1. Caverna
—¿Dónde estoy? —creo que pregunté. Acababa de abrir los ojos y miraíba alrededor tratando de orientarme. El lugar era nuevo, húmedo, y más que nada inesperado.
Estaba boca arriba, así que lo primero que vi fue el techo, a diez metros de altura. Era como uno se imagina el techo de una caverna. Tenía manchas oscuras, grietas que iban de una punta a la otra, telarañas y una gotera que hacía contrapunto con los latidos de mi corazón. En cualquier momento se me iba a caer encima.
Bajé los ojos. Las paredes estaban hechas de piedras desiguales, apoyaídas unas sobre otras de manera que no quedaba un resquicio. Por la que estaba frente a mí corría un hilo de agua, y atravesando el agua había una inscripción, hecha con letras grandes y desprolijas en tiza blanca:
DE LAS PALABRAS QUE FIGURAN EN ELLA
Más arriba, escrito por otra mano, se leía:
PORQUE MI ESCALERA ES CORTA
Me había despertado en una cama de madera, sin colchón, y tenía la caíbeza apoyada en algo duro: una de mis valijas, la de los papeles. Estaba desnudo. Sentía un poco de frío. Muy por encima de mis pies había una ventana, la única fuente de luz de la habitación. No tenía barrotes, pero era carcelaria. Más allá de la ventana, a pesar del grosor de la pared, se veía un retazo de cielo azul. Mientras miíraba pasó un pájaro.
La puerta era una abertura sin marco, a unos diez o doce metros a mi izíquierda, al otro lado de la gotera. Daba a un pasillo oscuro y angosto.
Tratando de cataílogar el lugar pensé en catacumbas, criptas, monasterios, pirámides, mausoíleos, pero lo único que deduje fue que no era un sitio conocido, y no tenía la menor idea de cómo había llegado ahí.
Todo esto alcanzaba para entretenerme un buen rato. Pero le presté poca atención, porque más interesantes eran quienes me acompañaban.
2. Monjes
Conté cuatro, los cuatro iguales. Llevaban capucha, y más abajo una túniíca gris que llegaba al suelo, anudada a la cintura con una soga. Como moníjes. Se movían de acá para allá, de manera que a veces parecía que buscaíban algo, a veces que esperaban, a veces que hacían ejercicio. A cada paso asomaban por debajo de las túnicas unos pies deformes, calzados con sanídalias. Cuando quedaban frente a la ventana me mostraban la mitad de la cara: todas las caras que vi tenían barba y una nariz larga. No estoy seguro de haber visto las caras de los cuatro, ni siquiera de que no se tratara de la misma cara repetida varias veces. Los cuatro tenían los brazos cruzados, cada mano metida en la manga contraria. De vez en cuando se oía un suspiíro, ahogado por las piedras, el aburrimiento y las telarañas.
Les podía haber preguntado dónde estaba el baño, y la pregunta me haíbría sonado lógica. Pero en cambio volví a preguntar:
—¿Dónde estoy?
Los monjes, si eran monjes, siguieron moviéndose y caminando como si no me hubieran oído. Uno de ellos habló:
—No es cualquier pregunta la suya.
La voz resonaba en la habitación como debió resonar la voz de los faraoínes. Miré el techo, preocupado por la estabilidad de tanta roca, y esperé. Un minuto más tarde el que había hablado continuó:
—Es una pregunta especial. Dónde estoy. Fue el tema central de nuestro congreso número doce mil ciento cuarenta y tres. El orador conmovió a toídos hablando de los infinitos planos de la existencia. Estoy aquí, dijo, y en medio de los aplausos preguntó: ¿qué es aquí?; ¿dónde es aquí?
Otro silencio. No estaba seguro de que fuera un solo monje el que hablaba. Era posible que se turnaran y yo no me diera cuenta. Todavía giraban como moscas, y de pronto había tanto eco que la voz parecía venir de las paredes.
—Se puede decir que aquí es la sede del congreso, el lugar donde estamos reunidos, dijo el orador. ¿Y dónde está la sede del congreso? En la isla, que a su vez está en el mar. Pero esto no define las cualidades que quisiéramos atribuir al aquí. Esta isla está en el mar, pero toda isla lo está. Esta sede está en la isla, pero toda sede lo está. El problema consiste en atribuir una localización a la sede o a la isla, sin recurrir a otras sedes o islas como puntos de referencia.
El discurso era bastante raro, pero acababa de darme algo en qué pensar: ¿yo en una isla? En ese momento debía estar en la ciudad que visitaba, a punto de levantarme para ir a desayunar con el amigo que me había invitado.
3. Nombres
Los monjes seguían hablando:
—Hay otros problemas a resolver, dijo el orador. La física nos enseña que el dónde es inseparable del cuándo. Así como me atrevo a decir “estoy aquí”, debería decir “estoy en el presente”. Pero esa última frase, que al ser pronunciada era verdadera, ahora no lo es, porque el preísente se movió hacia un nuevo instante y la relegó al pasado. No puedo deícir “estaba en el presente”, sino “estaba en el pasado”. Y en realidad eso tampoco lo puedo decir, porque en aquel momento estaba en el presente; pero el presente es ahora. He caído en una paradoja, lo cual resulta una ubicación bastante incómoda.
Silencio, y después:
—No, no es cualquier pregunta la suya.
La charla había terminado. Un monje, durante una de sus vueltas, pasó por la puerta y se perdió de vista. Me dio la impresión de que su salida había sido casual, como si una mosca hubiera encontrado un agujero en un vidrio. Quedaban tres.
A esa altura yo debía hacer algo. No podía quedarme indefinidamente en la cama, desnudo, con frío, esperando que el espejismo desapareciera de una vez. Tampoco podía levantarme de un salto y salir por el pasillo como si no ocurriera nada.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté.
El revoloteo siguió. No hubo respuesta hasta que el monje que había saliído volvió a entrar. Esta vez llevaba un libro bajo el brazo, un enorme voíluímen encuadernado, con las esquinas dobladas y las tapas rotas. Se paró frente a la ventana, donde había más luz, y abrió el libro.
—Somos quienes escribieron este libro —leyó, o hizo que leía—, somos quienes lo encuadernaron, lo estudiaron, pasaron sus hojas una por una gastando el papel, aclarando la tinta.
La broma era simpática, y tomé nota mentalmente. Pero no debía perder tiempo en divertirme. Dije:
—Ese no era el sentido de mi pregunta.
Los monjes se detuvieron, todos al mismo tiempo, y no movieron un músículo. El que había leído cerró el libro.
—Notable —dijo uno. Estuve de acuerdo, porque todo era notable.
—Esto plantea una cuestión relevante —dijo otro. Ahora descubrí el camíbio de voz.
—¿Cuál era el sentido de su pregunta? —dijo el que había leído, mientras se daba vuelta. Pude verle los ojos durante una décima de segundo, cuando la luz de la ventana se reflejó en la humedad que los cubría. Tenía la cara de un viejo, con esa clase de vejez que suelen mostrar los mineros y algunos campesinos muy pobres: su edad podía estar entre los cuarenta años y los cien, y no me habría sorprendido si tenía veinticinco.
No se me ocurría cómo hacer la pregunta con otras palabras. Levanté las manos y me froté los ojos, todavía medio pegados por el sueño, mientras pensaba algo. En tanto, los monjes se mantenían quietos. Ahora eran ellos los que esperaban, y parecían capaces de esperar años.
—¿Cómo se llaman? —pregunté.
—Ang —contestó uno.
—Eng —contestó otro.
—Ing —dijo el que había leído.
—Ong —dijo uno más.
—Ung —dijo el último.
Cinco nombres. Parpadeé varias veces y volví a contarlos, pero seguían siendo cuatro.
4. Nervios
Esta pequeña mentira me hizo pensar con más seriedad en que todo poídía tratarse de un engaño. Aumentaron las esperanzas, no sé de qué. Seguí disparándoles, aunque fuera para no dejarlos tranquilos:
—¿Qué hacen aquí?
Empezaron a caminar de nuevo.
—Según el ordenamiento de actividades dispuesto por nuestro congreso número catorce mil setecientos doce —dijo uno—, estamos meditando.
—Sin embargo —dijo otro, pero tal vez fuera el mismo—, el congreso núímero once mil seiscientos noventa indicó que la interrupción de las actividaídes programadas a causa de acontecimientos imprevistos determina un nuevo ordenamiento. Eso significa que nuestra meditación, que sin duda ha sido interrumpida por acontecimientos imprevistos, carece de sustento.
Durante un momento el revoloteo se hizo más intenso, como si se hubieíran puesto nerviosos: uno de los monjes se golpeó contra una pared, y otro tropezó con mi cama. Sentí una ráfaga de mal aliento, olor a sudor y polvo. Después se tranquilizaron.
—Estamos contestando sus preguntas.
Evidentemente habían resuelto su problema, fuera el que fuese. Cosa que a mí no me convenía, como me hizo notar la intuición, aunque no comprenídiera el motivo. Insistí:
—¿Por qué?
Me dieron el gusto: se pusieron más nerviosos que antes. Uno de ellos separó los brazos y se golpeó las piernas con las manos. Para mí era un triunfo.
—Porque usted las hace —contestaron, y hubo una especie de suspiro general.
Se quedaron quietos, como si hubieran alcanzado un punto de equilibrio. Pasé a un tema más concreto:
—¿Ustedes me trajeron acá?
Esta sí que era una buena pregunta, pero la respuesta no hizo juego con ella:
—Nada nos lleva a pensar que fuimos nosotros.
—¿Quiénes fueron, entonces?
A caminar otra vez. Pero habían perdido coordinación: chocaban unos contra otros. El que llevaba el libro lo dejó caer, se inclinó a levantarlo, fue empujado por otro, cayó él también al suelo y se puso de pie con esfuerzo. De pronto, yo disfrutaba al verlos; sentía la misma satisfacción que el especítador de una película cuando ve que está ganando el bueno. No resolvía mis dificultades, no me acercaba ni un milímetro a la comprensión de lo que haíbía ocurrido ni de lo que iba a ocurrir, pero de alguna manera se hacía justiícia.
—Este tema no ha sido tratado en los congresos —oí que decían luego de varios choques más—. Ni siquiera en las sesiones de debate informales. Es imposible responder.
—¿Dónde…? —empecé, y lo pensé mejor—. En un sentido geográfico, estrictamente geográfico, ¿dónde está localizada esta habitación?
La forma en que hice la pregunta me pareció una delicia por lo absurda, pero la respuesta que recibí me indicó que era apropiada:
—En la isla de Galgalabaram.
Repasé mis recuerdos de geografía. En mi país, que yo supiera, no había nada que se llamara así. Por lo tanto, debía dar un salto mayor que lo plaíneado. El nombre podía ser, digamos, caribeño o asiático. Sin contar Oceaínía. Hay demasiadas islas en el mundo, y mis conocimientos no eran sufiícientes para identificarlas a todas. Me dí por vencido enseguida.
—¿En qué mar está la isla de Galgalabaram? —pregunté.
—En el único mar, el que es todo y todos, el que nos rodea por izquierda, derecha, pasado y futuro.
—Un momento —dije—. Todos los mares tienen un nombre. ¿Cómo se llama éste?
El silencio duró apenas cinco segundos.
—Ya lo dijimos.
Un monje pasó junto a mi cama. Noté que cerraba los ojos y tenía el cuerípo tenso, como haciendo fuerza hacia adentro. Fruncí la nariz y me corrí hacia el otro lado.
—¿Estamos en Asia?
—“Estar en” es un concepto tratado con éxito en nuestro congreso númeíro…
Me pareció que se aflojaban, y la intuición me seguía indicando que no debía permitirlo, así que interrumpí:
—¿Estamos en Oceanía?
—Nosotros no…
—¿Estamos en el Caribe?
—Nosotros no…
El que llevaba el libro volvió a caerse, y otro lo pisó. Se levantó con más trabajo que antes y empezó a caminar doblado por la mitad, como si se huíbiera olvidado de enderezarse. Dos de los otros tropezaron entre sí, y creí ver que se empujaban, como si cada uno ignorara la presencia del otro. No perdí un segundo.
—¿En qué parte del mundo queda el único mar, o como lo llamen?
—El único mar no está en el mundo. El mundo está en el único mar.
La voz sonaba aguda y entrecortada. Me apoyé sobre los codos, para verlos desde una posición más ventajosa.
—Díganme la latitud y la longitud de esta isla.
—No sabemos de qué habla.
Un monje se apoyó de cara en la pared y empezó a sacudir los hombros.
—¿Cómo que no saben? ¿Es una broma?
—Basta —gritó otro, agarrándose la cabeza con las manos—. Así no se puede pensar.
5. Optimismo
Me senté en la cama, con los pies sobre el piso de tierra, y recordé que estaba desnudo. En el calor de la discusión me había olvidado. Me puse enérgico:
—Quiero mi ropa.
No contestaron, pero me convencí de que ese tono era el adecuado para tratar con ellos. El que había gritado seguía agarrándose la cabeza. El de la pared seguía llorando. El que llevaba el libro parecía a punto de caerse otra vez. Uno estaba bajo la ventana, y miraba al techo. Al final, el otro que queídaba salió de la habitación.
Pegué un salto. Acababa de contar cinco.
El que había salido volvió a entrar, trayendo otra túnica igual a las que usaban ellos.
—No es mi ropa —dije.
—Sí —contestó, mientras estiraba el brazo para dármela. —Es suya. No tiene otro dueño.
A la luz de la ventana pude ver que él también estaba llorando. O tal vez fuera la gotera, que estaba justo sobre su cabeza y le regaba la capucha y la cara.
—Está bien.
Agarré la túnica con un gesto brusco, me puse de pie y me vestí con ella. Por lo menos estaba limpia. Más tarde podría exigir que me dieran la valija donde estaba mi ropa. Por el momento pedí sandalias. El monje salió otra vez, chorreando agua, y me dí cuenta de que en la habitación quedaban tres: una cantidad lo bastante pequeña como para no tener que contarlos conscientemente.
El que se había ido volvió con las sandalias. Me las puse. Después abrí la valija, comprobé que todos los papeles estaban en orden, la cerré y me la coloqué bajo el brazo. Los monjes no daban señales de haber visto que me movía. No se pusieron en guardia, ni sacaron revólveres de las túnicas, ni aparecieron hombres con cicatrices por la puerta. Esas cosas ocurren cuando uno tiene miedo, y yo seguía sin poder asustarme.
El del libro terminó cayéndose, como esperaba, y no trató de levantarse. Tuve un ataque de optimismo. Aunque no sabía dónde estaba, ni quiénes eran los monjes, no tenían apariencia de secuestradores profesionales: eran bastante más bajos de lo que había creído desde la cama; apenas me llegaíban a los hombros. También resultaban proporcionalmente flacos y desnutriídos.
Me dirigí al que había traído la túnica y las sandalias, que me seguía miírando.
—Quiero salir —le dije—. Necesito aire libre.
Dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Lo seguí, esquivando a los otros, y nos metimos en el pasillo.
6. Laberinto
El constructor del edificio estaba loco: si la habitación tenía diez metros de altura, el techo del pasillo quedaba a pocos centímetros de mi cabeza, y tendía a bajar. Mi guía caminaba inclinado hacia adelante y lo imité, para no golpearme.
Igual que la habitación, el pasillo tenía paredes desiguales y un techo monstruoso por encima. Cada pocos metros giraba a la izquierda o a la deírecha, y de vez en cuando había escalones que subían o bajaban. Estaba muy oscuro, porque la única iluminación era la que llegaba de las otras habiítaciones: en todas había una ventana de prisión. A veces conté treinta o cuarenta pasos entre una habitación y la siguiente, y en el medio la oscuriídad era completa; me apoyaba en la pared y disimuladamente tocaba la túínica de mi guía para asegurarme de no perderlo.
Todo estaba húmedo, y una vez me cayó un chorro de agua en la cabeza. Las paredes goteaban. Cada tanto el piso se ponía resbaladizo, especialímente cuando había escalones. La piedra del techo estaba cubierta con algo gomoso, y colgaban filamentos de un material que parecía mejor no identifiícar. Apreté la valija contra mi costado y respiré lo menos posible, para no sentir el olor que llenaba el ambiente.
No era un solo pasillo, sino un laberinto de pasillos, cada uno con la proípiedad de aumentar mi impaciencia. Mi guía elegía uno u otro sin cambiar el paso, pero a mí me parecía que andábamos al azar. Más de una vez creí que pasábamos por un lugar ya visitado, pero no estaba seguro: las habitaíciones eran todas iguales, y los pasillos no se diferenciaban mucho; por otra parte, que un monje estuviera recostado en la misma posición que otro, en una cama igual, dentro de una habitación idéntica, podía no significar nada.
—¿A dónde me lleva? —pregunté después de un rato.
—A un sitio donde su deseo de salir se vea satisfecho —dijo mi guía, sin dejar de caminar y sin mirarme.
Seguimos andando.
—¿Falta mucho? —pregunté más tarde.
—El concepto de “mucho” fue considerado junto a otros conceptos afines en nuestro…
—No importa.
A veces un pasillo se iluminaba de golpe y salíamos a un patio interior descubierto. Los patios estaban llenos de inscripciones, algunas ilegibles, otras demasiado apretadas o largas para poder descifrarlas mientras pasáíbamos junto a ellas. Pero había una que decía:
Y otra:
PALABRAS DE ESTA FRASE SON ESTA
El tamaño de los patios variaba, pero la altura de las paredes que los roídeaban me pareció siempre la misma: quince o veinte metros. No eran del todo verticales, ni rectas. A cierta altura aparecían las ventanitas, y allá arriíba se veía el cielo. Una vez creí ver que por el borde de una pared se asoímaba una oveja.
El paseo duró entre treinta minutos y dos horas, y durante ese tiempo nos cruzamos con muchos monjes, todos vestidos del mismo modo. Ninguno de ellos se detuvo a mirarme, a pesar de mi altura y de que no llevaba la capuícha puesta, como si supieran de antemano que yo estaba en su isla y que podían encontrarme en determinado recoveco de determinado pasillo, siíguiendo a determinado guía. En cambio, todos saludaban a mi guía, dándole una palmada en el hombro, que él respondía con un movimiento de cabeza lo bastante amplio como para que yo lo notara en la oscuridad y a través de la capucha.
Mi primera conclusión fue que había demasiados monjes. A menos que estuviera ante otro intento de engañarme, y que viera simpre los mismos, que corrían por otros pasillos para aparecer una y otra vez. Pero más que nada me preocupaba la posibilidad de que los pasillos no terminaran nunca, y ya me estaba cansando de resbalar, ensuciarme las manos, leer inscripíciones absurdas y estar pegado a mi guía.
7. Terraza
Los pasillos terminaron de pronto en una terraza que daba al mar. El sol, que veía por primera vez, me encegueció, pero peor fue el golpe de calor: la temperatura de afuera debía ser veinte grados mayor que la de adentro.
—¿Considera que hemos salido? —preguntó mi guía—. ¿O desea rectifiícar nuestra interpretación?
No respondí. La terraza era bastante amplia, tenía doscientos o trescienítos metros de ancho, y estaba sembrada de asientos de piedra en los que había monjes leyendo, o tomando sol, o durmiendo, o haciendo quién sabe qué.
Apreté un poco más las valija, hasta que me dolió el riñón. Cerré los puíños. El disparate se hacía demasiado largo, y demasiado complicado. Pero ni siquiera así pude conseguir que el miedo saliera de donde se había agaízapado.
Rodeando la terraza había una baranda de piedra, que debía llegarme a la cintura. Quería acercarme a ella, para mirar más allá, pero no sabía si mi guía iba a ir conmigo, y no tenía ganas de perderlo. Dí un par de pasos en la dirección en que la baranda quedaba más cerca, y miré hacia atrás: el guía se movió junto a mí. Entonces caminé un trecho más largo y volví a mirar. Evidentemente, el guía estaba dispuesto a seguirme.
Era hora de retomar la conversación. Pregunté:
—¿Usted es Eng, o Ing?
—Ang —dijo.
—Es cierto —simulé reconocerlo. Sonreí y seguí caminando hacia el borde de la terraza. —Así que este es el único mar.
—No hay otro.
Nadie se fijaba en mí. Llegamos a la baranda y me apoyé en ella. Al otro lado había una pendiente de muchos metros, que bajaba hasta el mar y teríminaba en un grupo de rocas donde rompían las olas. El olor del mar era fuerte, y corrían ráfagas de viento que me golpeaban el pelo contra la cara. Por lo menos el aire se notaba limpio.
A ambos lados también se veía el mar, lo que me hizo pensar que realímente estábamos en una isla. Más allá había otras islas, demasiado lejanas para que pudiese distinguir algo que no fuese una mancha gris. La más próíxima quedaba justo frente a mí: una masa alargada con un par de columnas en el centro. Habría pensado que era un barco, pero parecía demasiado grande. Calculé que las columnas no podían tener menos de un kilómetro de altura, si los puntos confusos que veía más abajo eran casas.
—¿Qué son esas columnas? —le pregunté a mi guía.
—Planeamos celebrar un congreso al respecto —contestó después de pensar durante un rato—. Mientras tanto, sólo podemos manejarnos en torno a hipótesis, ninguna de las cuales es lo bastante sensata como para conforímar una respuesta.
—Así que no sabe.
—El conocimiento, tal como fue definido brillantemente en nuestro conígreso número ocho mil novecientos uno, consiste en extraer del ser interior lo aplicable al ser exterior, de manera que ambos estados de lo existente confluyan en uno solo.
—¿Cómo no van a saber nada, si son vecinos? —protesté.
—No hay tráfico entre las islas.
Con esto, el triunfo que venía preparando cuidadosamente recibió un golpe serio, y no porque no pudiera enterarme de qué eran las columnas. Si el guía decía la verdad, tal vez me fuera difícil salir de ese lugar; y si mentía, el solo hecho de negarme la posibilidad de viajar a otra isla significaba que no querían soltarme. Era el momento de liberar el miedo, pero alguien me lo seguía impidiendo. Entonces hice la pregunta decisiva:
—¿Cuándo me van a dejar libre?
8. Libertad
—Nunca —contestó—, porque usted ya es libre.
—¿Sí? —me dí vuelta para observarlo. El monje miraba hacia el mar, con la vista fija en un punto vacío—. ¿Así que me puedo ir cuando quiera?
—Nuestro penúltimo congreso definió la libertad como la capacidad de disponer de uno mismo sin otras trabas que las que imponga el orden natuíral. En su intervención final, Ung preconizó una…
—Me voy, entonces —interrumpí—. ¿Qué tengo que hacer?
El monje levantó la cabeza. Me dio la impresión de que sonreía.
—Una ambigüedad curiosa, digna de ser planteada en un congreso.
—¿Cuál es la ambigüedad?
—El sentido que usted da a la palabra “irse”.
Había trampa, después de todo.
—¿Qué sentido le puedo dar? —protesté—. Me quiero ir, salir de aquí, ¿no me entiende?
Gritaba. El monje se tomó su tiempo antes de volver a hablar. Otros dos monjes pasaron junto a nosotros cargando uno de los bancos de piedra. Vaírios metros más allá se les cayó al suelo y se partió en varios pedazos. Los monjes siguieron de largo.
—Usted se puede ir de muchos modos —dijo mi guía—. Se puede ir de la vida, de la terraza, de la conversación. Esto tiene relación con la dificultad que se presenta al definir el “aquí”. Recordemos nuestro último congreso, cuando…
—Está bien —interrumpí—. Me quiero ir de la isla. Quiero volver a casa. ¿Le parece bastante claro, o tengo que repetirlo?
—La claridad es un concepto que no hemos tratado con usted hasta ahora. Me agradará inmensamente discutirlo, pero prefiero que antes de enítrar en él agotemos nuestra conversación presente.
Me distrajo un monje que pretendía sentarse en el banco roto. El asiento había quedado inclinado, de modo que el monje se apoyaba, resbalaba y terminaba en el piso. Sin embargo volvía a intentarlo una y otra vez. Mi guía esperó a que me cansara de mirar sus vueltas antes de seguir hablando:
—Acaba de mencionar dos opciones diferentes. ¿Qué quiere? ¿Irse de la isla o volver a su casa?
—¿Acaso las dos se excluyen?
—Es probable, aunque no dispongo de una respuesta definitiva.
El que trataba de sentarse en el banco roto se cansó, y empezó a arrasítrar los pedazos hacia la baranda, con la intención de tirarlos al mar. Pudo hacerlo con los más pequeños, pero el grande se resistía. El monje hacía fuerza, y no conseguía levantarlo.
—Muy bien —dije—. Quiero volver a casa. ¿Me quiere decir cómo puedo hacerlo sin salir de la isla?
—No puede.
—Estamos de acuerdo, entonces. Para volver a casa tengo que salir de la isla. Ahora…
—Eso no es cierto.
La rapidez con que el guía me interrumpió fue asombrosa: ya había supeírado antes el ritmo de tortuga propio de los monjes, pero ahora se mantenía en un nivel parejo con el mío.
—Tampoco saliendo de la isla podrá volver a su casa.
9. Casa
—Entonces me tienen preso —grité—. ¿Por qué no lo reconoce de una buena vez?
—Nadie lo tiene preso. —El monje me miró a los ojos asombrado. —Su lógica es muy especial. Podría escribir un tratado.
—No se haga el tonto.
De pronto me dí cuenta de que mi guía estaba a punto de ponerse a llorar otra vez. Su ímpetu era una ilusión.
—Es una lógica diferente —dijo, ahora con lentitud—. Tal vez resulte proívechoso que esa sabiduría pase a integrar la nuestra.
—Como quiera —dije—. Si usted habla en serio, yo también. Le voy a esícribir el tratado y lo que se le ocurra, pero primero explíqueme por qué no puedo volver a mi casa.
Se apoyó en la baranda, frunció los labios y se dedicó a pensar. El que quería tirar el banco al mar dejó de hacer fuerza, sacó una tiza de alguna parte de la túnica y se puso a escribir en el suelo:
Guardó la tiza y se fue a sentar a otro banco. Mi guía dijo:
—No puede volver a su casa porque no hay nada que pueda ser llamado su casa.
Ahora fui yo quien quedó mudo. Varias veces abrí la boca para decir algo, pero no había palabras adecuadas. Al ver que yo no hablaba, el monje siíguió:
—A partir de nuestro congreso número mil ochocientos doce, llamamos casa, u hogar, que es el sentido que usted le da a la palabra, al sitio que se habita durante cierto tiempo, al lugar que es propiedad de uno, o sobre el cual uno tiene algún derecho de posesión, natural o adquirido. Esta es mi casa, por ejemplo —señaló todo lo que nos rodeaba, excepto el mar—. Usíted no tiene casa.
—¿Cómo está tan seguro? —pregunté.
—Todo lo que le diga a partir de ahora es a cuenta de mejores conclusioínes, a obtener en nuestro próximo congreso —dijo—. Con esta salvedad, puedo afirmar que usted no habitó en ningún lugar durante ningún tiempo, salvo aquí. Y Galgalabaram todavía no es su casa, porque usted no tiene ninguna propiedad sobre ella, ni ha permanecido en ella durante el tiempo necesario.
Aspiré hondo.
—Escuche —dije, conteniendo la furia para que se me entendieran las palabras—. Hace dos noches yo estaba en mi casa, donde viví muchos años. A menos que la hayan echado abajo, ahí es donde quiero ir. Y si la echaron abajo también. Y si eso no es posible, entonces quiero volver al hotel donde estaba anoche mismo, para exigirle explicaciones al encargado.
No era un discurso de los mejores, pero a mí me convenció. El monje emípezó a mover la cabeza lentamente, de arriba abajo.
—Entiendo —dijo.
—Entonces lléveme, o déjeme ir por mi cuenta.
—Imposible.
Pegué un puñetazo en la baranda, con tanta fueza que creí que la mano se me rompía en pedazos.
—A mí no me va a ganar —amenacé—. Si me tienen preso…
El monje abrió los ojos muy grandes, y no pudo evitar que se le escapara una lágrima.
—Increíble —dijo—. Es necesario que escriba un tratado, absolutamente necesario. No podemos permitirnos el ignorar una lógica tan particular.
—Basta de vueltas. Vaya al grano, y hable claro.
Había dado la historia del banco roto por terminada, pero tres monjes roídearon el pedazo grande, leyeron la inscripción que había hecho el otro, se asomaron por encima de la baranda para mirar los restos pequeños, y emípezaron a discutir entre ellos. Mi guía habló con lentitud, midiendo cada palabra:
—Usted dice haber vivido cierto tiempo en cierto lugar, al cual, por lo tanto, llama su casa. Es libre de creer que eso es verdad, aunque no lo sea. ¿Esto es lo que usted llama claridad?
—Está loco —dije.
Iba a seguir protestando, pero el guía se echó a mis pies, llorando a griítos. Los que discutían sobre el banco roto no le hicieron caso. Se nos acercó otro monje, que había estado sentado muy cerca de nosotros, pero en vez de ayudar a su colega se dirigió a mí:
—Le ruego que me disculpe. Oí accidentalmente la conversación, por llaímarla así, y creo que tengo un elemento de interés para aportar.
10. Multitud
Mi guía levantó la cabeza del suelo y dijo entre lágrimas:
—Lo mejor sería esperar a nuestro próximo congreso para tratar el tema.
—Estoy profundamente de acuerdo —dijo el recién venido—, pero sugiero que abramos ahora mismo una sesión de debate informal, para…
—No tanta charla —dije. Había apoyado la valija en el suelo, entre las piernas, me había cruzado de brazos y adoptaba una imagen de dictador. —¿A dónde quiere llegar?
—Estimado Ang —volvió a intervenir mi guía—, quisiera advertirle que…
—¿Cómo? —le dije—. ¿Ang no es usted?
—Yo soy Ong —contestó.
Ignorándolo todo, el recién llegado empezó con su teoría:
—Usted dice que tiene casa, y está convencido de ello. Pues bien, yo también lo estoy.
—Pero no es cierto —dijo Ong, mi guía.
—No es cierto en cualquier plano de la existencia —dijo Ang, el recién llegado—, pero ¿por qué no puede ser cierto en algún plano de la inexisítencia?
—Hermosas palabras —dijo mi guía, sonándose la nariz en una manga de la túnica—. Tiene razón, querido amigo.
—Hablen de modo que yo entienda —dije.
—Hasta hace muy poco tiempo —dijo Ang— usted pertenecía a cierto plano de la inexistencia. Si lo que usted llama su casa pertenece al mismo plano de la inexistencia…
—¿Qué significa eso?
Ang quedó mudo. Ong se puso de pie y habló en su lugar.
—La existencia es todo lo que es —dijo—. Lo que no es, en cambio, es la inexistencia. Cito las conclusiones de nuestro…
—No importa —interrumpí.
—Lo que no es forma un conjunto —dijo otro monje, que se unió al grupo—, o muchos conjuntos que no tienen por qué ser diferentes del coníjunto de la existencia, pero sí separados de este.
—¿Y usted quién es? —pregunté.
—Ung.
—Lo que Ung sugiere —seÑaló mi guía, aunque tal vez fuera Ang—, es que cuando usted no existía, su casa tampoco existía, lo cual es un buen arígumento para suponer que usted tenía una casa, del mismo modo en que nosotros la tenemos.
—Gracias a la excelente interpretación que acaba de hacer Ing —dijo otro, que había salido de quién sabe dónde—, puedo darle un ejemplo. Como ve, ahora no hay ninguna tormenta. Si suponemos que la tormenta que no hay ahora es de la clase de tormentas que tienen rayos y truenos, no incurrimos en ningún error lógico. Entonces…
—No diga tonterías —interrumpí.
Pero no bastaba con interrumpirlo. Alrededor de nosotros, la densidad de monjes por metro cuadrado había aumentado notablemente, y enseguida se nos unió otro que siguió el hilo de la conversación:
—Entonces, tanto los rayos y los truenos como la tormenta pertenecen a la misma categoría, no se contradicen entre sí.
Sin duda los monjes habían vuelto a tomar la iniciativa, y se las ingeniaíban para envolverme con sus palabras. Además habían encontrado un méítodo para contrarrestar mis ataques: cuando uno quedaba fuera de combate, otro lo reemplazaba, sin darme tiempo para atacar otra vez. Siendo tantos, calculé, jamás conseguiría vencerlos.
—Ahora su situación está clara —decía uno, y le daba igual que yo no estuviera de acuerdo.
—Cuando usted no existía tenía una casa, la cual tampoco existía. Pero ahora que usted existe su casa sigue sin existir, de tal modo que le es imposible volver a ella, a menos que usted recupere su ineíxistencia.
De pronto mi posición ya no era como para andar con sutilezas: estaba atrapado contra la baranda, inclinado sobre el precipicio, sin espacio para moverme. Los monjes empezaban a hablar de a dos por vez, o de a tres, y en la marea de cabezas encapuchadas se formaban varios grupos que disícutían por su cuenta. Junto a mí había tres o cuatro Ang, varios Eng, un núímero impreciso de Ing y Ong, y no menos de ocho Ung. La presión de tanta gente se hacía cada vez más fuerte, y tuve que agarrarme de la baranda para no caer.
Grité algo, rescaté mi valija del bosque de piernas, dí un par de puntapiés y algunos empujones, me abrí paso entre la multitud y salí corriendo.
Nadie me siguió. Llegué a un extremo de la terraza y me detuve. ¿Qué podía hacer? Una huída no es huída sin perseguidores, ni tampoco si no hay dónde ir. Me apoyé en una roca enorme que habían dejado en la terraza, como si la hubieran olvidado ahí, y traté de pensar de un modo diferente. No sé si lo conseguí, pero volví al grupo de monjes, que seguían discutiendo como si yo no me hubiera ido, y dije:
—Me cansé.
Dos o tres se dieron vuelta. Seguí hablando.
—Ahora quiero que me den un barco, o algo para salir de la isla. También necesito comer.
La mayoría de los monjes me ignoró, tal vez porque no llegaba a oírme, o porque en la “sesión de debate informal” ya no había lugar para mí. Sin emíbargo mi guía, o algún otro, me hizo una seña con la mano, y los dos entraímos de nuevo al laberinto de pasillos.
11. Ovillo
Mi guía, que dijo llamarse Eng, me llevó a una habitación en la que había una mesa, y junto a la mesa un monje de cuclillas en el suelo, contra la paíred, tejiendo con dos agujas grandes. Un enorme ovillo de lana daba vueltas a su alrededor a medida que tiraba de él. Otro monje apareció de la nada con algo de comer, lo puso frente a mí y se fue. Sentado ante un tazón de leche y unas galletas dulces y crocantes, descubrí que las novedades no me habían quitado el apetito.
Había apoyado la valija sobre la mesa, cerca del tazón, y miraba el cielo por la obligada ventanita mientras masticaba. Sentado al otro lado de la mesa, mi guía me observaba en silencio; él no tenía tazón ni galletas, y esítaba demasiado tranquilo para mi gusto.
—¿Cuánto hace que me secuestraron? —le pregunté con la boca llena.
—No entiendo lo que dice —contestó.
—Vamos —dije—. Me sacaron de donde estaba y me trajeron aquí. ¿Cuándo fue?
El monje metió la mano trabajosamente por debajo de la capucha y se rascó la cabeza.
—Un rato antes de que se despertara.
—Así está mejor —admití—. ¿Cómo hicieron? ¿Me drogaron?
El que tejía pegó un tirón demasiado fuerte del ovillo, que salió rodando a través de la habitación. Dejó su tejido en el suelo y fue a buscarlo, gateando.
—Me es imposible responder, desde el momento en que no hemos sido nosotros quienes lo trajeron a la existencia.
—¿Cómo vine, entonces? ¿Volando? ¿Caminando dormido?
—No sabemos. En un momento dado no existía, y en el siguiente sí. Empezó a existir echado en la misma cama en que se despertó. Siguiendo el ordenamiento de actividades apropiado fuimos inmediatamente a meditar sobre el asunto.
Lo miré.
—¿Espera que le crea?
—No. Se le ha informado que es libre. Si yo esperara algo de usted, su liíbertad se resentiría.
Inútil insistir. Terminé el desayuno y volví a mirar por la ventana. Cada vez era más urgente salir de ese lugar absurdo. Mi amigo ya habría pregunítado por mí en el hotel, y a esa altura estaría empezando a preocuparse. Pronto llamaría a mi casa, asustaría a todos, haría intervenir a la policía, y las cosas llegarían a un punto en que no fuera fácil volver atrás.
—Recuerde que quiero un medio de transporte para salir de la isla —dije.
El monje cerró los ojos y pensó durante un rato. Hubo un momento en que se tambaleó y tuvo que apoyarse en la mesa para mantener el equilibrio. En tanto, el tejedor seguía con su trabajo. Era muy rápido. Entre sus manos se iba formando una túnica, a tanta velocidad que me costaba creerlo. El ovillo giraba y giraba: ahora lo sostenía entre los pies, para que no volviera a esícaparse.
—Tendremos que fabricarlo —dijo finalmente mi guía.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿No tienen ni siquiera una lancha?
—No. Ya sabe que no hay tráfico entre las islas.
Una imagen me pasó por la cabeza: el mar, sin un solo buque a la vista. En la terraza no le había dado importancia a ese dato. Ahora me preocuípaba.
—Está mintiendo —dije, porque no podía decir otra cosa—. De algún modo me trajeron, y del mismo modo puedo volver.
—Es curioso que piense así —dijo mi guía—. Si no sabemos cómo pasó de la inexistencia a la existencia, por lo tanto desconocemos cómo devolíverlo a la inexistencia.
Apoyé los codos en la mesa y la cara en las manos. El tejedor tenía en sus manos una túnica completa, y actuaba como si realmente hubiera podido tejerla en tan poco tiempo: no llegué a percibir el truco que había usado para engañarme. Se quitó la túnica que llevaba puesta y se puso la nueva.
12. Muelle
—¿Cuánto tardarán en hacer un barco? —pregunté, al borde de sentirme derrotado.
—Un día o dos —dijo el monje—. Tenemos poca experiencia.
Más engaños. ¿Era poca la experiencia necesaria para construir un barco en uno o dos días? Pero no pregunté cómo iban a hacerlo:
—Háganlo —ordené.
El monje se puso de pie, inclinó la cabeza y salió de la habitación. Me apuré a seguirlo, valija en mano. Así atravesamos nuevamente los pasillos, un camino que empezaba a resultarme familiar, y volvimos a la terraza, donde todavía quedaban algunos monjes discutiendo. Caminamos hacia un extremo y bajamos a la orilla del mar por una escalera angosta y empinada, la más empinada que recuerdo de toda mi vida. Entre las rocas había un muelle de piedra, muy gastado por las olas. El agua me salpicaba la cara.
—¿Cómo es que tienen un muelle, si no navegan nunca? —pregunté.
—Es muy antiguo —dijo mi guía—. Nuestro congreso número once mil doscientos tres introdujo la hipótesis de que en tiempos remotos había barícos y navegantes. Fue Ung quien, con su gran poder de convicción, razonó acerca de la variabilidad de las leyes físicas.
Junto al muelle había un grupo de monjes, que caminaban en ronda denítro de un círculo de cinco o seis metros. Mi guía se acercó a ellos y les habló en voz baja. No oí lo que decía, pero vi que hacía gestos amplios, como si quisiera darle forma a algo en el aire. Me dí cuenta de que les explicaba qué era esa cosa rara que yo quería. Los otros repitieron los gestos, movieron las cabezas, y subieron por la misma escalera por la que nosotros habíamos bajado.
—Son ingenieros —explicó mi guía—. Se van a encargar de cumplir con su pedido.
Después bajó la cabeza y se ruborizó.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
—Yo —dijo—, nosotros… —Hablaba en un susurro, tan bajo que apenas se oía.
—¿Qué?
—Pedimos disculpas —dijo en el mismo tono—, porque sabemos que es una intromisión en su libertad, pero…
Me puse en guardia. El monje recobró parte de su serenidad, y agregó:
—Se le habló de un posible tratado de lógica que usted estaría en condiíciones de escribir, sin medir las consecuencias. Eso significa que esperamos algo de usted, lo cual condiciona su libre albedrío, pero…
—¿De veras quieren que lo escriba? —Estaba sorprendido.
El monje se ofendió.
—No dije eso. Jamás vamos a pretender que usted haga algo. Tal vez, sólo tal vez, podríamos sugerir la posibilidad de que si a usted se le ocuírriera espontáneamente escribir ese tratado, yo…, nosotros… podríamos enítregarle papel y lápiz para hacerlo.
13. Tratado
Se calló, por si le daba alguna respuesta. Yo empezaba a comprender que la construcción del barco, aún dentro del imposible plazo prometido, significaría una demora importante. A pesar del miedo ausente, mis pensaímientos me provocaban angustia: la idea de pasar una noche en ese sitio, o dos noches; la perspectiva de seguir oyendo los discursos de los monjes, entrando poco a poco en sus círculos viciosos; la seguridad de que mi amigo no dejaría pasar tanto tiempo antes de avisar a todo el mundo sobre mi deísaparición. Necesitaba algo a qué aferrarme, algo que ocupara los engranaíjes de mi cerebro que ahora tendían a girar en vacío, construyendo nuevas demoras, nuevos imprevistos, nuevos engaños de los monjes.
Le dije que sí, y me sentí mejor. Era bueno responder al absurdo con más absurdo. El monje demostró su alegría batiendo palmas. Hasta es posible que haya sonreído, pero movió la cabeza de tal modo que la capucha le cuíbrió la boca y no pude verlo bien. Luego subimos a la terraza, entramos a los pasillos, y me condujo a una habitación donde había un escritorio bajo la ventanita de cárcel. Encima del escritorio estaban los elementos necesarios para que hiciera mi trabajo. Me senté, y el guía empezó a alejarse.
—No se vaya —le grité. No tenía intención de estar solo en ese sitio. El monje se quedó donde estaba, mirando hacia el pasillo. No volvió a moíverse.
Un tratado de lógica. Sin duda, debía tomar el encargo de modo figurado. En todo caso, sería la excusa para pensar en cuestiones divertidas mientras dejaba pasar el tiempo. Repasé mentalmente lo poco que había aprendido de lógica en el colegio, lo deseché por aburrido, y empecé a escribir: la actiívidad más natural en mí, un descanso, un recreo.
Al principio traté de mantenerme dentro del sentido común, o por lo meínos en sus proximidades, pero pronto recordé que los monjes no se caracteírizaban precisamente por su sentido común, y anoté cosas como esta:
Una afirmación puede ser verdadera por omisión o por comisión. Si bien ambas posibilidades riman entre sí, y también con conceptos como ablución, caparazón o erupción, hay profundas diferencias entre una y otra. La verdad por omisión se caracteriza por la ausencia de falsedad, mientras que la verdad por comisión puede incluir cierto porícentaje, a condición de que sea necesario para el entendimiento real y pleno de la verdad. Un método adecuado para distinguir entre ambas clases de verdad consiste en lo siguiente: según los últimos trabajos en la materia, la c de comisión ha sido agregada recientemente; en su origen, entonces, ambas verdades eran llamadas verdades por omiísión; por lo tanto, basta con precisar la antiguedad de la c en cualquier pretendida verdad por comisión para distinguir las auténticas de las falsas (es sabido que en las verdades por comisión falsas, la c tiene siempre la misma antiguedad que el resto de la palabra).
No tardé mucho en descubrir que el ánimo para armar cadenas de razoínamiento como esa, donde aún quedaban rasgos de coherencia, se agotaba pronto, y opté por otro camino:
Si p es verdadero y q es falso, entonces las cucharas crecen en el interior de las flores. Si p es falso y q es verdadero, las que crecen son las flores (en el interior de las cucharas). ¿Cómo determinar el valor de verdad de p y q, sin viviseccionar flores ni cucharas? En primer luígar, se elige un edificio de proporciones adecuadas, y se mira en diírección a la ventana central del segundo piso con intenciones homiciídas. Si alguien se asoma a la ventana, se arroja el cuchillo. En caso contrario, se mide con una vara de mimbre la longitud de la nube más alta que corra por el cielo, utilizando como unidad el deseo de crecer. Hecho esto, la veracidad de p y la veracidad de q habrán pasado al teírreno de lo indiferente.
Pero también me cansé de eso. Durante un rato estuve haciendo una lista de palabras de cinco letras con tres vocales, después anoté treinta palabras que empiezan con zeta, y más tarde una lista de seres mitológicos.
Por supuesto, me dediqué a hacer un trabajo prolijo y lo más amplio posiíble. Sólo así podía contener las corrientes oscuras que había en el sótano de mi imaginación. De modo que escribí muchas hojas, lo cual me llevó vaírias horas, y después volví a sentir hambre.
14. Antorchas
Mientras caminaba hacia el comedor detrás de mi guía vi que en una paíred habían hecho esta inscripción:
ENTONCES LAS CUCHARAS CRECEN
EN EL INTERIOR DE LAS FLORES
—¿De dónde salió esto? —le pregunté a mi guía.
—Fue hecho en los últimos minutos —contestó—. Lo consideramos un concepto particularmente interesante.
Comimos en silencio, mi guía y yo, cada uno con su propio tazón y sus galletas. No había tejedores, ni gente luchando con bancos rotos. Mi guía no decía nada, y yo no tenía ganas de discutir sobre existencias e inexistencias. Sólo hice un descubrimiento menor: en Galgalabaram los baños pertenecían al terreno de lo inexistente; después de comer le pregunté a mi guía por un baño, y me señaló las paredes. Comprendí, por lo menos, de dónde proveínía la humedad del suelo.
Más tarde seguí escribiendo, agregando al tratado un resumen de las reíglas del ajedrez en términos astronómicos, una lista de verbos irregulares, la descripción de mi escritorio, un método para desarrollar calendarios a partir de los ciclos de la mosca de la fruta. De este modo el resto del día pasó tan rápido que apenas me dí cuenta. Volví a comer, y ya era de noche. Un corteíjo de monjes recorría las habitaciones colgando antorchas encendidas de las paredes.
El laberinto de pasillos no era peor de noche que de día: sólo cambiaba la disposición de las sombras. Mi guía me llevó al lugar donde me había desípertado esa mañana, o a otro muy parecido, y me acosté sin quitarme la túínica. El aire estaba espeso por el humo de las antorchas. Di vueltas y vuelítas antes de dormirme.
15. Idea
A la mañana siguiente me ardían los ojos, tenía sed y estaba de mal huímor. Cuando me desperté tuve que ver a mi guía junto a la puerta para darme cuenta de que Galgalabaram no era un sueño. La ventana seguía en su sitio, dejando pasar los rayos del mismo sol del día anterior. Esta vez no había pájaros, pero a modo de compensación el hilo de agua que surcaba la pared parecía más caudaloso. Mi guía conservaba la cara de viejo, las maínos metidas en las mangas de la túnica, los pies deformes. Las inscripciones de las paredes me hacían burla. Me senté en la cama, estiré los brazos y dije:
—¿Todavía estoy acá?
El monje empezó a pensar una respuesta, pero no le di tiempo. Pedí agua, y me trajo una cazuela llena de un líquido en el que nadaban cosas oscuras. Lo tiré, me puse la valija bajo el brazo y salimos hacia el comedor.
No pensé en lavarme, ni en buscar un baño, ni en mirar al otro extremo del pasillo esperando ver una alfombra, un equipo de aire acondicionado, un vidrio que me separara de la calle. Tampoco recordé a mi amigo que espeíraba. Lo conocido empezaba a resultar lejano no sólo en el espacio sino también en el pensamiento. El haber pasado una noche en la isla me hacía sentir parte de ese otro mundo, donde me pedían tratados de lógica y consítruían un barco para mí. Las paredes eran reales. Los pies del monje que me guiaba se apoyaban en la tierra y los míos seguían sus huellas. No había otro suelo que pisar, ni otro techo que el que me rozaba la cabeza. Tal vez había aprendido a tener paciencia, ya que no miedo. El miedo seguía oculto.
Después del desayuno me dejé guiar a la habitación del escritorio. No me quedaban ganas de escribir, y decidí resolver el problema de otra manera. Apoyé la valija en el escritorio, la abrí, busqué unos borradores descartados de mi última novela y los agregué al supuesto tratado de lógica. Tal vez los monjes los apreciaran más que cualquier editor. Junté todo, lo alisé, le quité el polvo que no tenía y se lo di a mi guía con una reverencia. No dijo nada, pero lo guardó entre los pliegues de la túnica.
—¿Y ahora qué? —dije.
—No comprendo —contestó.
—Qué hacemos.
—Mis actividades consisten en cumplir con sus requerimientos y aprender la nueva lógica. No sé en qué consisten las suyas, ni tengo el derecho de saberlo por anticipado.
—¿Falta mucho para que terminen el barco?
—La respuesta depende de cuál sea para usted el límite entre mucho y poco. En nuestro congreso número doce mil ciento catorce, el tema central giró en torno a…
Me senté y eché la cabeza hacia atrás. El día prometía ser un desastre. Ya no había nada que me llamara la atención en Galgalabaram, y, para colmo, ni siquiera dependía de mí el momento de la partida.
¿O sí?
Tuve una idea:
—Quiero recorrer la isla.
Me puse de pie, otra vez ansioso por hacer algo. Si el sector conocido de Galgalabaram ofrecía pocas oportunidades, era posible que en otros sectoíres ocurriera lo contrario. Tal vez en alguna parte hubiera una ciudad como la mía, otra clase de habitantes menos divertidos pero más razonables que los monjes. Tal vez Galgalabaram ni siquiera fuese una isla.
Pero mi guía, como de costumbre, estaba poco dispuesto a facilitar las cosas.
—La acción de recorrer una isla —dijo—, según qué acepción del término se adopte, puede ofrecer serios problemas.
—¿Qué problemas?
—Si recorrer significa caminar por cada uno de sus puntos, inspeccionar cada rincón, la tarea…
—Eso no es una respuesta. ¿Por qué no puedo conocer la isla? ¿Qué tienen que ocultar?
Aspiró hondo, y estuvo a punto de caer de espaldas.
—Desearía que fuera tan amable como para hacer sólo una observación por vez. No es que pretenda entrometerme con su libertad, pero si usted esípera que le responda con cierta solvencia…
—Está bien, olvídese de lo que dije y continúe.
—Lo lamento muchísimo, pero soy incapaz de olvidar algo.
Me correspondió a mí aspirar hondo, y decidí que lo mejor era empezar otra vez.
—Oiga bien, y no me interrumpa. Quiero conocer algunos lugares de la isla. En lo posible, me gustaría ir hasta el otro extremo, o por lo menos camiínar hasta donde haya algo que pueda interesarme. Por eso necesito que usted me guíe, y espero, por su propio bien, que no tenga inconvenientes para hacerlo. ¿Entendió?
—¿Terminó de hablar? —dijo con timidez—. Si le contesto, ¿considerará que lo interrumpo?
16. Excursión
Con bastante paciencia conseguí que la discusión sólo durara unos minuítos más. Finalmente resultó que no tenía objeciones para guiarme.
—¿Prefiere ir por los pasillos o por el exterior? —preguntó.
Casi ni pensé la respuesta, y así fuimos por tercera vez a la terraza, donde el monje me llevó hasta un sitio donde la pared tenía muescas en las que se podían apoyar pies y manos. Subí con trabajo, por culpa de la valija, mientras el monje saltaba de muesca en muesca como un gato. La pared debía tener treinta metros de altura: cuando llegamos arriba me eché al suelo para recuperar el aire.
El paisaje que vi no tenía relación con lo que esperaba. Si a un lado estíaíba la pared, cayendo a pico, al otro había un bosquecillo de tilos. Junto a mí corría un arroyo de agua clara que se acercaba al borde, volvía a alejarse y se perdía entre los árboles. Metí la cabeza en el agua, tomé un poco y me lavé la cara y las manos. Mi guía cruzó la corriente de un salto, y lo seguí.
Recién entonces entendí cuál era el sistema de construcción de los moníjes: hacían agujeros bajo tierra, y levantaban paredes en su interior. Los pasillos y habitaciones que había visto eran parte de una caverna artificial. El verdadero suelo de la isla, que ahora pisaba, se había transformado en techo, y estaba sostenido por las sólidas paredes de los monjes.
Cada veinte o treinta metros había un agujero en el terreno. Eran los paítios que ya conocía. Allí abajo estaban las ventanas, y al fondo andaban los monjes, algunos escribiendo en la pared. Parecían animales caídos en una trampa.
Tras el bosquecillo aparecieron plantaciones de cereales, campos cercaídos en los que pastaba el ganado, otros arroyos, fuentes y manantiales. El toque de irrealidad lo daban los monjes que brotaban de la tierra: había vaírias salidas, pozos angostos y oscuros en los que a duras penas se llegaba a ver una escalera o unas muescas como las que habíamos usado para suíbir desde la terraza.
Me atrajo una puerta situada en medio de un prado, y me acerqué a ella. Era la primera puerta que venía en Galgalabaram, y no daba a ninguna parte. Un grupo de ovejas pastaba a su alrededor. El picaporte estaba aseígurado con un candado.
—¿Para qué sirve? —le pregunté a mi guía.
—Para recordar que hay cosas prohibidas.
—¿Cómo?
—Es imposible abrir esta puerta. Quienes lo intentaron terminaron reconociendo su fracaso.
—¿Y para qué querían abrirla?
—Para demostrar la relatividad de los dogmas.
Más adelante apareció un monolito, que según mi guía señalaba el centro de la isla. Sin embargo, estaba bastante cerca de la costa, y se lo dije.
—¿Acaso usted no toma en cuenta el estado emocional como elemento geométrico? —respondió—. Nuestro corazón siente profundamente que el centro de la isla está aquí, como lo determinó nuestro congreso número tres mil cuatrocientos treinta y uno, y no creemos que haya argumentos válidos en contra.
No volví a hacer preguntas.
A medida que avanzábamos me fui haciendo una idea mejor de la distriíbución de Galgalabaram. No sólo era una isla, como decían los monjes, sino que se trataba de una isla pequeña. Casi siempre se veía el mar a ambos lados, y a poco de caminar lo vi también al frente. La ciudad ocupaba todo el subsuelo, sin interrupción.
El paseo de un extremo al otro de la isla nos llevó sólo una hora. Más allá había otras islas sin señales de vida, a varios kilómetros de distancia, y un islote más pequeño a cien o ciento cincuenta metros. El islote era una montaña escarpada, sin vegetación, que salía del mar como una pared.
Mi guía notó que lo observaba, y me preguntó si también quería visitarlo.
—¿Nadando? —dije.
—No —contestó—. Forma parte de Galgalabaram. Tenemos habitaciones bajo la superficie del mar. Caminando por ellas llegaríamos enseguida.
No acepté. Tras el fracaso de la excursión sólo me interesaba volver a la terraza y al muelle, a esperar mi barco. El guía protestó por el error que constituía semejante empleo restrictivo del término recorrer. Levanté una piedra, pesada y dura como la cabeza de un monje, y la tiré al agua con toídas mis fuerzas. Apenas hubo un chapoteo en el único mar. Empezamos el camino de regreso.
17. Barco
El barco estaba terminado.
Más que barco era una lancha grande, con motor. Bajamos al muelle y la miré con ojo crítico. Estaba hecha con maderas sin pulir, y tenía el casco reícubierto de brea. Mientras la observaba la echaron al agua. Flotó, lo que no era un mal indicio. Los constructores parecían orgullosos de su obra, porque se señalaban detalles mutuamente y comentaban en voz alta el ingenio desplegado en la solución de tal o cual problema.
Yo también tenía una sensación de triunfo, pero los monjes aún podían tenderme una trampa, y decidí mantenerme en guardia.
Para empezar, era dudoso que hubieran fabricado la lancha en las últimas horas.
—¿De dónde obtuvieron el motor? —pregunté. Era un aparato grande, viejo y oxidado.
—Del esfuerzo creador de Ung —contestó un ingeniero.
—¿Y cómo funciona el esfuerzo creador de Ung? —insistí.
—Elevo mis aspiraciones —dijo otro, sin duda el propio Ung—, hasta que alcanzan el grado de realidades. En general, es necesario que Ong adapte esas realidades a los usos específicos a que están destinadas.
—Pero esa es una tarea sencilla —intervino uno más, probablemente Ong—. Me basta con aplicar una dosis de selección natural. Las creaciones no prácticas, en general, duran poco tiempo.
Mientras, yo seguía estudiando la lancha.
—¿Tiene combustible, por lo menos?
—Hay un tanque, bajo la línea de flotación, con ciento cincuenta libros.
—Litros, querrá decir.
—Libros. El generador de energía por plegado de papel fue uno de nuesítros mayores éxitos en la construcción de este vehículo marítimo.
No tenía mayores motivos para confiar en ellos, pero tampoco ganaba nada con echarme atrás y negarme a usar la lancha. En todo caso ya tenía un plan para asegurarme de que la lancha funcionaba bien. Sin embargo, antes de aplicar mi plan debía resolver otro detalle, y me dirigí a mi guía:
—Ahora deme la valija con mi ropa.
—No sé de qué habla —contestó.
—Es una valija como ésta —señalé la que llevaba bajo el brazo—, que en vez de papeles tiene ropa. La necesito.
—No conozco la existencia de ningún objeto que responda a esa desícripción.
—Pregúntele a los demás —propuse.
—Nadie conoce un objeto así —dijo mi guía, muy seguro de sí mismo—. Debe haber quedado en el terreno de lo inexistente, junto a su casa y el resto de su entorno.
Me dio rabia, porque estaba convencido de que mentían.
—Recurra al esfuerzo creador de Ung, entonces —dije.
El que debía ser Ung me había oído. Se puso rígido y cerró los ojos. Estuívo así durante unos segundos, y volvió a relajarse.
—No puedo hacer nada —dijo después—. Ese objeto no forma parte de mis aspiraciones —sonrió—. Mucho menos puede llegar a ser una realidad.
18. Rehén
Opté por no insistir. Considerando la situación, perder un par de camisas era el menor de los males. Lo importante era escapar de Galgalabaram, acercarme a casa, explicar a todos lo que había ocurrido para compartir el asombro. Miré el mar, sintiendo cómo el viento me despeinaba. Las olas saícudían la lancha con cariño, como si se dieran cuenta de lo frágil que era.
—Me voy, entonces —dije, poniendo mi plan en marcha: en vez de subir a la lancha me acerqué al que había sido mi guía y lo agarré del brazo—. Pero usted viene conmigo.
El monje dio un salto hacia atrás, y estuvimos a punto de caer al agua.
—No puedo —gritó.
—¿Por qué? ¿Quién se lo prohíbe?
—El orden natural de las cosas —intervino un ingeniero. Mi rehén estaba demasiado nervioso para hablar. —No podemos salir de la isla. Es una imíposibilidad tan cierta como que las cosas caigan hacia arriba.
—¿No será que esta lancha es pura utilería? —pregunté.
—De ninguna manera, cualquiera sea el sentido que usted dé a la palabra utilería.
—Si es así, vamos —le dije a mi rehén, arrastrándolo hacia la lancha.
—Si lo desea haré un intento —respondió dejándose llevar—, para deímostrarle lo que no necesita ser demostrado.
Subió a bordo sin necesidad de que lo empujara, y lo seguí. El se sentó a popa y yo a proa, donde estaba el mecanismo que permitía maniobrar con la lancha. Ordené que soltaran las amarras, pero en ese momento vi que otro monje bajaba la escalera, agitando algo que traía en la mano.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
—Esto es para usted —dijo el monje cuando llegó al muelle. Se acercó a la lancha y me arrojó lo que traía: una carpeta de cuero. La tapa decía, en letras doradas:
Era una copia de mi trabajo.
—Pero… —empecé a decir, y la frase terminó en esa sola palabra. Estaba seguro de que el tratado seguía dentro de la túnica de mi rehén. ¿Cómo haíbían hecho para copiarlo?
Pensé en preguntarles, pero no era la curiosidad lo que me movía con más fuerza. Guardé el regalo en la valija, sin pensar más en el asunto, y volví a ordenar que soltaran las amarras. Encendí el motor siguiendo las instrucciones de un ingeniero y crucé los dedos: si la lancha era poco conífiable, yo, como navegante, lo era menos. Además, el mecanismo que tenía ante mí era un tanto arbitrario: una palanca, que según me explicó otro inígeniero estaba conectada al motor; empujándola a la derecha, la lancha avanzaba en línea recta; moviéndola hacia la izquierda, viraba a la derecha; y llevándola hacia adelante viraba a la izquierda. Parecía que el esfuerzo creador de Ung hubiera descubierto el concepto de timón mientras construía la lancha, y la selección natural de Ong lo hubiese interpretado de una maínera retorcida y estúpida.
Cuando partimos levanté un brazo para saludar, pero los monjes no miraíban: subían por la escalera, dándonos la espalda, como si no ocurriera nada. Mi guía estaba encogido en su asiento, inmóvil, con la cabeza baja y las manos entre las piernas.
Ya sabía a dónde ir: a la isla de las dos columnas gigantescas. Era el sitio más cercano, y las columnas el único objeto artificial que se veía en los alreídedores de Galgalabaram. Donde había algo artificial podía haber gente, y la gente seguramente iba a ayudarme. De modo que puse proa en esa diírección, y pronto nos alejamos lo suficiente de Galgalabaram como para abarcarla con una sola mirada.
Mantenía la vista al frente, para no perder el rumbo, y con el ruido del motor apenas oí el chapoteo. Cuando me dí vuelta vi que mi rehén ya no estaba a bordo.
Se había echado al agua, y nadaba a toda velocidad hacia Galgalabaram.
Nota:
Escribí la primera versión de este cuento en 1981, y por entonces era el primer capítulo de una novela que se iba a llamar Juegos imposibles. En años siguientes hice muchos cambios, agregué, quité, y de a poco se fue convirtiendo en una entidad autónoma. Mientras tanto, Juegos imposibles pasó a ser el título de un cassette de música mayormente instrumental que se puede escuchar (y bajar) acá. En 1989, la revista Cuasar publicó una versión de “Galgalabaram” bastante parecida a la que ahora reproduzco acá. No recuerdo cuándo hice las últimas correcciones, pero calculo que habrá sido hace unos diez años.
Y yo que me pasé el fin de semana haciendo nada, sin saber que podría haber estado disfrutando de esta maravilla.
Qué suerte que hay más fines de semana por delante. Qué suerte, también, que uno puede leer en otros días que no pertenezcan a un fin de semana.