El fondo del pozo – 13

El fondo del pozo

13

“El ovillo tiene dos puntas. De una viene. A la otra va. Las dos puntas se confunden. Piense en algo. Busque su explicación. Tal vez la encuentre hacia el pasado. Tal vez la encuentre hacia el futuro. Pero nunca sabrá si eligió la dirección correcta.”
(Consejero, 55:21:55)

Después de la tormenta de fuegos artificiales las cosas habían vuelto a su estado de reposo, aunque no del mismo modo que antes. Debía ser la hora del almuerzo, porque no se oía ningún ruido de los pasillos, y sin embargo no teníamos hambre. Quietos en nuestras sillas, sólo prestábamos atención a lo que había delante, fijándonos en los detalles, interpretando los matices, con una especie de curiosidad que seguramente era obra de los artefactos de Dindir.

Dindir se había cansado con tanta actividad, o tal vez había terminado su turno de trabajo, y ahora dormía en una silla, con las piernas estiradas bajo un escritorio y la cabeza apoyada en la pared. Le corrían gotas de sudor por la cara y el cuello, como a todos los que estábamos en la oficina. De vez en cuando se le movía un pie involuntariamente y golpeaba el escritorio, con un ruido seco que en otras circunstancias nos habría sobresaltado. Tenía la boca abierta en un bostezo continuo, y el aire le silbaba entre los dientes. Dormida y todo, seguía participando en el espectáculo. Y ahora que la órbita vacía estaba escondida bajo un párpado era más agradable verla. Balibar y Hecher, sus dos compañeras de expedición, que habían entrado en medio del zumbido y las luces preparadas por Dindir, estaban ocupadas en filmarnos. Sabíamos que eran ellas porque habíamos visto sus fotografías en la pared de noticias del comedor. Hecher, sentada frente a nosotros, sostenía la cámara y apuntaba primero a Sabrasú, luego a Gadma, después a Calibares, según cuál de nosotros hacía algún gesto interesante para ella. La cámara le tapaba la cara, y todavía no habíamos conseguido vérsela del todo. Si la reconocíamos, era en cierta medida por descarte. Desde nuestra posición, la cámara parecía un apéndice de su cabeza, incluyendo una especie de cuerno que salía de un punto ubicado por encima de la lente, y en cuya punta sé bamboleaba un micrófono.

Las sillas no alcanzaban para todos, así que Balibar se había sentado sobre un escritorio. A cada momento le daba indicaciones a Hecher, que Hecher jamás obedecía. Hablaba en voz baja, para no despertar a Dindir, o para que no la oyeran desde el pasillo, o para que el micrófono no registrara su voz con claridad. A Balibar debía molestarle el ronroneo de la cámara, porque cada tanto le dedicaba un gesto de los que se usan para espantar insectos. Por lo que sabíamos, todo esto podía ser una alucinación. Los fogonazos y los ruidos habían terminado de golpe, junto con el miedo que nos provocaban y el despliegue de actividad de Dindir. De pronto nos habíamos sentido más tranquilos que nunca, en una situación que habría justificado todo lo contrario, como si estuviésemos respondiendo a las órdenes precisas de un hipnotizador. Hasta éramos capaces de apreciar el trabajo de Dindir, que había conseguido encontrarnos, charlar con nosotros, llevarnos a nuestra oficina sin despertar sospechas, entusiasmarnos en una discusión absurda, y montar sus aparatos mientras esperaba a sus compañeras y nosotros seguíamos sin darnos cuenta de nada. Nuestra admiración no cedía ante el hecho de que nosotros mismos éramos las víctimas de tanta habilidad.

Al principio, la mayor sorpresa había sido encontrar al equipo completo de Coracor con nosotros, un honor que evidentemente no merecíamos. Sin embargo, mientras Dindir se acomodaba para dormir, y en tanto Balibar volvía a juntar lo que Dindir había distribuido por toda la oficina, empezamos a percibir otras cosas. Lo más importante era que no podíamos movernos, como si nos hubieran atado a las sillas. Pero no sólo estábamos desatados, sino que en realidad parecía que el movimiento no nos interesaba. Algo confuso que, de todos modos, por los efectos de la máquina de Dindir, estaba lejos de preocuparnos. Al contrario, nos gustaba permanecer quietos, atentos a todo, pendientes de lo que hacían las visitas.

Luego de un rato, y al mismo tiempo que Dindir volvía a golpear el escritorio con el pie, Balibar dejó de interesarse por lo que hacía Hecher con la cámara y nos miró a los ojos, uno por uno, por primera vez. Era rubia, alta, pausada, y tenía un tic en el labio superior, que cada dos palabras se levantaba un centímetro, mostraba los dientes, y caía como un telón.

—Bueno —murmuró en el mismo tono que había usado con Hecher—, digan algo.

—No sabemos —empezó Sabrasú.

—Qué quiere —siguió Calibares.

—Que digamos —terminó Gadma.

Balibar pegó un salto, sorprendida, y luego volvió a mirar a Hecher, que había estado a punto de soltar la cámara.

—Increíble —dijo Balibar.

—Esto demuestra que era cierto —dijo Hecher. Fue la primera vez que oímos su voz, y nos pareció hecha de vidrios rotos.

Nos habría gustado preguntar qué era lo que las sorprendía tanto, pero Dindir nos distrajo: abrió los ojos, murmuró algo incomprensible y siguió durmiendo.

Balibar volvió a hablarnos.

—Digan lo que quieran. Hablen sobre ustedes mismos.

Calibares se aclaró la garganta, para darnos tiempo de pensar.

—Estamos orgullosos —empezó luego Gadma.

—De que el equipo de exploradoras de Coracor —siguió Calibares.

—Se haya molestado en visitarnos —terminó Sabrasú.

Hecher y Balibar pegaron otro salto, pero esta vez trataron de disimular sus nervios. No entendíamos qué les pasaba: en todo caso, los nerviosos debíamos ser nosotros.

—Claro —dijo Hecher, detrás de su cámara—, no saben nada.

—Sería honesto de nuestra parte explicarles algo, antes de empezar —dijo Balibar.

—Estoy de acuerdo —dijo Hecher—. Siempre que cuidemos las palabras.

Balibar dejó que su labio bailara un par de veces, mientras un reguero de sudor le bajaba por la sien.

—Les mentimos —nos dijo después—. Nuestro objetivo no es explorar Varanira.

—Ni nada que se le parezca —agregó Hecher.

—Qué interesante —dijimos, desde nuestro limbo de sensaciones atenuadas—. ¿Cuál es, entonces?

Balibar levantó la cabeza y se pasó el dorso de la mano por la frente, para secarse el sudor.

—Digamos que explorarlos a ustedes.

—Conocerlos —agregó Hecher.

—Preguntarles algunas cosas —completó Balibar.

—¿Comprenden? —preguntó Hecher.

Tardamos en reaccionar, pero no porque estuviéramos asustados o demasiado sorprendidos. Nuestra situación no lo permitía. Simplemente, era difícil encontrarle sentido a lo que habían dicho.

—Preferiríamos que se explicaran mejor —dijimos.

Balibar alzó los hombros.

—Por algún motivo —dijo, mirando hacia la puerta—, en Coracor se interesaron por ustedes, y los pusieron en el Sorteo. Después…

—El resto ya se lo pueden imaginar —interrumpió Hecher—. Ustedes saben cómo funciona el Sorteo.

—Sí —respondimos—. Pero no entendemos por qué nos pusieron a nosotros. Que sepamos, no somos ningún planeta.

—Nosotras tampoco entendíamos —Balibar sonrió con la mitad de la boca, mientras el tic la atacaba entusiasmado—. Al principio creímos que eran tres planetas.

—Sabrasú, Gadma y Calibares —Hecher—. No están mal como nombres.

—Gracias —dijimos.

—De planetas, digo.

Hubo una pausa, durante la cual Dindir se movió en su silla, tratando de acomodarse de otro modo, y estuvo a punto de caerse al suelo. Sin embargo, no se despertó.

—Todo esto les parecerá un poco absurdo —dijo Balibar cuando Dindir dejo de moverse—. Pero si supieran…

—Ya es suficiente —interrumpió Hecher—. Será mejor que empecemos a trabajar en serio.

Balibar estuvo de acuerdo. Se mordió el labio inferior, y cuando el superior se levantó quedó parecida a un conejo.

—Hablen de su pasado —nos dijo.

—Hay mucho que decir —respondimos—. Tal vez si nos hicieran preguntas…

—Muy bien —dijo Balibar—. ¿Cuándo empezaron a pensar juntos?

—¿Pensar juntos? —nos sentimos desorientados por un momento, aunque luego no pudimos recordar el motivo. Balibar y Hecher se habían puesto todavía más tensas que antes—. Lo hacemos desde que nacimos.

—¿Están seguros?

—Es lo que nos dijeron.

—Entonces no saben si es verdad.

—¿Para qué iban a mentirnos?

Balibar y Hecher sonrieron, aliviadas por algo.

—Sigan —dijo Balibar—. Explíquennos cómo funciona eso de pensar juntos.

—No sabemos.

—¿No saben?

—Si ni siquiera se entiende cómo hace una persona para pensar sola, menos podemos nosotros…

—¿Ustedes también piensan solos?

—A veces, cuando nos desconectamos. Es difícil de explicar. Cada uno tiene su propia mente, pero está subordinada al pensamiento compartido. ¿Qué más podemos decir?

—Hablen de sus primeros años —dijo Balibar—. ¿A nadie le interesó esa facultad de ustedes?

Balibar parecía más segura de sí misma, y nosotros nos sentíamos proporcionalmente más preocupados por responderle. Hicimos memoria, y descubrimos que era un tema que nos costaba recordar, como si se hubiera borrado de nuestras neuronas, o como si recién ahora empezara a despertarse. Sin embargo, haciendo un esfuerzo conseguimos reunir algunos datos dispersos.

—Por lo que sabemos, que no es mucho, terminaron decidiendo que no servía para nada.

—¿No les pareció extraña esa decisión?

—No. ¿A Balibar le parece extraña?

—Yo no dije eso —Balibar apoyó una mano en el escritorio y se inclinó hacia nosotros, casi dentro del campo de la lente. Hecher apartó la cámara unos centímetros—. ¿Hicieron experiencias con ustedes?

—Pocas, que recordemos.

—¿Cuáles?

Sabrasú trató de rascarse atrás de la oreja, para ayudarnos a pensar, pero ni siquiera podíamos mover los brazos.

—Probaron con la distancia, por ejemplo. Resultó que sólo conseguíamos pensar juntos estando cada uno a la vista de los demás. La distancia no importaba, siempre que estuviéramos completamente seguros de reconocernos. Pero eso ya lo sabíamos por experiencia propia.

—¿Qué más? —insistió Balibar.

—Trataron de detectar algún tipo de ondas, que pasaran de uno a otro. No encontraron nada.

—¿Qué más? —Balibar seguía inclinándose hacia adelante.

—Nos hicieron análisis. Jamás consiguieron una explicación del fenómeno.

—¿Qué más? —junto a Balibar, que seguía preguntando, Hecher también se inclinaba, y a cada movimiento de la cámara el micrófono pasaba cerca de nuestras narices.

—Investigaron a nuestros padres, nuestro pasado, nuestro nacimiento, buscando algo especial. Lo único estadísticamente notable que encontraron es que somos gemelos. Pero hay otros tríos de gemelos, y ninguno tiene nuestra capacidad para el pensamiento compartido.

—¿Qué más?

Dindir se quejó de algo que ocurría en sus sueños.

—Repitieron para otras personas, hasta donde fue posible, las condiciones que nos rodearon desde nuestra concepción hasta nuestro nacimiento. Tampoco llegaron a nada.

—¿Qué más? —Balibar se apoyó en un codo, y su cabeza quedó a la altura de las nuestras.

—Buscaron aplicaciones para nuestra habilidad. No descubrieron nada mejor que una buena coordinación para las tareas manuales.

Hecher interrumpió el interrogatorio monótono de Balibar.

—¿Y por qué no los emplearon en tareas manuales, entonces? —preguntó con su voz vidriosa.

—Porque en esta sección del Centro no se hacen tareas puramente manuales.

—Podían haberlos cambiado de sección —insistió Hecher—, sin que salieran de Varanira, ni de este edificio.

—No estaba permitido.

—¿Por qué?

—No nos dijeron.

—¿Por qué no les dijeron?

—Habrán pensado que no era cosa nuestra.

—Y entonces los mandaron a esta oficina.

—No. Antes pasamos por la escuela.

—Tienen razón. ¿Cómo los trataban sus compañeros?

—Se apartaban de nosotros.

—¿Por qué?

—Les molestaba nuestro modo de hablar.

—¿Nada más?

—Nosotros también nos apartábamos de ellos.

—¿Por qué?

—No querían que pensáramos juntos.

—¿No querían?

—Pensando juntos parecíamos más inteligentes, y al mismo tiempo más tontos.

—¿Y sus compañeros de oficina? —intervino Balibar, que había vuelto a enderezarse—. ¿Cómo los tratan?

—No tenemos compañeros de oficina —miramos a nuestro alrededor—. Trabajamos solos en esta habitación.

—Quiero decir gente de otras oficinas como ésta.

—Hay poco contacto, y sólo por azar.

—¿Qué ocurre cuando hay contacto?

—Nos prestan poca atención.

—¿No les gusta que piensen juntos?

—Puede ser.

El interrogatorio siguió igual, durante mucho tiempo. A veces Balibar llevaba la primera voz, y a veces se limitaba a poner acordes a los solos de Hecher. Las preguntas seguían un ciclo reconocible: volvían a nuestro nacimiento y avanzaban poco a poco hasta el momento actual, para regresar otra vez al principio. A cada nuevo paso por una época determinada recordábamos más detalles. Parecía que, a fuerza de insistir, los caminos bloqueados de nuestra memoria empezaran a despejarse. Así, por ejemplo, lo que al primer intento era una imagen borrosa se convertía al segundo en la cara de un técnico que inspeccionaba el resultado de un encefalograma, y al tercero llegaba a ser el recuerdo nítido de una serie de experimentos, con sus causas, su desarrollo y sus consecuencias. A veces, sin embargo, perdíamos el hilo de las preguntas y caíamos en un vacío del que Balibar y Hecher debían sacarnos con paciencia, eligiendo mejor lo que decían, buscando un camino diferente para llegar al mismo sitio. En cambio, había casos en los que casi no necesitaban guiarnos: la lengua se nos soltaba de golpe y hablábamos durante minutos seguidos sobre un detalle sin importancia. Entonces eran las interrogadoras quienes perdían el hilo.

Nunca conocimos las conclusiones que sacaron Balibar y Hecher, pero entre las nuestras había una sorprendente: habíamos vivido más aislados de lo que creíamos. Nuestra sensación era que habíamos tenido los contactos normales con la gente que nos rodeaba, pero a cada una de las respuestas que íbamos dando resultaba algo muy diferente. Al parecer, éramos una especie de ermitaños, en parte por decisión de los demás, y en parte por vocación propia. A Hecher eso parecía alegrarla. A Balibar le era indiferente: le interesaba mucho más el mecanismo de nuestra facultad, aunque era el terreno del que menos datos podíamos darle.

En ningún momento se nos ocurrió preguntar hacia dónde se dirigía el interrogatorio, con qué criterio elegían las preguntas, cuál era su utilidad. El condicionamiento a que nos había sometido la maquinaria de Dindir era profundo.

Luego de varias horas Dindir soltó un ronquido violento, y al mismo tiempo Balibar y Hecher se miraron.

—Me parece que está todo bien —dijo Balibar.

—Es lo que esperábamos —dijo Hecher.

Dindir abrió los ojos, asustada por su propio ronquido.

—¿Terminaron? —preguntó—. ¿Podemos irnos?

—Falta poco —dijo Hecher. Dindir volvió a dormirse.

—¿Qué es lo que falta? —preguntó Balibar.

Hecher apuntó la cámara a Sabrasú.

—¿Por qué no usan nunca la palabra “yo”?

Esta vez la respuesta era fácil.

—Porque no somos un yo —dijimos—, sino un nosotros.

—¿Y usted qué dice? —Hecher señaló a Sabrasú con un dedo, además de hacerlo con la cámara.

—Sabrasú no tiene nada que agregar —dijo Sabrasú.

—¿Por qué no dijo “yo” en vez de “Sabrasú”?

—Porque Sabrasú es más una parte de nosotros que un ser independiente. Es bastante lógico que se identifique de ese modo.

—Un detalle con el que no contábamos —le dijo Hecher a Balibar.

—¿Qué importa? ——dijo Balibar—. El Centro debió pensar en eso. No es problema nuestro.

Hecher pareció conforme, y de común acuerdo con Balibar apagó la filmadora y la guardó en su estuche. Así conseguimos verle la cara, con lo que nos llevamos una sorpresa: la única fotografía de ella que conocíamos mostraba su perfil derecho, y resultó que la mejilla izquierda estaba atravesada por una cicatriz de color marrón oscuro. Nos quedamos mirándola; hasta que se la cubrió con una mano, en un movimiento reflejo.

Balibar se puso de pie, pero Hecher se quedó donde estaba.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Balibar.

—Según el contrato —dijo Hecher—, tenemos que volver, pero…

—¿Ya está? —la interrumpió Dindir, que se había despertado de nuevo.

—Estamos discutiendo qué hacer —le contestó Hecher.

—Yo no estoy discutiendo nada —dijo Balibar—. Nos vamos.

Caminó hacia la puerta, mientras Dindir se frotaba el ojo y la órbita vacía, y se enderezaba en la silla. Hecher no se movió.

—No digo que violemos el contrato —aclaró—. Pero podemos hacer algo más de lo que hicimos, por nuestra cuenta.

—¿Para qué? —preguntó Dindir.

—No estoy conforme con este asunto —dijo Hecher—. Nos mandaron a hacer algo que no se parece a ninguna expedición. Nos obligaron a mentir, o a decir media verdad, incluso a ellos —nos señaló—. Vamos a volver para contarles a los genios de Coracor que todo salió bien, y nos vamos a quedar para siempre con la duda. ¿Qué sentido tiene todo esto?

—A mí no me importa —dijo Balibar.

Hecher golpeó el escritorio con la mano.

—Quiero que los llevemos con nosotros —dijo.

Sus compañeras se quedaron con la boca abierta, hasta que Dindir empezó a reírse.

—Hecher está loca —le dijo a Balibar.

—Y Dindir es una estúpida —dijo Hecher—. Piensen un poco. Coracor, una sucursal del Centro completamente independiente de las demás, nos envía a hacer un trabajo con tres agentes de Varanira, otra sucursal del Centro también independiente. El contrato no especifica qué ventaja traerá esto a Coracor, y hasta donde yo puedo ver no me imagino ninguna.

—Este tema no me interesa —dijo Balibar, mientras abría la puerta. Sin embargo, no salió de la oficina.

—Tampoco puede traer ventajas para Varanira —siguió Hecher—, porque sería contrario a las tradiciones del Centro. No es una tarea que hayan cumplido sus propios agentes.

—¿Por qué tiene que haber ventajas para alguien? —nos atrevimos a intervenir—. El Sorteo es tan aleatorio que…

Hecher volvió a golpear el escritorio, pero Dindir se le adelantó.

—Hecher no cree en el azar —nos explicó—. Para ella, todo debe tener un motivo —trató de sonreírnos—. Les aseguro que es difícil convivir con alguien así.

—Tampoco es fácil convivir con idiotas —gritó Hecher.

—Creo que no terminamos de oír tus argumentos —dijo Balibar desde la puerta.

Hecher hizo un esfuerzo por serenarse, y siguió hablando.

—Lo que creo es que nos están usando para algo, y no quieren que sepamos de qué se trata. Algo importante, que justifica la intromisión en los asuntos de otra sucursal.

—¿Y qué podemos hacer? —dijo Dindir.

—Ya lo dije—recordó Hecher—. Llevarnos a estos tres con nosotros. Así sabremos qué pasa con ellos. Para qué sirven. El Centro tendrá que informarnos a la fuerza.

Dindir sacudió la cabeza.

—Me opongo.

—Yo también me opongo —dijo Balibar.

Hecher se puso pálida. Dindir y Balibar tenían la mirada clavada en ella, y parecían haberse olvidado de nosotros. Por la puerta abierta entraba una corriente de aire fresco. De pronto Hecher se levantó y le dio un puntapié a Dindir en el costado. La silla de Dindir se torció, y las dos cayeron al suelo. Balibar aprovechó para patearle un hombro a Hecher, y Hecher, desde el piso, le agarró la pierna y la hizo caer. Durante unos segundos la pelea siguió fuera de nuestra vista, oculta por los escritorios. Después apareció un brazo, que levantó el estuche de la filmadora y lo descargó sobre el cuerpo de alguien. Oímos un grito. Una pierna se estiró y cerró la puerta con un golpe. Volvió el silencio.

—Qué vergüenza —dijo una voz que no supimos a cuál de las visitantes correspondía.

—Somos gente grande —dijo otra.

—Por lo menos descargamos los nervios —dijo la última.

Se pusieron de pie lentamente. Dindir se agarraba el costado, Balibar la cabeza, y Hecher el estómago. Volvieron a sentarse en sus lugares, para recuperar el aliento. Ni se fijaron en nosotros.

—Me ganaron —dijo Hecher, con la voz entrecortada—. Pero por lo menos, antes de irnos, permítanme cumplir un deseo.

—¿Cuál? —dijo Balibar.

—Quiero consultar al Consejero.

—Lo que dije —respondió Balibar—. Hecher está loca.

—Yo dije eso —le recordó Dindir.

—No empecemos otra vez —pidió Hecher.

—Pero el Consejero es una superchería —dijo Balibar.

—No lo sabemos —dijo Hecher—. En la última semana me mostraron respuestas del Consejero increíblemente acertadas —hizo una pausa para respirar—. Por ejemplo, más de una vez estuvo al borde de adivinar nuestra misión, la auténtica. Tuve que usar toda mi habilidad para desviar la interpretación de quien lo estaba consultando.

—Algo de eso me pasó a mí también —admitió Dindir—, pero creo que fue a causa de mi propia paranoia. No estoy acostumbrada a guardar secretos. Creía ver lo que en realidad no existía.

—De todos modos —insistió Hecher—, vale la pena probar.

—Si lo hacemos rápido —aceptó Balibar.

Nosotros habíamos presenciado la discusión, la pelea, la reconciliación y la charla final con el interés que se puede poner en observar un insecto extraño. Las actitudes de las exploradoras nos parecían un tanto ilógicas, aunque hiciéramos un esfuerzo por considerar que venían de otro mundo. Hecher se acordó de nosotros para pedirnos el ejemplar del Consejero. Le señalamos el portafolios y ella misma lo sacó. Ya sabía cómo usarlo, así como probablemente debía saberlo Dindir antes de que se lo explicáramos, cuando se dedicaba a distraernos. Hecher tiró la moneda las siete veces necesarias para obtener la sección, luego las otras siete correspondientes al capítulo, y finalmente las siete que dan el versículo. Buscó el resultado fuera de nuestra vista, lo leyó para sí misma y se puso más pálida que antes de la pelea.

—¿Qué dice? —preguntó Balibar.

—Consejero, 127:127:127 —anunció Hecher—. “Hay un enemigo. Luche.”

Siguió un silencio largo, que aprovechamos para pensar sobre el versículo. Nunca lo habíamos leído, a pesar de su condición extraordinaria: por su numeración era el último del Consejero, la despedida, la palabra final. Y por algún motivo, no resultaba tranquilizador, aunque la existencia de un enemigo es algo que siempre se puede suponer, y la necesidad de luchar contra él algo obvio. Que estuviese al final del Consejero, pensábamos, debía significar que la lucha contra el enemigo, fuera éste cual fuese, no llevaría a un triunfo; de otro modo, el Consejero no se daría a sí mismo por terminado. Era como si después de ese versículo no quedara nada más por decir, o no valiese la pena decirlo.

Dindir, Balibar y Hecher también meditaban sobre la respuesta del Consejero, pero no nos dijeron sus conclusiones. Lo único que percibimos fue que parecían preocupadas, y un poco desorientadas también. Tal vez ellas supieran cuál era el enemigo, tal vez no.

—Una tontería —fue todo lo que comentó Dindir, mientras volvía a abrir la puerta—. Vamos.

Dindir salió al pasillo y se quedó ahí, esperando. Balibar la siguió un momento después. Hecher cerró el segundo volumen del Consejero, nos sonrió de un modo raro y finalmente salió tras ellas, sin protestar. Una vez afuera, cerró la puerta con cuidado.

Nos quedamos quietos el resto del día, pensando en todo lo que había ocurrido. Seguíamos orgullosos de la atención que nos habían prestado, y llenos de curiosidad por el motivo de ese interés. Todo lo veíamos de un modo especial, desde afuera, sin sospechar, sin preguntarnos qué cambiaría en nuestra vida a partir de entonces.

Cuando el efecto de los aparatos de Dindir desapareció y pudimos volver a la normalidad, había pasado la hora de la cena, estábamos hambrientos y nos dolían todos los músculos. El cansancio nos obligó a dormir enseguida, tratando de olvidar el hambre.

A la mañana del día siguiente, bien temprano, nos llegó la orden de que fuéramos al puerto, y antes del mediodía viajábamos rumbo a Guirnalda.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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