[10/6/2002]
Me preguntó el por qué de este link (que sigue funcionando). ¿Quise hacer el juego de palabras? ¿Nada más que eso? No me entiendo.
[10/6/2002]
Me preguntó el por qué de este link (que sigue funcionando). ¿Quise hacer el juego de palabras? ¿Nada más que eso? No me entiendo.
[9/6/2002]
El ceño fruncido, las cejas enojadas, la frente con arrugas pensativas, el rostro adusto de tanto prócer en los cuadros no se deben a la firmeza de carácter. Se deben a la presbicia, que obliga a hacer esos gestos cuando uno no tiene los anteojos para leer.
[8/6/2002]
De noche, cuando cierro los ojos para tratar de dormir, se enciende el proyector. Un proyector confuso, extraño, que emite varias señales a la vez y se mueve demasiado rápido. El director y el editor de esas películas están locos: la mayoría no significa nada, no hay argumento, las cosas se repiten una y otra vez.
En ocasiones todo es más o menos tranquilo. Pero también ocurre que el remolino me absorbe, corregido y aumentado por una banda de sonido interna capaz de alterar los nervios de cualquiera.
Así aparecen cosas imprevistas, de las que luego me arrepiento. Anoche, por ejemplo, estaba caminando sobre una cuerda floja, con un gran palo en las manos para conseguir el equilibrio, entre dos terrazas de edificios, a muchos metros por encima de la calle. Yo no sé caminar sobre la cuerda floja. Y además tengo un poco de vértigo. Estaba condenado al desastre, así que me puse tenso y traté de cambiar de canal. Para qué. Había una de mí mismo caminando de nuevo por la cuerda floja, ahora sobre las cataratas del Niágara (porque alguna vez leí que alguien lo intentó, no sé si con éxito). Por supuesto, la cámara apuntaba hacia abajo, hacia el agua que caía y la espuma en el fondo. Tuve que abrir los ojos, estudiar el cuadrado liso del techo, pensar activamente en otra cosa.
Todo esto venía acompañado por la repetición incesante de “Quizás porque”, de Charly García.
Hace unos días conté sobre un par de carteles mal escritos. Ahora, Jorge Varlotta me escribe:
Habría que hacer un relevamiento de este tipo de carteles. Son deliciosos. Si es posible, fotografiarlos.
Hace unos años, en la cantina de un sanatorio mutual, me fascinó un cartel muy prolijo pegado a una columna junto al mostrador (y más me fascinó cuando entró al local una atractiva enfermera fortachona, creándome expectativas que fueron decepcionadas) (cito de memoria, pero lo esencial del texto es totalmente correcto):
“EL PERSONAL DEBE EXHIBIR SU CARNE”
El link a Mágica Web, como otros de esa época, lleva a la página del mes y no la del post (este es el link correcto). El post de los carteles mal escritos, acá en MW+X.
Pocos meses después, en noviembre de 2002, apareció el libro de Proyecto Cartele, que viene mostrando precisamente eso: fotografías de carteles graciosos. (El link, que hoy es válido, no es el mismo que aparece en el libro: ese ahora es cualquier otra cosa.)
[8/6/2002]
Ese capitán no pensaba en hundirse con su barco, sino en que su barco se hundiera con él.
Este es otro de los micro (muy micro) cuentos que se abrieron camino hasta llegar a El hilo, el libro que hicimos Claudia Degliuomini y yo. Antes aparecieron otros tres en MW+X: dos acá, uno acá.
Estas son las páginas correspondientes al de hoy (click para ver la imagen más grande).
[7/6/2002]
Es como no haberse visto nunca la cara en el espejo.
Desde mi ventana veo una variedad de edificios. Más que nada, las partes íntimas: un costado, un contrafrente, la pileta de natación, un pozo de luz, ventanas internas, la columna vidriada por donde pasa un ascensor. Pero no puedo ver mi propio edificio, este contrafrente donde tengo mi ventana. No sé cómo es. ¿Hay muchas plantas en los balcones? ¿Está sucio? ¿Parece pobre, o sólo más o menos? ¿Cómo es la ventana que está justo sobre la mía, tan cerca y tan definitivamente lejos de mí?
Si me tomara mis preocupaciones en serio, debería tratar de subir a una de esas terrazas, allá enfrente, y registrar mi pared, mi tablero de ajedrez vertical con casillas habitables, en una colección de fotos. O, mejor, videos, aprovechando que la cámara puede usar la mínima luz. Al sol, a la sombra. De día, de noche. Con las luces prendidas. Al amanecer, todavía a oscuras, cuando este yo se acerca a la cama de mi hijo para despertarlo y sube suavemente la persiana.
[7/6/2002]
De noche, las alarmas de los autos nos arrullan dulcemente cual grillos urbanos.
Me acuerdo que usé itálicas como un guiño para dar a entender que había una cuota de sarcasmo. Otro guiño, más enérgico, fue usar la palabra “cual” en vez de “como”, cosa que me tengo prohibida desde la más tierna infancia. (Igual que la frase “la más tierna infancia”.) La pregunta del millón, como siempre, es si esas cosas se entienden. O no, esa es la pregunta de los quinientos mil pesos, la del millón es: ¿importa mucho que se entiendan?
[6/6/2002]
Lo bueno, es decir lo satisfactorio, lo que de un modo u otro nos mejora como seres humanos, nos enaltece, nos hace desear este nuevo día que comienza, aquello, decía, que tiene calidad, que responde a necesidades auténticas y no a superficialidad mercadotécnica, lo verdaderamente bueno, si breve, si no excede el mínimo necesario para ser expresado, para transmitir su mensaje esencial, para tomar existencia propia sin rebosar en direcciones inexactas, porque aquí hablamos no sólo de las bondades sino de sus límites, eso, entonces, que cumple ambas condiciones, será dos veces, no exactamente, es una forma de hablar, una figura del lenguaje, una simplificación útil como tantas otras que nos hemos acostumbrado a usar en este mundo tan lleno de metáforas, más o menos dos veces, decía, bueno.
[6/6/2002]
En mi barrio debe haber setecientas cincuenta verdulerías. Los otros negocios decaen, cierran, caducan, se desmoronan, quiebran, se vacían, cambian de rubro, de dueño, de aspecto, se reciclan, desaparecen. Las verdulerías no. Las verdulerías permanecen firmes, aguantan el paso del tiempo, las crisis, las estaciones, reverdecen cada día, se ven prósperas, seguras, perennes, sólidas, verdaderos pilares de la comunidad. Es más, acaban de abrir una justo frente a mi edificio, y estoy seguro de que seguirá allí cuando todo lo demás haya muerto, llena de manzanas relucientes y naranjas pintarrajeadas.
Aquí pasa algo.
[6/6/2002]
A-BEKKER, BEL-COZVIJAR, CR-EZZELIN, F-IZZO, etcétera: las palabras del lomo en los distintos tomos de un diccionario que tengo frente a mí y no uso desde hace años. El mundo es algo desconocido, incomprensible, ajeno.
Sigo teniendo ese Espasa-Calpe, el viejísimo Diccionario Enciclopédico Abreviado. Pero ahora también tengo (recuperado de la infancia) el Diccionario Enciclopédico Quillet, que de alguna forma tiene un estilo más narrativo: A-Azzano, B-Compraventa, Comprender-Estucuru, Estuche-Historia, Historiado-Mamifero, Mamila-Patelar, Patelidos-Scheele, Scheer-Zywiec. El uso de mayúsculas/minúsculas es raro, porque se supone que las palabras no enciclopédicas empiezan en minúscula (así es adentro del diccionario). Pero lo más raro es que recién ahora, y hace casi medio siglo que conozco el Quillet, me doy cuenta de que dos palabras que llevan tilde no lo tienen.
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