Cuando empecé a escribir ficción tuve la gran desventaja de no tener absolutamente ningún talento para hacerlo. No sabía cómo hacer entrar un personaje en un cuarto, o cómo hacerlo salir. Perdían sus sombreros y yo también. Si había más de dos personas en escena, a una de ellas no podía mantenerla con vida. Sigo con esos defectos, por supuesto, en cierta medida. Déme dos personas insultándose una a otra por encima de un escritorio, y soy feliz.
Cuando me preguntan, como lo hacen a veces, por qué no pruebo de escribir una novela seria, no discuto; ni siquiera les pregunto a qué se refieren con una novela seria. Sería inútil. No sabrían qué decir. Esa pregunta es la que podría hacer un loro.
La mayoría nos impacientamos con el caos que nos rodea, y nos inclinamos a atribuirle al pasado una pureza de líneas que no fue evidente a los contemporáneos de ese pasado. […] La literatura del pasado ha sobrevivido y por ese motivo tiene prestigio, aparte de su otro prestigio. […] Por mi parte, estoy convencido de que si nuestro arte tiene alguna virtud, y puede no tener ninguna, no está en su parecido con algo que ahora es tradicional pero no era tradicional cuando se lo produjo.
(Las tres citas vienen de El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos, de Raymond Chandler, editado por Tom Hiney y Frank MacShane, traducción de César Aira, Emecé, Buenos Aires, 2002. Páginas 149-150, 171 y 183 respectivamente.)
Iluminador y esperanzador.