Desde el momento en que abre la puerta, el hombre no me deja hablar.
—Me alegra que haya venido —dice—. Venga por aquí.
Señala a un lado de la casa, un sendero de lajas que avanza entre la pared y el ligustro, y empieza a caminar. Aparenta unos treinta años. Está quemado por el sol, doblado por los vientos, envejecido por la ropa. Arriba, el cielo acumula capa tras capa de nubes, en preparación de algo que nadie, y mucho menos los meteorólogos, puede predecir.
—No esperaba que llegara tan pronto —sigue diciendo el hombre—. Llamé ayer, y me dijeron que tardarían más de una semana.
Quiero protestar: partí hace dos días, no sé de ninguna llamada. Pero el hombre, al que ahora sigo por el sendero de lajas, está decidido a seguir hablando.
—Pasé aquí toda mi vida, pero recién a los diez años empecé a hacer marcas. Acá está el patio, vea.
De pronto, el viento marino nos golpea. Todo cambia, especialmente el ruido y los olores. Me levanto el cuello del saco, aunque no haga frío. Acabamos de llegar a una superficie cuadrada cubierta de baldosas rojas, y ahí nos detenemos. No es grande: tal vez tenga tres metros de lado. Las baldosas son viejas, desparejas, y están sucias.
Unos pasos más allá está el acantilado, la caída, y finalmente el mar. Desde donde estamos no se ve dónde rompen las olas, sólo se las oye, como seres mitológicos que trataran de alcanzarnos con sus garras. El viento nos empuja hacia atrás.
—Es esa —señala el hombre, ahora casi a los gritos. Apunta con una mano al horizonte.
—¿Esa qué? —pregunto.
—La isla, ¿qué va a ser? La isla que se mueve.
Miro en la dirección que acaba de señalar, y encuentro a lo lejos algo que parece un barco distante, un dragón marino, la sombra de una nube de las muchas que se acercan. Sí, tiene que ser una isla, una roca en medio del agua, un nido de gaviotas. Pero no he venido a ver ninguna isla. Me ajusto la corbata, estiro el labio inferior hacia adelante, carraspeo, pienso en cómo llegar al tema que me trae por aquí. El hombre no me da tiempo.
—Aquí están las marcas —dice, mientras se pone de cuclillas junto al borde exterior del patio. Me acerco, y veo en la última línea de baldosas una serie de rayas imprecisas, grabadas con un objeto punzante, más o menos perpendiculares al borde del patio, que apuntan en dirección al agua—. Como le dije, empecé de chico. ¿Ve?, aquí —el hombre toca la primera raya de la izquierda—. Y seguí marcando la posición de la isla cada vez que cumplí años.
La mano del hombre avanza línea por línea, hacia la derecha. Algunas marcas son gruesas, otras largas, algunas más profundas, otras superficiales. Entre una raya y la siguiente hay dos o tres centímetros, a veces cinco, en un caso más de diez. Abarcan algo más de cinco baldosas. No llego a contarlas, pero un cálculo rápido me permite estimar que son unas cuarenta. El hombre es mayor de lo que creí.
Tengo otras cosas de qué hablar. Son importantes. He recorrido una distancia considerable, me he ensuciado los zapatos con barro, he preguntado en varias aldeas antes de encontrar la casa. Arreglo otra vez el cuello del saco, busco una lapicera en el bolsillo interior, miro a los lados, busco palabras, y sin embargo las palabras no aparecen.
—¿Qué son? —pregunto, señalando las rayas con la lapicera.
El hombre levanta la cabeza y me mira como si hubiera dicho una estupidez inmensa. Decepcionado, hace un gesto con ambas manos hacia afuera, hacia las olas.
—¿Qué van a ser? —exclama—. Son las marcas.
Me mira otra vez. Muevo la cabeza con rapidez de lado a lado, los labios arrugados, para indicar que no entiendo. El hombre aspira hondo y suelta el aire por la boca, en competencia con el viento que viene del mar. Cuando habla otra vez lo hace lentamente, a la manera de quien se dirige a un niño pequeño.
—Las marcas que hice para indicar por dónde iba la isla cada año —explica—. La isla que se mueve —alarga el índice de la mano derecha hacia la mancha que espera en mitad del océano—. Esa, ¿ve?
Me acerco al hombre y me inclino hasta apoyar las manos en las rodillas. El viento me echa el pelo sobre la frente. Miro una de las rayas y luego levanto la vista lentamente, con los ojos entrecerrados, hasta llegar a ese fantasma de la tierra que se parece a una nube.
—Cuando yo tenía diez años —dice el hombre—, la isla llegaba hasta acá —y señala otra vez la primera marca—. Con el tiempo se fue moviendo. El día de mi último cumpleaños llegó hasta ahí —y se inclina hacia mí, estirando el brazo derecho para señalar la última marca. Ahora ya está un poco más a la derecha. Apenas, claro. La diferencia casi no se ve.
Me pongo de cuclillas y busco mirar desde el mismo ángulo que el hombre, de una marca a la isla, de la isla a otra marca. Por delante de nosotros pasa al vuelo una gaviota: yo quisiera conservar el momento fugaz, inatrapable, en que oculta la isla por completo.
—¿No trajo cámara de fotos? —pregunta el hombre. No me da tiempo de responder—. Bueno, no importa. —Señala la lapicera que todavía tengo en la mano y agrega: —La cuestión es que escriba todo como es.
El hombre se incorpora, y yo también. Me aliso los pantalones, que el viento vuelve a arrugar. Me acomodo el pelo, que el viento vuelve a despeinar. Detrás de nosotros, la casa está en silencio. Las nubes se siguen apilando en lo alto. Hay menos luz que a mi llegada.
—El patio no va a durar para siempre, ¿se da cuenta? —dice el hombre tras una larga pausa—. ¿Cuántas baldosas quedan? Seis. Seis y dos tercios. ¿Cuánto tardará la isla en recorrer esa distancia? La cuestión es que un día el patio se va a terminar, y después ya no se sabe.
Nos miramos. Tengo la impresión de que ahora sí es mi turno, de que ahora debo decir algo. Pero no tengo la menor idea de qué.