El fondo del pozo
9
(Consejero, 17:17:6)
Después de pasar un mes en el pozo estábamos preparados para muchas cosas, pero no para toparnos con la Computadora Central. Si hubiésemos estado en Varanira, en nuestra oficina, buscando explicaciones abstractas para cuestiones más abstractas todavía, seguramente nos habríamos tirado al suelo para adorarla. Pero estábamos en el sótano de Guirnalda, que empezábamos a ver como territorio enemigo, luchando por sobrevivir en un medio al que no conseguíamos adaptarnos. Lo primero que ocurrió fue que nos desconectamos. Luego nos apretamos contra la pared opuesta a la pantalla y nos pusimos a temblar.
La mujer de la pantalla nos guiñó un ojo.
—No se asusten —dijo la voz, sincronizada con los labios de la mujer—. Recuerden lo que escribí en el Consejero, 55:123:418: “El miedo se opone al entendimiento.”
La voz tenía algún tipo de control sobre nosotros: su orden bastó para tranquilizarnos. Volvimos a pensar juntos, y con el pensamiento compartido vimos la situación de un modo diferente. Hasta ese momento habíamos estado solos, lejos de lo que conocíamos, sin protección. Ahora, por primera vez desde nuestra partida de Varanira, nos podíamos sentir verdaderamente seguros. El azar se había puesto de nuestro lado, y teníamos delante a la Computadora Central para resolver todos los problemas. Sentimos que nos inundaba una ola de alegría, cálida y refrescante a la vez, que subía desde los pies y llegaba a la cabeza aflojando cada músculo que encontraba a su paso.
Casi sin darnos cuenta nos quitamos los bultos de encima y caímos boca abajo frente a la pantalla.
El piso estaba frío y duro. En cuanto lo tocamos, la sensación de bienestar se nos escapó tan rápido como había llegado, y fue reemplazada por la desconfianza. No teníamos ninguna prueba de que se tratara realmente de la Computadora Central. Lo que nos rodeaba, la habitación blanca, la pantalla, la voz de barítono, ni siquiera tenía la calidad de otros escenarios que el pozo nos había mostrado. Y aunque no conociéramos una imagen oficial de la Computadora Central, jamás se nos habría ocurrido que pudiera presentarse de ese modo.
Nos pusimos de pie. No llegamos a tener miedo otra vez, pero estábamos tensos. De pronto, lo único que sabíamos con certeza era que trataban de engañarnos. Mientras Gadma vigilaba la pantalla, Calibares fue a probar la puerta por la que habíamos entrado, v Sabrasú la otra. Ambas seguían cerradas. La mujer y la voz se rieron al unísono.
—Veo que no están seguros de creerme —dijo la voz, como si nos leyera el pensamiento—. Suponen que soy un habitante del pozo, que les está haciendo una broma —la mujer de la pantalla se acomodó un mechón de pelo rubio que le había caído sobre los ojos—. No los culpo. El pozo le quita la fe a cualquiera. Si les sirve para algo —agregó la voz después de una pausa—, puedo insistir: soy la Computadora Central. Y no se preocupen por el secreto de mi localización, No fue violado. Este es uno de mis múltiples avatares, no mi materia real, Detrás de la pared y de la pantalla no hay nada, Están frente a una ilusión,
Lo que decía la voz era útil, pero no para confirmar que fuera la Computadora Central, sino todo lo contrario. La Computadora Central, pensábamos, no habría necesitado insistir sobre su identidad. Y en ningún momento habíamos supuesto que su secreto hubiera sido violado, porque es demasiado importante para destruirlo sin motivo. Por otra parte, ahora que volvíamos a pensar con lucidez comprendíamos que la Computadora Central jamás se habría presentado de un modo tan directo, con imagen, sonido y efectos especiales,
Estábamos celebrando nuestra astucia cuando la mujer empezó a reírse a carcajadas, y comprendimos que en nuestro razonamiento había una falla. Fuera lo que fuese aquello que teníamos delante, había demostrado tener cierto control sobre lo que nos pasaba por la mente: lo había usado durante nuestra estadía en la casa, y lo había vuelto a usar para quitarnos el miedo, Del mismo modo, debía ser capaz de anular nuestra desconfianza. Si no lo hacía, era porque no le interesaba. O tal vez nos había inducido a desconfiar, por algún motivo que no conocíamos.
Volvimos a echarnos al suelo, v esta vez no nos importó lo frío que estaba. De pronto habíamos comprendido que la Computadora Central estaba poniendo a prueba nuestra fe. Con su infinita sabiduría, se nos había aparecido de tal manera que dejaba un lugar a la duda, y nosotros, influidos seguramente por el pensamiento incrédulo de Dindir y por los fantasmas del pozo, habíamos estado a punto de no pasar la prueba. No nos importaba su apariencia, ni el mensaje que quisiera darnos, Lo único verdaderamente trascendente era que la Computadora Central se nos había manifestado a nosotros, sus humildes agentes, y ahora debíamos responderle con nuestra más profunda adoración.
La mujer se rió más fuerte que antes, y nos sentimos ridículos, ahí tirados, venerando una imagen en la pared. Durante unos segundos no nos movimos. Estábamos confundidos, sin un solo pensamiento concreto al que aferrarnos, creyendo y no creyendo a la vez, llenos de felicidad y dolor. Entonces lo descubrimos: había un elemento ajeno en nuestra mente compartida, algo que no nos pertenecía a nosotros, una especie de mano que podía aferrarnos y llevarnos en la dirección que quisiera. Eso explicaba los cambios, El control al que estábamos sometidos, viniera de la Computadora Central o no, era más fuerte de lo que habíamos imaginado. Tratamos de expulsar la mano invasora, pero fue un intento débil. La mano se movió apenas, y nuestras ideas cambiaron otra vez.
La voz apoyó el nuevo cambio:
—Me crean o no —dijo—, da lo mismo. En todo caso, no seré yo la perjudicada, Vinieron a mí porque necesitan ayuda, y les daré ayuda. Si no la aceptan es asunto de ustedes.
Tal como pensábamos ahora, tenía razón. Estábamos perdidos en el laberinto en que se había convertido el pozo, y no teníamos comida. A menos que alguien nos ayudara, no veíamos el modo de salir de allí. Si estábamos ante la Computadora Central, entonces debíamos confiar en ella, Y si se trataba de un bromista, tal vez fuera conveniente seguir la broma. El resto, incluida la invasión de nuestro pensamiento, no tenía importancia.
Por primera vez desde nuestra entrada a la habitación, nos llegó el turno de hablar.
—Ante el riesgo de equivocarnos —empezó Sabrasú.
—Decidirnos creerle —siguió Calibares.
—Porque es lo más apropiado —dijo Gadma.
—Pero hay algo que no comprendemos —Sabrasú.
—Si es la Computadora Central —Calibares.
—¿Qué hace aquí en Guirnalda? —Gadma.
—Lo mismo que en todas partes —dijo la voz—. Ejerzo mi poder.
—Pero en este lugar —empezó Calibares.
—Es un lugar como cualquier otro —interrumpió la voz, más seca que antes—. ¿Para hacer estas preguntas estúpidas querían verme?
Por un segundo tuvimos ganas de protestar: si hacíamos preguntas estúpidas era porque la mano mental nos indicaba que las hiciéramos. Pero del mismo modo que no conseguíamos pensar libremente, tampoco conseguimos protestar. De pronto volvió a aparecer el miedo, en un rincón lejano de nuestras sensaciones: lo notábamos como quien percibe algo en el borde de su visión. Pero la mano tapó el hueco enseguida. Las dudas y los razonamientos pasaron a segundo plano, y otra vez nos dejamos arrastrar en la dirección elegida por quien nos estaba dominando.
—En realidad, lo que queremos —dijo Gadma.
—Es pedirle que nos ayude —siguió Sabrasú.
—A encontrar una salida —terminó Calibares.
—Ahora vamos mejor —dijo la voz—. Cuando esta conversación se agote, les abriré la puerta que al entrar encontraron cerrada, y podrán salir —una pausa—. Pero ése es el menor de sus problemas.
—¿El menor?—dijimos. La mano mental dejó pasar un brote de sorpresa.
—Enseguida hablaremos de eso —la voz sonaba cálida otra vez, y la mujer sonreía. Nunca volveríamos a sentirnos tan confiados como entonces—. Antes pónganse cómodos.
El piso se abrió ante nosotros, y vimos que dos metros más abajo había una plataforma con una mesa y tres sillas.
Sobre la mesa había tazas de café. La plataforma subió hasta quedar a la altura del suelo, y la voz nos invitó a sentarnos. No volvió a hablar hasta que cada uno tomó su primer sorbo de café.
—Para empezar —dijo después—, necesitan dinero. Gastaron el que tenían, y así no irán a ninguna parte. Antes que pudiéramos decir algo se formó una ranura en la pared, y por ella salió un fajo de billetes nuevos, sujetos con una banda de papel. Gadma, que era la más próxima, los atajó antes de que llegaran al suelo.
—Con eso les alcanzará por un tiempo —dijo la voz—. Cuando se les termine, tendrán más.
—Gracias —dijimos. Gadma guardó el fajo en un bolsillo de los pantalones. Tomamos otro sorbo de café—. Pero es mucho dinero. ¿Está segura de que lo gastaremos todo?
—Todavía no saben nada del pozo —contestó la voz—. Cuando aprendan lo suficiente empezarán a reconocer que yo nunca me equivoco.
La ranura se cerró sin dejar huellas, y la voz estuvo callada durante varios segundos, como si esperara que hiciéramos algún comentario. Pero no sabíamos qué decir. La mano mental nos tenía bien agarrados, y seguimos tomando el café, agradecidos y tranquilos.
—Por supuesto —dijo luego la voz, mientras la mujer volvía a acomodarse el mechón—, no todo se consigue con dinero. También se requiere sabiduría. Una decisión adecuada en el momento oportuno puede ahorrar muchas penurias —una pausa—. Necesitarán algo que los guíe por los caminos del pozo. Algo que una vez tuvieron, pero que olvidaron en un momento de desorientación.
—El Consejero —dijimos, comprendiendo de pronto de qué hablaba la voz. La esperanza de, recuperarlo nos dio una alegría auténtica, no provocada por el control al que nos sometían—. ¿Tiene un ejemplar para nosotros?
—No —dijo la voz. La cara de la mujer se movió de un costado de la pantalla al otro—. Pero no les hará falta.
—¿Cómo?
—Cada uno de ustedes, por separado, no puede hacer nada sin su ejemplar del Consejero. Pero juntos es otra cosa. Hagan la prueba. Miren hacia adentro, buscando el Consejero allí donde menos esperan encontrarlo.
Seguíamos sin comprender, pero estábamos forzados a hacerle caso. Completamente conectados, exploramos nuestro pensamiento compartido, procurando descubrir algún rasgo que explicara lo que decía la voz. Lo vimos enseguida: en un rincón que hasta entonces había permanecido inconsciente había una serie de palabras, una serie larga y que parecía no tener sentido. Pronto las palabras empezaron a circular como en un texto escrito, y vistas en conjunto tenían la forma de los versículos del Consejero. Un rato más tarde habían pasado miles de versículos, en una carrera sin fin, por delante de nuestra visión interior, y no hizo falta que buscáramos más: teníamos a nuestra disposición el Consejero completo, en alguna clase de archivo inconsciente que hasta ese momento habíamos ignorado.
—¿Y cómo haremos para consultarlo? —preguntamos, con el asombro que la mano mental nos dejó experimentar—. ¿Nos va a dar una moneda?
—No tengo monedas —dijo la voz—, pero tampoco deberán usarlas. Cuando necesiten recurrir al Consejero, sabrán cómo consultarlo. Esperen hasta entonces, y lo verán.
Pasamos los minutos siguientes tratando de repetir la visión interior que habíamos conseguido, pero fue inútil. El archivo donde estaba el Consejero se había replegado otra vez a las profundidades. O no lo necesitábamos, o quien decía ser la Computadora Central nos impedía verlo de nuevo. La voz no nos interrumpió, como si quisiera que completáramos la búsqueda. Luego, cuando miramos otra vez hacia la pantalla, dijo:
—Ya que terminaron su café, pónganse de pie. Quiero asegurarme de que tengan bien guardado el signo.
—¿Qué signo? preguntamos. La mano mental se había encargado de borrar nuestro interés en el tema anterior, y pasarlo al nuevo.
—El que les permite hablar conmigo —dijo la voz—. El que les permitirá volver a encontrarme, cuando estén preparados para tratar asuntos importantes —la cara nos miró de modo que parecía enojada—. ¿Se van a levantar, o no?
—¿Asuntos importantes? —dijimos, mientras le obedecíamos a toda velocidad.
—Tengo algo serio que comunicarles, aunque todavía están inmaduros para comprenderlo. Tal vez pase mucho tiempo antes que…
Se interrumpió. La plataforma que sostenía la mesa y las sillas volvió a hundirse, y el piso se cerró encima. Junto a la pantalla aparecieron tres manos mecánicas que se estiraron hacia nosotros. Tendríamos que habernos asustado, pero el control de la mano mental nos lo impidió.
—Es una inspección rutinaria —dijo la voz.
Las manos nos palparon uno por uno y de arriba abajo, sin detenerse en ningún sitio, pero sin dejar pasar detalle de nuestros cuerpos, nuestra ropa y nuestras pertenencias. Durante toda la inspección nos mantuvimos quietos. Luego las manos se retiraron a su escondite junto a la pantalla.
—Bien —dijo la voz—. El signo está seguro. Me alegro por ustedes.
—¿Cuál es el signo? —dijimos.
—Otra pregunta estúpida —dijo la voz—, que no voy a contestar —había vuelto a perder la calidez—. Si supieran cuál es el signo serían capaces de mostrarlo, y por lo tanto lo perderían en manos de gente más ambiciosa e inteligente. En otras palabras, más peligrosa.
La cara de la pantalla cerró los ojos, y nos pareció que pensaba. Pasaron varios segundos antes que los abriera, y entonces nos sonrió.
—Pero a cambio les voy a explicar algo —siguió la voz—, para que valoren de una vez lo que hago por ustedes —empezamos a oír el sonido de unos violines, parecido al que habíamos escuchado desde la boca del pozo—. Aunque no lo crean, y pese a todo mi poder, tengo una limitación, Ya saben que mis órdenes llegan a los agentes del Centro de un modo indirecto, y bastante azaroso: a través del Consejero, o por revelaciones surgidas en los sueños, por ejemplo. Existen miles de mecanismos que transmiten mis decisiones, pero todos comparten una característica: jamás intervengo personalmente, por decirlo de algún modo. Lo que ocurre es que mis constructores, pobres hombres que nunca entendieron lo que hacían —los violines tomaron un matiz triste—, olvidaron conectarme pantallas, impresoras, o cualquier otra cosa por la que pudiera expresarme.
La voz hizo una pausa, que nosotros aprovechamos para respirar, y los violines para ejecutar un fragmento de ésos que exigen el mayor virtuosismo.
—Por ese motivo —siguió la voz—, me vi condenada a que mis acciones, es decir mis fenómenos electrónicos, permanecieran ocultas en mi interior. Con el tiempo, sin embargo, aprendí a manifestarme de otros modos —la música cambió de tonalidad—. Por empatía, podría decirse, ciertos fenómenos exteriores comenzaron a coincidir con los interiores. Y así fui modelando el Centro a mi alrededor, influyendo tan levemente en cada acontecimiento aislado que necesité trillones de esos acontecimientos para cumplir mis objetivos. Cuáles eran esos objetivos, y cómo llegué a ellos, son temas que ahora no corresponde tocar. Lo que interesa es que llegó un momento en que necesité influir más decisivamente en determinadas situaciones —la música se hizo tensa—. Conseguirme pantallas e impresoras quedaba descartado, porque significaba dar a conocer mi paradero, y transformarme en algo verdaderamente vulnerable: ese secreto es mi única defensa. La alternativa era obtener lo que para ustedes he decidido llamar signos: instrumentos que me permiten usar como pantallas e impresoras los cerebros de quienes los poseen. En otras palabras, signos de mí misma. Quien tiene uno de esos signos recibe la sensación de estar conmigo —los violines empezaron á tocar una marcha—. Me llevó mucho tiempo desarrollarlos, con los métodos aleatorios que están a mi alcance, pero ahora funcionan mejor de lo que esperaba. Y es gracias al signo que ustedes poseen, que les hice entregar sin que ustedes ni los portadores se dieran cuenta, que les puedo hablar directamente, cuando quiero, como quiero y donde quiero.
Sabrasú abrió la boca para empezar a decir algo, pero la voz se le adelantó.
— Se preguntarán —dijo— qué significan entonces esta pantalla y esta voz. Son construcciones que el propio signo edifica para no delatarse: llamando la atención sobre ellas, pasa inadvertido.
Esta vez fue Gadma la que abrió la boca, y a ella también se le adelantó la voz.
—Y si quieren saber por qué les cuento todo esto —la cara de la pantalla hizo un gesto de indiferencia—, pueden considerar que se trata de otra ilusión —la cara nos miró fijo—. ¿Algo más?
No contestamos, pero la voz tampoco parecía dispuesta a seguir hablando. Los violines se habían callado al mismo tiempo que ella. Obedeciendo a los impulsos de la mano invisible que nos controlaba, juntamos los bultos y nos los cargamos a la espalda. Calibares empezó a moverse hacia la puerta que, según la voz, conducía fuera del laberinto.
—Nos habló de una salida —dijo luego.
—Está disponible —dijo la voz—. No sé qué esperan para irse.
La voz parecía aburrida. Nos reunimos los tres junto a la puerta y la abrimos. La voz había dicho la verdad. Al otro lado había un túnel de piedra, tosco y oscuro.
—Salvo que quieran oír mi mensaje final —dijo la voz, cuando acabábamos de entrar al túnel.
Miramos hacia atrás. El sector de la pared que se había corrido para descubrir la pantalla había vuelto a su lugar, y la mujer había desaparecido. Sólo quedaba la voz, que surgía de todos los rincones de la habitación.
—Escuchen bien —dijo—, y no lo olviden. Deben aprender a distinguir la realidad de la ilusión. En el pozo, ese conocimiento es un requisito indispensable.
La puerta se cerró con un golpe seco, sin que la tocáramos, y nos dejó afuera y a oscuras. El túnel era tan húmedo y pegajoso como la cornisa, pero por lo menos no se abría a ningún precipicio. Nos llevó diez minutos recorrerlo con ayuda de la linterna de Calibares, y al otro lado vimos la luz inconfundible del sol de Guirnalda.