Leí este texto en el 17° Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia, Chaco, 2012, dentro de la mesa Medios, lectura y más literatura. Fue el pasado 18 de agosto, a la mañana. Pero primero la foto:
Hace unos días estaba en la cola de un banco, cuando oí que una persona de seguridad, una mujer, le decía a alguien que estaba detrás de mí:
—Apagá eso.
Me di vuelta, pensando que iba a ver a un ladrón, celular en la oreja, tramando con sus cómplices el asalto a la sucursal. Pero no. Era una chica, joven, que tenía en la mano un aparato como este [muestro el Kindle desde el que estoy leyendo].
—Es un libro —dijo la chica.
La mujer de seguridad la miró con la boca abierta.
—No está conectado a Internet ni nada —dijo la chica, por las dudas.
La mujer de seguridad cerró la boca y, mirando de reojo el aparato, dio media vuelta para irse. La chica insistió:
—Es un libro.
Y siguió leyendo.
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Sobre este tema, el libro que cabe aquí adentro [del Kindle], qué significa y a dónde nos lleva, les propongo hablar.
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En junio de 1999, cuando empezamos con Imaginaria, había poca gente conectada a Internet. Para conectarnos, llamábamos a un número de teléfono. A paso de tortuga bajábamos el mail a la computadora y nos volvíamos a desconectar. Después leíamos y escribíamos desconectados. La web se usaba poquísimo.
Casi no había banda ancha.
Tampoco existían YouTube, la Wikipedia, Twitter, Facebook, Gmail, los mapas interactivos, los documentos compartidos. Asomaba la banca online. Aparecían los primeros blogs.
De esto hace trece años. En este momento, según Cablevisión, hay cinco millones y medio de conexiones de banda ancha en la Argentina. El acceso a Internet ya recorrió una buena parte del camino que va de ser un ideal a ser un derecho.
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En estos trece años, algunas industrias culturales vivieron cambios drásticos. Primero fue la música. La música ya se había digitalizado con la aparición de los CDs, de manera que fue fácil pasarla a la computadora, y de la computadora a la red. En junio de 1999, el mismo mes que Imaginaria, abría Napster, el primer servicio para compartir música a través de Internet. Napster cerró por cuestiones legales, pero aparecieron nuevos servicios y nuevos métodos para seguir compartiendo música. Con el tiempo, además, la música digital empezó a venderse online.
Resultado: hoy el soporte por excelencia de la música es un archivo mp3, alojado en un reproductor especial o en un disco rígido, o en algún servidor lejano.
Después fue el turno de las películas, y más o menos al mismo tiempo las series de televisión. Hacía falta más ancho de banda, porque los archivos de video son grandes. La red creció, la transmisión de datos se fue haciendo más rápida, y en el último par de años muchos nos acostumbramos a ver nuestra serie favorita al día siguiente de estrenada en su país de origen, con subtítulos creados anónimamente por aficionados. Por supuesto, esta facilidad para compartir contenido generó un conflicto intenso entre los propietarios de derechos y los usuarios que comparten sus obras. Ese conflicto, que sigue sin resolverse, recorre tribunales y legislaturas del mundo, incluida la Argentina, y entidades internacionales como la OMPI, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.
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En este mismo tiempo, la industria del libro no cambió tanto. El libro clásico, en papel, siguió siendo la norma. Es más, nos resistimos con uñas y dientes a abandonarlo.
Esta supervivencia del libro tiene varias razones, de las que dos saltan a la vista:
La primera: Leer en pantalla es molesto. La experiencia de escuchar música o ver video no cambió con el tránsito de un medio a otro. O, si cambió fue para mejorar. En cambio, la pantalla de una computadora, que sigue el modelo del televisor, no ofrece ni de lejos la experiencia de tener un libro entre las manos.
La segunda razón por la que el libro en papel se mantuvo firme: Reproducir música o cine siempre requirió de aparatos. El libro, en cambio, se autocontiene. No necesitamos nada más para leerlo. Hoy no tengo cómo escuchar mis viejos discos de vinilo, ni mi colección de cassettes, ni puedo ver mi pila de videos en VHS. Sin embargo, conservo los libros que leí en mi adolescencia, en mi infancia, y alcanza con sacar uno del estante para leerlo igual que entonces. Tengo tres veces mi colección de los Beatles: en vinilo, en CD y en mp3. Pero tengo un solo ejemplar de Sandokán, el mismo que tuve toda mi vida.
Ahora bien, la pregunta del millón es: ¿siguen siendo válidas estas razones? La calidad de la experiencia de lectura y la autosuficiencia del libro en papel, ¿siguen descalificando al libro digital?
La respuesta ya se asoma, y en los próximos años va a ser cada vez más nitida: no. Con el libro va a ocurrir lo mismo que ya ocurrió con la música y con el video.
Primero, la calidad de la experiencia. Las pantallas cambiaron. Ya no son todas grandes y luminosas, ni hay que sentarse frente a ellas. Existen pantallas del tamaño de un libro de bolsillo, sin luz propia, que se llevan donde uno va y no cansan la vista.
Mi propia sensación, con casi dos años de tener este lector de libros electrónicos [el Kindle], es que no vuelvo atrás. En mi carpeta de libros leídos hay 37 títulos. Sigo leyendo libros en papel, pero es más que nada porque me los prestan. O porque algo que me resulta imprescindible leer todavía no está en formato digital.
Además, las pantallas siguen mejorando. Las que responden al tacto hacen más fácil explorar un libro, tomar notas, subrayar. Y la evolución rápida de estos aparatos no se va a detener de un día para otro. Tenemos que pensar que en dos, tres, cinco años, la experiencia de lectura va a ser todavía mejor.
Lo que no tiene solución es la autosuficiencia del libro. Que sin baterías, sin pantallas, sin conexiones, sigue siendo accesible. Pero aquí la pregunta es cuánto cuesta esa autosuficiencia. Hablo del costo de impresión, del costo del papel (tanto económico como para el medio ambiente), del costo de distribución, y también del costo de mantenimiento. Aquel ejemplar de Sandokán que tengo hace medio siglo debió ser llevado y traído, limpiado, conservado, atesorado. Todo lo cual le suma encanto a nivel personal, pero acumula un costo prohibitivo a nivel social. El libro en formato digital no ahorra solamente el papel y la distribución física. También es más económico mantenerlo.
A medida que el libro electrónico sigue su camino hacia una mejor experiencia de lectura, a medida que los catálogos crecen y el acceso a la red se universaliza, el libro en papel se va convirtiendo, cada vez más, en un artículo de lujo.
Gutenberg no logró libros más bonitos. Logró que más gente accediera a leerlos. Logró que se publicara más y con más rapidez. La tecnología de Gutenberg fue una gran herramienta para promover la lectura. Hoy ese rol transformador lo tiene el libro digital.
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Ahora bien, ¿qué hacemos con el conflicto, que ya nombré, entre autores y lectores que comparten libremente su obra?
La respuesta de la industria, primero la musical, luego la audiovisual y ahora la editorial, es primero retacear la oferta, y luego dificultar la copia.
Al retacear la oferta se supone que no habrá digitalización, y que el producto físico (CD, DVD, libro en papel) tendrá una vida más larga. Esto deja la digitalización en manos de los usuarios, de manera que la oferta gratuita, de archivos compartidos libremente, arranca con ventaja.
La copia se dificulta con sistemas de protección, y también con leyes y tratados comerciales más restrictivos. Hasta hoy, nada de esto ha conseguido detener el flujo de archivos compartidos libremente.
Muchos músicos, artistas, escritores, comparten la respuesta de la industria, convencidos de que, de otro modo, se quedarían sin ingresos.
Claro, es complicado instaurar otros métodos para que autores, editores y demás componentes de esta industria sigan teniendo de qué vivir. Pero esos métodos existen. Hay ideas, propuestas, modelos que ya están probando su viabilidad.
Por ejemplo, los sistemas de abono. Spotify es un servicio que, en muchos países, ofrece toda la música que uno quiera escuchar por una tarifa mensual baja. Netflix hace lo mismo con películas y series.
Otro modelo, compatible con el anterior, es el de las sociedades de gestión colectiva, que recaudan fondos compulsivamente. Ocurre con la música. SADAIC se presenta en los conciertos y cobra, para luego pagar a los autores y compositores que son socios. (Cierto, el sistema es imperfecto, o más que imperfecto. Habrá que mejorarlo.)
Si se asignara a los creadores y editores de toda clase de obras un porcentaje de lo que pagamos por conectarnos a Internet, quedaría resuelta una buena parte del problema.
Estas son solo algunas de las ideas que circulan. Sin duda van a aparecer otras.
En resumen, tenemos por delante dos opciones:
Una: aprovechar esta oportunidad, única en la historia, de que toda persona tenga acceso a toda obra creada y por crearse, a bajísimo costo, de manera inmediata.
Dos: desaprovecharla.
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Hace unos años, conversando con la vicedirectora de la escuela de mi hijo, le propuse un símil.
Imaginemos, le dije, que de pronto los seres humanos podemos volar. Así nomás, sin límite, con poco esfuerzo, a la altura y por la distancia que queramos. Sería un sueño, ¿no?
Pues bien, los fabricantes de ascensores pondrían el grito en el cielo. Y las aerolíneas. Y se acabaría la seguridad, porque cualquiera podría volar por encima de cercos y vallas, aterrizar en balcones y terrazas. Atravesar fronteras. Sonará ridículo, pero habría una intensa presión, por parte de industrias y diversos grupos afectados, para limitar el vuelo a un metro de altura. Un metro, ni un poquito más. Es eso o el caos, se escucharía decir. Es eso o el final de la civilización. Cierto, el vuelo universal e indiscriminado traería muchos inconvenientes. Habría que ajustar muchas cosas, adaptarse a muchas cosas. Pero ¿podríamos aceptar que se nos impida volar?
Concedido: la comparación es exagerada, y solo se puede extender hasta cierto punto. Pero vale como visión, borrosa seguramente, de lo que significaría la libre circulación de los bienes culturales.
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Volviendo al comienzo:
En 1999, Imaginaria empezó hablando sobre los libros en papel, entre otras cosas porque, en el campo de la literatura infantil y juvenil, había pocos libros en formatos digitales. Trece años más tarde, en 2012, Imaginaria sigue hablando sobre los libros en papel, entre otras cosas porque en nuestro campo sigue habiendo pocos libros digitales.
Estoy seguro de que dentro de trece años esto habrá cambiado.
Y estoy seguro de que, con ayuda de las nuevas tecnologías, estaremos leyendo más, los chicos estarán leyendo más. Y todos, no exclusivamente pero en buena medida, leeremos en una pantalla.