[27/4/2002]
Estaba sentada frente a mí, con las piernas cruzadas. La pierna de arriba le daba patadas rítmicas al aire, como tratando de librarse de algo que iba y venía, iba y venía. Patadas enérgicas, un poco sorprendentes en alguien que por lo demás estaba en calma, miraba hacia ninguna parte y no tenía enemigos a la vista. En la punta de la patada había una mezcla de zapato y zapatilla, cuero negro con dos rayas blancas al costado, sin suela, con cordón. La parte de atrás, sobre el talón, era muy baja, así que a cada momento parecía que el zapato iba a salir despedido, y entonces iba a venir a parar más o menos a mis manos, juro que inocentes.
Tenía más de dieciocho años y probablemente menos de treinta y cinco, y ese tipo de labio superior que es grueso a los costados (pensar en Michelle Pfeiffer). Clavado en el lado izquierdo de la nariz llevaba una especie de botoncito plateado, del tipo que siempre me hace considerar si con algo así no se dificulta el sonarse los mocos. El pelo era apenas asimétrico: raya dos centímetros a la izquierda del centro, luego caída a dos aguas. Llevaba un pantalón negro barato, una campera verde de tela afelpada cara, una bolsa de tela azul y una bolsa de plástico rojo. En las manos, cruzadas sobre la bolsa de plástico, cinco anillos: cuatro plateados, uno negro. Un dedo de luto.
Estábamos en el subte, línea D, rumbo al centro. Los vagones eran raros, nuevos, nunca los había visto. Tuve la sensación nada desagradable de estar en otra ciudad. Me imaginé que de pronto la gente se ponía a hablar en otro idioma, y entonces la sensación decayó en algo un poco depresivo. Pero nadie hablaba. Eran las doce del mediodía, o mejor dicho un poco antes de las doce a la hora de las patadas, un poco después de las doce cuando la pateadora bajó en Facultad de Medicina o en Callao. Yo seguí hasta Tribunales.
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Vi la tapa de Página/12 en un kiosco: “LAS DOS CLAVES DE LA VAGINA” Qué raro, pensé, medio distraído: había leído Página/12 más temprano, y recordaría un título así. Entonces lo vi de nuevo. No decía “LA VAGINA”. Decía “LAVAGNA”. Lavagna es el nuevo ministro de economía, lo anoto ahora por si en unos días lo llego a olvidar.
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Los sábados al mediodía, sobre la avenida Corrientes, se puede comprar libros usados o de saldo, revistas, diarios. También se puede comprar golosinas, cigarrillos. Se puede ir a un bar, comer algo. Se puede mirar los grandes carteles de los teatros y, al menos en uno de ellos, sacar entradas. Una birome se puede comprar, también; yo compré una. Y nada más. El resto de los negocios está cerrado. Buscaba un anotador, o una libretita, porque tenía la urgencia de escribir un par de cosas: algo nuevo en mí, un paso más en este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás. Pero los sábados al mediodía, sobre Corrientes, está prohibido escribir; sólo se puede leer.
Con la nueva birome en el bolsillo fui al bar Ramos, donde me iba a encontrar con mi cliente. Mi cliente siempre llega tarde, de manera que ya me imaginaba escribiendo en las servilletas del bar mientras lo esperaba: desplegando una, apoyándola junto al café, escribiendo exactamente esto y esto otro (lo de la tapa de Página/12, por ejemplo; lo del dedo de luto). Así que fue una decepción verlo ahí: había llegado antes que yo. Me las arreglé para sonreír, saludarlo, sentarme, y de pronto ya había pasado el deseo de escribir. Me había puesto el sombrero de hombre de negocios.
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Tengo trabajo: un montón de revistas de crucigramas, avanzando de a cuatro en fondo, a la velocidad tremenda que impone el calendario.
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Después de la entrevista caminé de más, todavía buscando un anotador o una libretita para usar en el subte de vuelta. Así llegué por Corrientes hasta Libertad, y luego por Libertad hasta Lavalle. Durante los fines de semana esa entrada de la estación está cerrada. Tuve que seguir unos metros más y luego atravesar la plaza hacia Talcahuano. Eso me permitió ver algo que valía la pena:
Están arreglando algo en el techo del Palacio de Tribunales. A ambos lados de la entrada principal, sobre Talcahuano, donde las subidas y bajadas del edificio alcanzan su punto más alto, hay unos paneles métálicos que ocultan lo que se hace atrás. Por encima de los paneles del lado derecho, vistos desde la calle Libertad, asoman dos círculos idénticos a las orejas de Mickey Mouse.
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Abajo, en el andén, todos los negocios estaban cerrados. Uno de ellos, de CTI Móvil, tenía un cartel pegado en el vidrio de la puerta: sobre una hoja blanca, en la tipografía torpe de quienes usan PC para sus carteles pero no se ocupan del diseño, decía “BIENVENIDOS”. Adentro, un par de estantes, unas cajas vacías, algo parecido a un calefón.
Cerca del extremo del andén, una mujer tenía una pila de libros escolares. Después iba a comprobar mi sospecha: que los vendía a un peso en el subte. Los había apoyado en un tacho de basura, y estaba pasando las páginas del de arriba. Es sorprendente esa relación diferente que tienen con la basura quienes seguro que la han recorrido en busca de algo aprovechable. El tacho era un sitio perfecto donde apoyar los libros; la suma de alturas del propio tacho más la pila de papel hacia que el libro de arriba quedase, en relación con los ojos de la mujer, como algo apoyado en un escritorio queda en relación con quien se sienta a leer. La mujer era bastante baja. A mí, la misma combinación me habría producido dolor de cintura, como lavar los platos.
El subte vino bastante lleno, pero así y todo conseguí sentarme. Había otra mujer enfrente, muy delgada, mayor de treinta y probablemente menor de cuarenta y cinco. Tenía las manos apretadas entre las piernas flacas, y los labios muy cerrados, muy tensos, tanto que los músculos de la mitad inferior de la cara formaban un bajorrelieve complicado. No sé si trataba de evitar la entrada de algo o la salida. Los ojos se movían con rapidez, de acá para allá, casi sacudiendo a su paso el flequillo disperso que llegaba a la mitad de la frente.
Yo venía pensando en los crucigramas, así que el viaje se hizo corto. Bajé en Juramento, saliendo hacia atrás para usar la escalera mecánica. Algunas cosas han cambiado en esa cuadra: los precios de los CDs grabables, por ejemplo, que están al doble; y Tower Records, que se convirtió en algo así como la embajada de Marte, un sitio donde ya no hay motivos para entrar y donde se habla de cosas que uno ya no entiende y en las que no tiene interés.
A la vuelta también hay cambios; Free World, el tenedor libre, puso en la vidriera otro de esos carteles de aficionado a la ink-jet, con una leyenda que me pregunto si tendría sentido en algún otro país del mundo: “EN REPUDIO AL FERIADO BANCARIO Y A LA POLÍTICA DEL GOBIERNO, 2 X 1.” Eso sí, hay que descartar cualquier connotación sangrienta del “2 X 1”, cualquier amenaza posible. Se refiere a la cantidad de personas que pueden comer pagando una sola tarifa.
A esta altura, la Mágica Web ya no era como había empezado dos meses y medio antes. Ahora era “este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás”. De ahí en más: muy pocos links, mucha escritura.
Acababa de asumir Roberto Lavagna como ministro de economía. Era un desconocido, y con la situación de entonces no se me hubiera ocurrido pensar que duraría años en el puesto. La confusión al leer la tapa de Página/12 fue real, como todo lo que conté en este relato. Acá está el diario en cuestión.
La cosa de los crucigramas no prosperó.
Tower Records, por supuesto, cerró un tiempo después. También Free World.