Escrito en colaboración con Luisa Axpe.
Había que meter un dedo en la máquina, esperar la luz verde, sacar el dedo y pasar un molinete. El encargado de seguridad, medio escondido tras los bigotes y los anteojos oscuros, se ocupaba de que nadie hiciera trampa. La identificación era necesaria, decían, por la seguridad de todos.
La cola iba despacio. Algunos dudaban antes de someter un dedo al escrutinio de los mecanismos internos de la máquina. Así como había quienes metían el índice de la mano derecha, otros, seguramente menos seguros de sí mismos, sólo confiaban al aparato el meñique de la izquierda.
Se contaban feas historias de ese sistema de identificación, pero nadie podía estar seguro de la verdad, porque nadie había visto gente rechazada.
El hombre del sobretodo gris, tercero en la fila, sacó por fin la mano del bolsillo. El puño cerrado, aunque no tanto como para suponerlo vacío, escondía algo. Ocultando sus movimientos de la vista del encargado, abrió el minúsculo paquete y reprimió un gesto de asco. El pulgar seccionado empezaba a ponerse gris, pero todavía tenía un aspecto casi normal.
Lo había ensayado muchas veces: esconder su propio pulgar dentro de la mano cerrada sobre sí misma y dejar asomar el pulgar ajeno, sin vida, como si fuera propio. Casi un truco de niños.
La mujer que estaba delante de él en la fila temblaba. Era el turno de ella. El encargado le habló con voz áspera:
-¿Otra vez acá? ¿Qué le dije ayer?
Ella trataba de responder pero los nervios se lo impedían. Alzó los brazos como pidiendo perdón, o tal vez para protegerse, pero no sirvió de nada. El encargado la empujó hacia un lado con la mano izquierda, mientras levantaba la derecha. Aparecieron dos policías armados y se llevaron a la mujer a rastras.
El hombre del sobretodo gris miró ese hueco inesperado donde había estado la mujer y pensó en dar media vuelta. Fue un momento, justo antes de que un joven que estaba tras él, distraído por los policías y la mujer que todavía no terminaban de irse, se lo llevó por delante y le hizo perder el equilibrio. Ahogando un insulto, el hombre del sobretodo gris cayó sobre el costado derecho. Abrió instintivamente la mano para frenar la caída, y el artilugio con el que pensaba engañar a la máquina salió rodando.
-¿Qué es eso? -preguntó el encargado. Otro policía se agachó velozmente y recogió el objeto-. ¡Guardias, a él!
Cuatro hombres con cara de simio llegaron dando grandes zancadas y lo levantaron en el aire, sujetándolo de ambos brazos y piernas. Al mismo tiempo, mientras lo transportaban en la dirección hacia la que habían llevado a la mujer, un hombre de guardapolvo blanco le cubrió la nariz y la boca con una gasa empapada en algún líquido de mal olor. La porción de mundo que veía desde esa posición -un techo abovedado a diez metros de altura, salpicado de claraboyas mugrientas, con un dibujo geométrico que no olvidaría jamás en su vida- se volvió negro y adquirió una cualidad aterciopelada, como mullida, hasta que ya no supo si estaba viendo el techo o el interior de sus propios ojos.
Despertó echado en el piso de una habitación desnuda, de paredes blancas. El techo era igualmente alto pero no tenía claraboyas, aunque sí una repetición exacta del dibujo geométrico. Trató de ponerse de pie y descubrió que todavía no era capaz de hacerlo. Se sentó, con la espalda apoyada en la pared.
Del lado opuesto había una única salida. La abertura estaba completamente ocupada por una máquina identificadora como la que había intentado engañar. En lugar del molinete había una puerta metálica, pero ahí estaban la luz roja y la luz verde, y sobre todo el hueco oscuro cuya única finalidad era recibir un dedo.
Se arropó con el sobretodo gris y pasó un largo rato mirando la máquina. No ocurrió nada. En la habitación no había agua, alimentos ni otro objeto que su propio cuerpo adormecido. El mensaje era claro.
La pared contra la que tenía apoyada la espalda era de un material fuerte pero no macizo. La golpeó suavemente con los nudillos y se quedó escuchando el sonido hueco. Parecía estar hecha con esos paneles que se usan en la construcción de casas prefabricadas. Era evidente que la habitación había sido agregada mucho después de la construcción del edificio. Una caja en todo el sentido de la palabra. Lo extraño era que pudiera verse el techo de mampostería con el dibujo original. Entrecerró los ojos para enfocar mejor, y descubrió un techo transparente, de vidrio o alguna materia plástica, que permitía ver lo que había más arriba.
Apenas hecho ese descubrimiento, todavía un poco embotado, alcanzó a oír un sonido rítmico que provenía de la pared. Un golpe, una pausa, un golpe. Una pausa más larga, otro golpe. Alguien, del otro lado, había oído sus primeros golpes y trataba de comunicarse.
Esperó a que la secuencia se repitiese, golpe, pausa, golpe, doble pausa, golpe, y entonces la imitó. Hubo unos segundos de silencio antes de que los golpes del otro lado reaparecieran, y cuando lo hicieron sonaban un poco más apagados. Tardó apenas un momento en darse cuenta de que ahora estaban un metro más allá, a la derecha. Se arrastró por el piso hasta donde parecía haber llegado la señal, y la imitó otra vez. Ahora casi no hubo demora: los golpes y pausas surgieron otro metro a la derecha, y un poco más tarde en el rincón donde la pared terminaba.
En ese rincón había un agujero muy estrecho, a diez centímetros del suelo, y en cuanto hubo dado los golpes correspondientes por el agujero apareció un tubo de plástico negro, del tamaño de los que vienen con un rollo fotográfico. No pudo ver qué lo empujaba del otro lado, porque en cuanto agarró el tubo el agujero quedó tapado con algo.
Sostuvo el tubo en la mano, lo sopesó, lo agitó junto al oído. Había algo adentro, algo blando, ni liviano ni pesado. Volvió a mirar en dirección a la máquina identificadora y sintió que ya sabía de qué se trataba.
Dudó antes de abrir el envase. Algo, en el orden del terror, le impedía satisfacer la curiosidad. Sin embargo, supo enseguida que no tenía opción. Tironeada por su pulgar, la tapa saltó con un ruido de botella descorchada. Pensó en los efectos especiales con que tratan de imitar en la radio los sonidos de la vida real, y que terminan por reemplazar a los verdaderos en la memoria colectiva.
El contenido del tubo estaba enrollado en algo que podía ser una servilleta de papel o uno de esos rectángulos de papel higiénico de los baños públicos, con una inscripción hecha a mano. No tenía alternativa: aunque no quisiera enterarse de qué clase de objeto se trataba, no podía dejar de leer el mensaje. Lo desenvolvió, y se encontró con lo que esperaba.
Leyó el mensaje, escrito con nerviosismo: “Soy la mujer que estaba delante de usted en la fila. Como se imaginará, no puedo usar esto; ya es tarde. Pero usted quizás tenga una oportunidad de hacerlo”. Por lo visto, no había sido el único en tratar de sortear la máquina con un dedo cadavérico.
Se puso de pie. Tenía una sensación eléctrica en la espalda y en los dedos de las manos, la corriente de una esperanza. Miró hacia los costados, hacia arriba, hacia adelante. Aspiró hondo. Avanzó hacia la máquina identificadora. Tomó el dedo mutilado entre el pulgar y el índice y lo acercó al agujero.
Entonces se detuvo, porque un pensamiento molesto acababa de crear un cortocircuito en su interior. ¿Cómo sabía esa mujer que él estaba allí? ¿Sería ella, realmente, quien le había pasado el tubo de plástico a través de la pared?
Con un movimiento rápido guardó el dedo en el tubo, el tubo en un bolsillo del sobretodo, y se echó en un rincón alejado de la máquina. Primero escondió la cara entre las manos, luego la alzó hacia el techo. Le habían tendido una trampa. Hasta ese momento no tenían otra cosa para acusarlo que la posesión de un dedo de cadáver. No era suficiente. Querían un delito mayor, querían que intentara pasar la máquina para tener con qué atraparlo para siempre.
Sacó el tubo del bolsillo y, gateando, lo llevó al hueco de donde lo había sacado. Cabía perfectamente, era como si hubieran hecho el agujero con una matriz del tubo. Ya no tenía ninguna duda: la escena había sido preparada de antemano. Lo introdujo hasta que la base redonda formó un solo plano con la pared. Después, lentamente, lo empujó hasta el otro lado.
Ésa era la actitud. Una provocación abierta. Nada tenía ya que ocultar, y nada de lo que hiciera cambiaría su destino. Animado por una energía repentina, se puso de pie. En dos pasos largos y rápidos estuvo frente a la máquina, y sin titubear introdujo donde correspondía su propio dedo índice. El de la mano derecha.
La puerta se abrió de par en par. Al otro lado había una luz enceguecedora. Imposible distinguir nada. Retiró el dedo, que no había sufrido ningún daño. Dio un paso y se apoyó en el marco de la puerta, tratando de acostumbrarse a la claridad. Luego, con mucha precaución, dio otro paso.
Fue gracias a esa prudencia que consiguió esquivar el primer disparo. Pero los siguientes dieron en el blanco.
Quería saber qué es de Gabriel, mi chico preferido.
Gabriel está bien, Daniella. Muy ocupado con la escuela, los Pokemon, los BeyBlade y esas cosas. Visitando a sus amigos y visitado por ellos. Creciendo mucho. Está cambiando, pero eso no es novedad: lleva siete años y nueve meses, toda su vida, cambiando.
La semana pasada puse unos dibujos de él. Están por ahí abajo, y si no en el archivo de agosto 2003. ¿Los viste?
Los vi, sí, y me quedé con ganas de más… POr eso preguntaba.