Hace un año publiqué Partes de un espacio turbio en mi propia mini-editorial, Dábale Arroz. Como dice la contratapa, el libro “reúne tres novelas cortas que recorren distorsiones en la percepción de la realidad, la conexión con el mundo a través de internet y la soledad”. Las escribí entre 2017 y 2019.
Una línea de lápiz es la primera de las tres novelas cortas. Empieza así:
§ 1
Con el lápiz que tengo me dan ganas de escribir en la pared, pero no me animo. Agarro el lápiz en posición de escribir, acerco la mano a la pared hasta apoyar el segundo nudillo del meñique, y muevo la punta del lápiz como si trazara una hilera de emes, una cadena de montañas. Lo hago en el aire, sin tocar la pared más que con ese nudillo.
Al mismo tiempo me pica la garganta. Habrá polvo, pienso, acá al lado de la pared. Habré respirado por la boca. Trago saliva.
Deslizar la mano resulta fácil y preciso. La pared es suave al tacto del nudillo, sedosa. Yeso. Tan blanca que me hace pensar si no estaré dejando marcas (emes, montañas) con la piel.
Detrás de mí están los pies de la cama de dos plazas; a mi derecha, en esta misma pared, la puerta; a mi izquierda, a noventa grados, el escritorio y la ventana abierta. La garganta me sigue picando. Cuando voy por la quinta eme, toso para combatir la picazón. El movimiento empuja la punta del lápiz. Sobre la pared queda una raya mínima, un guion. Retiro la mano, me alejo.
Se me seca la boca. Voy al baño a tomar agua. La picazón se va.
Ahora estoy de pie entre la puerta del baño y la mesa de luz. Desde acá el guion casi no se ve. Si yo no supiera que existe, seguramente no lo notaría. Pero voy a estar pendiente de él hasta que encuentre algo para borrarlo.
§ 2
Junto a la puerta hay un mueble chico, bajo, con dos estantes abiertos. Tiene ruedas. Mientras duermo, alguien entra y lo llena de cosas:
En la superficie de arriba, comida.
En el primer estante, ropa limpia.
En el segundo, abajo de todo, un surtido cambiante de objetos entre los que puede haber papel higiénico, una toalla, un libro, jabón, una máquina de afeitar descartable, un vaso, anteojos de sol, una hoja con instrucciones, un preservativo, piedra pómez, shampoo, cordones de zapatos, un lápiz.
La vez siguiente, se llevan lo que yo haya dejado en el mueble: ropa sucia, restos de comida, cosas que ya no quiero o no me sirven para nada.
Puedo influir en lo que recibo, de formas no siempre obvias que eventualmente llegaré a contar.
El abastecimiento, el intercambio, ocurre una vez por día. Pero tengo que dormir de verdad: si lo simulo, la persona que hace esa tarea se da cuenta y no viene. Bueno, no sé, tal vez vendría igual si yo esperara lo suficiente, pero no consigo simular el sueño por mucho tiempo antes de dormirme en serio.
Si cambio el mueble de lugar, al despertarme vuelvo a encontrarlo junto a la puerta.
§ 3
Suena el teléfono, pero que yo sepa no tengo teléfono. El ruido viene de adentro de la mesa de luz, o de un lugar cercano a la mesa de luz. Abro los dos cajones y nada. Miro atrás: tampoco. El teléfono sigue sonando.
Es un timbre clásico, de teléfono negro con disco, pero se le nota el proceso digital: incluye un eco, una reverberación, que no forma parte de la acústica de este cuarto. Después de cada timbrazo hay crujidos, siseo de cinta antigua, estática. El próximo timbrazo me hace doler los dientes, los ojos.
Otros lugares que reviso: abajo de la cama; entre las sábanas; adentro del placard; en las zapatillas; bajo la almohada; bajo la mesa de luz (pero antes de inclinarla para mirar saco la lámpara, así no se cae; dentro de los cajones cerrados las cosas se barajan de otra manera).
¿Cuán chico puede ser un teléfono? ¿Estará escondido en la lámpara? ¿Podrá caber en las ranuras que separan las maderas del piso? ¿Colgará de un hilo de araña frente a mi nariz, indistinguible del polvo que me hizo picar la garganta?
No me rindo cuando deja de sonar. Pero ahora dudo que pueda reconocerlo, si lo veo.
§ 4
El escritorio es de metal pintado gris oscuro. En la superficie hay un paisaje que suelo estudiar durante ratos largos. La pintura trata de tapar, sin éxito, huellas de residentes anteriores. Se lee un nombre (Alba) cruzado por el dibujo de un pene que alguien tachó con una equis a la que otra mano convirtió en esvástica. Hay corazones flechados y corazones rotos. Hay un rayo enorme, que cae desde el otro lado, bajo la ventana, hasta apuntarme a la panza.
En comparación, sobre el escritorio tengo pocas cosas. La más importante es la computadora, una notebook negra, angosta, que hace un chirrido de bisagra oxidada cuando la abro. Tiene conexión a internet, o dice tenerla, pero el navegador solo me deja ver artículos de Wikipedia al azar, que bien pueden estar guardados en el disco. En cuanto lo abro, aparece un artículo. Ahora mismo leo:
El aparato, a través de varios filtros (para partículas en suspensión, antibacteriano), por medio de una bomba neumática capta el aire circundante, y lo almacena en una cámara de retención. Electrónicamente se configura la relación de concentración de oxígeno y se gradúa el volumen (en litros) por unidad de tiempo a ser administrado al paciente por medio de una cánula nasal.
De un aproximado 20% de promedio presente en la atmósfera, provee una concentración de hasta 95%.
No requiere de ningún procedimiento especial para su funcionamiento, más allá de una regulación apropiada según las necesidades de cada paciente.
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La silla tiene la parte de arriba del respaldo redondeada. No sirve para colgar cosas. Es de madera, incluso el asiento, sin tapizar. La pintaron de verde, pero está claro que, igual que el escritorio, no era así de fábrica.
Me pongo de pie y voy a mi puesto de observación, con la espalda apoyada en el placard. Desde ahí puedo imaginar otra gente sentada, sobre todo a partir de fotos que vi hace poco en Wikipedia: una vieja vestida de negro, un actor con la mano izquierda en el aire y la derecha sobre los ojos. Pero también el hombre que pintó la silla de verde, delatado por una mancha del mismo color en la camisa blanca. Una mujer vestida de monja. Una nena que se ríe de tanto querer ponerse seria.