Estoy haciendo cola en el Banco Nación

Estoy haciendo cola en el Banco Nación para presentar un formulario, pagar un impuesto, una de esas arrugas burocráticas de la vida. Delante de mi hay unas treinta y cinco personas, aunque me lleva un rato llegar a contarlas.

En cuanto me pongo al final de la cola, el hombre que está delante, que tiene puesta una remera anaranjada, se da vuelta y me dice:

—Hay una chica atrás mío que fue a hacer algo y vuelve.

—Está bien.

Casi al mismo tiempo aparece un muchacho joven, de camisa blanca y corbata negra, que se para detrás de mí y me pide que le guarde el sitio mientras va al piso de arriba. Me siento el jamón del sandwich. Se me ocurre que debería ir a preguntar si de veras esta cola es la que me corresponde, pero ahora no me puedo mover de aquí: ¿a quién le voy a decir que me guarde el sitio? ¿Al hombre de la remera anaranjada, que ni siquiera vio al muchacho de la camisa blanca y no va a poder reconocerlo si vuelve? Tres ausentes en hilera es demasiado. Cuando venga alguien más a ponerse atrás de todo va a tener serias dudas antes de aceptar que nada menos que tres personas se han evaporado en el aire pero pueden volver en cualquier momento. Suena a trampa de gestor.

Para complicar las cosas, el hombre de remera anaranjada mira el reloj y decide que se le hizo tarde. Se va, sin una palabra, sin una mirada. Ahora la que ha quedado a la deriva es la chica que él mencionó. Doy un paso hacia adelante y me acerco al siguiente de la cola, un hombre de al menos setenta y cinco años, con campera de colores claros.

De las profundidades del banco surge una mujer que echa un vistazo a la cola, parece no encontrar lo que buscaba y se para detrás de mí. Seguro que es la chica ausente. Podría decirle:

—Si vos ya estuviste en la cola, y le pediste a un hombre de remera anaranjada que te guardara el sitio, yo estaba detrás de ese hombre, que se fue, y si querés podés ponerte en este lugar.

Pero es demasiado complicado, y de todos modos la chica está a mis espaldas, donde me resulta fácil no mirarla.

El anciano que está delante de mí tiene el pelo gris y corto, y las orejas muy abiertas y manchadas. Las veo en primer plano, a unos treinta centímetros de mi nariz en dirección horizontal y otros veinte en vertical (porque es más bajo que yo). Parece el cuero de un animal, de dos colores, uno como piel blanca, y el otro marrón oscuro. Trato de no mirarlas, pero me atraen de manera irresistible. Como si se diera cuenta, el hombre gira la cabeza hacia mí. Me apuro a girar la cabeza yo también, pero el hombre me habla:

—La culpa es del que está arriba —y señala con el índice hacia alguna región por sobre nuestras cabezas—, que no sabe organizar las cosas.

—Es verdad.

Vuelta a contemplar las orejas manchadas. La chica que está detrás de mí se aburre y se va. Pero ahora que me fijo ya hay otras dos personas en la cola, atrás de todo. Del muchacho de camisa blanca y corbata negra, ni noticias.

Los mostradores del banco forman una gran ele: lo que sería el trazo vertical es largo, el trazo horizontal corto, y hay una patita adicional al término del trazo horizontal, que en una ele de verdad quedaría apuntando hacia abajo. Las dos cajas a las que lleva esta cola, números 1 y 2, están en esa patita. La cola recorre todo el trazo horizontal de la ele a unos dos metros de distancia, tropieza con los vidrios de la puerta del banco, que están en diagonal con el vértice de la ele, y continúa varios metros más a lo largo del trazo vertical. Ahí estoy yo, con la ele a mi izquierda y la puerta al frente y a la derecha.

Por el momento no hay más deserciones. Me había ilusionado con que media cola desapareciera frente a mí y así ganar tiempo. Pero no. El problema principal, sin embargo, no es ése: al parecer nadie termina de ser atendido. La gente que está en las cajas es la misma que cuando llegué, hace unos diez minutos. Si me dejara llevar por la información disponible (cero atendidos en diez minutos) llegaría a la conclusión de que el tiempo de cola será infinito.

—Esta es una de esas colas que no se mueven —dice otro hombre, que está delante del que tiene las orejas manchadas, y que acaba de dar media vuelta. El de las orejas manchadas responde algo que no entiendo, y el otro decide irse.

Un paso más al frente.

Allá arriba, el primer piso parece el pullman de los teatros: una plataforma elevada que ocupa más o menos la mitad de la superficie del salón. Por el borde, que tiene una reja al estilo de los balcones antiguos, puedo ver una serie de espaldas de personas sentadas, que seguramente hacen otra cola aunque un poco más cómoda que esta. Alguien, un empleado del banco, está tirando de un hilo que cuelga hasta la planta baja. En la punta del hilo hay un broche grande y negro. Cuando el broche llega a sus manos le coloca una pequeña pila de papeles y, lentamente, vuelve a descolgarlo soltando el hilo de a poco. Los papeles cuelgan ahí abajo, a la espera de que otra persona los vaya a buscar.

Un poco más atrás cuelga otra cosa: las ramas larguísimas de un potus más saludable que la gente que lo rodea. Las ramas llegan casi tan abajo como el hilo. Si siguen así, pronto podrán reemplazarlo.

La cola se mueve. Mientras estaba distraído ha cambiado la gente atendida en las cajas. Es un acontecimiento. La excitación se propaga por la hilera de gente como un reguero de pólvora. Todos avanzamos dos pasos, alertas, despiertos, algunos incluso sacando formularios de adentro de los sobres o ajustándose el saco o la campera. Necesitamos ser optimistas.

Miro detrás de mí, y resulta que hay al menos diez personas nuevas.

(Continuará.)

Author: Eduardo Abel Gimenez

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