Qué buena canción: Clem Snide, “Your favorite music”.
Your favorite music, well, it just makes you sad.
But you like it ‘cause you feel special that way.
Las risas del final, bueno, te ponen los pelos de punta.
Qué buena canción: Clem Snide, “Your favorite music”.
Your favorite music, well, it just makes you sad.
But you like it ‘cause you feel special that way.
Las risas del final, bueno, te ponen los pelos de punta.
La vida te pone los pelos de punta
Recorrió la habitación con el aerosol, rociando los rincones, los zócalos, encima de la cama, abajo de la cama, las dos mesitas de luz, las puertas del placard, el interior del placard, las molduras del cielo raso. Cuando terminó, trajo un tupper grande y unas pinzas de depilar, y empezó la búsqueda. Paralizados y corporizados por el líquido del aerosol, los pequeños fantasmas eran fáciles de atrapar. Abría por ejemplo un cajón del placard, metía las pinzas y sacaba uno o dos fantasmitas temblorosos y chorreantes, que iban a parar al tupper. Así y todo, le llevó no menos de una hora llenar el tupper de fantasmas. Ahí dio la cosecha por terminada.
Entonces fue a la cocina, cubrió el tupper con una película plástica y lo metió en el microondas. Bip, bip, bip: cinco minutos. Mientras pasaba el tiempo colgó la ropa lavada, puso agua para un café, fue al baño. Cuando los cinco minutos se cumplieron sacó el tupper y le quitó la película protectora. Ahora los fantasmitas parecían hechos de porcelana, con dos diminutos ojos negros pintados y el resto cubierto de barniz blanco.
Durante el fin de semana los vendería a dos pesos cada uno en la feria artesanal.
Soñé que quería ir a una exposición, una gran Feria como la del libro pero de otra cosa, no sé de qué. Subí a un taxi y le dije al conductor “A Toledo y Manila”, que era la esquina de esa Buenos Aires onírica en que estaba el centro de exposiciones.
Anduvimos un buen rato. Mientras tanto, yo pensaba en el nuevo disco triple que acababan de grabar los Beatles, del que tenía un ejemplar en casa pero que por algún motivo todavía no había oído. Entonces el primero de los discos empezaba a sonar en el taxi, una canción de Lennon. Por un momento pensé que le había dado el disco al taxista, e incluso que no me lo iba a devolver, pero nada de eso, era la radio, y por la mitad del tema un locutor estúpido se puso a hablar de algo.
El reloj del taxi marcaba siete pesos con cuarenta y nueve cuando el taxista paró en la esquina de dos avenidas empedradas, con mucho tránsito, sobre la mano izquierda. El lugar me resultaba desconocido.
—¿Es acá? —pregunté.
—¿Qué cosa?
—La exposición.
—No —dijo el taxista, que parecía un poco distraído—, la verdad es que no.
—Bueno, no importa. Puedo caminar un poco.
—Pero más bien tendrá que tomar un colectivo —dijo el taxista, mirando hacia una serie de paradas que se divisaban sobre la otra avenida, a nuestra derecha.
—¿Cómo un colectivo? —protesté—. ¿Tan lejos estamos?
—Qué barrio éste —dijo el taxista, o algo así—. ¿Sabe que acá la gente tiene pocos CDs o DVDs?
—No, no lo sé —respondí—. Por favor, dígame dónde es la exposición.
El taxista, que debía tener unos sesenta años y el bigote bien negro, siguió hablando de algo que ya no recuerdo, así que me bajé. El taxi no era negro y amarillo, sino negro y rojo.
—Qué loco está este tipo —dije, cuando ya no podía oírme.
Caminé unos metros hasta la otra avenida y paré un segundo taxi. Era una especie de Ford Falcon muy viejo, muy bajo, con una visera enorme sobre el parabrisas. Me senté como siempre en el asiento trasero, pero por algún motivo el taxista estaba sentado junto a mí, y en realidad era el asiento delantero, un lugar muy cómodo, muy agradable, tanto como la charla del propio taxista, de la que no me quedó nada.
Dimos vueltas durante un largo rato antes de que me diera cuenta de que no le había dicho dónde íbamos.
—A la avenida Toledo —dije.
—¿Toledo y qué? —preguntó el taxista, y entonces comprendí que me había olvidado completamente del nombre de la otra calle.
—No sé. Voy a una exposición que está sobre Toledo.
—¿Qué exposición?
Pero eso tampoco lo sabía. ¿Y ahora qué?
—¿Es muy larga la avenida Toledo? —le pregunté al taxista, pensando en ir a una punta y recorrerla cuadra por cuadra hasta encontrar la exposición.
Pero el taxista hizo un gesto desalentador.
—¿Me puede decir algunos cruces principales? —dije ahora, esperando poder reconocer la calle que había olvidado.
El taxista se puso a pensar. Pero entonces yo estaba hablando por teléfono con una amiga, a quien acababa de contarle el problema y me insistía en que al menos tenía que saber de qué exposición se trataba. El teléfono era en realidad unos auriculares. La cabeza me daba vueltas con ideas para descubrir a dónde tenía que ir, pero nada parecía efectivo. Además, me estaba quedando sin pilas.
En realidad, los Beatles no habían grabado ningún disco nuevo.
En una mesa del tenedor libre que está un poco adelante y un poco a la izquierda de mí hay una chica más bien gordita, linda, con un escote rojo completamente abrumador, y sobre la prenda roja un saquito negro abierto. Está con su novio. Cuando él se levanta a buscar algo de comida, ella se cierra el saquito como una monja. Cuando el novio vuelve, asoma otra vez el abismo bordeado de rojo.
Nuevas frases célebres, a veces mejores que las clásicas, surgen cuando se combina de a dos las preexistentes. Y no hablo del chiste fácil, la contradicción galopante, el surrealismo que acecha a la vuelta de la esquina.
Acabo de combinar sin mayor cuidado algunas de las muchas frases célebres que mi trabajo me exige coleccionar (para hacer sopas de letras y otros juegos con palabras), y como resultado, en pocos minutos, obtuve cosas que al menos merecen ser leídas:
[1/8/2003]
Un nuevo ejemplo de mimetismo en las playas argentinas
(También conocido como “mercado de pulgas de Mar del Plata”.)
Al teléfono, pidiendo unas empanadas de carne, aclaro:
—Por favor, que no sean picantes.
Cuando llegan y las probamos, pican. Gabriel interpreta:
—Seguro que te entendió “que nos sean picantes”.
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