Canción sobre un post del 9 de mayo de 2004.
(Y sigo cantando, o haciendo que. Caradura.)
(17 de marzo de 2007: mezcla nueva, más prolija. Agrego la letra, cortada en “versos”.)
Desde primera hora de la mañana
los clientes empezaron a olvidarse
los teléfonos celulares.
Si en una mesa había dos personas,
allí quedaban dos teléfonos.
Si había tres, tres teléfonos.
Pronto las camareras optaron por sugerir a los clientes
que pensaran en sus aparatos antes de irse,
pero nada cambió,
pero nada cambió,
nada cambió.
Hacia el mediodía había docenas
de celulares en una gran caja de cartón,
tras el mostrador.
El turno de la tarde siguió
recolectando más y más y más y más teléfonos.
Casi todo el tiempo sonaba alguno,
pero nadie era capaz de descubrir cuál.
El cielo se nubló,
y mientras caía la noche empezó a llover.
La caja se llenó de teléfonos,
y pusieron otra al lado.
Mucho más tarde, cuando estaban por cerrar,
entró un hombre de saco y corbata,
empapado por la lluvia,
y fue derecho al mostrador.
—Disculpe
—le dijo al encargado—,
¿por casualidad no me olvidé
un paraguas?
¿Un paraguas?
¿Un paraguas?
¿Un paraguas?
¿Un paraguas?
¡Genial, Eduardo! Sobre todo el coro.
Capaz pronto quede anacrónico, cuando los celulares -además de servir para hacer llamadas, sacar fotos, escuchar música, grabar videos, hacer cuentas, tener alarmas, mandar mensajes y servir el desayuno- sirvan también para cubrirse de la lluvia…
HOLA