[3/6/2002]
Ya son las diez de la mañana y todavía hay una niebla espesa, aunque no tanto como a la madrugada, con las primeras luces. A las siete y media casi no se veía más allá de la ventana.
Cuando el aire está así no me extraña que haya tantas leyendas. Salgo de caza con otros hombres y debemos gritar para saber que aún estamos sobre la tierra. Ese crujido en medio del bosque, esos filamentos, esa distorsión allá en el borde de la realidad: un hada. Claro. Y un unicornio, porque ¿es o no es un cuerno lo que está en la frente de aquel caballo que escapa, que tal vez no sea un caballo después de todo porque ruido de cascos no hay en la nieve blanca?
(Qué europeo es mi cerebro con esto de las leyendas. Son las que conozco, las que aprendí de chico. Hadas y unicornios. Espectros. Nieve en el suelo y las botas que se llenan de insectos blancos. La verdad es que sólo vi nieve de adolescente, en algún viaje de vacaciones. Y nieve urbana, en una ciudad, a los treinta y seis años, cuando fui a Montreal. Una experiencia, aprender a no resbalar en el hielo de las veredas.)
Pero esta niebla de ahora es algo raro. No hace frío realmente, dieciséis grados según los diarios de la Web, tan cerca del invierno. Un perro le ladra a la nada. Un colectivo hace ruido de raspado en la avenida Crámer. El mundo termina a menos de cien metros. Entre tantas cosas familiares, el grado de irrealidad sigue en aumento sin que importe lo que hagamos.