Taylor Browne sale de la oficina a medianoche, sin sospechar que estoy escribiendo sobre él. Lleva el portafolios bajo el brazo derecho, y parece contar los mosaicos del piso con la mirada mientras camina hasta el ascensor. No se da cuenta de las palabras que lo describen aquí. Ya en la calle, levanta la vista hacia el negro amarillento del cielo que la ciudad ofrece a esa hora, vuelve a bajarla y se encamina a la estación de tren. No ha oído hablar de mí, y es poco probable que en el futuro se entere de mi existencia. Camina rápido. En la calle desierta los pasos hacen el ruido de una vieja máquina de escribir. Mientras tanto esta página se va llenando de letras que lo representan malamente, que lo exponen sin explicarlo, que lo señalan sin redimirlo, y él que no se da cuenta.
Mes: julio 2018
A mitad de cuadra tropieza con una baldosa mal alineada y empieza a caer. Trae las manos llenas de bolsas y no atina a soltarlas, de manera que ya desde el comienzo sabe que acabará golpeándose la nariz, o por lo menos la mejilla, contra el piso, justo al lado de esa caca de perro que se seca a la sombra de las nueve de la noche.
No es justo. Venía teniendo pensamientos altruistas, venía creyendo que la gente es buena, y que él mismo debía ser aún mejor para merecer un lugar en el mundo. Venía repitiendo casi en voz alta tres buenas acciones que pensaba llevar a cabo ese mismo día, discutiendo con Dawkins y los genes egoístas, suponiendo que la humanidad en conjunto puede superar la condena de la biología. Y ahora que acaba de tropezar y está cayendo, se da cuenta de que hay algo en el universo que no responde a leyes éticas, y mucho menos a un concepto de justicia.
No es algo nuevo. Siempre lo supo. Siempre se dio cuenta, desde aquella vez que se decidió a patear en el culo al peor enemigo de la primaria y le erró. De manera que ni siquiera se siente original, o cree haber descubierto algo nuevo mientras el piso se le acerca cada vez a mayor velocidad y ya está claro que será la nariz, justo la nariz la que golpeará el trozo oscuro de cemento, a centímetros de la caca aún más oscura, en este rincón del universo donde a veces no llega la luz de las estrellas.
La espera no es una sola. Las esperas se superponen, se cruzan, se entremezclan.
Lo sé porque soy experto. Mi rol es siempre el de esperar. Puedo esperar once cosas simultáneamente, y al parecer sin esfuerzo.
Pero todo tiene precio, y la espera también. El tiempo gastado en esperar vale por dos, y llega un momento en que ese tiempo se suma, y entonces soy más viejo.
Azul cobalto. Liza acerca la copa a la nariz hasta tocar el borde, física de asteroides, asimetría íntima. Paul toma despacio y sin parar, catástrofe para esta misma noche. La luz se esconde tras el biombo. En la mesa quedan restos de un postre obligatorio, chocolate avergonzado, lirios de campo. Las encuestas no hablan de esto. La luna está en otra parte, pero igual es de noche. Liza se ríe con el lado izquierdo. Paul, en espejo, con el derecho. Están de acuerdo en algo que ni sospechan.
Azul cobalto es el color de la electricidad.
Mientras dobla las toallas esconde perlas falsas en los pliegues. Enciende una vela y deja caer cinco gotas de cera en la almohada. Abre el horno, mete tres medias diferentes y vuelve a cerrarlo. Hace un nudo con la cortina del baño. Hunde un anillo en la taza de café. Mueve a un costado la mesa del living, da vuelta la alfombra que está abajo y pone la mesa otra vez en su lugar. Sale al balcón y, mientras se decide, piensa que si hubiera vida tras la muerte podría mirar la expresión de todos cuando tratan de resolver el enigma.
Miranda se para frente al hombre de la caja, apoya el índice de la mano derecha en el mostrador y entrecierra los ojos. Está pensando cómo decirlo. El momento se extiende. El cajero inclina la cabeza a un lado, mientras transcurre un segundo de más. Alguien tose en la vereda, justo frente a la puerta abierta. Se oye un bocinazo. Un avión levanta vuelo allá en el aeropuerto. Hay que imaginar que todos los relojes de la ciudad se hacen visibles de pronto, como una constelación, que los millones de relojes brillan en la oscuridad y se mueven al compás de sus portadores, unidos por los hilos del tiempo, la telaraña mayor, el tejido de las transformaciones. Hay que entender el trabajo enorme que hay tras cada segundo, la acumulación de pequeños avances y retrocesos, dudas, cavilaciones. Hay que olvidarse de las imágenes fijas, del photo finish, del electrón como esfera suspendida en el espacio, mientras Miranda levanta el dedo, suelta una parte del aire que traía en los pulmones y se deja llevar como hace siempre.
Sting hace honor a su propia consigna (“si amás a alguien, dale la libertad”). Se cumple el sueño de la tortuga azul.