Tres cabezas asoman en fila por sobre los asientos del ómnibus, delante de mí, y se balancean de forma sincronizada siguiendo las irregularidades de la ruta, a izquierda, a derecha, a izquierda, a derecha, como tres títeres manejados por una sola mano, como al compás de una música que no se oye, como esquivando balas sin mucho ánimo, y todo se parece en algo a una película cómica francesa.
*
—¿A dónde?
—A dieciocho al mil doscientos.
—Usted no es de acá, ¿no?
—No, ¿por qué?
—Acá no se dice mil doscientos, se dice doce cero cero.
—No sabía. Es el tipo de cosas que mis amigos no me enseñan.
—Yo lo entiendo porque viví en Buenos Aires ocho años.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—En el ochenta y seis, ochenta y siete. Pero mi mujer quedó embarazada y quiso tener el hijo
acá.
Después el taxista montevideano da una pequeña vuelta de más y termina cobrándome tarifa nocturna a plena luz del sol.
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“Papelitos con sueños anotados, agarrados con un clip.”