[4/4/2003]
o la soñé.
Alguien lo había robado. Antes ocupaba un rincón del mantel, tapando una mancha vieja que no salía con los lavados. Ahora la mancha me recordaba su ausencia, y no podía dejar de mirarla.
La mesa de siempre, en el bar. Afuera los autos pasaban con lentitud, luchando contra el semáforo como San Jorge ante el dragón. Adentro Juan traía primero la taza, después el agua, después las medialunas, y paso a paso el café, la leche, un platito con los sobres de azúcar, un vaso de jugo de naranja artificial, una servilleta de papel, caminando kilómetros para la pequeña tarea de servirme el café con leche con medialunas por tres pesos contando la propina.
Lo de siempre, como el diario abierto y extendido en diagonal a mi izquierda en las páginas de las críticas de cine. Como el bolso en el asiento de al lado y su contenido ya añejo y nunca clasificado. Como el trío de hombres, uno de ellos el hijo tonto que hacía ruidos, y la música melódica en los parlantes ocultos del fondo. Como la silla al otro lado de la mesa, que yo empujaba con los pies para hacerme espacio.
Pero el cenicero no estaba.
Yo había escrito sobre este mismo bar antes de que pusieran aire acondicionado, cuando el techo se caía a pedazos a la hora en que nadie miraba. Entonces el cenicero ocupaba su lugar. También lo ocupaba el mozo gordo que luego se perdió de vista entre los millones de habitantes de la ciudad, al otro lado de algún oscuro escape de colectivo. Y las cortinas, un grado de gris más oscuras cada día. Y no había una corriente de gente moviéndose en dirección al shopping, ni sentía con tanta claridad la vibración del subte pasando bajo mis pies. Otras épocas, siete u ocho años antes.
Un poco frío, el café con leche hacía juego con las medialunas. A continuación, terminar el desayuno y meter el diario en el bolso y salir a tomar el subte al trabajo. El cigarrillo: apagado en el piso, entre sus propias cenizas.
*
Están haciendo un concurso. Hay que poner la marca de auto favorita y anotar dos números de catorce cifras. El buzón para echar los cupones está en una calle oscura y vacía, donde fui una vez que buscaba la casa de una mujer con la que no tuve más que un beso breve.
Dicen que el que va con su cupón lleno no vuelve a aparecer. Tal vez le dan el auto y se escapa a recorrer los lagos del sur. Pero también dicen que hay colas de gente esperando poder entrar a esa calle, y que los dueños de unos balcones antiguos con rejas y flores están haciendo juicio a los inventores del concurso porque perdieron la tranquilidad. Aunque ganaron un nuevo paisaje de cabezas ansiosas.
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Cuando suena el teléfono todos piensan si alguien va a atender. Ninguno de nosotros quiere ser el primero. Hay un ring, luego otro y otro, y cuando pierdo la cuenta ya son más de ocho. Después uno se decide, casi siempre en la otra oficina, donde no puedo ver quién es: levanta el tubo y aprieta el botón. En ese momento ya son cuatro o cinco las manos que se acercaban a hacer lo mismo. El desafortunado que llegó primero dice unas palabras de circunstancias y cuelga otra vez. Así nadie logra comunicarse con nosotros.
Estamos aislados. Los ascensores nunca funcionan, el portero no deja entrar a nadie desde el asalto del año pasado. Bajamos las persianas de plástico hasta el punto en que apenas distinguimos el exterior y el exterior no puede distinguirnos a nosotros. Pagamos mucho por estos privilegios, pero los miércoles, cuando empiezan las marchas en la avenida, no hay dinero que alcance para detenerlas. Las oímos. Oímos la banda militar mal grabada y peor reproducida. Oímos el flamear de las pancartas y las consignas indescifrables. A veces me dan ganas de ir a ver de qué se trata: nunca sé quiénes marchan cada vez. Pero no puedo. No me dejan hasta la hora en que todos salimos disimulando el apuro.
Hace años filmé las oficinas. Traje mi nueva cámara de video y me quedé unos minutos más. Cuando nadie podía ver, me paseé como un director de cine experimental por entre las oficinas con vidrios y los baños y el pasillo de sillones que lleva a la dirección. Hice ejercicio con las piernas y con los brazos. La última escena fue tomada desde la oficina de adelante, abriendo la ventana y asomándome a la calle. Hice un zoom hasta que la pantalla quedó llena con una flecha de las que están dibujadas en la calle para indicar la dirección de tránsito. Algunos autos y colectivos pasaban por encima de la flecha, a toda velocidad. Después vi el video en casa, una sola vez.
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Un día me crucé con Juan, el mozo del café con leche en cuotas, en la calle. Llevaba zapatos con plataforma para parecer más alto, una campera de cuero y el pelo largo y engominado. No me miró. Creo que él manejaba uno de los autos que cruzó la flecha durante la filmación, y por eso no volví a verla. A esa hora Juan debía estar en el bar, no recorriendo la calle de mi oficina detrás de quienes habían marchado con su banda grabada.
Si no me miró fue porque iba contando algo mentalmente. Llevaba las manos delante de la cara, mientras caminaba, y extendía un dedo tras otro hasta que las manos se acababan y entonces volvía a empezar. También movía los labios con un “uno, dos, tres…” silencioso. Tal vez contaba autos ganados en concursos. Tal vez ceniceros robados.
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Siete veces me tocó a mí atender el teléfono este año.
La segunda, la tercera y la sexta eran la misma voz que preguntaba por la calle del concurso. Mi respuesta fue, primero, que no sabía nada. Luego, que el concurso había terminado. Y por último, que ya estábamos todos muertos.
La segunda y la séptima no habló nadie. Dije “hola” dos veces, “chau” una. También dije que habían robado el cenicero, por la remota posibilidad de que al llamador anónimo y silencioso el hecho le interesara.
La primera era la mujer del beso breve, que me reconoció y dijo que se había mudado a una casa donde era posible encontrar mejores besos, pero no le contesté.
La cuarta y la quinta, el mismo día, era alguien que suspiraba y nombraba a Marcela. Podía haber sido yo, al otro lado de la línea, y decidí tomar la idea para usarla en el futuro: llamar a algún número desconocido, suspirar y nombrar a Marcela.
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Por la época del beso breve, la mujer que vivía cerca de la calle del concurso tenía un hijo, un Nahuel. Había engordado un poco, ella, pero seguía teniendo esa cara asombrosa, los ojos azules. Estudiaba algo de a ratos, seguía fumando y robando ceniceros en los bares. Tenía una colección: de vidrio, de bronce, de lata, de plástico, grandes y chicos, con o sin los nombres de los bares de origen. Nahuel jugaba con algunos, especialmente con los que podía romper, mientras su madre usaba los otros para apagar una colilla, una sola, y después tirarlos a la basura.
Me miró de frente, la madre de Nahuel, con sus ojos azules, y me dijo algo que ahora no recuerdo, pero que parecía muy importante. La brasa de su cigarrillo se reflejaba en la pupila izquierda, creando un efecto de película de Spielberg: el gran paisaje azul con un elemento marrón, el sitio enorme donde perderse y tener grandes aventuras. Parpadeó dos veces, y estuvo un largo rato sin parpadear. Movió el cigarrillo a los labios, sin ceder a la tentación de mirarlo mientras lo hacía, y por último volvió a parpadear. Nahuel rompió otro cenicero. Por lo demás, era de noche y la casa estaba en silencio.
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Quien me habló de los juicios iniciados por propietarios de balcones contra participantes de concursos es un viejo compañero del colegio, ahora abogado, que una vez cada cinco años encuentro en el subte. Siempre tiene algo para contarme, aunque cinco años son demasiado tiempo para saber qué contar sobre ellos. La última vez, por algún motivo, eligió el tema del concurso. Él no sabe que lo organizó la empresa donde trabajo. La empresa prefiere que nadie lo sepa, excepto quienes nos resistimos a atender sus teléfonos durante el día y nos mantenemos lo más lejos posible durante la noche, preferiblemente dando besos breves.
Recuerdo el primer día de clases, en primer año, recién llegado al nuevo colegio cuyo edificio acabaría por derrumbarse unos meses más tarde. El futuro abogado y yo estábamos de pie frente a la puerta del aula, durante el recreo. Nos veo con nuestra imagen de adultos, no puedo retroceder al hecho de que éramos niños. Serios, con las manos en los bolsillos del pantalón, saco y corbata, recién abandonado el guardapolvo de la escuela primaria. Tratábamos de reponernos del dictado con que nos había recibido el profesor de castellano. Y del hecho de que fuera un profesor, no una maestra. Y de que las chicas de nuestra división fueran mujeres, atractivas, con las que debíamos hablar pero no sabíamos como.
Había otro concurso en ese entonces, uno de dibujo y poesía, en la plaza de la ciudad donde vivía. El ganador del concurso de dibujo obtuvo una gran pelota de fútbol. Yo gané el de poesía, y me dieron una lapicera para que siguiera escribiendo. Nunca jugué al fútbol a partir de entonces, pero para escribir esperé a que mis padres me compraran una máquina Olivetti. Más adelante, yo mismo me compré mis sucesivas computadoras y no volví a participar en ningún concurso.
También compré yo mismo el cenicero que tengo en mi oficina. Es diferente, y a la vez parecido a todos los demás ceniceros de la empresa: un poco más alto pero también de vidrio, con el fondo cuadriculado en vez de rayado, incómodo como casi todos. Cuando un cigarrillo se consume solo, acaba cayendo sobre el escritorio para dejar una mancha marrón de nicotina, que luego debo frotar durante un rato. También, si el cenicero está cerca del borde del escritorio, el cigarrillo cae sobre la alfombra. Hay un agujero en la alfombra, recuerdo de una caída desafortunada. También hay restos de ceniza en el fondo de mi bolso, de una vez en que el cigarrillo cayó en su interior. La quemadura leve en un papel que produjo ese mismo cigarrillo está archivada en algún rincón de mi casa: ese papel contiene la única carta de Marcela, donde se daba a conocer y a la vez se despedía para siempre.
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También está la cuestión de elegir al ganador. La marca y el modelo del auto favorito deberían tener algo que ver con la elección, pero no necesariamente. También se podría tomar en cuenta la hora en que haya depositado su cupón. O la cantidad de cupones que haya llenado con su nombre: aquella vieja idea de una revista norteamericana de premiar a quien haya elegido el número más bajo que nadie más haya elegido.
No sé, no es mi tarea decidir, aunque me pregunten qué opino. Yo llamaría a Juan y sus zapatos con plataforma, para que él elija un cupón con la letra de Marcela, y a ella la premiaría con un balcón antiguo lleno de geranios, frente a una calle empedrada y oscura, y una consulta al abogado.
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A veces pienso que Marcela y la mujer del beso breve podrían ser la misma persona. No lo son, desde luego, aunque nada lo impide. Nunca vi a Marcela, sólo me tocó leer su carta de saludo y despedida que ni siquiera estaba dirigida a mí, y contestar dos llamadas de alguien que suspiraba por ella.
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Cada diez años empiezo una novela que va a tener mil páginas. La primera partía de una cita de Lewis Carroll, tomada de “Silvia and Bruno concluded”. Según Carroll, hay tres niveles de conciencia. En el primero, llamado “a”, uno no percibe la existencia de las hadas. En el segundo, el “b”, aún percibiendo la conciencia de las hadas, no se pierde contacto con el mundo real. En el tercero, el “c”, sólo se percibe el mundo de las hadas. Lo estoy explicando de memoria, tal vez las palabras no fueran estas, pero estoy seguro del sentido.
En la novela había unos personajes, habitantes de un mundo distante, que sin darse cuenta podían trasladarse de un nivel de conciencia a otro, y con ellos llevarse todo lo que los rodeaba. El protagonista, un piloto de nave espacial, empezaba en el nivel “a”, sin conciencia de la existencia de hadas. Y durante el viaje experimentaba la invasión de otras personalidades en su interior: la “Necesidad de una Respuesta” era una de las personalidades, alguien que lo explicaba todo de manera que fuera incomprensible. La “Parte de Mí” era otra, alguien que se quejaba de todo y todo lo ponía en duda. Ambas estaban señalando el pasaje al estado “b”, el de percepción mixta.
Pero eso era sólo el comienzo, y se debía apenas a la proximidad de los Torellis, los habitantes de ese mundo. Las cosas se pondrían más complicadas con el acceso al nivel “c”, el de la percepción exclusiva del mundo de las hadas.
Los Torellis eran unos seres exóticos, cuyas habilidades dependían de cuántos estaban juntos al mismo tiempo. Uno solo era apenas capaz de vagabundear sin rumbo fijo. Si eran dos, intercambiaban alguna clase de información tocándose los dedos. Si eran tres, lograban alimentarse del aire. Si eran cuatro, se reproducían. Y así sucesivamente. Al llegar a siete, producían un pasaje al nivel “b”. De ocho a trece repetían las mismas habilidades que de uno a seis, pero en un plano intermedio entre el mundo real y el mundo de las hadas. Si eran catorce, producían un pasaje al nivel “c”. Y así sucesivamente. Los niveles no eran sólo tres, sino potencialmente infinitos, con la única limitación del número de Torellis existentes, un número que nadie había logrado determinar, y que tal vez fuera indeterminable.
La cuestión era que al personaje central le iban apareciendo nuevas personalidades interiores, y entre todas lograban repetir los mismos fenómenos que los Torellis. De este modo, cuando las personalidades eran siete, el protagonista, por sí sólo, lograba trasladarse al plano intermedio “b”, ya sin ayuda de los Torellis. Esto ocurría hacia la página doscientos cincuenta, y entonces todo se puso tan complejo que ya no pude seguir adelante.
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Me pregunto si Juan o mi amigo el abogado conocen el estado de conciencia “b”. De Juan estoy casi seguro, por la forma en que esquiva las mesas mientras trae primero la cafetera y luego la lechera, como si algo invisible a otros le impidiera tomar el camino recto y tener las manos llenas. Y el auto que manejaba, ese auto que pasó por la flecha de la avenida mientras yo estaba filmando, que sólo fue visible durante el tiempo que tardan los electrones en renovar dos veces las líneas del televisor. Ese auto tenía algo que no puedo definir, algo como la ausencia del cenicero en mi mesa del bar, los suspiros en el teléfono o el recuerdo de un beso breve.
Del abogado pienso que no tiene idea de ese estado. Su profesión se lo prohíbe.
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Alguien que no conozco se ocupa del buzón en la calle oscura. De madrugada, cuando los camiones de la basura ya han pasado y duermen tanto los trasnochadores como los que viven de día, esa persona saca de su bolsillo esa llave que he visto una vez, abre la caja y mete los cupones en una bolsa. La bolsa es transportada en varias etapas, por diversos medios, hasta un sótano en el mismo edificio donde están las oficinas. Nadie puede rastrear su camino, ni siquiera quienes diseñaron el concurso, de manera que es imposible interferir.
La llave: es dorada, pero no de oro; es grande, pero cabría en la mano del Nahuel que rompe los ceniceros; es antigua, pero tiene dos palas. Cualquiera podría falsificarla; el problema es que alguien se atreva.
Las bolsas: se acumulan en el sótano, donde creo que nadie tiene la intención de abrirlas. Terminado su viaje, instaladas en su pila sin forma, ya no tienen vida propia. Los cupones en su interior son una masa uniforme, de color amarillento, con letras que se diluyen. No interesan más.
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De las siete llamadas telefónicas que contesté, la tercera fue la más larga. Tras preguntar por la calle del concurso y recibir mi respuesta de que el concurso había terminado, la persona que llamaba dijo que eso mismo había soñado la noche anterior.
—Soñé que llegaba tarde al concurso —me dijo—. Terrible.
—¿Usted recuerda los sueños? —le pregunté, asombrado porque yo no los recuerdo.
—Siempre — me dijo—. Tengo una lista de dos mil sueños recordados en el último año. Uno tuvo que ver con un auto, y por eso quería participar en el concurso. Era un auto amarillo, sin ceniceros, que pasaba corriendo frente a una flecha.
—Lo lamento —interrumpí—, pero llegó tarde.
Colgué, y la llamada siguiente fue atendida por algún otro.
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El mejor momento de una novela de intriga llega cuando el detective ya lo sabe todo, y está empezando a contarlo. Uno ha ido acumulando tensión a lo largo de doscientas páginas, y disfruta inmensamente del momento en que comienza la liberación. Es lo más parecido a hacer pis. Cuando la vejiga se ha vaciado el placer es mucho menor. Y con el tiempo, lo que uno recuerda es, en todo caso, la urgencia de ir al baño, pero no la solución de esa urgencia.
Nunca recuerdo la explicación del detective. No me importa. Es la peor parte de la novela.
En la novela sobre los Torellis, la “Necesidad de Una Respuesta” actuaba constantemente como el detective que explica la solución del caso. Pero de un caso que todavía no estaba planteado, de un caso que nadie comprendía.
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Cuando llueve, todo cuesta un veinticinco por ciento más. Todo, desde un paraguas hasta caminar otra cuadra, desde levantarse por la mañana hasta poner cara de bueno ante el espejo.
Ayer, por ejemplo, descubrí que llovía cuando el espejo me mostró arrugas más profundas y un azul más denso bajo los ojos: un veinticinco por ciento más. Todavía no había corrido las cortinas para ver el exterior, y no las corrí: salí a la calle preparado, sabiendo que, a un veinticinco por ciento más, ese día yo iba a producir un veinte por ciento menos.
Hasta Nahuel, el Nahuel de la mujer del beso breve, rompía un veinte por ciento menos de ceniceros durante los días de lluvia. Y un veinte por ciento menos de autos pasaba por la flecha de la calle. Y Juan, allá en el reino de las medialunas y el café con leche, se tomaba un veinticinco por ciento más de tiempo para caminar desde el fondo del salón hasta la mesa con otra cuota del pedido en la bandeja.
Un veinte por ciento menos de sobres, que por la humedad pesan un veinticinco por ciento más, aparece en el buzón del concurso tras un día de lluvia, en la calle veinticinco por ciento más oscura. Todo es tan denso que dan ganas de escribir llluvia, y aun lllluvia, o llllluvia. Nada sería exagerado.
Se dice que no llueve en el reino de las hadas. No se paga allí este impuesto a la lluvia.
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Tengo tres fotos interesantes de mi sofá.
En una está mi hijo, a los tres meses, sentado en un rincón. El sofá, por contraste, parece un transatlántico.
En otra el sofá está solo, a oscuras: foto sin flash tomada casi de noche. Se intuyen sombras, pero no las había al momento de disparar.
En la tercera foto, entre espirales de humo, hay una cara. No es nadie que yo conozca. Encontré la foto en una revista y la recorté porque sin duda el sofá que aparecía era el mío. No puede haber otro sofá igual, con la misma mancha de café y el mismo agujero producido por un cigarrillo. No sé quién tomó la tercera foto, aunque hice una lista de amigos y conocidos fotógrafos que pudieron, o no, ser los culpables.
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No me gusta el papel de Watson. Prefiero el de Sherlock, aunque claramente es el único falso. Hace falta un Watson para crear un Sherlock de la nada, y por eso está el mundo lleno de Watsons, todos somos Watsons de algún ente imaginario que jamás logramos sacar de nuestras cabezas para que huela los malos olores, los hábitos putrefactos, las inexactitudes de la lógica del mundo exterior.
Sherlock existe en el estado de conciencia “c”. Por lo tanto, cuando uno actúa de Watson se encuentra en el estado de conciencia “b”, a mitad de camino del mundo de las hadas, con un pie aquí y el otro quién sabe dónde.
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Está L., por ejemplo, fotógrafa de arte. La foto del sofá podría ser su idea de lo que es vengarse. La cara de la foto, entonces, sería su hijo, ya crecido, que echa su mirada de odio sobre mí, sólo porque soy alguien que no tuvo relación con él y no quiso seguir teniéndola con su madre.
Está también S., que trabajaba como fotógrafo de niños en las plazas, cuando las cámaras no eran tan baratas y la filosofía del self made no estaba tan difundida. La cara de la foto, entonces, sería alguien de la familia del nuevo marido de su ex esposa. Un enemigo, en cualquier caso. Pero todo suena demasiado complicado para ser cierto, así que puedo descartar esta posibilidad.
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Un día de lluvia, S., que había dejado la fotografía mucho tiempo atrás, me contó bajo una sombrilla gigante la historia de su ex esposa y cómo habían llegado a separarse. Otra sucesión de fotos (pareja que discute en la escalera, hijo que parte levantando la mano para saludar, nuevo padre que sonríe, y así hasta provocar pena), pero yo no estaba con ánimo para apreciarla. Por entonces luchaba para obtener otro beso breve, sin resultados.
Ex esposa: exposa.
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¿Se juntan todas las piezas? ¿Cómo distinguir lo que es ambientación de lo que es nudo del tema? La realidad es confusa, mucho más si uno toma en cuenta el reino de las hadas. No sé qué pensar de las señales del mundo exterior, combinadas para colmo con las señales del mundo interior.
Otra vez suena el teléfono. ¿Es real? No me refiero al sonido, que lo es. Me refiero al mensaje oculto que habrá en las palabras de quien llama, cuando lo atienda. Porque sé que otra vez es mi turno de atender, la octava. Y no tengo idea de lo que voy a oír, pero ya empiezo a imaginar las intenciones que habrá detrás.
—Este es otro servicio de la Asociación de Agoreros Anónimos — ice una voz grabada al otro lado, justo antes de que mi mano, autónoma, sin ganas, vuelva a poner el tubo en su lugar.
(Escribí una parte de lo anterior el 25/8/95, quince días antes de dejar de fumar, y otra parte el 8/7/96, cuando mi hijo tenía seis meses. Iba a ser el comienzo de otra novela de mil páginas, pero por suerte sólo fue otro fracaso en los sucesivos intentos de escribir novelas de mil páginas.)
hola. como estas la verdad es que yo no me encontraba buscando acerca de este post y es que en realidad a mi este tema me aburre bastante :P, pero dejame felicitarte porque la manera en que redactas es fascinante. Por primera vez he encontrado contenido digno en la red. Un saludo.
Es extraño esto de contar las páginas antes de escribirlas. ¿Y si simplemente siguieras escribiendo? Nada de comienzos ni finales, solamente esta sensación de fluidez y ensoñación agridulce que les das a todos tus textos, que hace imposible dejar de leerlos. Por favor, ¿sí? En una de ésas, hasta alcanza para hacer un libro.
mil páginas? Eduardo, tienes idea de lo que sufrí en corrientes literarias por novelas como el Ulises de Joyce o la Montaña Mágica de Thomas Mann??? Y no porque las novelas fueran malas o me molestase, pero siempre hay un profesor de estos que te mandan a leer 40 libros para sacar la máxima calificación en la materia, y luego tenés que exponerlos en 8 minutos, usando 2min para contar la historia, y 6 para desarrollar tu tema.
Yo estoy en contra de las novelas de mil páginas. No cuando estás estudiando puede ser, pero estando en letras… son siempre las que agarran para hacerte sufrir 😛
Es que si no me pongo una meta así, algo tan descabellado como mil páginas, ¿cómo hago luego para tener esa sensación de fracaso tan necesaria para todo proceso creativo? 😉
ahh… pero sólo es apariencia nomás? asi si!!! entonces dale 😉
Pero qué hermoso.
Gracias, Paz.