquina identificadora como la que había intentado engañar. En lugar del molinete había una puerta metálica, pero ahí estaban la luz roja y la luz verde, y sobre todo el hueco oscuro cuya única finalidad era recibir un dedo.

Se arropó con el sobretodo gris y pasó un largo rato mirando la máquina. No ocurrió nada. En la habitación no había agua, alimentos ni otro objeto que su propio cuerpo adormecido. El mensaje era claro.

La pared contra la que tenía apoyada la espalda era de un material fuerte pero no macizo. La golpeó suavemente con los nudillos y se quedó escuchando el sonido hueco. Parecía estar hecha con esos paneles que se usan en la construcción de casas prefabricadas. Era evidente que la habitación había sido agregada mucho después de la construcción del edificio. Una caja en todo el sentido de la palabra. Lo extraño era que pudiera verse el techo de mampostería con el dibujo original. Entrecerró los ojos para enfocar mejor, y descubrió un techo transparente, de vidrio o alguna materia plástica, que permitía ver lo que había más arriba.

Apenas hecho ese descubrimiento, todavía un poco embotado, alcanzó a oír un sonido rítmico que provenía de la pared. Un golpe, una pausa, un golpe. Una pausa más larga, otro golpe. Alguien, del otro lado, había oído sus primeros golpes y trataba de comunicarse.

Esperó a que la secuencia se repitiese, golpe, pausa, golpe, doble pausa, golpe, y entonces la imitó. Hubo unos segundos de silencio antes de que los golpes del otro lado reaparecieran, y cuando lo hicieron sonaban un poco más apagados. Tardó apenas un momento en darse cuenta de que ahora estaban un metro más allá, a la derecha. Se arrastró por el piso hasta donde parecía haber llegado la señal, y la imitó otra vez. Ahora casi no hubo demora: los golpes y pausas surgieron otro metro a la derecha, y un poco más tarde en el rincón donde la pared terminaba.

En ese rincón había un agujero muy estrecho, a diez centímetros del suelo, y en cuanto hubo dado los golpes correspondientes por el agujero apareció un tubo de plástico negro, del tamaño de los que vienen con un rollo fotográfico. No pudo ver qué lo empujaba del otro lado, porque en cuanto agarró el tubo el agujero quedó tapado con algo.

Sostuvo el tubo en la mano, lo sopesó, lo agitó junto al oído. Había algo adentro, algo blando, ni liviano ni pesado. Volvió a mirar en dirección a la máquina identificadora y sintió que ya sabía de qué se trataba.

Dudó antes de abrir el envase. Algo, en el orden del terror, le impedía satisfacer la curiosidad. Sin embargo, supo enseguida que no tenía opción. Tironeada por su pulgar, la tapa saltó con un ruido de botella descorchada. Pensó en los efectos especiales con que tratan de imitar en la radio los sonidos de la vida real, y que terminan por reemplazar a los verdaderos en la memoria colectiva.

El contenido del tubo estaba enrollado en algo que podía ser una servilleta de papel o uno de esos rectángulos de papel higiénico de los baños públicos, con una inscripción hecha a mano. No tenía alternativa: aunque no quisiera enterarse de qué clase de objeto se trataba, no podía dejar de leer el mensaje. Lo desenvolvió, y se encontró con lo que esperaba.

Leyó el mensaje, escrito con nerviosismo: “Soy la mujer que estaba delante de usted en la fila. Como se imaginará, no puedo usar esto; ya es tarde. Pero usted quizás tenga una oportunidad de hacerlo”. Por lo visto, no había sido el único en tratar de sortear la máquina con un dedo cadavérico.

Se puso de pie. Tenía una sensación eléctrica en la espalda y en los dedos de las manos, la corriente de una esperanza. Miró hacia los costados, hacia arriba, hacia adelante. Aspiró hondo. Avanzó hacia la máquina identificadora. Tomó el dedo mutilado entre el pulgar y el índice y lo acercó al agujero.

Entonces se detuvo, porque un pensamiento molesto acababa de crear un cortocircuito en su interior. ¿Cómo sabía esa mujer que él estaba allí? ¿Sería ella, realmente, quien le había pasado el tubo de plástico a través de la pared?

Con un movimiento rápido guardó el dedo en el tubo, el tubo en un bolsillo del sobretodo, y se echó en un rincón alejado de la máquina. Primero escondió la cara entre las manos, luego la alzó hacia el techo. Le habían tendido una trampa. Hasta ese momento no tenían otra cosa para acusarlo que la posesión de un dedo de cadáver. No era suficiente. Querían un delito mayor, querían que intentara pasar la máquina para tener con qué atraparlo para siempre.

Sacó el tubo del bolsillo y, gateando, lo llevó al hueco de donde lo había sacado. Cabía perfectamente, era como si hubieran hecho el agujero con una matriz del tubo. Ya no tenía ninguna duda: la escena había sido preparada de antemano. Lo introdujo hasta que la base redonda formó un solo plano con la pared. Después, lentamente, lo empujó hasta el otro lado.

Ésa era la actitud. Una provocación abierta. Nada tenía ya que ocultar, y nada de lo que hiciera cambiaría su destino. Animado por una energía repentina, se puso de pie. En dos pasos largos y rápidos estuvo frente a la máquina, y sin titubear introdujo donde correspondía su propio dedo índice. El de la mano derecha.

La puerta se abrió de par en par. Al otro lado había una luz enceguecedora. Imposible distinguir nada. Retiró el dedo, que no había sufrido ningún daño. Dio un paso y se apoyó en el marco de la puerta, tratando de acostumbrarse a la claridad. Luego, con mucha precaución, dio otro paso.

Fue gracias a esa prudencia que consiguió esquivar el primer disparo. Pero los siguientes dieron en el blanco.