Categoría: Otras épocas

Viaria

En una caja de papeles viejos encuentro esta hoja de cuaderno suelta, sin fecha. Por la letra y el estilo, la debo haber escrito en los setenta. Habrá sido el comienzo de un proyecto que no seguí, como tantos. El texto, que ocupa el frente y la primera línea del dorso, describe un mundo cubierto de vías de tren. Algo como Railsea, novela de China Miéville, publicada en 2012; o como Transmundo, historieta de Enrique Alcatena y Eduardo Mazzitelli, publicada como libro en 2013, escrita y dibujada unos años antes. Me hace gracia, porque en su momento me sorprendió que a Miéville, por un lado, y a Alcatena y Mazzitelli, por el otro, se les hubiera ocurrido lo mismo. Y resulta que…

(En caso de querer leerlo, click para agrandar.)

A veinticinco años del Campeonato Mundial de Juegos de Ingenio

En junio se cumplieron veinticinco años del First World Puzzle Team Championship que organizó Will Shortz desde la revista Games. En la foto aparece Will con nuestro equipo. Salimos segundos luego de los Estados Unidos, entre trece países participantes.

De izquierda a derecha: Will Shortz, Eduardo Abel Gimenez, Pablo Coll, Rodolfo Kurchan, Jaime Poniachik (capitán del equipo) y Lea Gorodisky. Gracias a Rodolfo Kurchan que se dio cuenta del aniversario redondo y subió la foto a Facebook.

Mi abuelo paterno

Mi abuelo paterno, Eduardo Giménez, en una foto sin fecha (probablemente de los años ’20 del siglo pasado). No lo conocí. Murió el 30 de diciembre de 1942, cuando mi padre tenía 18 años. Fue obrero textil.

Correo de Imaginaria

[19/4/2003]

Entre 1978 y 1980 tuve una sección en la revista Expreso Imaginario que se llamaba “Correo de Imaginaria”. Era una página con textos de ficción breves, donde Imaginaria era una región… bueno, imaginaria.

Con el tiempo (las décadas, digamos) me fui dando cuenta de que en realidad se trataba de escritos para chicos, aunque no fuera consciente de eso al escribirlos. Así, en 1999, cuando Roberto Sotelo y yo buscábamos un nombre para el website sobre literatura infantil que estábamos planeando, Imaginaria fue una opción bastante natural.

Ahora acabo de encontrar la carpeta donde guardaba los originales de aquella sección, incluyendo algunos que quedaron inéditos. Estoy pensando en digitalizarlos y ponerlos en la Web, aunque tengo problemas de tiempo y energía para hacerlo. Pero aquí va un comienzo, uno de los textos publicados en la primera entrega de Correo de Imaginaria (Expreso Imaginario N° 27, octubre de 1978):

La torre de hacer ruido

En Imaginaria hay una torre que se llama La Torre de Hacer Ruido. A ciertas horas del día los imaginarianos pueden subirse a la torre y hacer todo el ruido que se les ocurra.

Para eso la torre cuenta con muy buen equipo: bocinas, motores, platillos, máquinas enormes que no hacen nada más que un ruido descomunal. Allí los imaginarianos tienen planchas de acero, martillos, tambores, yunques, trompetas, máquinas estampadoras, sala de gritar, sirenas y pulidoras. También pueden llevar su propio equipo, si lo tienen, o sugerir nuevas ideas para hacer ruido en un libro que hay en la planta baja.

Sin embargo, no hay ninguna ciencia que estudie el ruido ni cómo mejorarlo. Por lo general, los imaginarianos están bastante conformes con el ruido que ya consiguen hacer, y no quieren saber nada con progresos técnicos o científicos que sólo servirían para aumentar sus necesidades.

Por supuesto, la torre es tan alta que desde la ciudad no se oye nada. Y nadie hace preguntas cuando un imaginariano entra con un paquete a la espalda, toma el ascensor y sube más allá de las nubes.

Grabaciones

[11/4/2003]

Estaciona el Renault 6 frente al estudio de grabación de Villa Adelina, abre la puerta trasera y saca una guitarra, un charango, un xilofón, un metalofón, una flauta dulce contralto, una flauta dulce soprano, una flauta dulce sopranino, un pandero, un derbake, una aceitera de metal, un triángulo, unas castañuelas, una botella vacía, una carpeta con anotaciones, una pandereta, unas maracas, un bombo, un metrónomo, una cortina hecha con trozos de caña. Veinte años después soy yo y escribo esto.

[11/4/2013]

Treinta años después sigo siendo yo. Creo.

En el medio subí a la Mágica Web, y luego a Archive.org, toda la música que grabé en ese estudio, con Lito Vitale como técnico. Fueron dos cassettes, en aquellas épocas cuando Internet y los mp3 quedaban todavía muy lejos. Acá los links para escucharlos. (En la Mágica Web hay muchos más datos, tema por tema.)

Juegos imposibles (1983) en la Mágica Weben Archive.org
Otros lugares (1984) – en la Mágica Weben Archive.org

De pesca

[1/4/2003]

Mi padre fabricó una caña de pescar a partir de una caña común: la cortó, le quitó algunas asperezas y le ató una tanza. Era un gran proyecto para mis ocho o nueve años, ir de pesca por primera vez en la vida. Lo que más me gustó fue la boya roja que mi padre compró en una casa de pesca, además de un par de anzuelos de distintos tamaños.

Me explicó todos los secretos de la pesca, que se podían resumir así: el pez, atraído por la carnada, va a comer y entonces se queda enganchado en el anzuelo; al tirar de la tanza alerta al pescador, que debe sacarlo del agua.

¿Carnada? Mi padre escarbó en el jardín y sacó varias lombrices, que movían la cola como si esperaran una oportunidad en la vida. Las metimos en una lata antes de que se dieran cuenta de nada.

Fuimos a la Costanera, que por entonces solía dar al Río de la Plata, los dos solos. Sacamos la caña, mi padre selló la suerte de una lombriz ensartándola en el anzuelo y lanzó anzuelo, lombriz y boya al agua. Yo estaba tan excitado que me puse a saltar alrededor de él y, sin querer, le di una patada a la lata de lombrices y la tiré al agua.

Hasta ahí llegamos con la pesca. Mi padre no dijo nada. Pero por algún motivo ni él ni yo volvimos a intentarlo. Así empieza la historia de mis culpas.

Castelar

[13/3/2003]

Estoy en Castelar, esperando el 136 para volver a casa, hace treinta años. Acabo de salir de lo de mi novia, a las diez o las once de esta noche de invierno. La calle está vacía: ni autos, ni peatones. Hace frío en la parada del colectivo, así que tengo que moverme, patear el piso, apretar las manos en los bolsillos.

Hay pocas luces, tan débiles que no generan sombras. Sé por experiencia que cuando el colectivo aparezca se verá como un fuego artificial, una calesita, un OVNI apurado a tres o cuatro cuadras de distancia. De todas formas mantengo la mirada fija en ese rincón de la calle, apenas visible, de donde saldrá la bestia.

Pero no es el 136 lo que aparece. Viene un auto a toda velocidad. Sólo veo los faros, y eso durante un segundo, menos de un segundo, porque el auto pierde la dirección, da una vuelta sobre sí mismo y se estrella contra un árbol. Es un movimiento rápido, de izquierda a derecha, un rayo fulminante que se acaba mucho antes de que el ruido llegue a mí.

Estiro la cabeza hacia adelante, como para ver mejor. Ya no hay movimiento. Los faros del auto se apagaron. Tampoco hay ruido. En realidad ya no veo nada en ese lugar que queda tal vez a doscientos metros de mí. Parpadeo una vez. La calle sigue vacía. Parpadeo de nuevo. No se abre ninguna puerta, nadie sale a la calle, nadie se asoma por las ventanas ni grita ni llega corriendo ni enciende una luz para que todos podamos ver. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. La noche de invierno sigue su curso como todas las noches.

No estoy seguro de nada. Doy un paso o dos sobre el pavimento, pero tampoco desde ahí se ve lo que pasó. No viene nadie, no va nadie, no existe nadie más que yo en ese lugar, echando vapor por la boca, tal vez con un cigarrillo encendido en la mano, forzando los ojos para que miren donde no hay qué mirar.

Abandono la parada en dirección contraria al accidente. Camino hasta la esquina, y antes de doblar miro hacia atrás por encima del hombro. Sin novedad. Sigo caminando por el mundo vacío. Llego a la otra esquina, cruzo la calle y vuelvo a mirar hacia atrás. Media cuadra después hay otra parada. Me quedo allí, con la respiración agitada, esperando que el simple transcurso del tiempo cambie la historia. Hasta yo mismo llego a creer que vengo de otro lado, que si había algo para ver allá en la parada anterior yo no lo vi porque venía de otra dirección, o estaba todo el tiempo aquí.

Un minuto después aparece el circo sobre ruedas, el 136, como siempre, doblando por esa misma esquina que ahora niego haber doblado. Le hago señas. Para, subo, saco boleto. El colectivero está tranquilo, aburrido. No dice nada. Recorro el pasillo hacia al fondo. Nadie me mira. Los pocos pasajeros están sumergidos en sí mismos, pegados a las ventanillas, arropados en sus abrigos. No les ha ocurrido nada especial en los últimos minutos, ni tal vez en los últimos días, o meses, o en toda la vida.

Me siento atrás de todo. El ritmo de mis latidos se empieza a normalizar. Lentamente, con los años, me convenzo de que fue un sueño.

Traducciones bondadosas

[3/3/2003]

Nos gustaba escuchar música en inglés, pero no teníamos las letras. Era difícil conseguirlas a fines de los sesenta y principios de los setenta. Había que descifrarlas a puro oído, con el problema de que los cantantes tenían acentos más extraños que nuestras profesoras, decían cosas más raras, y en nuestro inglés había lagunas del tamaño de un océano. Así, era inevitable que las inclinaciones de cada uno influyeran en lo que decían nuestros héroes musicales.

Mi amiga era bondadosa. Sabía más inglés que yo, con lo que tenía la última palabra, y esa última palabra solía ser más benigna, más piadosa que la oficial.

Recuerdo dos ejemplos de canciones “malentendidas”, que por muchos años fueron increíblemente diferentes de la versión que el resto del mundo llamaba auténtica.

Una era Mean Mr. Mustard, de los Beatles, la misma que quien traducía los títulos de las canciones para la edición local había bautizado tan creativamente “Significa Señor Mostaza”. Según mi amiga, una parte decía: “His sister Pam works in a club. She never stops, she’s a good girl, oh!” Me llevó diez o quince años descubrir que el resto del mundo entendía otra cosa: “she’s a go-getter.”

La otra canción fue Just like a woman, de Bob Dylan. Mi amiga me explicó, porque yo a él no le entendía nada, que en el estribillo cantaba: “She takes just like a woman,/ She makes love just like a woman,/ She aches just like a woman/ But she prays just like a little girl.” Era conmovedor. Sólo el año pasado supe que ese mundo cruel que está allá afuera, empezando por el autor de la canción, no entiende “but she prays”. Entiende “but she breaks”.

La Jefatura

[25/2/2003]

El comedor era una habitación pequeña con una mesa servida para cinco en el centro. En medio de la mesa, sobre el mantel blanco, había un vaso de vidrio con dos flores artificiales. La ventana daba a un jardín, el jardín a un sendero de cemento, el sendero a una extensión de pasto verde y bien cortado, y el pasto a la alambrada. Más allá de la alambrada estaba ese mundo irreal en que la gente era libre.

La habitación recibía el pomposo nombre de casino de oficiales.

La puerta se abría a un pasillo, y justo enfrente había otro cuarto. Ahí pasaba yo largas horas luchando con la primera novela que leí en inglés, We can build you, de Philip K. Dick. La novela venía después de encerar los pisos de la Jefatura de esa minúscula, ignorada, inútil unidad militar. Ponía litros de cera, y la distribuía por medio de una enceradora que también esperaba la baja. Con ese olor daba lo mismo que las flores del casino no fueran de verdad.

Yo era uno de los seis soldados asignados a la Jefatura del lugar. Otro era un muchacho alto, rubio, con mucha calle y experiencia de mozo en lugares finos, al que el Jefe había rescatado para su servicio porque lo hacía quedar bien con los otros oficiales y algún invitado esporádico.

Se llamaba Víctor, o tal vez Jorge, no estoy seguro. Había traído su propia ropa de mozo, saco y camisa blancos, pantalón y moño negros, y se la ponía exclusivamente para el almuerzo. Llegaba la comida de la cocina, llegaban de a poco los cinco oficiales, y allí estaba Víctor o Jorge para dar jerarquía a la ocasión. Sabía plegar las servilletas de una manera especial, como un origami de tela. Sabía colocar los cubiertos a la manera de un restaurante de lujo. Sabía acomodar en los platos la comida militar para que pareciera comida civil. Y sabía pelar parcialmente las naranjas, cortando la cáscara en gajos o pétalos que luego curvaba sobre sí mismos y enganchaba en la base, con lo que se formaba una especie de flor que a los oficiales les encantaba.

También, y sobre todas las cosas, era el encargado de escupirles el café.

Es que estábamos condenados a las venganzas pequeñas, y, peor todavía, a sólo fantasearlas. Imaginar venganzas era un ejercicio más importante que el orden cerrado de las mañanas y el orden cerrado de las tardes, casi tan importante como el de pasar inadvertidos. Había que ser creativos, discretos, audaces, y luego saber disfrutar de cada idea aunque nadie, nunca, jamás la hubiera llevado a cabo.

Por eso tengo tan presente a Víctor o Jorge, y la ropa de mozo, y los rituales del almuerzo, por esa solitaria venganza exitosa: el café espumoso que nos aliviaba, nos redimía, nos devolvía algo de humanidad. El mejor momento del día.

Tapar con música

[19/2/2003]

Cuando me viene a la cabeza un recuerdo vergonzante lo tapo con música. De pronto me acuerdo de algo que hice o dije o pensé, generalmente muchos años atrás, de lo que me avergüenzo tanto que me resulta insoportable. Entonces aparece el DJ que tengo escondido y pone en mi interior música bien fuerte, bajo y batería, o mejor dicho percusión electrónica: algo intenso, monótono, a un volumen imaginario que impide por completo seguir pensando. La molestia se hace tan grande que a los pocos segundos me olvido de todo y ya estoy pensando en otra cosa.