[14/6/2002]
A eso de la una el gentío en Burger King era impresionante. Tal vez por los precios, aunque aumentaron un diez por ciento desde la última vez que fui. O por la calefacción, aunque afuera la temperatura ya subía hasta unos cinco o seis grados al sol. O por las hamburguesas, aunque antes de probarlas no me sentía demasiado inclinado a creerlo.
La cuestión es que había colas de siete u ocho personas. Me puse en la más prometedora y decidí esperar. Allá adelante, los cajeros-despachantes-vendedores seguían su rutina preestablecida. Saludo, sonrisa, oídos atentos, “¿Desea agregarle queso por setenta centavos más?”, “¿Desea un postre?”, repetición detallada del pedido antes de abrir la caja, recepción del importe, entrega del vuelto, corrida veloz al pasillo a buscar una cosa, al otro pasillo a buscar la otra, a un rincón a sacar las papas, a otro rincón para armar la Coca, segunda repetición detallada del pedido durante la entrega, dos o tres agradecimientos en el camino. Impacientes, las cabezas de cada cola se balanceaban a izquierda y a derecha, mientras allá los ritmos se mantenían iguales a sí mismos, calcados del manual, mientras las cortesías y los reaseguros ocupaban su tiempo sin que importara la vida real.
¿Ellos tampoco, en Burger King, tienen plan B?