Categoría: En corto

Aburrimiento que

No hay mayor aburrimiento que.

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Hacía mucho tiempo que trataba de.

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En realidad.

Los que arreglan ascensores

Los que arreglan ascensores se pasan la vida teniendo que subir por la escalera.

—Esto es inútil

—Esto es inútil —pensó. Y así juntó sus cosas y se fue para siempre.

Desde entonces los ateos tenemos razón.

Enciende la luz

Enciende la luz cuando sale de la habitación.

Comparte la comida con las moscas.

Canta un semitono más agudo que los demás.

Sobresale en diagonal.

Hay que tener un completo dominio de los hombros

Hay que tener un completo dominio de los hombros. Al inclinar un hombro hacia abajo el ala se despliega, los dos metros de varillas y plumas. El aleteo se produce con un movimiento suave del hombro hacia adelante y hacia atrás. Si se inclina un poco el hombro hacia adelante (lo que ocurre cuando se echa el codo hacia atrás), el ala se inclina también hacia adelante; el efecto contrario se logra inclinando el hombro hacia atrás. La sensibilidad de las alas abre posibilidades aún inexploradas: movimientos giratorios del hombro producen efectos poderosos, diferentes según la intensidad del giro, el énfasis puesto en cada punto de la curva, o la fuerza muscular que uno tenga. Dejamos la exploración de esos universos a cada usuario. Por último, un golpe rápido del hombro en dirección a la oreja (sin llegar a tocarla) hace que el ala se pliegue y se trabe en esa posición, con lo que uno queda libre para usar los hombros con otros fines.

*

Se puso las alas, bien plegadas, y las ocultó lo mejor posible bajo el saco. Salió temprano del departamento, cuando aún era casi de noche y nadie podía fijarse mucho en ese par de bultos en su espalda. Caminó hasta la estación del subte, se escurrió junto a la pared hasta los molinetes y tomó un tren bastante lleno. Se apretó de espaldas a una puerta, del lado contrario a los andenes. Cuando llegó a destino se movió a último momento, así que nadie tuvo mucho tiempo para verlo de atrás.

Entró a la oficina con su propia llave, antes que nadie, y se metió en su cuarto, al fondo. Encendió la computadora, y sin quitarse el saco se acomodó en la silla por el resto del día. Movió, actualizó, revisó archivos. Recibió, escribió, reenvió emails. Cuando alguien entraba para dejar un papel o llevárselo, echaba los hombros rápidamente hacia atrás y se ponía de frente a la puerta.

Al mediodía pidió comida por teléfono, la recibió allí mismo un rato más tarde y comió a solas, con la excusa de que tenía demasiado trabajo.

Nada cambió durante la tarde, y no fue extraño que se quedara después de hora porque lo hacía con frecuencia. Salió cuando el sol se había puesto, para repetir paso a paso, en sentido inverso, el viaje de la madrugada.

Ya en su casa se quitó el saco, lo colgó del perchero y se echó en el sillón. Las alas emitieron un crujido suave, que lo hizo saltar de miedo. Pero eran irrompibles. Volvió a apoyarse en el respaldo, esta vez con suavidad, agarró el control remoto y prendió la tele.

Un noticiero y medio más tarde se alimentó otra vez de comida telefónica (que recibió con el saco puesto), y siguió viendo la tele hasta que los ojos le picaron. A las once de la noche se cepilló los dientes, se miró un momento al espejo y por último fue al dormitorio. Justo antes de acostarse se quitó las alas, agotado pero feliz.

Imaginemos una persona acostada

Imaginemos una persona acostada sobre una superficie de vidrio lisa, sin nada de donde agarrarse, y que esa superficie, al principio horizontal, se inclina lentamente. ¿A cuántos grados empieza la persona a resbalar? ¿Qué inclinación es necesaria para que la persona caiga? ¿Y si el vidrio está mojado? ¿Si está frío? ¿O caliente? ¿Si la persona se quita los zapatos, si se quita las medias? ¿Y si está desnuda, o abrigada para la Antártida, o si tiene guantes? ¿Y si es un hombre viejo, o un niño, o una mujer embarazada? ¿Si es alguien que no tiene nada que perder en la vida? ¿Si es alguien que todo lo espera del futuro? ¿Si es alguien que duerme, o dormita, o está bajo los efectos de un sedante? ¿Si es un deportista sudoroso, o si sólo le sudan las palmas de las manos? ¿Si tiene todos los dientes, o ninguno? ¿Y si por debajo del vidrio sólo hay un precipicio de quinientos metros?

En la calle las caras se superponen

En la calle las caras se superponen, se ocultan mutuamente, aparecen y desaparecen, la primera tapa a la segunda y luego descubre una tercera para que la segunda la cubra y aparezca una cuarta, y así sucesivamente, como cartas del mazo que uno esta mezclando antes de repartir, o como varillas de un abanico roto.

A veces pienso que me estoy ablandando

A veces pienso que me estoy ablandando, pero no es así. Es que el mundo se endurece más rápido que yo.

Tal vez queden tres segundos

Tal vez queden tres segundos, pero todavía no lo sé. Está nublado. El portero dijo que va a llover. Sin embargo, hace un rato vi un retazo de azul hacia el sur. Puede ser que venga algo de viento y barra las nubes y el calor. Camino junto a la pared, esquivando las baldosas flojas. Unos metros más adelante, dos policías aburridos charlan. La pared es gris, rugosa. Está cubierta de inscripciones, firmas, nombres, un ecosistema de aerosoles que lucha por un fragmento de superficie. Un poco por encima de mi cabeza está la primera hilera de ventanas, todas opacas, altas, vacías. La vereda es angosta. No hay árboles.

Dos segundos. Una chica en uniforme de colegio viene en dirección contraria. Camina rápido, imitando los movimientos de FTV. Los policías vuelven la mirada hacia ella, sin interrumpir la frase que están diciendo. Se oye el ruido del motor, fuerte, agresivo, pero todavía no nos damos cuenta. Llevo las manos en los bolsillos. La derecha rodea la cámara, la izquierda el celular. La campera está pesada, con tanta electrónica en su interior, y eso sin contar los documentos, las llaves, los papeles inútiles.

Un segundo. Ahora es cuando empezamos a sospechar. El motor se impone sobre todo lo demás, acompañado por un aullido de neumáticos. La chica de uniforme mira hacia su derecha, yo miro hacia mi izquierda, los policías se callan. La pared no hace nada. Sigue nublado, la lentitud de los cielos no llega a resultados con la rapidez de los humanos. Alguien grita, fuera de este reducido grupo de personajes en los que he venido pensando. Cada corazón late una vez más.

Cero segundos. El ruido no ha tenido tiempo de llegar cuando la luz nos atraviesa.

Todos sabemos cuál es su error

Todos sabemos cuál es su error, pero nadie se atreve a decírselo. Tenemos pruebas, documentos. Sabemos que acabaría con sus desgracias si lo supiera. Pero nos da vergüenza ajena. Tememos el momento en que lo sepa y el color se le suba a las mejillas y quiera meterse la cara entre las manos y no se atreva a mirarnos otra vez a los ojos. Por ese temor que nos abruma le arruinamos la vida para siempre.