El fondo del pozo
11
(Consejero, 98:66:49)
—Un.
—Dos.
—Un.
—Dos.
Seis hombres se acercan marcando el paso. Vienen de dos en fondo, los de la izquierda por un escalón y los de la derecha por el de abajo, alternándose en la tarea de numerar los pasos. Cada uno lleva un palo al hombro, como un fusil, y en la punta del palo un atado colgando. Cuando encuentran un obstáculo se detienen sin dejar de mover los pies, saltan en forma sincronizada a otro escalón y siguen avanzando. Tienen la misma ropa descolorida, la barba y el pelo enmarañado de los prisioneros, pero andan con la cabeza alta y gritan su un-dos con entusiasmo, sin mirar a los costados. Nadie los dirige.
—¿Adónde van? —les pregunta un vecino riéndose, mientras pasan frente a nosotros, cinco escalones mas abajo.
No contestan, pero nosotros sabemos que no van a ningún lado. Lo más que podrán conseguir será dar una vuelta completa a la prisión y volver al punto de partida. Por supuesto, no nos preocupamos por avisarles. Lo deben saber. Seguramente son felices así.
También deben ser felices las tres mujeres que están a nuestra derecha, juntando combustible. Llevamos una semana en este rincón de la prisión, siete veranos y siete inviernos, y todo lo que les vimos hacer es levantar las ramitas y las hojas de papel que caen del techo durante el invierno, apilarlas pacientemente, encender su fuego, cuidarlo y alimentarlo mientras dura el calor, defenderlo de las ráfagas frías que anuncian el fin del verano, resignarse a perderlo y echarse a dormir hasta que el ciclo comienza otra vez. Como nosotros, sólo luchan en caso de necesidad, y entonces sacan unas navajas afiladas que no sabemos dónde habrán aprendido a manejar, y nadie consigue acercarse a su fuego.
Nosotros podríamos seguir su ejemplo, tomar posesión de un retazo del suelo áspero de los escalones y buscar algo para mantenernos ocupados. Tocar las flautas, por ejemplo. Podríamos instalarnos sobre las mantas, olvidar el resto de nuestras pertenencias para que algún otro cargue con ellas, tocar las flautas todo el verano y dormir todo el invierno, esperando el momento en que las garras nos elijan como víctimas, o en que alguien lo bastante fuerte nos acuchille para quitarnos los abrigos.
También podríamos levantar nuestra moral como los seis hombres que marcan el paso, inventándonos una pose y un grito de guerra, avanzando entre los otros prisioneros como si fuéramos invencibles. Así iríamos olvidando la prisión, hasta convencernos de que nuestro objetivo no es escapar, sino mantener los hombros erguidos.
Pero no estamos hechos para las cosas fáciles. Dedicamos el tiempo a elaborar teorías sobre los secretos de la prisión, que nunca podremos comprobar. A escribir y reescribir el informe de nuestra exploración, que nadie leerá. A inspeccionar las aberturas del perímetro, para recibir siempre la misma decepción. Y si nos quedamos una semana en este sitio, o alguna vez andamos de acá para allá sin sentido, es por nuestra falta de decisión, porque no tenemos órdenes que cumplir, porque dependemos de nosotros mismos, como nunca antes nos había ocurrido.
Cuando recordamos nuestro trabajo en las oficinas del Centro nos preguntamos cómo pudimos cambiar tanto. Pero no cambiamos nosotros, sino lo que nos rodea. Las diferencias en nuestras actitudes se explican porque antes éramos guiados por nuestros jefes, que a su vez eran guiados por los suyos, y ahora no tenemos a nadie. Dicho de otro modo, vivimos una paradoja: encerrados en una jaula, somos más libres.
—Calibares quiere estirar las piernas —dice Calibares mientras se pone de pie y empieza a dar vueltas alrededor de nuestro campamento.
—Es una buena idea —acepta Gadma, que también se levanta.
Esta vez, hasta Sabrasú está inquieto.
—Tenemos que hacer algo —dice, mientras nos conectamos, y su voz se pierde en el pensamiento compartido.
No discutimos. Es una de las ocasiones en que los pasos a seguir se determinan solos. Aburridos de este rincón junto a las tres mujeres y su fuego, con el informe más completo que nunca y las teorías siempre iguales a sí mismas, nos queda una sola opción. Armamos tres paquetes con nuestras cosas, las cargamos a la espalda y salimos a recorrer el perímetro de la prisión, rumbo a lo que llamamos el Este.
La prisión es un cilindro, y nosotros estamos en el fondo, donde los escalones circulares descienden hasta la fosa central. Mientras subimos hacia el borde la gente todavía está desperezándose y acomodando sus cosas para el nuevo verano de un día. Algunos, como de costumbre, se han congelado durante la noche invernal, o han muerto de miedo tras la aparición de las tres caras. Sus vecinos más próximos se apuran a expropiarles los objetos de valor, y luego los hacen rodar escalones abajo. Esto levanta protestas, porque a nadie le gusta recibir un cadáver sin motivo, y menos si el cadáver está desnudo y no tiene ni siquiera un diente de oro. Pero las protestas son livianas, porque para resolver el problema basta con dar un empujón y pasárselo al que está más abajo. Durante los próximos minutos los cadáveres se irán acumulando en la fosa central, de donde desaparecerán cuando llegue la próxima noche invernal.
Ésta es la mejor hora para caminar, porque el suelo está limpio. Los carceleros se ocupan de lavarlo cada invierno, para que podamos ensuciarlo otra vez. Por el mismo motivo, las corrientes de agua bajan cristalinas de los surtidores, y mucha gente se está bañando. Los que andan en grupos se turnan para cuidar la ropa, y los que están solos procuran no perderla de vista mientras se revuelcan en el agua, pero a esta hora la gente parece olvidada de las luchas y los problemas, y a casi nadie se le ocurre robar.
Durante un rato la costumbre nos permite caminar junto a los cuerpos desnudos sin prestarles atención, pero luego nos tropezamos con un grupo grande, de veinte o treinta prisioneros, que se bañan todos juntos. A su alrededor hay una montaña de ropas y bultos diversos, a los que nadie vigila, pero que tampoco interesan a nadie: mucho mejor es el espectáculo de sus dueños. Hay de los dos sexos, el introvertido y el extrovertido, mezclándose y acariciándose, subiendo y bajando, riéndose uno con el otro, alejándose por un momento y acercándose otra vez para mejorar el contacto. A la luz rojiza de los fuegos más próximos, los elementos extrovertidos se extrovierten cada vez más, y los introvertidos los buscan moviéndose hacia adelante y hacia atrás.
Una especie de descarga eléctrica nos recorre la espalda, y nos miramos entre nosotros con un poco de deseo y otro poco de miedo. Tal vez pudiéramos incorporarnos al grupo sin que nadie se preocupe, pero tenemos dos buenos motivos para no hacerlo: el primero es que tanta extroversión e introversión nos impediría cumplir el objetivo de inspeccionar el perímetro; el segundo, subjetivo y no reconocido, es que no nos atrevemos. Está más de acuerdo con nuestras dudas que nos limitemos a nuestros propios elementos intro y extrovertidos.
Lo que sí nos gustaría es quedarnos a mirar, pero eso tampoco nos lo permitimos. Con disimulo, nos acercamos al grupo y pasamos a su lado avanzando lentamente. Diez o veinte escalones más arriba todavía luchamos por no darnos vuelta y mirar otra vez. La corriente eléctrica nos sigue recorriendo la espalda, y se mueve hacia el vientre.
De pronto, alguien le toca un hombro a Sabrasú. Estamos mejor adiestrados que el día en que llegamos a Guirnalda, y el miedo ya no nos desconecta. Ponemos en práctica las ventajas del pensar juntos, y nos damos vuelta en posición de ataque. Sabrasú ya le ha hecho una zancadilla al que lo tocó, y antes de que llegue al suelo el imprudente tiene a Gadma encima y a Calibares pateándole el costado. Cuando queda inmovilizado contra el borde de un escalón, con la cabeza colgando sobre el de abajo, nos damos cuenta de que es el loco del traje de buzo.
—¿Saben cómo funciona un cerebro eólico? —pregunta, mirándonos a los ojos.
De alguna manera ha sobrevivido, pero se le notan las consecuencias de pasar el invierno sin otra protección que el traje: tiene ataques de tos, le lloran los ojos, y la piel se le ha puesto de un tono morado, llena de pequeñas venas oscuras. Aunque puede ser que una parte de esos defectos se deban a nuestro ataque. Lo soltamos con precaución, y se pone de pie. Se sacude el polvo del traje, se aclara la garganta, nos sonríe, y sin previo aviso empieza a hablar.
—El cerebro eólico —dice— está formado por millones de tubos microscópicos, por los que pasa el viento. Un solo tubo es capaz de muy poco: apenas puede cambiar de posición, y esto según de qué lado reciba el aire. Varios tubos producen una música extraña, y un efecto visual encantador si se los observa por el microscopio. Pero millones de tubos, unidos a una brisa suficiente, entrechocando unos contra otros, formando una estructura tan compleja que casi no hay equivalentes en el universo, construyen pensamientos.
Las últimas palabras las pronuncia a nuestras espaldas, porque decidimos ignorarlo. De todos modos está dispuesto a seguirnos, y quince minutos después, cuando llegamos al escalón superior, donde nace la pared de roca que rodea la prisión, todavía está junto a nosotros.
El último escalón está casi deshabitado y a oscuras, porque es el lugar preferido de las garras para cazar. Calibares enciende la linterna, que todavía conservamos, e ilumina la pared para empezar nuestra inspección. Muchos metros por encima, a una distancia que varía de un verano a otro, la pared desaparece en medio de la neblina fosforescente que casi todo el tiempo es nuestro cielo. Nadie está seguro de lo que hay más allá, aunque a veces se produce un claro en la neblina, y a través del claro se adivinan algunas escenas, siempre nocturnas: bosques colgantes, edificios de oficinas, ríos, autopistas, desiertos, todo suspendido sobre nosotros.
Es imposible escalar la pared y llegar tan arriba, así que el techo no nos resulta demasiado interesante. Además lo podemos observar en otro momento, desde cualquier punto de la prisión. Mucho más nos importa lo que tenemos al alcance de la mano, y con el tiempo nos hemos hecho expertos en la parte inferior de la pared, con sus aberturas, sus imperfecciones y sus misterios, porque sentimos que ese conocimiento nos aproxima al momento en que podamos escapar de aquí.
Ahora estamos junto a una de las aberturas más interesantes. Calibares asoma la linterna y la cabeza a su interior, se asegura de que no haya peligro y entra. Lo seguimos, primero Gadma, luego Sabrasú y finalmente el loco, que continúa hablando.
—Los cerebros eólicos no son artificiales —dice—, pertenecen a unos seres inteligentes que recorren sobre ruedas membranosas ciertos parajes distantes a los que nadie ha dado nombre. Su principal ocupación es la filosofía, ciencia en la que alcanzan niveles inigualables, especialmente cuando sopla el viento norte.
Tras la abertura hay un pasillo con paredes de yeso, que desemboca en la base de un agujero vertical. El agujero está iluminado por tubos fluorescentes en forma de anillo, distribuidos a intervalos de unos cinco metros, y es imposible ver dónde termina: con las cabezas inclinadas hacia atrás, contamos cientos de anillos antes de que se transformen en un solo punto de luz. En otro tiempo solíamos quedarnos días enteros en ese lugar, inspeccionando las paredes en busca de algún sistema oculto que permitiera subir por el agujero. Por supuesto, jamás lo encontramos, y el ascensor no bajaba nunca en nuestra presencia. Ahora quedamos conformes con un vistazo rápido y nos vamos a visitar la siguiente abertura.
Ésta es una puerta de acero, cerrada con candado. La primera vez, forzarlo nos llevó media hora, pero ahora somos más rápidos. Alguien a quien jamás conseguimos ver se encarga de reemplazar los candados que rompemos, y así adquirimos experiencia.
Detrás de la puerta vemos el mismo cuadro de siempre; una habitación con las cuatro paredes cubiertas de estantes, y en los estantes frascos de vidrio con copos de luz azul iguales a los que suelen visitarnos en invierno. Con esa luz, la habitación tiene una atmósfera de cuento de hadas, pero a esta altura no nos impresiona. Por costumbre, tratamos de abrir un frasco, aunque ya sabemos que es imposible; tampoco se rompen, por más que los golpeemos.
Cada uno de nosotros, en su mundo individual, tiene ganas de jugar.
—Demasiado orden —dice Calibares mirando los estantes, luego de que agotamos nuestros recursos con los frascos. Es lo que dice siempre.
—¿Así está mejor? —pregunta Gadma, mientras tira al suelo todos los frascos de un estante.
—No —dice Sabrasú—, falta esto —y arremete contra otra hilera. Los copos se agitan en los envases mientras ruedan por el suelo.
—En ciertas épocas del año —dice el loco— el viento cesa por completo, y entonces las criaturas de los cerebros eólicos quedan echadas en el suelo como muebles viejos, indefensas, a merced de sus temibles predadores.
Ponemos todas nuestras energías en la tarea de vaciar. los estantes, pero no sentimos placer, sino indiferencia. Cuando volvamos a esta habitación, los frascos estarán otra vez en sus lugares. Si nuestra rebeldía sirvió en algún momento para descargar la rabia, ahora es apenas un rito.
—Para ser rebeldes —dirá Calibares dentro de un rato.
—Deberíamos dejar los frascos donde están —seguirá Sabrasú.
—Y que sus dueños se rompan la cabeza tratando de entender —terminará Gadma.
Como otras veces, Sabrasú propone que nos llevemos un frasco de recuerdo, pero ni siquiera le contestamos.
Fuera de la habitación los frascos se disuelven, y los copos liberados de golpe atacan al ladrón: el resultado, que probamos en carne propia, es una quemadura dolorosa que tarda semanas en cicatrizar.
—En cambio —dice el loco—, la estación de los huracanes provoca pensamientos veloces y agudos. Apenas hay tiempo para otra cosa que registrar las ideas más brillantes antes que la última tormenta se las lleve consigo.
Salimos de la habitación dando un puntapié a la puerta. Estamos un poco más molestos que de costumbre, a causa de la corriente eléctrica que nos dejó la escena del grupo que se bañaba. Probablemente tengamos que descargarla pronto. Pero antes habrá que quitarse de encima al loco.
La abertura siguiente es un túnel estrecho, por el que hay que entrar arrastrándose. Después de muchos metros, el túnel termina en un espacio vacío y negro. Cada vez que llegamos allí, de a uno por vez, sacamos un brazo del túnel y palpamos la pared lisa y fría que lo rodea: por ese lado tampoco hay cómo escapar. Después apuntamos la linterna hacia adelante, pero la luz se pierde sin encontrar nada. Es un lugar sin ruidos ni olores, y terminamos aterrorizados, no importa cuántas veces lo hayamos visitado.
Calibares es el último en asomarse al vacío, y cuando volvemos a reunirnos junto a la pared para ir hasta la próxima abertura, el loco se mete en el túnel. Lo primero que pensamos es olvidarnos de él y seguir nuestra tarea, pero se nos ocurre una idea mejor, y Sabrasú vuelve a entrar tras el loco, llevando la linterna. Pegada a sus pies va Gadma, y luego Calibares.
—A pesar de sus virtudes —dice el loco, delante de nosotros—, un cerebro eólico vuelve infeliz a quien depende de él para pensar. Cuando hay una brisa suave, los pensamientos que el cerebro eólico puede producir apenas sirven para vislumbrar las alturas alcanzadas con auténticos vendavales, y para lamentarse de su pérdida.
El loco llega al extremo del túnel, y Sabrasú, desde atrás, lo empuja. El loco desaparece en la región vacía, pero sigue hablando.
—Y cuando viene un huracán —dice—, la actividad es tan febril que muchos tubos se rompen: reparar un cerebro eólico lleva meses, y es una operación riesgosa.
—No puede ser —dice Sabrasú, que se ha adelantado para ver qué ocurre—. Sabrasú lo oye como si estuviera a su lado.
—¿Probó Sabrasú con la linterna? pregunta Gadma un poco más atrás.
—Sí —dice Sabrasú, mientras apunta la luz en varias direcciones—. No aparece por ninguna parte.
—Además —dice el loco—, se afirma que la filosofía trae disgustos a quien penetra demasiado en ella. Y los cerebros eólicos son especialistas en pensar cosas más angustiantes cuanto más alto llegan.
—Parece que no hubiera peligro —dice Calibares.
—Por lo menos no se queja —sigue Sabrasú.
—Podríamos ir nosotros también —dice Gadma. Pero Sabrasú se aparta del pensamiento compartido.
—Sabrasú no está de acuerdo —dice, mientras empieza a ponerse nervioso. Después de todo está en el extremo del túnel, y si decidimos seguir al loco el primero que tendrá que entrar a la región vacía es él.
—Algunos poseedores de cerebros eólicos —dice el loco—, intentaron…
—Esperen —interrumpe Calibares—. Calibares lo oye detrás de él.
—Es cierto —dice Gadma—. ¿Cómo lo explica Sabrasú?
—Sabrasú quiere salir de aquí —dice Sabrasú.
De algún modo el loco ha dado la vuelta, y ahora que nos arrastramos hacia la salida del túnel Calibares tiene que empujarlo dándole puntapiés en la cabeza. Una vez afuera, el loco retoma su discurso en el punto en que lo había dejado.
—Intentaron resolver sus problemas con ventiladores y aparatos para dominar el aire. Se encerraron en habitaciones herméticas y estudiaron las direcciones e intensidades con que el viento era más propicio.
—¿Qué pasó allá adentro? —le pregunta Calibares. El loco lo mira con atención.
—Sin embargo —contesta—, sus conclusiones fueron contradictorias. Los vientos más placenteros eran los que menos ideas brillantes producían. Y los vientos más creativos, invariablemente, provocaban dolor y pesadumbre. El estado de mayor equilibrio se obtenía apagando el instrumental y sumergiéndose en la inconsciencia.
—Queremos saber qué pasó allá adentro —insiste Gadma.
—Por último —dice el loco—, hay quienes creen que es el viento el que piensa, y que los cerebros eólicos son apenas un vehículo para que su pensamiento se manifieste.
Sabrasú mira a Gadma, y Gadma mira a Calibares. Calibares agarra al loco por la cintura y lo tira escalones abajo.
—De todos modos —dice Gadma.
—No parece que ahí —dice Calibares.
—Haya alguna salida —termina Sabrasú.
Nos aseguramos de que los bultos estén en orden, y continuamos la inspección.