Mes: septiembre 2004

Otros 20 cuentos muy cortos

1

Sale el sol una vez cada veinticinco años. Brilla un minuto y se va. Medio enceguecidos, se quedan todos discutiendo sobre lo que vieron o lo que les quemó los ojos. La discusión declina (o crece en profundidad, según el punto de vista) durante los siguientes doce años y medio. Luego empieza la cuesta ascendente de otros doce años y medio, hacia el próximo destello: que las leyendas, que las teorías, que antes era distinto, que ahora será distinto, que alguien lo va a fotografiar, que alguien ya lo ha fotografiado, que todo es falso, que no me va a volver a pasar lo mismo.

* * *

2

El primer aviso decía: “Con calma que hay tiempo.”

El segundo aviso decía: “Ahora a paso normal.”

El último aviso decía: “Por tu culpa llegamos tarde.”

* * *

3

Camina sin pisar las rayas. Cruza las calles en línea recta. Se sienta con las manos en las rodillas. Se guarda la basura en los bolsillos. Pide perdón. Pide permiso. Da todos los vueltos. Habla en voz baja. Se acuesta temprano. Tiene documentos. Cierra la puerta cuando va al baño. Cae con gripe una vez por año. Usa edulcorante. Mira las chicas de reojo. Mira libros usados, pero compra nuevos. Usa zapatos. Usa medias. Se afeita. Dejó de fumar. Conoce los nombres de muchos vicios. Puede leer en inglés. Mira televisión. Viajó una vez. Se casó dos veces. Olvida los sueños. Olvidó los sueños. Cierra las cortinas antes de desnudarse. Lleva monedas para el colectivo. Guarda los boletos capicúas. Se ducha. Se corta las uñas. Usa desodorante en aerosol. Silba cuando nadie oye. Habla por teléfono con voz gruesa. Se ríe con todos los chistes. Lee el diario. Llora cuando va al cine. Le gusta el rock. Le gustan las milanesas a la napolitana. Le gusta la primavera. Tiene vergüenza. Va al gimnasio tres veces por semana, dos semanas por año. Le gusta que se acuerden de él. Tiene dos hijos. Los quiere. Tiene cinco dedos en cada mano. Tiene un ombligo que nadie más ve. Tiene poco pelo. Tiene dos peines, uno de ellos en el bolsillo. Tiene un manojo de llaves. Se muere.

* * *

4

Cada día acomoda las macetas del balcón en distinto orden. Desde la ventana de enfrente, sin ser visto, hago un croquis con cada nueva distribución.

Un día, furioso, la llamo por teléfono (ella no sabe que tengo su número, no me conoce).

—Te repetiste —digo con voz tensa.

Al otro lado hay un silencio largo. Finalmente, suspira.

—Idiota —responde—. Ahora tengo que cambiar el código.

* * *

5

Si tuviera que abrir esa puerta empezaría golpeando para saber si alguien responde, y ante el silencio seguiría apoyando la mano en el picaporte, girándolo con suavidad y empujando hasta que el barniz, que debe estar pegado luego de tanto tiempo, se desprenda y permita que el panel de madera barata, un poco arqueado por la humedad, empiece a revelar el aire estancado del interior, muy lentamente porque puede haber cosas que se despierten o, peor aún, que no se despierten, y cuando las bisagras hayan chirriando lo suficiente trataría de distinguir algo al otro lado, en la oscuridad, antes de que algo me distinga a mí en la luz. Pero nada de esto es necesario, porque me permiten seguir de largo.

* * *

6

Cada día hay montañas nuevas. Uno se levanta, abre la ventana y ahí están, relucientes, con un copo de nieve recién caída en la cima, siempre distintas de las montañas del día anterior.

Muy bonito.

El problema es de noche, cuando caen las montañas viejas, cuando se mueven las rocas y la construcción avanza a gran velocidad, justo a la hora en que uno trata de dormir, con todo ese ruido.

* * *

7

Como le dio frío, prendió la estufa. Como le dio calor, prendió el aire acondicionado. Como le dio frío, se puso un pulóver. Como le dio calor, abrió la ventana. Como le dio frío, se tomó un cognac. Como le dio calor, se mudó al otro hemisferio. Como le dio frío, corrió un rato. Como le dio calor, se dio una ducha helada. Como le dio frío, hibernó.

* * *

8

En ese país el gobierno anuncia cada madrugada qué día de la semana será. Uno se levanta si saber si empezará un lunes o un sábado, un viernes o un domingo. Están quienes piden semanas normales, y están quienes prefieren la espontaneidad. Están quienes apoyan la función del gobierno, y están quienes quieren que el pueblo tome las decisiones. Está quien pone siempre el despertador, por las dudas, y está quien no lo pone nunca.

* * *

9

La luna llena gira con rapidez y muestra su lado oculto a quienes tienen la suerte de estar observando. A mí me entra una basurita en el ojo: tengo que bajar la cabeza para frotármelo. Cuando vuelvo a mirar el fenómeno ha terminado, la luna es la que siempre fue y la que siempre seguirá siendo.

* * *

10

Había una sola luz, allá lejos, más o menos en la dirección de la que venía el viento. Lo demás era negro. Se oía el mar y también el golpeteo arrítmico de una puerta entreabierta. En el cielo, una capa espesa de nubes ocultaba las estrellas. Todo perfecto, salvo aquella luz neblinosa, aquella lamparita terca rodeada de halos, aquel punto blanco que quería ser el centro del universo, que obligaba a desviar la vista para mirarla, que impedía pensar, que era origen y final de todas las cosas.

* * *

11

La bruja vestida de negro, con sombrero en punta, nariz ganchuda y verruga llena de pelos, lechuza al hombro, espalda encorvada y diente solitario entre los labios de color violeta, echó algunas porquerías más en el caldero que ya olía a podrido, le pegó una patada al gato, miró el último huesito humano que quedaba en un rincón, se aseguró de que fuera bien de noche, agarró la escoba y pateando cucarachas salió a buscar algún otro chico para comerse en la cena.

Afuera la esperaba una comisión de la Asociación Pro Relatos Infantiles Políticamente Correctos, que con una orden del juez la llevó a un centro de rehabilitación.

* * *

12

—Zanahoria.
—Zapallo.
—Zanahoria, digo.
—Zapallo.

La humedad y el calor atraviesan las paredes. Una gota cae por el exterior del vaso de agua y otra por cada frente.

—No me escuchás.
—Sí te escucho.
—¿Qué dije?
—Sí te escucho.

La luz parpadea pero sobrevive. Afuera no hay luna, o si la hay quedó al otro lado de las nubes. Puede ser que llueva, pero hoy todavía queda techo. Mañana veremos. Todo el mundo está cansado, y más cuando las voces suben y se abren paso por el aire espeso.

—Es a las diez.
—Es a las once.
—No, es a las diez.
—No, es a las once.

Cambia un semáforo en la esquina: de rojo a verde, de verde a amarillo, de amarillo a rojo. No hay nadie en la calle para aplaudirlo. Tampoco se ve a nadie al otro lado de las ventanas encendidas, como si todos fueran fantasmas en el edificio de enfrente.

—Con azúcar.
—Sin azúcar.
—Te digo que con.
—Sin.

Tal vez no haya más que fantasmas, con la energía necesaria para encender una lamparita y mantener una discusión. Las lamparitas son difíciles, vienen de mala calidad. Las discusiones no.

—Después.
—Antes.
—Después.
—Antes.

* * *

13

Sacudía las manos como alas. Sacudía los ojos como garras. Sacudía los pies como granizo. Corría hacia arriba, hasta el último piso, y bajaba silbando entre las ramas de los árboles. Movía la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Hacía ruido de caballo con los labios. Enrollaba las sábanas en un brazo y atacaba las paredes evitando que lo mordieran. Encendía la luz, la apagaba, sacaba las lamparitas para romperlas en el baño. Abría las ventanas de par en par, de dos en dos, para cerrarlas con tres golpes. Fruncía la nariz, fruncía el frunce, se achicaba la cara hasta que dejaran de vérsela. Se agachaba poco a poco, grado a grado, para levantarse de un salto y morder el aire. Quería volar y no podía. Tenía pesadillas.

* * *

14

Los instrumentos muestran que estamos llegando a un planeta desconocido. El capitán tabletea con los dedos en el apoyabrazos de la silla. Estamos en tensión. Ni siquiera parpadeamos. Aquellos entre nosotros con menos experiencia empiezan a sudar. Nos acompaña una música en crescendo, violines espásticos que impedirían oír nuestras voces si se nos ocurriera hablar. Pero lo que nos pone de veras nerviosos es ese ruido, como de granizo y lluvia, al otro lado de la gran pantalla, donde aumenta descontroladamente la velocidad de consumo de pochoclo.

* * *

15

Se levanta el telón. El escenario está a oscuras, mientras la platea sigue iluminada. Todos esperan. No pasa nada. A los pocos minutos arrancan las protestas. A la media hora la gente se empieza a ir. Hay gritos, insultos, silbidos. Piden que les devuelvan la plata de la entrada, pero nadie responde: desaparecieron los acomodadores, los boleteros, los de seguridad. Llaman a la policía y viene un par de patrulleros para sumar algo de ruido. Intervienen un juez, que termina clausurando la sala, y varios periodistas, que hacen preguntas y toman fotos. Más tarde quedan algunos curiosos, pero ya no hay nada que hacer en el lugar. Cuando los últimos se van, los verdaderos espectadores aplauden sin entusiasmo.

* * *

16

Clara separó los dedos y dejó caer la arena en tres cascadas áridas.

—No iré —dijo María, paseando los ojos más allá del horizonte.

Adela se tapó la nariz y la boca con la mano, sin poder ahogar la risa que le hacía cosquillas desde adentro.

Clara pisó con rabia la arena caída y deseó volver a tenerla en su poder.

Marta decidió cooperar, pero nadie se fijó en ella.

—Pueden dejar de insistir —dijo María, cruzando los brazos bien apretados contra el pecho.

Adela se sentó en una piedra, todavía sacudida por fenómenos internos.

Marta decidió no cooperar, pero nadie se fijó en ella.

Mientras tanto, Nora caminaba por el borde, con los puños apretados, a un centímetro de caer para siempre.

* * *

17

El Gran Houdini se hundía rápidamente en un mar con mil metros de profundidad. Llevaba las manos atadas a los pies, los pies atados a la cintura, el cuello atado a las rodillas. Las sogas, a su vez, iban rodeadas por gruesas cadenas de las que tiraba una bola de acero, maciza, con un peso de dos toneladas. Todo, Houdini y las sogas y las cadenas y la bola de acero, bajaba rodeado por una jaula estrecha, un cubo de un metro de lado, hecha con barrotes gruesos y soldados entre sí por expertos insobornables.

—Por fin —pensó el Gran Houdini— una situación de la que no puedo salir.

Y se relajó para disfrutar de la nueva sensación.

* * *

18

Tres de los músicos estaban sentados en hilera, en sillas iguales a las nuestras y a la misma altura, muy cerca de nosotros, los espectadores. Tocaban instrumentos de viento. Detrás de ellos estaba el contrabajista. Unos metros a la izquierda, el pianista. No era la sala principal de un teatro, sino más bien el hall.

Detrás de lo que debía ser la entrada a la sala había otros dos músicos, un poco escondidos para disimular la estridencia de sus instrumentos. Uno de ellos tocaba una especie de trombón combinado con una tuba, pero negro. El otro, curiosamente, tocaba el cello, del que por supuesto no se oía nada.

Cuando la música terminó y los tres músicos de adelante se quitaron los instrumentos de la cara pude ver que eran muy viejos. Los aplausos entusiastas los tomaron por sorpresa y se pusieron a llorar, el de la izquierda con la cabeza apoyada en el del medio, el del medio con la cabeza apoyada en el de la derecha, el de la derecha mirando hacia un horizonte imaginario donde esos aplausos duraban para siempre.

“Qué raro que puedo recordar este sueño”, me decía yo todavía dormido. No suelo recordar los sueños, pero este parecía destinado a permanecer. Y seguramente ese pensamiento, esa idea de estar recordando el sueño cuando todavía no había terminado es lo que me permite recordarlo ahora que saltó hacia mí como uno de esos muñecos con resorte que acechan en las cajas de las películas de terror.

* * *

19

Tengo una idea para una película. El personaje principal, Jack, está obsesionado con un actor famoso, que podría ser Johnny Depp. El tema es que el propio Johnny Depp personifica a Jack, aunque al principio de la película está caracterizado de forma que es imposible reconocerlo.

Jack colecciona películas y fotos de Johnny Depp, y estudia cada pieza una y otra vez hasta saberla de memoria. Con esa documentación aprende a imitarlo: copia los gestos, la forma de caminar, la sonrisa. Ejercita la voz hasta conseguir que sea igual a la de Johnny Depp, en timbre y acento. También busca el parecido físico, que va logrando a medida que la película avanza: compra la misma ropa que el actor, se tiñe el pelo, se cambia los dientes, se opera la nariz. Así, Johnny Depp, el actor que hace de Jack, es cada vez más parecido a Johnny Depp.

Al final, cuando la copia alcanza la perfección, Jack asesina a Johnny Depp y ocupa su lugar.
Aquí termina la película, pero no es todo. El contrato de Johnny Depp debe estipular que durante el resto de su vida actuará de manera sutil y constante como si no fuera el verdadero Johnny Depp, sino Jack el impostor.

* * *

20

La niña corre alegre por el prado, tras una bella mariposa de colores brillantes. Salta la niña hacia aquí, salta hacia allá, atraviesa los altos pastos siguiendo las cabriolas de esa maravillosa criatura que la hipnotiza con su aleteo impredecible. De tan distraída, la niña no advierte que tras unos arbustos hay un profundo barranco. Antes de poder gritar “mamá”, la niña siente que se le resbalan los pies y allá va de cabeza hacia las piedras del fondo, diez metros más abajo.

Sin tomarse un descanso, la mariposa vuelve en busca de la siguiente víctima.

Spam en Gmail

Captura de pantallaHasta hace un rato, Gmail no mostraba la cantidad de mensajes sin leer en la sección Spam. Ojalá vuelvan a cambiar de idea: es deprimente.

Y otra cosa: están avisando que el spam de más de un mes de antigüedad se borra, y sin embargo queda ahí adentro spam de cuatro meses. En otra cuenta que usamos para TamTam, en cambio, cumplen rigurosamente.

Jorge Varlotta

Entre 2002 y 2003, Jorge Varlotta apareció muchas veces en este weblog. Más de las que recordaba, en realidad. Busqué su nombre (usando el buscador que aparece arriba a la derecha), y me encontré con todo esto.

Los invito a pasar, y también a ver el relato “Un bicho peludo”, firmado por Mario Levrero y publicado aquí por primera vez (en julio de 2002).

(Aclaraciones: hay un par de posts en los que Jorge sólo aparece nombrado al pasar, pero la mayoría lo tienen por autor o protagonista. El post más reciente y único de este año, lamentablemente, es el anuncio de su muerte el 30 de agosto pasado. Recordar ahora algunos de sus aspectos más lúdicos, con los que solía iluminar esta página, va como un homenaje muy pequeño.)

Cualerma vendía roscas grandes

Cualerma vendía roscas grandes, para que los tornillos entraran con facilidad. No le importaba que los tornillos, más tarde, se salieran. Arrastraba su carro por la calle empedrada, haciendo ruido de metal, anunciando la mercadería sin ganas. Los vecinos lo oían de lejos y miraban para otro lado. Cualerma comía lo que encontraba, vivía donde tenía sueño, y pasaba los días cantando algo en otro idioma, un idioma en que las palabras “tornillo” y “tuerca” eran intercambiables.

Lo que sigue

Lo que sigue, “20 cuentos muy cortos”, es una selección de cosas que escribí en enero de este año, y que fui publicando sueltas en el weblog. Los junté en un solo post para poder agregar un único link allá a la derecha, en el rubro “Cuentos” (y espero repetir el truco con más textos por el estilo). Se suponía que iban a empezar un libro cuyo título provisorio era “Te veo el martes”.

20 cuentos muy cortos

(Si llegaste buscando cuentos muy cortos, te van a gustar más los que hay en este link.)

1

El libro cerrado está sobre la cama. No vale la pena contar las luces porque hay una sola. Pero las sombras, ah, las sombras.

El ruido del cañón distante hace vibrar la tapa. O tal vez no sea culpa del papel sino de la mano que se apoya y tiembla. Detrás hay un haz de músculos tensos.

–Te veo el martes –dice la voz que se va.

Sí, pero ¿cuánto falta? Todo sería más fácil si supieras qué día es hoy.

* * *

2

La pollera le llegaba hasta las rodillas. Cruzaba el puente de noche, sobre una plataforma rodante, con la mirada en la punta de los zapatos. Podía haber acelerado la huida caminando, pero no lo hizo.

Era un blanco perfecto.

Algunas estrellas cambiaron de sitio. La sirena de un barco fantasma llenó la ciudad de miedo. La plataforma rodante alcanzó el otro lado del puente mientras una bandada de palomas despertaba por algún motivo incomprensible.

Los relojes tenían que dar la hora, y sólo dieron un indicio de que todo había dejado de funcionar.

Ahora sí, caminó. El ruido de los zapatos en la calle de ladrillos obligó a los perros a ladrar. Algo oscurecía la luna. El tiempo se hizo lento, espeso. Todos vivíamos en el fondo del mar, donde apenas podíamos llegar a peces.

La noche acabaría en algún momento, pero ni siquiera eso garantizaba nada.

* * *

3

Voy a ver un espectáculo de sombras chinescas. No sé cuántos actores participan, pero en el público sólo somos doce, repartidos en tres hileras de butacas. Estoy en la hilera de atrás, en la segunda butaca contando desde la izquierda.

Se apagan las luces de la sala y un reflector potente pone blanca, incandescente, la pared del frente. Aparecen las primeras sombras.

Al principio resulta fácil adivinar los dedos y las manos que forman una cabeza de perro, una paloma, un árbol, una pareja que se besa. Pero poco a poco las construcciones se hacen más complejas, y ya no se sabe cómo crean la ilusión de una ardilla, un banco de plaza, un árbol, un auto, un semáforo, un edificio de oficinas, una biblioteca, un anciano que camina con bastón.

Al mismo tiempo, delante de nosotros se desarrolla una historia. Quisiera relatarla, pero es tan tenue, tan vaga y sutil, tan verdaderamente hecha de sombras que desafía las palabras. Ni siquiera hay banda de sonido. Sólo se oye la respiración de los espectadores, una tos, movimientos involuntarios en las butacas.

El relato empieza con cierto sentido del humor, que lleva a una mujer situada en la primera hilera a reír sin control durante un minuto entero. Luego, imprevistamente, se pone tétrico. Hay muertes, caídas, terror. Con el transcurso de las escenas siguientes la desolación nos invade a todos. Alguien solloza. Durante un largo rato buscamos esperanzados el hilo que permita suponer un final feliz.

Pero no hay un verdadero final. Los personajes empiezan a desmembrarse, a perder fluidez, a olvidar los respectivos roles. Los lugares se deshacen en huellas apenas visibles.

De pronto empezamos a distinguir otra vez los dedos y las manos que han estado fabricando todo. Lo hacen a propósito. Dejan de simular que son otra cosa. Pero un minuto más tarde esos dedos y esas manos también se deshacen, en dedos y manos más pequeños. Y los pequeños dedos y las pequeñas manos se deshacen también, en otros que resulta difícil contar.

El proceso se repite dos o tres veces más, hasta que la pared blanca queda cubierta por una especie de bosque puntillista de dedos infinitesimales. Entonces se apaga el reflector y quedamos a oscuras. Empezamos a aplaudir.

* * *

4

Hay mil seiscientas cajas de madera apiladas hasta el techo, en este depósito oscuro y húmedo donde hace años que nadie entra. Los lados de las cajas están hechos con listones como barrotes, y entre los listones hay ranuras por las que apenas se puede ver el interior.

Cada caja contiene algo distinto. Algunos contenidos se mueven, pero casi todos están quietos. No es fácil deducir qué hay en cada caja, ni siquiera cuando se mueve, cuando tiene olor o se derrama hacia afuera.

Algunas cajas han caído al suelo y se han roto. Quedan pocos rastros de lo que guardaban. Hay maderas mordidas, rasguñadas, cortadas, partidas. Hay manchas azuladas, grises, negras. Hay grumos marrones y verdes.

Las puertas del depósito están cerradas por fuera, trabadas, encajadas en las paredes de manera que nadie pueda abrirlas otra vez.

Una linterna serviría para averiguar más. Pero no tengo linterna. Dependo de la luz del día que entra por una grieta de la pared, y ahora empieza a caer la noche.

* * *

5

A bordo del submarino nuclear опасность los violines nunca dejan de sonar. El sistema de audio se extiende por las tripas del submarino hasta todos los rincones imaginables, incluyendo algunos donde la tripulación no puede entrar. El clima interno, así, se ve modificado de un modo intenso, a veces para bien, a veces para mal.

Cuando hay una emergencia, los violines suben una octava. Cuando el submarino llega a puerto, bajan una quinta. No tocan ninguna música reconocible, avanzan y retroceden por melodías y series armónicas siempre cambiantes, improvisadas por la inteligencia artificial que comandaría la nave si el capitán se lo permitiera.

Los domingos, además de violines se oye una flauta. Pero no es electrónica.

Muchos tripulantes, hartos de tanto violín, usan protectores para los oídos. Por eso a bordo del опасность sólo resulta fácil comunicarse con aparatos, a través de teclados, por ejemplo. Mucho más fácil que con la gente, que anda por ahí con los oídos tapados y de mal humor.

El опасность evita los grandes puertos, los mares más transitados. Es un secreto. Un experimento que, hasta el día de hoy, está fallando.

* * *

6

Si alguien supiera en qué piensa Naría cuando entrecierra los ojos, inclina un poco la cabeza hacia abajo, hace chasquear los dedos de la mano izquierda, deja que un mechón de pelo negro le cubra la cicatriz de la mejilla derecha, curva hacia arriba las cejas depiladas esta misma mañana, sonríe como para sí misma y aspira hondo, preparándose para algo que sólo ella sabe, juntando la fuerza necesaria para, en el momento siguiente, actuar.

* * *

7

Es de metal. O de plástico. De metal, pero parece plástico. Tiene punta. Se va cubriendo de sangre. Gotea. Está agarrado a una especie de cuerda, o cable, que cuelga de un aparato con forma de cubo, apoyado en tres patas.

Sobre el cubo hay un engranaje, y en uno de los lados un reloj que marca las cuatro y diez. Más atrás, en la silla, varios libros sostienen una pirámide hueca, en cuyo interior hay una lámpara encendida

La cuerda, o el cable, tiene dos ramales, uno amarillo y el otro gris, el gris un poco más corto. El amarillo se balancea en el aire.

El cubo es de aluminio, está manchado y tiene las esquinas abolladas. A veces el reloj se detiene, y unos segundos más tarde arranca otra vez. El engranaje gira media vuelta con cada gota de sangre, o tal vez sea la gota de sangre la que resulta de cada giro del engranaje.

Todo el conjunto huele a viejo, a moho, a haber estado bajo llave durante mucho tiempo.

El charco que las gotas de sangre han ido formando llega a los pies de la silla. Ahora se terminan los gritos.

* * *

8

Los dos hombres están de pie, frente a frente. El de la izquierda habla sin parar, mientras mueve las manos como para dar más sentido a lo que dice. El de la derecha escucha con atención, pero no mira las manos sino los ojos del que habla, y a veces la boca. De vez en cuando asiente con un movimiento débil de la cabeza.

Una serpiente muy larga y muy delgada, de color gris verdoso, asoma de la nariz del hombre que escucha y se estira por el aire hasta entrar en la oreja derecha del hombre que habla. Ninguno de los dos parece darse cuenta de esa cuerda viviente que cuelga entre ellos y los une, y que poco a poco sigue fluyendo dentro de la oreja del que habla hasta que la cola se suelta de la nariz del que escucha y se agita mientras sube y sube y sube.

A todo esto, el hombre que habla se ha ido poniendo pálido, y ha empezado a perder el control de las palabras. Cuando la cola de la serpiente desaparece dentro de la oreja, el hombre que habla baja las manos y se calla. Un segundo después cae el suelo. Su cadáver se deshace en una montaña de cenizas.

Pero ha quedado una silueta, un fantasma, un recuerdo del hombre que hablaba que aún sigue de pie, y que poco a poco levanta las manos otra vez y retoma el discurso. En tanto, mientras vuelve a asentir con la cabeza, el hombre que escucha saca un escobillón que tenía medio oculto a sus espaldas y barre las cenizas del piso.

* * *

9

Foster se arrastra por el laberinto de túneles subterráneos, con la única luz de su casco y el peso intolerable del tubo de oxígeno.

De vez en cuando le llega el ruido de otros exploradores, que se arrastran por túneles diferentes.

O tal vez sólo sea el eco de su propio arrastrarse, que va y vuelve rebotando en las paredes curvas.

O tal vez no sea el arrastrase de nadie, sino el movimiento inconsciente de las rocas, que crujen, se acercan y se separan según el calor o el frío que les llegue por las aberturas de la Tierra.

O ni siquiera eso, sino el debatirse de los oídos de Foster, ansiosos por percibir algo que no provenga del cuerpo que los incluye y los lleva consigo en una aventura de final imprevisible.

O apenas la imaginación de Foster, el intercambio de cantidades minúsculas de energía entre sus neuronas desesperadas, que sólo esperan con deseo el momento de acabar con tanta soledad.

* * *

10

La larva está comiendo el tomo VI del Diccionario Enciclopédico, palabra tras palabra, ejemplo tras ejemplo. Atraviesa un Ponerle como chupa de dómine y al otro lado del papel llega a Jugar con dos barajas. No se detiene en Dar con los huevos en la ceniza ni en Más viejo que la sarna. Está muy ocupada en huir de la digitalización.

* * *

11

En el centro de esa línea en espiral hay un punto anaranjado que no tiene explicación. Las huellas llevan a cualquier parte menos al culpable. Sabemos muy poco, cada vez menos, como si el punto anaranjado nos fuese absorbiendo los depósitos de memoria.

Alguien pulsa un botón, pero no hay respuesta. Quién nos dice que el botón esté conectado a algo. Puede ser una trampa, pero si es así ya caímos.

Nos movemos lentamente, buscando los puntos de menor resistencia, tratando de aparentar que estamos todos de acuerdo. Clara sonríe, pero nadie le hace preguntas.

* * *

12

Todo se va poniendo amarillo. Es una plaga, una catástrofe, un desafío a las leyes de la física.

El olor de las uvas se pone amarillo. Alguna gente empieza a preocuparse.

Sale en los diarios: “El tacto de la seda se puso amarillo.”

Sale en la televisión: “El sonido de las bocinas se puso amarillo.”

Hay quienes corren en busca de refugio, pero no tienen dónde ocultarse porque sus propias percepciones los persiguen.

* * *

13

El policía, de pie en la vereda, toca silbato cada vez que alguien estaciona donde está prohibido. Mucho más arriba, en el balcón del sexto piso, Di Biase saca un pelo de gato de la pierna izquierda del pantalón y lo arroja en dirección al policía. El pelo se va hacia cualquier otro lado, llevado por las corrientes de aire, pero a Di Biase no le importa porque su venganza es simbólica. ¿Qué probabilidades hay de que ese pelo, dentro de diez minutos o seis días o cuatro meses, acabe justo en la gorra del policía? El policía, de todos modos, estornuda. Como si presintiera algo.

* * *

14

La piedra de los acantilados es casi negra, igual que el agua del mar, igual que las nubes de tormenta que pasan más arriba. Pero el paisaje está decorado con manchas de color: las puntas irisadas de las olas con petróleo, los restos color ladrillo de la casa del guardaparque que cuelgan en lo alto, la luz intermitente de un avión que vuela bajo.

La alegría y la pena están separadas por una línea curva.

* * *

15

Está pegando un papel en la puerta, con dos tramos de cinta adhesiva. Pone uno en la esquina superior izquierda, y el otro en la esquina superior derecha. El papel queda un poco torcido. Trata de despegar el tramo de la derecha, pero con él empieza a salir la capa de pintura blanca que recubre la puerta. Abajo hay una capa de pintura verde, que hasta ahora le resultaba desconocida.

Corta otro tramo de cinta y la pega sobre el verde. Luego la arranca, y ve que abajo hay una capa de pintura roja. Podría seguir del mismo modo y llegar al fondo de la verdad, pero tendría que ir a comprar más cinta adhesiva.

Va a tirar el rollo vacío a la basura y regresa al papel, que dice: “Esta puerta es mía.” Saca una birome del bolsillo y empieza a corregir el texto para que diga: “Esta puerta, con todas sus capas de pintura, es mía.” Debido a la posición, la birome deja de escribir justo antes de la a de “pintura”. Queda así: “Esta puerta, con todas sus capas de pintur”, y más abajo, “es mía”.

No importa. A quién se le va a ocurrir disputársela. Así como van las cosas, bien podría ser el último hombre sobre la Tierra.

* * *

16

A bordo del Barma Farma, en algún lugar del Océano Índico

Nick se mordió el lado derecho del bigote. Bajo sus pies, la cubierta se alzó lentamente y luego volvió a bajar. El mareo crecía con lentitud pero con firmeza. En unos minutos más llegaría al nivel máximo, y lo obligaría a inclinarse sobre la borda para vomitar otro poco de espuma,, indistinguible de la maravillosa espuma que adornaba las olas.

La música que llegaba del salón de fiestas era cada vez más insoportable. Trompetas dulces como caramelo, violines llorosos como chocolate, una cantante tierna como crema recién batida. Nick sintió que el estómago daba otra media vuelta, y a la vez percibió la mirada obtusa del capitán, borracho perdido durante dos décadas enteras, que lo contemplaba desde la claridad relativa de una escotilla a medio abrir.

–Mañana –dijo el capitán, estirando las vocales.

–¿Mañana? –preguntó Nick con un hilo de voz.

El capitán no respondió. Dio un paso atrás, y allá fue a reunirse con los violines y otro vaso de vodka.

Por encima de todos ellos, el sol iniciaba la última de sus tormentas.

* * *

17

–No, eso no –dijo Carla, y puso los ojos en blanco.

El operador aumentó el volumen de las risas enlatadas. Los ojos en blanco de Carla eran el punto más alto del programa. Los ponía en blanco cada día, desde 1984. El rating no dejaba de aumentar. La grabación de las risas enlatadas era la misma desde 1991, año en que habían reemplazado al productor general.

Francis empuñó el control remoto y cambió de canal. Pero los ojos en blanco lo perseguían. En todos los canales creía ver lo mismo. Levantó los pies y los usó para tapar una parte de la pantalla. El sonido de las risas enlatadas se hizo más suave, hasta mezclarse con las olas de un mar que lentamente fue inundando la ciudad hasta ahogar a todos los habitantes.

* * *

18

Los gases se expandieron hasta ocupar todo el espacio disponible. Los líquidos adoptaron la forma de sus recipientes. Los sólidos, en cambio, conservaron sus formas. En la clase de física, esta vez, todo anduvo de acuerdo con lo esperado.

* * *

19

Loriander Padla atravesó la habitación con tres pasos largos y abrió la ventana para que entraran los cuervos. El ruido de las alas fue un concierto de música étnica. El movimiento, un mar de cenizas levantado por el viento. Ojos, picos, garras: todo afilado.

El espejo giratorio se dio vuelta para enfrentar el espejo de la pared. La mirada de ambos se cruzó y así construyeron un pasillo infinito en el que los cuervos se metieron a buscar su propio reino.

Durante las horas siguientes, las luces se encendieron poco a poco. Alguien se asomó al borde del abismo y volvió para explicarlo a los demás. La nube roja avanzó con más rapidez que las otras, mientras el sol se quedaba en la cima de las torres. Nunca más volvió el invierno.

* * *

20

El irlandés se agazapa tras una roca mientras el castillo pasa al trote. Nada de magia. Nada de hechizos en la luna. El infierno está hecho de colecciones incompletas.

Traemos un vaso de vino al borde del lago. Es de noche. No hay estrellas porque el cielo está de viaje. Si jugamos con fuego podemos terminar borrachos, pero es poco probable que alguien venga a pedir revancha. Queremos correr riesgos.

El caucho apenas resiste. Cae una gota de lluvia, y ya estamos todos enfermos. No quedan cables lo bastante tensos. Empezamos a mirar hacia abajo. Llegados a este punto ya no hay nada que nos detenga.

Los oídos están tapados por una capa de algodón. El árbol, como de costumbre, no hace nada. Apenas hay viento. Tragamos las pastillas más dulces sin sonreír, como si el horizonte se estuviera acercando.

El dolor es rojo.

(Enero de 2004)

Fuego

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Simetría

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Un pájaro desesperado

Un pájaro desesperado canta entre dos edificios, amplificado por el rebote del sonido en las paredes. La cárcel lo agiganta. Se podría escribir un mal poema con esto.

Autoservicio

Ayer entré a un autoservicio que no suelo visitar. Es pequeño, de afuera se ve un poco oscuro, y tiene la puerta invadida por una especie de verdulería que consiste en cajones apilados unos sobre otros de manera que tapan el negocio, excepto la puerta.

Adentro no estaba en realidad tan oscuro. A la izquierda vi al verdulero, que estaba haciendo algo medio de espaldas a mí, apoyado en unos estantes. A la derecha, tras un mostrador, estaba el dueño del autoservicio, un coreano alto y tal vez joven que dejó rápidamente el diario a un costado y se inclinó sobre el mostrador, mirándome fijo.

—¿Señor? —preguntó.

Al mismo tiempo, el verdulero se dio vuelta para mirarme, y luego siguió ocupado en lo suyo, ahí en el rincón junto a la puerta.

Aunque paso por ahí casi todos los días, nunca, pero nunca vi a nadie comprando en ese lugar, y daba la impresión de que el dueño tampoco.

—Cien gramos de queso de máquina —dije.

Mientras el hombre del mostrador se ocupaba de mi pedido empecé a mirar alrededor, una góndola, luego otra, sin atreverme a ir demasiado hondo, hasta que encontré el paquete de galletitas Express que buscaba. Lo saqué del estante y fui a ver los progresos de mis fetas de queso.

Con la mano izquierda en una bolsa de plástico y la derecha apretando el plástico rojo del queso contra la máquina cortadora, el dueño del autoservicio iba apilando rodajas irregulares sobre el papel transparente. A todas les faltaba la esquina superior izquierda. Luego puso todo sobre una balanza electrónica y dijo:

—Uno cero cinco.

No dije nada. Envolvió el queso en papel blanco, un poco desprolijamente, y miró el paquete de galletitas que tenía en la mano.

—Uno ochenta y cinco —me informó, mientras me daba el paquete del queso.

Le di un billete de cinco pesos. Se puso un poco nervioso. Lo dejó encima de la máquina registradora.

El cajón del dinero de la máquina estaba entreabierto. Lo abrió un poco más, y pude ver que no contenía ningún billete. El hombre metió la mano en un bolsillo y sacó dos billetes de dos pesos. Los volvió a guardar. Luego hundió los dedos en el cajón, y logró extraer una moneda pequeña. Me miró, buscando la manera de armar una frase.

—A ver —dije en su ayuda. Saqué las monedas que llevaba encima y separé dos de un peso. Se las di, y retiré mi billete de cinco de la máquina registradora.

Tomó las monedas, las guardó en el cajón vacío, hurgó un poco más y terminó dándome aquella moneda que había encontrado. Era de cinco centavos, así que faltaban diez. Estiró un brazo hacia el sector de golosinas que tenía a su izquierda y dijo:

—Un caramelo.

Miré la moneda de cinco, miré los caramelos.

—No, está bien —respondí, y avancé hacia la puerta—. Hasta luego.

El dueño del autoservicio asintió varias veces. El verdulero, siempre con las manos ocupadas, giró un poco la cabeza hacia mí y respondió:

—Hasta luego.

Salí a la calle con el queso y las galletitas en la mano, sin bolsita de plástico. Me dio un poco de vergüenza, y caminé una cuadra entera tratando de convencerme de que no había por qué, que soy grande. Y que, al menos yo, no había hecho nada malo.