No hace mucho alguien anunció que decidía poseer solamente cien cosas. Escribió al respecto (ahora no encuentro dónde, pero fue en la Web). Claro, contaba como una sola cosa cierta colección de objetos, herramientas creo, de los que no quería desprenderse. Hubo una discusión (en su sitio o en otro que lo nombraba) acerca de si todos los zapatos que uno tiene son también una sola cosa, y todos los calzoncillos.
Me pregunto si tener un blog es tener una cosa, si tener un papel en el bolsillo con un par de anotaciones es tener otra cosa, si tener una resma de papeles A4 de 80 gramos… Si tener una bolsa de caramelos es tener una cosa. Si tener dos sábanas y una funda para la almohada. Si tener un directorio con veintiséis mil canciones. Si tener un piso hecho con infinidad de piezas de madera organizadas como en un rompecabezas. Si tener seis cucharitas. Si tener un árbol. Si tener un hilo suelto en el pantalón. Si tener más de cien blogs en el lector de RSS.
Perdí de vista la historia, ni un link me queda, tal vez porque no era interesante. O porque tengo demasiadas cosas en la cabeza.
(Y defiendo la libertad que nos dimos en otros tiempos de hablar de algo sin tener la cita perfecta / el link que corresponde. De discutir con fantasmas. De dejar las cosas antes de contar hasta cien.)
Quizás hay una pregunta más compleja. Tener un objeto claramente unitario, ¿es tener un sólo objeto? Digamos, un libro es un libro, pero si lo estamos leyendo y una mosca se nos para en una pierna, a la velocidad de un reflejo se vuelve un matamoscas. Y si vamos en el bus, y una chica se nos sienta al lado con un prominente escote, el libro es una oportuna pantalla para ocultar la verdadera dirección de nuestra mirada.
Y se puede ir más a fondo. Porque un libro es ese libro, más la sumatoria de los que has leído antes de él, que te funcionan como bagaje para entenderle e interpretarle de cierta forma. Pero 2 años más adelante, en una relectura, con una docena de libros nuevos agregados al repertorio personal, el libro se ha transformado en algo distinto, en una nueva sumatoria de interpretaciones y eventos.
Y las estaciones le afectan. A vuelo de pájaro, puede ser leña durante el otoño frío, paraguas durante el invierno húmedo, abanico durante el verano caluroso, y un gancho para parecer erudito y enamorar chicas durante la primavera romántica.
No hay límites para un objeto que no rompa la necesidad, que no reinvente la creatividad, que no desarticule la profanación, que acaso permee al objeto.
Y habrá quien diga que un objeto no se hace objeto por la función que cumpla, y se transmuta en otro cuando emula las funciones propias de otro. De modo que un libro seguirá siendo un libro, aun cuando funcione como cuña para una mesa desnivelada. Pero, ¿cómo llamarán las polillas a los libros en su lenguaje?. Quizás le llaman “Fruta de letras”, y con todo derecho, porque comen toda su pulpa y se nutren con ello. Aquí no se trata de una función inventada.
Un libro también es un importante alimento, aunque nosotros fumiguemos nuestras bibliotecas para huir de la inminencia de una verdad que no estamos preparados para afrontar: un libro es más que un libro, y el humano que lo lee y lo posesiona es apenas menos que eso, salvo que estemos frente a un par de leones hambrientos, que se dirán entre sí: “Hoy estamos de suerte. Conseguimos una fruta de tela, carne y huesos”.
También nosotros somos objetos.