Sospechosos

[20/6/2002]

La mujer se detuvo a ver la escena. En una de esas descubría algo que más tarde pudiera revivir en Crónica TV. Miró el auto, miró a los sospechosos, miró a los policías. Nadie le prestó atención. Se fue protestando en voz baja.

Los policías eran tres, uno de civil y dos de uniforme con chaleco antibalas. Los sospechosos eran dos hombres y un auto. El auto, verde, bastante nuevo, bonito y probablemente inapropiado para ellos. Es que tenían aspecto de bolivianos, o al menos bien del norte, uno de ellos para colmo de alguna zona rural, y se sabe que esa gente debe ser pobre, inculta, debe vivir en lo más bajo de la pirámide social. Esa gente está obligada a ser invisible, a desaparecer detrás de sus trabajos miserables, esos que nosotros jamás haríamos porque son tan desagradables. Esa gente, se sabe, debe tener malas intenciones cuando se mezcla con los demás, porque lo natural es que estén con los suyos, allá lejos, con apenas un pase transitorio para recorrer nuestras calles, nuestros barrios, en caso de extrema necesidad como por ejemplo un caño roto en el inodoro. Esa gente debe habitar agujeros miserables, que nosotros no quisiéramos ni de letrina, porque de todos modos se dice que no sufre, no se da cuenta, no sabe apreciar lo bueno. Esa gente, de la que se dice que es tan predispuesta al robo, al alcohol, a la promiscuidad, a la violencia, debe mantener sus vicios lejos de nosotros. Esa gente no debe aparecer así, bien vestida aún para nuestros estándares, en posesión de un auto nuevo, frente a un restaurante en Belgrano R, y los policías, por supuesto, estaban verificando los detalles.

Abrieron el baúl, lo revisaron a fondo. Pidieron documentos, se los llevaron fuera de la vista. De pie junto al auto, en el lado de la calle, el más joven de los sospechosos movía la cabeza con una sonrisa forzada, como diciendo “no, no, no, no”. El mayor, en la vereda, sólo miraba, esperando. Evidentemente buscaban paciencia en rincones cada vez más chicos, donde era cada vez más difícil encontrarla. Llegaron dos más, sospechosos quiero decir: dos muchachos muy jóvenes, un chico y una chica. Deben haber preguntado qué pasaba, pero no vi que les respondieran. Los policías no prestaron atención.

En ese momento yo almorzaba con mi hijo a una ventana de distancia, en el restaurante Vivaldi, y a mi hijo la historia no le interesó en absoluto. Así que me perdí muchos momentos. Lo que vi fue el gesto de cortesía impostada con que el policía a cargo devolvió algunos papeles al sospechoso joven, lo último que ocurrió antes de que la autoridad, los encargados del mantenimiento del orden, con el paso seguro que da la fuerza, se fueran por donde habían venido.

Los sospechosos, ahora simplemente cuatro personas que volvían a la vida normal y a sus derechos, se subieron al auto con calma y dignidad. Crónica TV no vino. El auto arrancó. Cuando mi hijo terminó de contarme cosas de la escuela, pedí la cuenta.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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