A M. le gustaba escuchar los aviones, sobre todo al amanecer, cuando los otros ruidos de la ciudad les dejaban libre el aire y también la imaginación. Todavía en la cama, giraba la cabeza hasta tener el mejor ángulo para los oídos y disfrutaba de la aparición de las turbinas, el crescendo apenas perceptible, la ilusión de poder distinguir cuándo el avión despegaba y, un momento después, daba un giro a la izquierda para apuntar al río.
Había distintas clases de turbinas, aunque no podría precisar cuántas, ni qué las diferenciaba: cada madrugada parecían diferentes, compuestas por un conjunto nuevo de subruidos, distorsionadas por un conjunto nuevo de vientos y presiones atmosféricas, interpretadas por un conjunto nuevo de emociones y expectativas.
M. no sabía nada de aviones, salvo que a esa hora del día, antes de que todo lo demás empezara, practicaban su ejercicio especial para ella, el ballet monótono, el encanto sin razón.
Cada vez que se ponía a escuchar tenía la misma fantasía, o deseo, o terror: que el ruido de las turbinas se interrumpiera con un ruido de catástrofe, un choque, una explosión. No tenía idea de cómo sería ese otro ruido, cuán fuerte en relación con las turbinas, cuán largo, y ese desconocimiento era un obstáculo para perfeccionar la ilusión. “Tal vez”, pensaba M., “la catástrofe acaba de ocurrir, y simplemente no llegué a oírla”.
En la ventana de enfrente, a T. le gustaba crear ruidos de la nada, sintetizando sonidos en las tripas de la computadora, manejando con el mouse y el teclado un universo arbitrario que sin embargo solía mostrar inidicios del mundo de afuera. Los aviones eran su tema favorito: grandes jets, con turbinas mayores que un departamento sonando a lo lejos como un trueno constante.
Había logrado la imitación perfecta de ese ruido neblinoso en la distancia, y podía manipularlo para que se acercara o se alejara en la ilusión. Entonces jugaba a variarlo, a agregarle pequeños detalles que iban creando marcas y modelos de aviones de distintas épocas, distintas civilizaciones, distintos mundos. A veces eran aviones imposibles, aviones imaginarios, y otras eran aviones tan reales que casi saltaba a ver por la ventana el paso lento de una forma gris. T. no se documentaba, no buscaba el ruido verdadero, porque sabía que lo tenía en su interior, que podía extraerlo de las teclas y el mouse con la precisión de un sueño.
Pero T. quería ir más allá de ese poder creativo: esperaba tener los elementos suficientes para un día crear también la destrucción. Era difícil. Debía imaginar el ruido exacto de un choque, de una explosión, y su relación precisa con las turbinas. No necesariamente imitando la realidad, sino en sintonía exacta con esa fibra interna que parecía capaz de juzgar tales asuntos. El emprendimiento era tan complejo que aún no se atrevía a encararlo. Estaba claro que un fracaso inicial arruinaría las cosas para siempre, le quitaría ese carácter de espejismo que aún a él, el creador, lo envolvía. De manera que se armaba de paciencia y seguía explorando.
Sobre todo al amanecer.