Es de noche y estoy por dormirme. Una pareja se detiene en algún lugar de la calle y se pone a hablar fuerte. Tal vez discuten. Están a la distancia justa para que casi pueda entender lo que dicen. Pero no, ni una palabra toma forma, nada de sentido llega de esos medio gritos.
Tal vez es que sólo uso el oído izquierdo, que apunta hacia el techo. El otro, contra la almohada, no sirve de mucho. Pero tampoco sirve si giro la cabeza para oír mejor: da la impresión de que al repartirse entre dos oídos el ruido pierde intensidad, se dispersa. Es que a través de la ventana el mundo es monoaural, todo proviene de una línea recta que se extiende al otro lado del vidrio, y la gente y las cosas están en distintos puntos de esa línea, más lejos o más cerca, pero nunca a los lados. Y entonces el mejor modo de escuchar es apuntar un oído hacia allí, y no los dos oídos en dirección perpendicular.
Pasa siempre. La gente vive y habla allá afuera, cuando todo está en silencio, y entre la oscuridad y el sueño no hay nada más importante que entender lo que dicen, pero nunca entiendo, los significados se quedan atrapados en la persiana de mi habitación.
Este fenómeno, con variaciones, suele extenderse a otros aspectos de la vida.