Pesó las bananas
en la balanza.
Le puso una etiqueta
al kilo de bananas.
Sin hablarme.
Le pedí unas rodajas
de calabaza.
Se volvió hacia el dueño
del supermercado:
—Dice que quiere
rodajas de calabaza.
Se fue a su puesto
en la fiambrería.
Sin hablarme.
Sin mirarme.
Eso fue ayer, con la nueva vendedora de fiambres del supermercado de acá a la vuelta, que estaba de suplente en el mostrador de la verdulería, a tres metros de su puesto habitual. El dueño del supermercado cortó las rodajas de calabaza y me las vendió. Tuve que rechazarle explícitamente una que estaba podrida.
La vendedora de fiambres tiene un piercing en la nariz, blanco, redondo, un moco que sale por el lado equivocado. Es joven. Da pena que haya entrado a trabajar en ese lugar feo, con tanta gente que grita y música que patea las orejas. Ayer andaba hecha un zombie, pero hoy parecía despierta: hablaba con un tipo sobre algo que no entendí. No le hablé. No la miré.
Una mujer protestaba por la música, a los gritos, pero en broma.