Estaba mirando televisión pero no había nada que valiera la pena. Entonces se me ocurrió que podía hacerme caballero del rey. Me puse las botas y el sombrero y fui al palacio real.
—Hola —le dije a la chica de informes—. Quiero ser caballero del rey.
—Cómo no —dijo ella—. El único requisito es que traiga un huevo del águila de tres picos, que vive en las Montañas del Miedo.
Las Montañas del Miedo están ahí nomás, a la salida de la ciudad. Caminé, trepé, escalé, y al rato estaba en el nido del águila de tres picos. Había varios huevos.
—¿Qué necesita? —preguntó el águila de tres picos.
—Vengo a buscar uno de sus huevos —le expliqué—. Es un requisito para ser caballero del rey.
—Estaré encantada de darle uno —respondió el águila de tres picos—. Pero antes le pido que vaya a rescatar a mi compañero, el águila de tres picos macho. Está en poder del mago de la caverna, en el Desfiladero del Terror.
Dicho esto, el águila de tres picos partió volando. Los huevos quedaron solos. Tentadores. Pero no, robarle al águila de tres picos no era una acción digna de quien pretendía convertirse en caballero del rey.
El Desfiladero del Terror está a metros de las Montañas del Miedo. No me llevó nada encontrar la caverna del mago. Adentro estaba el águila de tres picos (macho), atado por el cuello con una soga. Y también estaba el mago, un viejo debilucho. Cuando entré, el mago le sacó una pluma al águila.
—¿En qué le puedo ser útil? —me preguntó el mago.
—Vengo a rescatar el águila de tres picos macho —dije—, para que el águila de tres picos hembra me dé un huevo y así convertirme en caballero del rey.
—Muy bien —dijo el mago—. Me cansé de sacarle plumas. Eso sí, para que se lo entregue le pido que me traiga un pelo de elefante del Desierto del Pavor.
—¿Los elefantes tienen pelo?
—Esos sí. Uno solo.
El mago era tan viejo que apenas podía tenerse en pie. Nada más fácil que empujarlo a un lado, cortar con un golpe de mi espada la soga que retenía al águila de tres picos, y salir de allí con el deber cumplido. Pero ni lo pensé: algo así era impropio si quería llegar a ser caballero del rey.
Al rato llegué al Desierto del Pavor, y ahí estaban los elefantes. Cada uno tenía un pelo largo y enrulado que le salía de la frente. Los pobres animales estaban flacos, sedientos, y tirados por el suelo.
—¿Podemos ayudarlo en algo? —dijo uno.
—Necesito su pelo —le dije—, para llevárselo al mago de la caverna, que me entregará el águila de tres picos macho, a cambio del cual obtendré un huevo y podré ser caballero del rey.
—Se lo daré encantado —respondió el elefante—, siempre que usted también me haga un favor. Como ve, estamos muriendo de sed. Le pido que vaya a la tribu de los miaux, ahí en el Pantano del Pánico, a que le enseñen la danza de la lluvia, y que venga a bailarla aquí.
El elefante estaba verdaderamente al borde de la muerte. Arrancarle el pelo para llevárselo al mago era cosa de un instante. Sin embargo, la nobleza propia de un aspirante a caballero del rey me impidió soñar siquiera con hacer algo así.
El Pantano del Pánico quedaba a un par de cuadras, y en el centro del Pantano vivía la tribu de los miaux. Llovía a cántaros. El cacique, completamente empapado, estaba de pie en medio de la tribu. Su imponente anillo de nariz, de hierro, estaba completamente oxidado. A su alrededor, varios guerreros miaux bailaban.
—¿Se le ofrece algo? —preguntó el cacique.
—Vengo a aprender la danza de la lluvia —dije—, para bailarla en el Desierto del Pavor, para que un elefante me dé su pelo, con el que rescataré el águila de tres picos macho, que luego podré canjear por un huevo que me hará caballero del rey.
—No hay problema —dijo el cacique—, siempre que antes me ayude con algo. Resulta que me quedé sin cadete, y necesito que alguien vaya a la herrería real y traiga unos anillos de nariz para sustituir los que se oxidaron.
En torno a nosotros los bailarines seguían repitiendo el mismo paso, una y otra vez. Con solo verlos ya me lo había aprendido, así que podría haber vuelto directamente al Desierto del Pavor y salvar a los elefantes, pero… Debía comportarme como lo haría un caballero del rey.
La herrería real queda por mi barrio, a metros del Pantano del Pánico. A la entrada había una montaña de anillos de nariz. En el taller encontré al herrero.
—Ordene usted —dijo el herrero.
—Necesito unos anillos de hierro para la tribu de los miaux —dije—, así me enseñan la danza de la lluvia, por la que me pagarán con un pelo de elefante, por el pelo me darán el águila de tres picos macho, por el águila un huevo, y por el huevo el título de caballero del rey.
—Tengo un montón de anillos de hierro —dijo el herrero—. El único inconveniente es que la ley del reino solo me permite darle mi mercadería si usted se convierte en… —dudó un poco antes de decirlo— ¡caballero del rey!
—Ah —dije.
Nos quedamos unos segundos callados, pensando algo distinto que decir. Pero a ninguno de los dos se le ocurrió nada, así que me fui.
A la salida podía haberme llevado unos cuantos anillos de nariz. Estaban ahí tirados, y el herrero no miraba. Pero no, si algún día, de alguna manera, quería convertirme en caballero del rey, debía quitarme esas ideas de la cabeza.
Entonces me volví a casa a seguir viendo la tele. Por suerte la había dejado prendida.
Lo que me quedé pensando es: ¿cómo habrán obtenido su puesto los veintisiete mil ochocientos cuarenta caballeros del rey que pueblan el palacio?
(Publicado originalmente en Billiken N° 4710, 21 de mayo de 2010.)