El fondo del pozo – 5

El fondo del pozo

5

“Las sombras están superpobladas. Los rincones oscuros tienen dueño. Lo que no se ve al abrir los ojos, se ve al cerrarlos. Pida permiso al entrar. Haga reverencias. Hay un universo que empieza donde termina la luz.”
(Consejero, 38:19:66)

No estábamos acostumbrados a separarnos. Mientras Calibares bajaba por el pozo, la desconexión nos producía algo parecido al dolor, como si alguien nos clavara una aguja en el fondo del paladar. Nos apuramos todo lo posible en soltar la soga.

La soga medía por lo menos trescientos metros. Quedaban apenas dos o tres cuando tuvimos la primera novedad: un estruendo de vidrios rotos, que venía del interior del pozo. Al mismo tiempo la soga se puso más liviana.

—Su compañero avisa que llegó —dijo el viejo con cara de sabio.

—Pero ésa no era su voz —dijo Gadma.

—¿Qué importa? —dijo el viejo—. El pozo tiene sus propios signos —señaló el trozo de cuerda sobrante—. Y nosotros sabemos calcular la longitud de nuestras cuerdas.

Sabrasú se inclinó sobre el borde y gritó el nombre de Calibares. Varios segundos después nos llegó una especie de trueno en el que creímos entender dos palabras:

—…muy bien.

No reconocimos la voz de Calibares, pero nos pareció que debía ser él. Los pobladores se habían sentado en el suelo, alrededor de la valla, y no daban señales de que fueran a hacer ningún comentario. Izamos la soga, Gadma se colocó el arnés, y Sabrasú empezó a bajarla con la ayuda de dos aldeanos.

El descenso bastaba para olvidar del todo la ilusión de estar de vacaciones, si todavía quedaba algún resto. Casi todo el tiempo se rozaba la pared del pozo, que estaba cubierta con algo pegajoso. Salvo el círculo de cielo allá arriba, no se veía nada. El aire se iba caldeando, y tenía algo que hacía toser. El arnés de Calibares era bastante incómodo: obligaba a mantener el brazo derecho alzado en posición admonitoria, para no sufrir una presión dolorosa en la axila; la parte que sujetaba la cintura tendía a subirse y a quitar el aliento; el brazo izquierdo quedaba en su lugar, pero era mejor no moverlo, por el riesgo de que todo el arnés se soltara. Al principio, Gadma pensó en fotografiar el círculo de luz que se alejaba sobre su cabeza, pero después tuvo otras cosas en qué ocuparse.

Pasados los primeros cien metros, y cuando la oscuridad iba en aumento, sintió una brisa caliente que subía y creaba ruidos al rozar las paredes. Los ruidos parecían voces.

—Ahí va el segundo —decía una.

—Es una mujer —le contestaban.

—Me di cuenta al palparla —decía otra.

Gadma se puso nerviosa. Ahora estábamos los tres separados: uno abajo, otro arriba y ella en el medio. El pozo empezó a angostarse, y a unos doscientos metros de profundidad se transformó en un tubo vertical en el que apenas tenía lugar para pasar. No veía nada. Parecía que las piedras se habían ablandado y ahora le frotaban el cuerpo, amoldándose a las curvas, las entradas y salientes.

—Ah —decía la brisa, soplándole en los oídos.

—Uh —decía el coro de voces.

Le hubiera gustado tener una linterna para ver algo de lo que la rodeaba, pero nuestra única linterna estaba en poder de Calibares.

De pronto el descenso se hizo más rápido, como si los de arriba hubieran leído el pensamiento de Gadma. A unos doscientos cincuenta metros de la boca el pozo había vuelto a ser ancho, y Gadma trataba de mantenerse lejos de las paredes, apartándose de ellas a puntapiés. Pocos minutos después sintió que unos brazos la ayudaban a aterrizar en un suelo resbaladizo.

—Gracias —dijo, y miró hacia el punto de luz de donde venía. El resto era una oscuridad impenetrable.

—No es nada —dijo una voz gangosa.

Gadma pegó un salto.

—Usted no es Calibares —dijo.

—Obviamente, no —dijo la voz—. ¿Se refiere a su compañero, el que bajó hace un rato?

—¿Quién es, entonces? —dijo Gadma, dando un paso hacia atrás.

—No se mueva tanto ——dijo la voz—. Se puede caer. Con respecto a su pregunta, usted no me conoce. Pasaba por aquí, y me pareció que podría hacerle un pequeño favor —la voz tosió con modestia.

—¿Dónde está Calibares? —dijo Gadma.

—Fue a inspeccionar un túnel que hay por allá—dijo la voz. Gadma no podía ver hacia dónde señalaba, pero justo entonces percibió un destello varios metros a su izquierda: la linterna de Calibares.

—Calibares ——gritó Gadma con toda su fuerza.

—Aquí —contestó Calibares, y su voz rebotó en las paredes del pozo.

Gadma sintió un tirón: Sabrasú y los aldeanos habían oído los gritos, y habían interpretado que podían izar la soga. Gadma se quitó el arnés como pudo, cuando ya estaba a un metro de altura, y cayó sentada sobre un par de pies: los pertenecientes a la voz gangosa.

—Bien —dijo la voz—. Yo me voy. Les deseo la mejor de las suertes.

Los pies desaparecieron, y quedó el suelo formado por una mezcla de barro y jabón. Gadma estaba demasiado dolorida para decir algo, y se levantó con esfuerzo. Calibares volvió diez segundos más tarde.

—¿Quién era ése? —preguntó Gadma.

—¿Quién? —dijo Calibares.

—Uno de voz gangosa.

—Ah, ése —dijo Calibares—. No sé. Pasaba por acá, parece.

Arriba, Sabrasú terminó de recoger la soga ayudado por los aldeanos y se rascó la cabeza. No sabía si bajar primero los bultos o hacerle caso al viejo de la cicatriz y bajar él. Estaba seguro de que los bultos corrían peligro si los dejaba solos, pero prefería que los robaran antes que sufrir la venganza de unos ladrones desilusionados: después de todo, serían ellos quienes decidirían la velocidad de su descenso. Y por más que hacía memoria, no recordaba ningún versículo del Consejero que se pudiera aplicar a la situación.

Finalmente optó por sí mismo. Se acomodó el arnés, pasó por encima de la valla y encomendó la soga a los aldeanos que ya lo habían ayudado.

—Despacio —pidió, y se mordió la lengua.

Entre las normas del Centro, son pocas las que tienen en cuenta la tranquilidad de sus agentes. El miedo hizo que Sabrasú recordara una: cuando el desenlace de una situación no depende del agente, lo mejor que puede hacer es pensar en otra cosa. También lo dice el Consejero, 103:50:28: “La bala avanza y no hay tiempo. Olvídese. Cuánto más apropiado para este momento es contemplar el pájaro que sobrevuela su cabeza.” Sabrasú trató de concentrarse en nuestro mundo de escritorios y lápices, en los días en que el Centro era algo sólido y más o menos protector que nos rodeaba, en nuestras conversaciones de los ratos de descanso entre un formulario y el siguiente, pero todo eso estaba demasiado escondido en los rincones de su memoria. Lo único que tenía en la cabeza era el pozo, y las leyendas conque el Centro nos había provisto casi como únicas herramientas. Así que mientras bajaba colgado de la soga se puso a repasar una historia tras otra, calculando cuáles tendría la oportunidad de comprobar, o de refutar.

Pero no era suficiente. Los pequeños tirones de la soga, el roce de las paredes y el murmullo de la brisa que subía de las profundidades lo distraían: las distintas leyendas se le empezaban a mezclar, y de pronto se encontraba más asustado que antes.

—Hay que probar hablando —dijo, y su voz se quebró en las rocas que lo rodeaban—. “Las palabras dichas son más fuertes que las palabras pensadas.” Consejero, 11:7:84.

Ahora la brisa era intensa, y le hizo cosquillas en las orejas.

—Un modo sabio de ver las cosas —dijo una voz a su lado—. ¿De qué quiere que hablemos?

Sabrasú miró en todas direcciones, pero no vio a nadie. Empezó a sudar, y tuvo ganas de gritar para que lo subieran otra vez, pero el contrato se lo impedía. Entonces cerró los ojos, ya que no podía cerrar las orejas, para convencerse de que no había oído nada. Estaba a unos cincuenta metros de profundidad, y todavía faltaba la mayor parte del descenso. Para colmo, ya no se atrevía a decir nada, por miedo a llamar la atención de cosas cuya existencia prefería ignorar.

—No se imagina —dijo la misma voz de antes— cuánto me alegra tener con quién conversar. En estos lugares casi nunca se ve gente culta e inteligente como usted —la voz hizo una pausa, como esperando que Sabrasú contestara—. Vamos, no sea tímido. Proponga el tema que mas le interese.

Sabrasú entreabrió los ojos, y ahora vio al que hablaba. Era un hombre de edad, vestido con traje, corbata y sombrero, que bajaba a su lado agarrándose de las paredes con pies y manos. En la penumbra del pozo le brillaban los ojos, como si tuvieran luz propia. Por debajo del sombrero le salían mechones de pelos largos, negros y gruesos, que se reunían con los que asomaban por el cuello de la camisa. A través de su sonrisa se veían dos dientes afilados y casi horizontales. Sabrasú aspiró hasta donde se lo permitía el arnés, y decidió que el aire viciado del pozo le hacía sufrir alucinaciones.

—Pero qué tonto soy —exclamó el hombre de pronto—. ¿Cómo pretendo que me dirija la palabra si ni siquiera me he presentado? —el hombre sonrió con más ganas y estiró una mano con la intención de estrechar la de Sabrasú. En la mano había más pelos gruesos y oscuros, y las uñas se curvaban sobre la yema de los dedos—. Soy el dueño del pozo.

Ahora Sabrasú abrió los ojos del todo, y la boca también. Durante varios segundos se quedó quieto, dejando que la soga lo siguiera descolgando centímetro a centímetro, mientras el hombre del traje hacía esfuerzos para bajar con una sola mano. Después aprovechó la posición del brazo derecho para responder al saludo con un movimiento de muñeca. La sonrisa del hombre se amplió un poco más, mostrando las raíces de sus dientes.

—Siempre olvido las formalidades —dijo—. Es que uno se acostumbra a tratar con…

—¿El dueño del pozo? —lo interrumpió Sabrasú, tartamudeando.

—Bueno —respondió el hombre—, es un modo de decir. Todavía estoy esperando que se expida el tribunal. Hay mucha oposición.

—¿El tribunal? —a Sabrasú le parecía imposible hacer otra cosa que repetir las palabras del hombre.

—También es un modo de decir —respondió el hombre, con un gesto de resignación—. Son tan relativas las cosas en este pozo miserable… Pero yo hice mi presentación en regla, así que confío en que el fallo será justo.

—Confía —dijo Sabrasú.

Durante un minuto los dos se quedaron callados. El hombre del traje debía estar acostumbrado a este tipo de descensos, porque apoyaba los pies en salientes que Sabrasú ni siquiera podía ver, y se sostenía de algún modo en la pared casi lisa.

—En fin —dijo luego el hombre—, no quiero aburrirlo hablando de mis problemas personales —una pausa—. A usted le interesan las leyendas que circulan por ahí, ¿no es cierto? Creo que precisamente venía pensando en algunas de ellas.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Sabrasú, dando un salto que casi hizo que el arnés se soltara.

—La gente del Centro no hace otra cosa que pensar en leyendas —dijo el hombre—. Le vi la preocupación en la cara —acercó su cabeza a la de Sabrasú y siguió hablando en un susurro—. No crea en lo que dicen. Las leyendas son un montón de mentiras. Se lo digo yo que soy el dueño del pozo.

El aliento del hombre olía a excrementos mezclados con azufre, y los dientes se movían hacia afuera y hacia adentro. A esa distancia, Sabrasú vio que no sólo los ojos le brillaban: las fosas de la nariz también.

—Son mentiras —aceptó Sabrasú, tratando de apartarse. El hombre volvió a su posición y a su tono anteriores.

—Me gustaría contarle una historia muy ridícula que tal vez no conozca —dijo—. ¿Le parece bien?

—Bien —dijo Sabrasú.

El hombre puso cara de estar ordenando sus pensamientos, tosió para aclararse la voz y empezó su relato.

—En las noches de invierno —dijo—, cuando los aldeanos de Guirnalda se reúnen a tomar alcohol alrededor de un fuego, las viejas cuentan cosas terribles sobre el pozo. Mala propaganda, podríamos decir. Entre las muchas insensateces que relatan, se destaca una que relaciona al pozo con el tiempo —esperó alguna reacción de Sabrasú, que seguía mirándolo con la boca abierta, y continuó—. Según las viejas, a medida que uno baja por el pozo se interna en el pasado. Tal como lo oye. Un metro equivale a un año, o algo así: la escala varía según quién haga el relato. Pero eso no es todo. La leyenda dice que hay infinitas salidas, cada una a diferente profundidad. Eligiendo la salida apropiada, uno llega a la época que prefiera —el hombre hizo otra pausa, por si Sabrasú quería comentar algo, pero Sabrasú tenía un nudo en la garganta que cada vez estaba mas apretado—. Eso sí, se trata de un viaje sin retorno. Una vez abandonado el pozo, la salida elegida se transforma en una nueva boca, y no hay modo de retroceder.

El hombre volvió a reírse, echando la cabeza hacia atrás. El sombrero se le resbaló y cayó planeando a las profundidades del pozo, dejando a la vista dos antenas fosforescentes. En la punta de cada antena había un penacho de plumas.

—Qué contratiempo —dijo el hombre, palpándose la cabeza con una mano mientras se sostenía con la otra—. Con lo difícil que es conseguir un buen sombrero.

Sabrasú trató de gritar, pero sólo consiguió soltar una tos suave. Le picaba la garganta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Un buen explorador se hubiera preocupado menos por su propia seguridad y más por obtener detalles de lo que lo rodeaba, pero en ese momento Sabrasú no pretendía ser un buen explorador.

—¿Conocía esa leyenda? —preguntó el hombre.

—No —dijo Sabrasú—, sí. No sé.

—Lo veo un poco confundido —dijo el hombre—. Asustado, tal vez. ¿Me equivoco?

—Sí —dijo Sabrasú—, no.

—Déjeme adivinar —pidió el hombre. Las antenas se bamboleaban de un lado a otro con sus movimientos, y a veces un penacho de plumas rozaba la cara de Sabrasú—. Teme que los aldeanos suelten la soga y lo dejen caer.

Sabrasú no pudo contestar.

—Comprendo —dijo el hombre—. Esos aldeanos, siempre metiéndose en lo que no les importa. Pero no se preocupe, a ellos les interesa que usted llegue sano y salvo.

—¿Sí? —dijo Sabrasú, con esfuerzo.

—Si lo dejan caer —dijo el hombre—, perderán un cliente. Y los clientes son sagrados.

Sabrasú miró hacia abajo, deseando que el paseo terminara pronto, pero no vio nada. La luz había ido disminuyendo a medida que bajaban, y ahora le costaba incluso distinguir al hombre, salvo sus partes fosforescentes.

—Olvídese de ellos —aconsejó el hombre—, y volvamos a nuestro tema. Tal vez le sorprenda saber que el Centro se ocupó de esa leyenda absurda que le conté. Es que tiene cierta semejanza con las teorías de Numinque, un científico medio loco que trabajó para el Centro. Numinque consideraba los sucesivos momentos como pisos de un edificio. Si mal no recuerdo —se rascó la cabeza, entre las dos antenas—, para Numinque el acto de vivir consistía en el trabajo de construir nuevos pisos, uno encima del anterior, alejándose cada vez más de la tierra. En ese contexto —el hombre pareció disfrutar de la palabra “contexto”, porque las antenas se agitaron—, la muerte equivale a dar la construcción por terminada, y quedarse para siempre a tomar sol en la azotea —le dio una palmada en el hombro a Sabrasú—. ¿No le parece divertido?

—No —dijo Sabrasú—. Sí.

—Creo que usted no tiene sentido del humor —protestó el hombre—. ¿Sabe una cosa? Sería muy cortés de su parte dedicarme al menos una sonrisa cuando hago un chiste. Brillaba cada vez más, a medida que la oscuridad se hacía mayor. A través del traje Sabrasú pudo ver una luz que titilaba, en el lugar donde debía estar el corazón.

—Pero no he terminado —dijo el hombre—. Luego de elaborar su teoría, Numinque dedicó treinta años a encontrar un modo de revertir el proceso, a pesar de las críticas que recibía por querer demoler en vez de edificar —otra risa y otra palmada. Aparecieron más luces dentro del traje, hasta que hubo una constelación que encandilaba a Sabrasú—. A su debido tiempo Numinque murió, sin concluir sus trabajos, y si quedó varado junto a una pared sin terminar de un piso cualquiera de su edificio, sólo él lo sabe. Sus ideas prácticamente murieron con él, porque nadie más les prestó atención hasta que las leyendas de Guirnalda atravesaron los años luz.

El hombre, de pronto, se había transformado en una explosión de fuegos artificiales. El aire se llenó de chispas y de cosas oscuras que subían y bajaban. Parecía que los pelos estaban creciendo, porque a Sabrasú le dio la impresión de que empezaban a rodearlo.

—Usted es demasiado callado —dijo el hombre—. Cualquier Otro, en mi lugar, se hubiera ofendido por su falta de cortesía. Vamos, deme su opinión sobre el tema.

Sabrasú estaba tan asustado que apenas le salían toses y gemidos.

—Tal vez usted se considere superior —dijo el hombre—, por venir del Centro. Son todos iguales. Creen ser los señores del universo. Para que sepa —una uña enorme y afilada tocó la punta de la nariz de Sabrasú—, si Numinque viviera, pensaría que las viejas de Guirnalda mejoraron sus propuestas. Para ellas, la vida en el pozo sigue siendo subir y subir, pero uno lucha por mantenerse en la superficie, junto a la tierra, en vez de alejarse. El presente es el origen de todo, mientras el pasado se hunde en las profundidades y el futuro desciende poco a poco hacia nuestras cabezas.

El hombre había estado gritando cada vez más fuerte, y a Sabrasú le hubiera gustado poder taparse los oídos sin resbalar del arnés. Los dos dientes aparecieron de pronto en medio de las luces, como las mandíbulas de un insecto, a diez centímetros de la cara de Sabrasú. Sabrasú trató de alejarse, pero el arnés lo retenía, y los dientes se acercaron un poco más.

—Creo que no le interesa nada de lo que digo —afirmó lo que quedaba del hombre, mientras los dientes se movían.

—Fuera —alcanzó a gritar Sabrasú.

—Creo que se estuvo burlando de mí todo el tiempo —dijo el par de dientes, entrechocándose como espadas.

—Váyase —insistió Sabrasú, dando un puntapié al aire.

—Se nos acabó la paciencia —dijeron las luces, rodeando a Sabrasú.

Sabrasú dio otro puntapié, y luego otro más, manteniendo los ojos cerrados y apretando los dientes. Sentía el contacto de escamas, tentáculos y garfios que le recorrían el cuerpo.

El quinto puntapié dio en el blanco, y los garfios gritaron. Sabrasú abrió los ojos un segundo y vio que los dientes se habían alejado un poco. Pateó otra vez, y siguió pateando hasta que el grito lo ensordeció. Las luces quedaron colgadas en el aire, y luego empezaron a descender. Los dientes desaparecieron de la vista, y los tentáculos y los garfios resbalaron hacia abajo, sacudiéndose hasta que Sabrasú dejó de sentirlos.

Los fuegos artificiales cayeron lentamente, y a diez ó quince metros de distancia se apagaron de golpe.

—Mala gente ——dijo la voz del hombre mientras se alejaba—. Así le pagan a uno.

No hubo más señales del hombre. Sabrasú soltó el aire de los pulmones, y durante unos segundos mantuvo la vista fija en el punto de luz de arriba, junto al cual los aldeanos seguían soltando la soga a un ritmo que ahora le parecía demasiado lento. Después, usando el brazo izquierdo, se acomodó el arnés corno pudo. Tardó un poco más en atreverse a mirar de nuevo hacia abajo; cuando lo hizo había recorrido un buen trecho, y distinguió la linterna de Calibares que lo buscaba.

—Acá —dijo Sabrasú en voz baja, sin esperar que lo oyéramos. Pero la acústica del pozo tiene propiedades extrañas, y su murmullo se convirtió en un aullido. Al mismo tiempo el haz de la linterna lo descubrió.

—Está llegando —dijo Calibares, a no más de diez metros de distancia.

—Por fin —dijo Gadma, que trataba de separarse lo menos posible de Calibares.

Sabrasú aterrizó casi enseguida. Estaba pálido, y le costaba mantenerse en pie. Lo ayudamos a quitarse el arnés, y se sentó con la espalda contra la pared. Calibares pegó un grito para avisar a los aldeanos. El arnés empezó a subir.

—Todavía tenemos que esperar los bultos —dijo Calibares—, si es que deciden bajarlos.

Poco a poco, Sabrasú recuperaba las fuerzas. Pero seguíamos desconectados. Apenas conseguíamos compartir unos pensamientos sueltos, deshilvanados, compuestos por dosis iguales de miedo y confusión. Estábamos juntos, nos tocábamos las manos y las caras para convencernos, pero nos sentíamos solos. En esas condiciones era poco lo que podíamos comunicarnos, y a costa de mucho esfuerzo.

Sabrasú se rascó atrás de la oreja, pensó qué podía decirnos y preguntó:

—¿Vieron las luces?

—¿Qué luces? —gritó Calibares, mientras trataba de seguir con la linterna la trayectoria del arnés.

—Las del dueño del pozo —dijo Sabrasú, después de un silencio.

—¿Quién? —preguntó Gadma.

El arnés se había perdido de vista, y Calibares iluminó la cara de Sabrasú, que parecía sorprendido y seguía rascándose atrás de la oreja.

—Atacó a Sabrasú —dijo Sabrasú—, hasta que Sabrasú lo tiró. Tuvieron que verlo.

—Está muy oscuro —explicó Gadma. —Pero iba iluminado —insistió Sabrasú. Calibares miró a Gadma.

—¿De qué habla Sabrasú? —dijo.

—Su descenso fue el más tranquilo de todos —dijo Gadma—. Ojalá el de Gadma hubiera sido igual.

—El de Gadma también fue tranquilo ——dijo Calibares—. El único difícil fue el de Calibares.

Sabrasú cerró los ojos, aspiró hondo y volvió a abrirlos.

—Dejémoslo para después —dijo—, cuando estemos mejor —se dio cuenta de lo húmedo y pegajoso que era el suelo y se levantó de golpe, sacudiéndose las manos—. Qué asco —se quejó.

—No tanto como la parte angosta del pozo dijo Gadma.

—¿Cuál? —preguntó Calibares—. Calibares no pasó por ninguna parte angosta.

—Sabrasú tampoco —dijo Sabrasú—. Y le hubiera gustado, para sacarse de encima al dueño del pozo.

—A Calibares también le hubiera gustado —dijo Calibares—, si servía para contener a los gorilas.

—¿Qué gorilas? —preguntó Gadma.

—Los que tironeaban de la cuerda —dijo Calibares—, para hacer caer a Calibares.

—Sabrasú no encontró gorilas —dijo Sabrasú—. Los hubiera preferido, por otra parte.

—Pero… —empezó Gadma, y se quedó callada.

Habíamos empezado hablando con murmullos, pero ahora nos dimos cuenta de que estábamos gritando. De distintos puntos del pozo nos llegaban ecos de nuestras voces. Pasamos varios minutos sin atrevernos a abrir la boca. Calibares apagó la linterna para ahorrar energía, y en la oscuridad el pozo parecía a la vez demasiado grande y demasiado pequeño para contenernos. Arriba, el arnés debía haber llegado ya a la boca, y ahora los aldeanos estarían discutiendo qué hacer con nuestras pertenencias. Teníamos calor, pero temblábamos. Si esto significaba un ascenso en el escalafón del Centro, preferíamos nuestros escritorios con patas desparejas y nuestros lápices sin punta.

—Así que esto es el pozo —dijo Sabrasú, un rato más tarde.

—Perdón —dijo una voz que venía del interior de la pared—, esto es una parte ínfima del pozo. No se apuren a juzgar.

Gadma pegó un salto. Al caer resbaló y quedó sentada junto a la pared.

—¿Cómo? —dijo desde el suelo—. ¿No llegamos al fondo, acaso?

La voz no contestó.

—Esto no es el fondo —dijo Calibares al oído de Gadma, mientras la ayudaba a levantarse. Se lo repitió a Sabrasú.

—¿Tan seguro está Calibares? —dijo Gadma. Parecía enojada, pero desconectados como estábamos no podíamos saberlo.

Calibares no tuvo tiempo de contestar, porque algo nos golpeó la cabeza. Calibares encendió la linterna, y vimos que eran nuestras pertenencias, atadas al arnés en un gran bulto. Las desatamos, pero la soga no volvió a subir: se puso más floja, y en pocos segundos la otra punta cayó sobre nosotros.

—Devolvieron todo —dijo Sabrasú, que no lo podía creer—. Hasta la soga.

—Por lo menos son honestos —dijo Calibares. Armamos tres paquetes con nuestras cosas, nos las cargarnos a la espalda y miramos a Calibares, que parecía saber más que nosotros.

—Si el contrato lo permite —dijo—, podemos bordear la cornisa.

—¿Qué cornisa? —preguntó Sabrasú.

Calibares apuntó la linterna a pocos centímetros de nuestros pies, y resultó que en ese lugar empezaba un nuevo precipicio. La luz se perdía en medio de una niebla verdosa, a muchos metros por debajo. Gadma se apretó contra la pared, y Sabrasú se puso a temblar otra vez.

—¿No se habían dado cuenta? —preguntó Calibares—. Estuvimos en el borde todo el tiempo.

—Éstos no se dan cuenta de nada —dijo la misma voz de antes. Estábamos hartos de voces, así que esta vez la ignoramos.

—Debe haber otra salida —tartamudeó Gadma.

—Es lo que iba a decir Calibares —dijo Calibares—. Bordeando la cornisa se llega a un túnel. Pero Calibares no sabe a dónde va.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sabrasú.

—Por lo que parece —dijo la voz—, se van a quedar ahí todo el día.

—¿Sabrasú recuerda lo que dice el contrato? —preguntó Gadma.

Calibares iluminó la cara de Sabrasú, y Sabrasú se rascó atrás de la oreja. Después empezó a recitar:

—”Los firmantes se comprometen a explorar el pozo de Guirnalda según las especificaciones de la Ordenanza General Sobre Exploración de Pozos.”

—Hace mucho que Calibares no lee esa ordenanza —dijo Calibares—. ¿Dice algo sobre exploración horizontal o vertical?

—Lo más parecido es esto —anunció Sabrasú—. “Existen tres clases de pozos: los verticales, los horizontales y los mixtos. En este último caso, ante la multiplicidad de alternativas a seguir, se utilizarán técnicas adecuadas a la configuración del pozo a explorar.”

Calibares apuntó la linterna hacia arriba, y luego hacia el túnel que había descubierto, que desde nuestra posición no se podía ver.

—Así no vamos a ninguna parte —dijo la voz—. Conéctense de una vez, y empiecen a pensar juntos.

Nos sobresaltamos. Quienquiera que fuese el que hablaba, no comprendíamos cómo se había enterado de nuestras habilidades. Pero en ese mismo momento sentimos que la conexión volvía: un pensamiento que nos incluía a los tres se abrió paso entre el dolor y el miedo, más seguro que nuestros pobres pensamientos individuales. Tenía la forma de una decisión, y la adoptamos de inmediato:

—Parece que éste es un pozo mixto —empezó Calibares.

—Y que la técnica adecuada para explorarlo —siguió Gadma.

—Es una técnica mixta —dijo Sabrasú.

—Ya hicimos un tramo de exploración vertical —Calibares.

—Ahora corresponde un tramo —Gadma.

—De exploración horizontal ——Sabrasú.

De común acuerdo, y más tranquilos, caminamos hacia el túnel.

—Está bien —dijo la voz detrás de nosotros—. Todos los caminos conducen al fondo del pozo.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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