[8/5/2002]
No eran siempre los mismos, ni en la misma cantidad. De pronto había ocho, pero algunos se iban y aparecían otros, y eran doce, y luego cuatro, hasta que sólo quedaban dos mientras en el fondo las hojas de otoño cambiaban de forma. Traté de contar cuántos eran en total, pero no podía distinguirlos con claridad: me parecieron catorce hasta casi el final, cuando descubrí que había nada menos que veinticuatro.
Se movían como si en eso les fuera la vida. Saltaban, corrían, giraban. Daban unos pasos con las piernas rígidas y lanzaban los brazos al aire, caían al piso y volvían a levantarse. Se abrazaban, se tomaban de las manos para lanzarse al aire. Dos estaban a punto de besarse y lo impedían, se alejaban, pero volvían a acercarse como si los uniera algo invisible. Alguien andaba de costado, como un cangrejo de dos patas, en busca del abrazo de algún otro que a su vez ya se había disparado en distintas direcciones.
A veces se sentaban en el suelo, o se echaban a descansar en una u otra posición. Entonces se les veía la respiración acelerada, el ensancharse y angostarse repentino de pecho y abdomen. Pero aún así estaban atentos, con los músculos preparados, a punto de saltar otra vez en cuanto llegara la señal. Sin aviso nos miraban, me miraban, y en la mirada yo comprendía algo esencial para la situación: en ese instante y de esa manera, esta gente era feliz.
Había hombres y mujeres, todos con camisetas musculosas, hombros al aire, pechos expandidos, brazos de escultura griega. Todos hermosos, radiantes, perfectos. Los hombres llevaban pantalones largos, las mujeres faldas que hacían volar en curvas cada vez más difíciles. Casi siempre andaban de a dos, se complementaban en ejercicios que hasta parecían dolorosos pero que llevaban adelante con sonrisas, brillo en los ojos, manos abiertas.
Me alegraba verlos. No con la misma felicidad de ellos, nunca con esa intensidad, pero me alegraba. Daban ganas de respirar a ese ritmo, de moverse con esa determinación, de saber tan idealmente dónde ir, qué hacer, qué esperar de los otros.
Claro que en la vida real no hay violines que ayuden tanto.
(Las 8 estaciones, espectáculo de danza dirigido por Mauricio Wainrot en el Teatro San Martín.)
Encontré un breve artículo de Mauricio Wainrot sobre su obra. Incluye fotos.