Autor: Eduardo Abel Gimenez

Encuentro

[27/3/2003]

En medio del desfile de gente desconocida que recorre la avenida Crámer viene un hombre que me resulta vagamente familiar. La barbilla hacia adelante, el pelo gris peinado sobre la frente, la mirada con algún rencor antiguo que no se puede descifrar. El problema es que no sé si debo saludarlo o no. Está fuera de contexto: podría ser un vecino de mi edificio, y entonces el saludo sería obligatorio, pero también podría ser alguna de esas personas que cruzo con cierta frecuencia pero con quienes no hay relación alguna. Por un momento le veo en la expresión la misma duda: sus ojos se detienen en mí una décima de segundo extra, ese momento clave del posible reconocimiento que no termina de cuajar.

Ambos seguimos caminando, uno hacia el otro, usando lo que podría llamar carriles paralelos en la vereda. La tensión dura varios metros, un tiempo ilimitado a la velocidad del pensamiento pero que en el reloj no puede ser más que dos o tres segundos. Entonces, de pronto, caigo: es el dueño de ese lugar donde venden unas empanadas horribles, digo “venden” pero en realidad no deben vender nada, y si alguien les compra después seguro que vuelve a preguntar cómo demonios pueden hacer algo tan incomible. Es ese tipo al que sólo una vez le hablé, justamente para pedirle empanadas de las que luego me arrepentí inmensamente, pero al que veo casi cada día, camino a la casa de mis padres.

Qué alivio el reconocimiento, qué suerte evitar ese movimiento de cabeza incómodo que según el caso se pueda interpretar como saludo o como tic, esa señal de desorientación que luego vuelve como material de pesadillas. Y es un reconocimiento sin saludo, claro, porque el saludo no corresponde. Es algo, tal vez lo único, en que estamos de acuerdo, y si lo pienso bien no deja de ser una forma diferente de saludo. Él también sigue de largo, pasa junto a mí como yo junto a él. De ahí en más nos ignoramos.

Norte sur este oeste

[26/3/2003]

Las patentes del día

[25/3/2003]

Las patentes del día: SXO y SXY.

Juro que estaban a menos de cincuenta metros una de la otra, sobre la calle Echeverría, cuando volví de llevar a Gabriel a la escuela. SXO a un lado de la avenida Crámer, SXY al otro.

Después, sobre Vidal, vi SAX, pero ya no me pareció tan importante. Y otra vez SOS: creo que vive por ahí.

Oscar

[24/3/2003]

Nicole Kidman acaba de ganar un Oscar a la mejor nariz.

[24/3/2013]

Diez años más tarde tal vez haya que explicar el chiste. Fue el Oscar que le dieron por hacer de Virginia Woolf.

Las patentes del día

[24/3/2003]

Las patentes del día: CRY, SOS.

Las tres letras con que empiezan las patentes de autos son el origen de un deporte irresistible, al menos cuando el nivel neuronal anda realmente bajo. Hay que mirarlas y encontrar palabras en ellas. Y si no hay palabras completas, entonces completarlas uno mismo. Ayer, con mi mujer, tratábamos de adivinar cómo se llamaría el dueño de un auto cuya patente empezaba con DGO:

—Diego.

—Domingo.

—Dogo.

A veces también pensamos en cosas importantes, si no queda otro remedio.

Desde el tren (XII)

[23/3/2003]

Por lo menos

[22/3/2003]

Por lo menos que haya la sombra de una duda, algo, un detalle, una grieta en el muro, una esperanza.

Los dragones del circo

[21/3/2003]

Los dragones del circo están quietos durante toda la función, uno a cada lado de la entrada principal. Parecen de piedra, una piedra verdosa, gris, marrón, gastada por el tiempo y las manos de los niños que los tocan al entrar. Son grandes, tal vez tengan cuatro o cinco metros de altura, diez o doce de largo. Nadie cree que puedan volar, porque las alas son pequeñas y se las ve pegadas al cuerpo, parte de la misma piedra agotada por los gritos de los payasos y la música plagada de redoblantes y bronces.

Tienen los ojos cerrados. Ni siquiera respiran. Al principio de la función los niños todavía los miran de vez en cuando, pero cuando entran los leones ya nadie los recuerda. Cualquiera pensaría que han estado ahí desde siempre, pero llegaron la semana pasada a bordo de grandes camiones, como el resto del material del circo. Los pusieron en su sitio con una grúa alquilada, a la luz del sol, envueltos en grandes lonas que quitaron de noche, cuando ya la carpa los cubría de las miradas curiosas. Después salieron los avisos en el diario local: “El Circo de los Dragones”, decían, y ahí iban los chicos a ver la nueva maravilla.

Al final de la función, cuando la mayoría de las risas y los aplausos se han agotado, cuando los más chicos quieren otra cosa pero no saben qué, se apagan todas las luces menos el foco que ilumina al maestro de ceremonias.

—Ahora, querido público, los dragones — ice el hombre del traje rojo con cola de golondrina, sin alzar la voz, casi sin ganas. Y el único foco se apaga.

En la oscuridad todos miran hacia los dragones, mejor dicho hacia los ojos de los dragones, que se han abierto y brillan como linternas verdes. Uno de los ojos titila dos o tres veces, y al final se apaga, pero los otros parecen agrandarse, crecer en intensidad, y la carpa entera queda iluminada por esa luz parecida a la de la luna.

Se oye el ruido de un latigazo en el otro extremo de la carpa, y allí ha aparecido, bajo un foco rojo, una mujer que lleva en la cabeza un extraño tocado, un sombrero negro con una punta larguísima que sube en el aire un par de metros y termina en una especie de pelota de trapo. La mujer vuelve a dar un latigazo, como para llamar la atención de los que están medio dormidos, y grita:

—Preparen —latigazo—, apunten —latigazo—, ¡fuego!

Durante dos o tres segundos no hay nada nuevo. La gente mira a un lado, al otro, preguntándose qué debería estar ocurriendo. Entonces sale de cada dragón una larga llamarada, estrecha y veloz, rumbo a la pelota de trapo que se bambolea en el aire. Los seguidores de Pokemon y ese tipo de series han visto ataques mejores, pero no está mal. La dos llamaradas atraviesan la carpa en un instante e incendian la pelota en un chisporroteo de fuegos artificiales. Dos ayudantes se apuran a arrojar baldes de agua para apagar el fuego, y entonces, de a poco, se encienden las luces.

La mujer deja el látigo, se quita el tocado de la cabeza y camina al centro de la arena, para recibir los aplausos. Parte del público se ha puesto de pie, pero no para aplaudir sino para salir antes e ir al baño, o comprar Coca-Cola, o tomar aire. El maestro de ceremonias espía desde atrás de una cortina. Los dragones no hacen nada: de nuevo con los ojos cerrados, empiezan a disfrutar otro segmento efímero de su eterno descanso.

Eso

[21/3/2003]

El hombre está de pie junto a una mesa en Güerrin. Tiene la cabeza erguida, la espalda recta, el pelo gris peinado hacia atrás, una mano en una silla y la otra aferrada al celular junto a la oreja derecha, mientras habla con voz potente para que todos sepamos lo importante que es.

—Eso lo tenemos que… —dice de pronto, un poco más fuerte que las frases anteriores, y deja oír uno por uno los puntos suspensivos. Ahora sí, ahora mira hacia un horizonte inexistente más allá de los azulejos de colores de la pizzería, más allá de los edificios de la avenida Corrientes, más allá de nuestras simples expectativas de mortales, y con voz de Alfredo Alcón haciendo de San Martín, da el golpe final—. Eso lo tenemos que evaluar.

Una chica en bicicleta

[20/3/2003]

Venía una chica andando en bicicleta con una pollera más bien corta. Cada vez que una pierna subía y bajaba, la pollera subía pero no bajaba. La ciclista sostenía el manubrio con la mano derecha, mientras con la izquierda trataba de poner la pollera donde había estado un segundo antes. Y al mismo tiempo sonreía luminosamente, con toda la cara. La sonrisa más ancha que se haya visto en un largo tiempo.