Estamos en el comienzo del capítulo 5 de El péndulo de Foucault, de Umberto Eco. Instalan una computadora en la oficina. Se da el diálogo:
“—No te servirá para nada. ¿No pretenderás copiar ahí los manuscritos que no lees?
“—Sirve para clasificar, para ordenar listas, actualizar fichas. Podría escribir un texto mío, no los de otros.”
La novela se publicó en 1988. Sin duda fue escrita durante los años inmediatamente anteriores. Eco acusa recibo de la nueva tecnología, y aunque no se pone a describirla vemos atisbos. Un cuarto de siglo más sabios, descubrimos que todavía había diskettes, por ejemplo, y no discos rígidos. Pero esos detalles no son los que importan. El diálogo de arriba muestra un cambio más profundo, un cambio cultural, social, de mentalidad: por entonces la computadora estaba hecha para que uno metiera datos en ella, no para obtenerlos. Clasificar, ordenar listas, actualizar fichas. Todo hecho por uno mismo, nada de Google. Escribir un texto, y las opciones eran que fuera propio o copiado de otros, pero siempre escribirlo. Nada de leerlo.
Era así. Sin embargo, el signo más grande del cambio aparece unas páginas después. En esa época, si uno tenía una computadora debía poder programarla. Eso nos cuenta Eco sin saberlo, mientras cree relatar un intento de obtener los distintos nombres de Dios. Visto desde hoy, no es obvio que sus personajes, el dueño de la computadora y su amigo el narrador, tengan que saber Basic. Sin aviso ni conciencia de época, así como hoy en día uno podría mencionar a Facebook, Eco le endilga a Belbo lo que sigue:
“[—]Pues bien, mira en este manual, tengo un pequeño programa en Basic que permite permutar todas las secuencias de cuatro letras.”
Y después:
Está bien, Belbo no escribe el programa, lo toma de un manual. Pero lo entiende. Y más todavía, el narrador (que se dedica como Eco y Belbo a las letras, a la filología, a lo medieval, y no a programar) pone pronto las manos en la masa:
“Tenía que componer un programa para anagramas de seis letras, y bastaba con modificar el que ya tenía para cuatro. […] Volví a subir, dejé los bocadillos en un rincón, pasé enseguida al whisky, inserté el disco de sistema para el Basic, compuse el programa para las seis letras, con los errores habituales, por lo que tardé más de media hora, pero hacia las dos y media el programa estaba funcionando y la pantalla hacía desfilar ante mis ojos los setecientos veinte nombres de Dios.”
Por si hace falta, doy fe de que era así. Tuve computadoras en los ochenta, y las programé. En Basic. Si hubiera leído El péndulo de Foucault en 1988 nada de esto me hubiera sorprendido. O sí, pero en otro sentido: ¡qué al día está Umberto Eco!
Los años siguientes fueron la historia de cómo la mayoría de nosotros dejamos de programar nuestras computadoras. Si hoy Eco se pusiera a escribir ese capítulo, no mencionaría el Basic (ni, ya que estamos, modernizaría el relato con una dosis de JavaScript o C++). Buscaría un programa online, y por supuesto que lo encontraría.
Si queremos generalizar, toda novela es un relato involuntario de ciertos aspectos de época. Entiendo. Esto no es distinto. Y ni siquiera terminé de leer El péndulo de Foucault, que encaro por primera vez en la vida. Pero me llamó la atención y tuve ganas de compartirlo.
Nota del día siguiente: Hay dos errores de tipeo en el código, por culpa de la semejanza entre la letra I mayúscula y el número 1. Donce dice “80 IF I3=11 THEN 120″ debe decir “80 IF I3=I1 THEN 120″. Y donde dice “90 IF I3=12 THEN 120″ debe decir “80 IF I3=I2 THEN 120″. Sí, se ve muy parecido. Me hace acordar que muchas máquinas de escribir carecían de número 1: había que usar la ele minúscula. Fue un largo y difícil aprendizaje, con la llegada de las computadoras y la necesidad de programarlas, acostumbrarse a que un 1 y una l no eran lo mismo.