[16/10/2002]
Eran las ocho de la noche y estaba lloviendo cuando fui a tomar el 151 rumbo a Palermo. Me tocó uno de esos colectivos que tienen pocos asientos adelante, la puerta de salida en el medio y una acumulación de asientos atrás. Los de adelante estaban casi todos ocupados, así que me fui al fondo, a sentarme en la penúltima fila.
Justo frente a mis ojos estaba la nuca de un hombre joven, rapado, vestido con remera blanca. En la base de esa nuca había tatuado un ojo, bastante realista, que me miraba mientras su dueño hablaba por celular.
—Estoy yendo para allá —decía—. No estoy llegando, pero estoy yendo.
Mientras tanto, era imposible dejar de mirar ese ojo. Más todavía, tuve que imaginar a una mujer (o a otro hombre) que acariciaba esa nuca, ese cuello, acercaba la cabeza lentamente como parte de un abrazo hasta apoyar la barbilla en el hombro, entrecerraba los ojos, miraba un poco hacia atrás y hacia abajo y descubría de pronto un dedo en ese ojo sorpresivo, un dedo aparentemente embadurnado de fluido ocular, y entonces gritaba de asco y temor, se alejaba a los saltos, destruía para siempre todo posible contacto.
—Estoy en el colectivo —decía el del ojo mientras tanto—. Voy para allá. Llegaré en unos diez minutos.
Entonces alguien se puso de pie más adelante, dejando libre el mejor asiento, el que queda justo tras la puerta del medio. Me mudé enseguida, un poco por el ojo y otro poco por la charla telefónica.
Diez cuadras después, la charla telefónica todavía continuaba, aunque desprovista de sentido por la mayor distancia y los ruidos del colectivo:
—Lero lera —sonaba— lerio yo uagaba rundia leroso yo única la verdad…
Hablaba todo el tiempo. Casi no paraba, como un mal actor que simula una conversación sin tomar en cuenta la otra mitad. El interlocutor del portaojo debía ser un experto de video game, de esos que consiguen acertar sus disparos (sus monosílabos) en los huecos de un píxel de ancho que deja la armadura enemiga.
—Luria lemiria sebande malcata vendría…
Pasaban las cuadras. También seguía lloviendo.
*
La charla terminó en la esquina de Niceto Vega y Bonpland. El silencio telefónico duró muy poco, el tiempo que tardó en sonar el celular de una mujer que se había sentado junto a mí.
—Hola —atendió.
Silencio.
—¿Viste? —dijo.
Silencio largo.
—¿Viste?
Silencio.
—Sí, sí.
Silencio, doble silencio.
—Viste.
Silencio. Tuve la impresión de que estaba presenciando, en diferido, el otro lado de la conversación anterior. Pero no, esta era demasiado breve:
—Bueno, te veo ahora —dijo la mujer, y cortó.
Enseguida llegamos a Scalabrini Ortiz, donde yo tenía que bajar.
*
Cruzando la calle delante del colectivo, que se había parado en el semáforo rojo, venían dos chicos. Uno le advertía al otro:
—No le toques la cola, eh. Cuidado. No le toques la cola.
Eran cartoneros. Llevaban un enorme carrito de supermercado muy cargado de papel. La cola en cuestión también esperaba el cambio de luz del semáforo: era la de un taxi.
Ojos que no ven, conversaciones que no se entienden.