El fondo del pozo
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(Consejero, 7391:14)
Cuando llega la hora de la comida todavía estamos inspeccionando las aberturas de la prisión. Es el momento de más calor de todo el verano. El zumbido que anuncia el almuerzo nos sorprende en el fondo de un túnel helado, en el que nos habíamos refugiado, y nos apuramos a salir. Las cápsulas empiezan a caer al mismo tiempo que asomamos la cabeza fuera del túnel. Dejamos nuestras pertenencias en un lugar apropiado y nos sumergimos en la lucha de todos los días.
El escalón superior, el que limita con la pared, sólo se llena de gente durante la caída de las cápsulas. Cada uno de los prisioneros trata de poner la mayor distancia posible con los demás, para abarcar el espacio más grande. Nosotros tenemos algunas ventajas: siendo tres y pensando juntos, nos colocamos en los vértices de un triángulo mayor que el espacio promedio, e impedimos la entrada a todo el que se acerca. Luego tendremos un botín de cápsulas desparramadas por el suelo que pocos prisioneros se atreverían a soñar.
Esta vez las cápsulas tienen gusto a fruta, de modo que es más difícil que de costumbre quedar satisfechos. Cuando terminamos de atajarlas, de juntar los restos y de raspar el suelo con las uñas, alzamos los bultos y nos vamos a descansar a un rincón bastante oscuro, lejos de los fuegos. Las primeras formaciones de humo están suspendidas del aire, y a partir de ahora casi podríamos usarlas como reloj, siguiendo su desarrollo, su crecimiento rápido en torno a los fuegos, su dispersión hacia todos los puntos de la cárcel. La apariencia de limpieza que tenía la prisión al comienzo del verano, hace pocas horas, ya no existe. Los escalones se van llenando de excrementos, particularmente ahora, después de la comida. Los trozos de leña caídos durante el invierno están a medio quemar, y las cenizas se distribuyen uniformemente alrededor de los fuegos. Las corrientes de agua están teñidas de marrón, y arrastran objetos perdidos por los habitantes de los escalones superiores, que otra gente, en los escalones inferiores, trata de pescar antes de que caigan a la fosa central. Podría decirse que la entropía va en aumento, cosa que a Dindir no le gustaría nada si estuviera aquí, y llegará a su punto máximo justo antes del comienzo del invierno. Lo que nadie sospechó jamás, ni siquiera Dindir, es que la entropía tiene mal olor.
Con el estómago lleno conseguimos calmar la corriente eléctrica que nos produjo la visión del grupo que se bañaba, el de introvertidos y extrovertidos. Pero no se va del todo, sigue latente en un rincón del vientre, como un dolor placentero, un principio de asfixia, una fuerza contenida que pronto exigirá que la liberemos. Sabrasú se desconectó, como suele hacer últimamente, para pensar en sus teorías, o para reemplazar la soledad de nuestra mente compartida por la compañía de nuestros pensamientos individuales. Es el inconveniente de pensar juntos, que no habíamos notado antes de entrar a la prisión: si no hay otra gente en la cual confiar, quedamos aislados.
Un rato más tarde nos ponemos de pie, convencidos de que seguir trabajando es el mejor método para olvidar la tensión. Avanzamos pegados a la pared, mientras Calibares ilumina la piedra con la linterna, estudiando los resquicios y las imperfecciones. Aunque nuestro amigo, el de gorro rojo, haya dicho que la tecnología es terreno del Poder, la linterna es probablemente el artefacto más asombroso que hayamos visto: es la misma que compramos a los aldeanos en la cima de la montaña, y jamás tuvimos que recargarla. Por otra parte, no sabríamos cómo hacerlo; es imposible abrirla, y no tenemos la menor idea de cómo funciona. Es increíble que alguna vez la hayamos juzgado primitiva.
Pronto llegamos a la siguiente abertura, una claraboya estrecha que da a una esfera de cristal. La claraboya alcanza apenas para que metamos la cabeza y un brazo con la linterna, y lo hacemos por turno, para observar los reflejos de la luz en el cristal. Jamás pudimos determinar el diámetro de la esfera, ni siquiera arrojando cosas a su interior. Tampoco sabemos qué hay detrás del cristal, donde se forman imágenes de sueño, fantasías que de algún modo parecen sincronizarse con los pensamientos del observador, modelos abstractos de cosas familiares y que sin embargo no podemos identificar. El efecto es hipnótico y cuando uno de nosotros lo contempla los otros dos tienen que sacarle la cabeza de la claraboya por la fuerza. Si pensamos juntos, nuestra mente compartida se sobresalta, y tenemos que desconectarnos para recuperar la tranquilidad.
Esta vez Gadma es la última en mirar. Mientras se recupera del encantamiento, seguimos andando.
Diez metros más adelante hay otra abertura, en la que apenas nos detenemos. Es una puerta de madera, que se abre a un pozo vertical por el que cuelga una soga. La soga es una invitación a bajar, pero no hay que aceptarla. Una vez Calibares empezó a descender, y algo lo agarró por los pies. Tuvimos que tirar con toda nuestra fuerza para salvarlo, y las marcas jamás se le borraron. De modo que sólo abrimos la puerta para asegurarnos de que nada haya cambiado, y la cerramos otra vez.
Así son nuestras expediciones por el perímetro de la prisión. La mayoría de las aberturas han dejado de interesarnos hace tiempo, y si las visitamos es por una cuestión de rutina. Pero a veces encontramos algo nuevo, o recibimos una sorpresa, como ocurrió con el loco del traje de buzo y su regreso del espacio vacío. Un solo acontecimiento de esa clase justifica varias expediciones, aunque quede sin explicar, y ahora nos sentiríamos conformes con lo obtenido aunque recorriéramos otras doscientas aberturas sin encontrar nada interesante.
Sin embargo, la suerte está a nuestro favor, porque un poco más tarde tropezamos con algo que estamos buscando desde hace mucho tiempo. Primero, Calibares ilumina una ranura en la piedra, que no habíamos visto antes. Luego sacamos un trozo de alambre de nuestros bultos, uno de los tantos objetos valiosos que fuimos recolectando desde nuestra llegada a la prisión, y lo metemos por la ranura para ver qué ocurre. Se oye un clic y nos echamos al suelo, pero la ranura decide no atacarnos. Volvemos a mirar, y ahora hay dos ranuras. La segunda también produce un clic, y surge una tercera. Repetimos el procedimiento varias veces más, y pronto nos damos cuenta de que las sucesivas ranuras van dibujando en la piedra el contorno de una puerta. Cuando la puerta queda completa, la empujamos y se abre a una habitación desconocida.
En la habitación hay un laboratorio fotográfico. Está a oscuras, pero la luz de la linterna nos basta para ver lo que contiene. Las cajas de papel sensible se apilan en varios estantes, sobre la pared opuesta a la entrada. A un costado hay una mesa con cubetas y varios frascos de material opaco, y junto a la mesa una pileta y una canilla. Un poco más cerca está la ampliadora, y encima de todo, gobernando el escenario, cuelga una lámpara roja, apagada.
El hallazgo es demasiado bueno como para no sospechar, y nos quedamos unos minutos afuera, esperando descubrir dónde está la trampa. Gadma se pone nerviosa: la mayor parte del bulto que lleva a la espalda, además de las pilas de papel garabateado del informe, consiste en kilómetros de película expuesta y no revelada, donde está registrado todo lo que apuntó con su cámara desde nuestra llegada a Guirnalda. Hasta ahora no tuvimos ocasión de revelar ni un centímetro de esa película, con la que podríamos reconstruir una a una las imágenes del pozo, refrescar la memoria y tal vez explicar algunas de las cosas que ocurrieron. Por eso, Gadma está ansiosa por aprovechar la oportunidad. Nosotros también, pero tenemos un poco más de paciencia, y la agarramos de los brazos para que no se meta corriendo en la habitación.
Sin embargo, las precauciones no parecen necesarias. Dentro del laboratorio todo está quieto. Afuera, un grupo de hombres sentados en torno a un fuego cercano nos mira con curiosidad. Una nube de humo flota un instante alrededor de nuestras cabezas y luego se asoma al interior del laboratorio. Finalmente, Calibares lo imita. Junto a la puerta, del lado de adentro, hay un interruptor. Calibares lo acciona y salta hacia atrás, mientras la luz roja se enciende. Durante otros diez minutos no hay novedades. Algunos de los hombres que nos miran deciden acercarse para ver qué hacemos, y antes de darnos cuenta quedamos encerrados entre ellos y la habitación.
La cárcel es peligrosa por sí misma, pero nos enseñó que los prisioneros son más peligrosos todavía. Sabrasú acepta que nos conectemos para defendemos mejor, pero Gadma elige antes que nosotros y nos empuja dentro del laboratorio. Cerramos la puerta detrás de nosotros.
Al otro lado los hombres empiezan a golpear, pero los ruidos y los gritos nos llegan amortiguados por la piedra. La puerta tiene una barra de metal que baja y calza en un gancho que hay en la pared. La colocamos en su sitio, y quedamos a salvo de los curiosos.
No tiene sentido preguntarse por qué los carceleros han puesto un laboratorio fotográfico a nuestra disposición. Sus motivos forman parte de la metafísica, y por más que teoricemos no podemos contar con saber la verdad. Amontonamos nuestras cosas en el único rincón vacío, entre la entrada y la ampliadora. Calibares se sienta junto a la puerta, y Sabrasú empieza a recorrer los estantes, sacudiendo las cajas para comprobar que están llenas. Gadma no pierde tiempo: abre las puertas de un armario que estaba oculto detrás de la entrada, encuentra varios tanques de revelado, broches y termómetros, y se lleva todo a la mesa. Luego estudia el contenido de los frascos y prepara una mezcla con lo que hay en uno de ellos y agua. Llena los tanques, saca los rollos de película de entre los bultos, elige algunos y apaga la luz.
Al no haber peligros aparentes, volvemos a desconectarnos. Los curiosos se habrán aburrido, porque ya no se oyen. Lo único que percibimos son los ruidos que hace Gadma mientras revela un rollo de película tras otro, y los va acomodando en la pileta llena de agua. Sabrasú se echa en el suelo, al lado de los estantes, y se duerme. Calibares se queda un rato apoyado en la puerta, y luego también opta por dormirse. Cuando abrimos los ojos todo está en silencio.
—¿Qué pasa? —pregunta Calibares en la oscuridad.
—Los negativos se están secando —dice Gadma—. Hay que esperar.
—¿Ya están todos revelados? —pregunta Sabrasú.
—No —dice Gadma—, una parte. Pero Gadma también necesita descansar.
—¿Podemos prender la luz? —pide Sabrasú.
—Un momento —interrumpe Calibares.
Nos callamos. Hay un susurro casi imperceptible que llega a través de la puerta, como un huracán con sordina.
—Veo que todavía están aquí —dice una voz profunda, acompañada por un grito lejano.
—Te lo dije —responde otra voz—, no pueden escapar.
La segunda voz es aguda, y está matizada por una risa. Nos damos cuenta de que afuera ha llegado el invierno, y las tres cabezas de luz se están divirtiendo otra vez a costa de los prisioneros. Empezamos a temblar, aunque el frío no atraviese la puerta. Es la primera vez que pasamos el invierno fuera del lugar que corresponde a los prisioneros, y no sabemos si los dueños de la cárcel nos permitirán tanta libertad sin castigo. Quietos en nuestros lugares, tratando de no hacer ningún ruido, escuchamos el discurso del pico de águila, los gritos de las víctimas elegidas por las garras, las risas finales y el silencio que cae sobre la prisión. Tenemos los ojos bien abiertos, los puños apretados y las piernas rígidas, y así nos quedamos durante horas, conectándonos y desconectándonos según los vaivenes del miedo. Mucho más tarde el cansancio nos obliga a dormir.
Nos despiertan unos golpes en la puerta, y saltamos de nuestros lugares preparados para luchar. Pero son los curiosos del verano anterior: los reconocemos por los gritos. Nos resulta fácil imaginar su desesperación, después de vernos desaparecer tras una puerta y no regresar. Estarán pensando que encontramos una salida. De todos modos la puerta parece firme, y nos tranquilizamos. Además, el hecho de que haya terminado el invierno y los carceleros nos permitan seguir en este lugar significa que, al menos por el momento, estamos seguros. Gadma enciende la luz y revisa los negativos. Están secos.
Gadma llena algunas cubetas con una mezcla de líquidos y agua y enciende la ampliadora. Todo funciona bien. Sabrasú le alcanza una caja de papel sensible, y Gadma prepara la primera tira de película revelada, colocándola en la ampliadora de manera que el primer negativo queda proyectado en el sitio donde va el papel. Lo pone en foco, y los tres nos inclinamos para ver.
Al principio no entendemos nada: sólo hay unas manchas sin sentido.
—Es la primera fotografía que sacó Gadma —explica Gadma—, en el puerto de Guirnalda.
Entonces vemos los edificios, blancos bajo un cielo negro, recortados en los rincones. Delante de todo está la nave, y Calibares estira una mano como si quisiera acariciarla. El dibujo de luz y sombra le trepa por encima de los dedos, Gadma apaga la ampliadora, coloca un papel y dispara. Luego pasa el papel por los líquidos y lo sumerge en el agua de la pileta. El segundo negativo es muy parecido al primero, y dejamos que Gadma siga trabajando sola.
Un rato más tarde tenemos una colección de fotografías que se lavan en la pileta. Encendemos una luz blanca que hay justo encima, y vemos la ciudad de Guirnalda, el almacén de ramos generales donde hicimos nuestras compras, la nave otra vez. Estamos nosotros mismos, en pose de turistas. Miramos nuestras propias sonrisas, nuestras caras blancas y nuestra ropa de verano recién comprada y sentimos dos cosas contradictorias: rabia, y una nostalgia que casi nos impide respirar.
La siguiente tira de negativos abarca el primer tramo de nuestro paseo en burro, desde la ciudad hasta la montaña. En cada uno la montaña aparece un poco más grande que en el anterior, hasta que una sola fotografía no basta para encerrarla. Nos detenemos un buen rato en estudiar la secuencia, buscando señales de las aldeas. La montaña parece deshabitada.
A Gadma le lleva varias horas copiar todas las fotos que sacó durante nuestra ascensión hasta la cima, y poco a poco vamos perdiendo interés. Empezamos a sentir hambre. Calibares apoya un oído en la puerta para tratar de descubrir si afuera están cayendo las cápsulas. No oye nada.
—La cima —anuncia Gadma más tarde, y nos amontonamos alrededor de la pileta.
—¿Está segura Gadma de que es la cima? —pregunta Sabrasú, observando una foto tras otra.
—Gadma nunca se equivoca en sus anotaciones— contesta Gadma.
—¿Y dónde está la aldea? —pregunta Calibares.
No podemos responderle. En algunas fotos aparecemos nosotros, o nuestros burros. En las demás sólo hay piedras, cielo, pedazos de montaña. Las casas y los aldeanos se perdieron en algún punto entre lo que vieron nuestros ojos y la película. Reconocemos el lugar: la disposición de las piedras, la forma del borde que nos separaba del abismo, todo coincide con nuestro recuerdo de la cima. Pero el lugar está vacío.
Varias fotos seguidas han quedado fuera de foco, y no se entienden: son las correspondientes al momento en que vimos la boca del pozo, cuando Gadma olvidó de pronto cómo manejar la cámara. Pero luego distinguimos claramente la boca. Es tal como la recordamos, aunque no hay rastros de la valla.
Gadma sigue trabajando a toda velocidad. Tratamos de ayudarla, pero lo único que conseguimos es estropear varias copias por exponerlas a la luz blanca antes de pasarlas por el fijador. Nos apartamos. Sabrasú se pone a silbar una melodía improvisada. Calibares da vueltas por los rincones, golpeando las paredes con los puños cerrados.
Poco a poco van surgiendo las fotos siguientes. No son interesantes. Algunas muestran piedras movidas, otras nuestras caras de sorpresa. Finalmente llegan las que corresponden a nuestra recorrida por la casa-laberinto, donde terminamos encontrando a la supuesta Computadora Central. Por lo menos, Gadma asegura que son ésas. Lo único que muestran es un túnel oscuro, o algo que parece un túnel: los negativos apenas están impresionados por la luz escasa de la linterna.
—Esto es ridículo —dice Sabrasú, el primero que se atreve a hablar.
—No vale la pena seguir—dice Calibares—. Gadma es un desastre sacando fotos.
—Así que la culpa es de Gadma —dice Gadma.
—De alguien debe ser —dice Sabrasú.
—Algún defecto de la cámara —propone Calibares.
Nos miramos, apretando los puños. Seguimos teniendo rabia, miedo y nostalgia. Estamos desorientados. El pozo jamás va a terminar de jugar con nosotros. La corriente eléctrica nos sigue recorriendo la espalda. Estamos en un lugar prohibido de la cárcel, dudando de nuestra memoria y de nuestros sentidos, mientras pasa la hora de la comida. No nos atrevemos a salir, ni queremos quedarnos. Necesitamos un desahogo.
Es imposible saber cuál de nosotros se mueve primero, pero de pronto nos abrazamos, rodamos por el suelo, nos enroscamos, nos desenroscamos, nos atornillamos, nos desatornillamos. Otra vez conectados, somos testigos de nuestra mente compartida, que se deja llevar por las sensaciones de seis manos que acarician y seis superficies acariciadas simultáneamente. Nos consolamos, nos desconsolamos, nos apretamos uno contra otro contra otro. Cerramos los ojos para clausurar el resto del mundo. Cada uno de nosotros guía las manos de los demás, somos un único organismo que se lame las heridas, se reconforta, se excita.
Un ruido nos obliga a separarnos. Pero no es el ruido, sino una orden no pronunciada, una señal de la mano que tantas veces controló nuestros pensamientos durante la expedición. La barra que cierra la puerta se está levantando. Sube un centímetro, luego otro, y después dos más. Retrocedemos hasta el rincón de la pileta, nos escondemos detrás de nosotros mismos. La barra termina de alzarse, y la puerta se abre. Entra alguien que al principio no conseguimos distinguir. Su cuerpo está tomando forma, o nuestros sentidos tratan de acomodarse a la nueva percepción. El recién llegado cierra la puerta a sus espaldas, baja la barra y cruza los brazos apenas modelados.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —pregunta. Nuestra vista termina de adaptarse. Lo reconocemos. Es el loco del traje de buzo.
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