[3/6/2002]
Cuando salió Sgt. Pepper yo tenía trece años. Lo esperaba a mi viejo en la puerta de casa, en Ramos Mejía, todas las noches. Él llegaba a eso de las ocho y media. Y de todas las noches, hubo una en especial en que traía el disco bajo el brazo. Yo lo venía oyendo en “Modart en la noche” cada sábado: conocía por ejemplo los tres golpes de bombo antes del estribillo de Lucy in the sky with diamonds; la parte instrumental con sitar y orquesta de Within you, without you; las gallinas y otros bichos de Good morning, good morning. Pero otra cosa era abrir el paquete, ver esa tapa maravillosa que, además, se abría en una lámina doble, y para colmo traía adentro cosas como un bigote para disfrazarse de miembro de la banda. Música, juguetes, todo. Oh, Dios. Y las letras. Y muy otra cosa era sacar el disco y ponerlo en el Winco para escuchar tambor, sitar, gallinas y todo lo demás en mi propia habitación. Por supuesto, mi padre lo escuchó conmigo, al menos una parte. Le gustó When I’m sixty four, me acuerdo bien. Hubo una discusión con mi madre, me parece, porque yo no quería ir a cenar. No sé cómo terminó.
Mi padre tenía entonces cinco años menos que este “yo” que escribe ahora. Mi madre, siete años menos. Este hecho (ser de algún modo mayor que los propios padres) es uno de los más difíciles de entender en la vida.
Con el tiempo me acostumbré a poner Sgt. Pepper cada vez que me iba a duchar. Me quitaba la ropa, abría la ducha, ponía el disco a todo el volumen que permitía el tocadiscos y empezaba la carrera contra reloj. Llegué a salir antes de que terminara Getting better (“I beat her and kept her apart from the things that she loved”). Me pregunto cuán efectivas habrán sido en realidad esas duchas.
Aquel disco, el original de 1967, estaba rayado en el primer tema del lado uno. Y al final de A day in the life, el surco central no tenía las voces que nos habían mostrado en “Modart en la noche”. Lo vendí siete u ocho años después, en Parque Rivadavia, para cambiarlo por otro más nuevo, sin rayaduras y con esas voces en el final. Ese lo tengo, todavía. Nunca compré el CD de Sgt. Pepper, lo cual quiere decir (caramba) que hace más de diez años que no lo escucho.
Qué sé yo por qué cuento esto ahora. Me acordé anoche, saltando de piedra en piedra a través del río de la memoria, mientras trataba de dormirme. Sobre todo estaba sorprendido del carácter “fotográfico aficionado” de mis recuerdos: tengo imágenes fuertes de ciertas situaciones, nítidas aunque muy parciales y dañadas por el tiempo, torpemente procesadas por un laboratorista sin experiencia; alrededor solamente hay niebla, como la que hoy me esconde los edificios de allá enfrente. Vale la pena explorar esas malas fotos, incluso retocarlas con algún Photoshop interno. Es un ejercicio que tendré que hacer.