A bordo del Barma Farma, en algún lugar del Océano Índico
Nick se mordió el lado derecho del bigote. Bajo sus pies, la cubierta se alzó lentamente y luego volvió a bajar. El mareo crecía con lentitud pero con firmeza. En unos minutos más llegaría al nivel máximo, y lo obligaría a inclinarse sobre la borda para vomitar otro poco de espuma,, indistinguible de la maravillosa espuma que adornaba las olas.
La música que llegaba del salón de fiestas era cada vez más insoportable. Trompetas dulces como caramelo, violines llorosos como chocolate, una cantante tierna como crema recién batida. Nick sintió que el estómago daba otra media vuelta, y a la vez percibió la mirada obtusa del capitán, borracho perdido durante dos décadas enteras, que lo contemplaba desde la claridad relativa de una escotilla a medio abrir.
—Mañana —dijo el capitán, estirando las vocales.
—¿Mañana? —preguntó Nick con un hilo de voz.
El capitán no respondió. Dio un paso atrás, y allá fue a reunirse con los violines y otro vaso de vodka.
Por encima de todos ellos, el sol iniciaba la última de sus tormentas.