[15/5/2002]
Venía caminando por una callecita de Belgrano, cuando las ganas de ir al baño se hicieron insoportables. Ahí nomás había un boliche medio viejo, medio sucio, medio pobre, aunque con puerta de vidrio, donde nada era anaranjado, verde o rojo, que son los colores de moda en los bares. Así que entré, pensando que en un lugar así no me mirarían con cara rara.
Enseguida me inundó el olor a grasa. A las once y media de la mañana ya era un olor infeccioso. Lo menos que transmitía era la peste negra. Pero ya no podía elegir, estaba lanzado, mi vejiga había quemado las naves y sólo permitía seguir en una dirección.
En estos casos soy muy amable:
—Buenos días —dije—. ¿Puedo usar el baño?
Al otro lado del mostrador había un hombre al que nunca le compraría nada comestible. Tenía ojos desconfiados, y se protegía del mundo inclinado hacia adelante, con un codo apoyado en la madera y la mano contraria en la cintura. Llevaba sin dignidad una operación en el labio superior, donde la barba no crecía, al menos no tanto como en el resto de la cara. Había unos dientes por ahí, en algún sitio, y era mejor desviar la vista hacia otro lado.
El especialista en grasa me miró de arriba abajo, ladeó la cabeza con esa expresión justa que yo había tratado de evitar, y terminó sacando la mano de la cintura para hacer un gesto displicente hacia atrás. Al mismo tiempo dijo esta frase inolvidable:
—Por la escalera al infierno.
Miré hacia donde había señalado. Curiosamente, sólo había una escalera hacia arriba, y, al lado, un cartel que decía “Baños” y tenía una flecha que apuntaba en la misma dirección que la escalera.
—Gracias —dije, mientras me alejaba del codo, los dientes y la grasa.
Así que el infierno queda hacia arriba. Los escalones eran de madera, no estaban nada mal. Hasta crujían cuando pisaba. Tras una curva, en realidad un giro de ciento ochenta grados, quedó a la vista una terraza despejada, de baldosas rojas impecables, y más allá los edificios de enfrente, el rompecabezas de ventanas y balcones. Los baños estaban a la derecha.
La vejiga no me dejó satisfacer mi curiosidad con la terraza. Me hice a un lado para dejar pasar a un hombre que bajaba (cuya expresión debió indicarme algo sobre lo que estaba por venir, pero no soy tan bueno leyendo expresiones), y seguí adelante.
No había luz en el baño, excepto la que venía de la puerta entreabierta. Se vislumbraba el mingitorio, eso sí, lo suficiente como para no desistir de la tarea. Di un paso largo hacia la oscuridad. Splash. Ahí se me hundió la zapatilla en el infierno, que resultó ser acuático.
Hice lo que había que hacer, sin voluntad, por obligación. Bajé las escaleras. Agradecí otra vez a esos ojos que sospechaban de mi. Salí del bar. Seguí mi camino por esa calle, sin mirar atrás, convencido de que mi pie derecho iba dejando una hilera de huellas amarillentas.
muy bueno lo suyo!!!!!!!!!
Gracias, Ana. Es un placer.
loco, tu forma de escribir es igual a la mia, los sentimientos se manchan sobre una hoja y escribis, escribis, escribis…….
es un buen cuento yo de ti lo continuo y parece interesante.
¡me encanta es un buen trabajo! ¿q cuento has hecho más parecido a escalera al infierno?