Categoría: Bolsa sin clasificar

Una chica en bicicleta

[20/3/2003]

Venía una chica andando en bicicleta con una pollera más bien corta. Cada vez que una pierna subía y bajaba, la pollera subía pero no bajaba. La ciclista sostenía el manubrio con la mano derecha, mientras con la izquierda trataba de poner la pollera donde había estado un segundo antes. Y al mismo tiempo sonreía luminosamente, con toda la cara. La sonrisa más ancha que se haya visto en un largo tiempo.

Mostacillas

[6/2/2003]

Estaba con Mabel en el teatro, hace treinta años. Era la primera vez que salíamos solos. Después de mucho insistirle, había logrado que Mabel me prestara su colgante de mostacillas, y ahora lo tenía puesto en la oscuridad, y lo usaba para mantener los dedos distraídos entre la cercanía palpitante de mi amiga y la distancia atroz de la obra, irremediablemente aburrida.

El colgante era una obra maestra venida de El Bolsón, un tejido de hilo y mostacillas rojas y blancas que formaban complicados dibujos en un rectángulo vertical, que se colgaba del cuello con una cinta de más mostacillas en trenza. Lo había estudiado en un bar, bajo la mirada de Mabel, y me había parecido indispensable usarlo por un rato. Sería como tener a Mabel colgada del cuello, era sin duda mi impresión, el verdadero objetivo que me tenía hipnotizado y que sin duda llevaría mucho más tiempo y esfuerzo.

Ahora, en la sala, mientras actores y actrices desplegaban inútilmente sus habilidades, yo sólo pensaba en el contacto de índice y pulgar con una mostacilla, la siguiente, otra más, probando el movimiento casi líquido con que se separaban y se unían, el carácter elástico del conjunto, la tensión casi muscular de ese objeto que seguramente no era más que un pálido reflejo de las características equivalentes de su dueña.

Entonces algo salió mal. No sé si hice más fuerza de la necesaria, o si intervino una uña donde no debía, o si una lesión subyacente alcanzó la superficie. Me di cuenta de que una de las mostacillas, en el borde derecho del colgante, estaba suelta. Eso signficaba un hilo roto. La sala se empezó a calentar. El aire, con esa adaptabilidad a las circunstancias de que es capaz la atmósfera terrestre, se hizo escaso. A mi izquierda, Mabel miraba hacia adelante y por ahora no se había dado cuenta de nada. Moviéndome lo menos posible sujeté con fuerza la mostacilla errante y palpé con la otra mano sus alrededores. Imposible saber la extensión del daño, y mucho menos si era reparable.

Me quedé quieto, duro. Pasó una escena, luego otra. Respiraba lo menos posible, un poco por culpa del aire pero más para no mover el pecho y dañar más el colgante. Mabel tampoco se movía, excepto una vez, para reírse, cuando alguien del escenario dijo un chiste que no entendí porque no estaba oyendo. Esto no podía seguir así. Carraspeé, casi sin ruido, para probar las condiciones de la garganta, me incliné apenas hacia Mabel y le dije:

—Tengo que ir al baño.

Se sobresaltó: tal vez se había olvidado de mí. Me miró la cara, luego bajó la vista hacia mis manos, pero todavía sin sospechar.

—¿Cómo? —creo que preguntó, o tal vez sólo puso la expresión correspondiente. Me acerqué un poco más a su oído.

—Tengo que ir al baño.

Hizo un gesto de asentimiento y volvió a mirar al frente, como una alumna aplicada. Sin sacar las manos del colgante me deslicé fuera de la butaca. Estaba justo al lado de un pasillo, así que pude salir rápidamente, con la espalda curvada, en silencio.

Atravesé la cortina que separaba la sala del hall, aspiré hondo ese aire un poco más fresco que esperaba afuera, crucé la línea de visión de un acomodador y me fui derecho a las escaleras que bajaban al baño. Un sonido apagado de risas indicó que la obra estaba aún en el territorio de los chistes. Sostenía el colgante como un corazón enfermo, con los dedos agarrotados, tratando de no mover nada.

La puerta del baño era batiente, hacia adentro y hacia afuera, así que pude empujarla con el hombro derecho y entrar manteniéndola abierta con la espalda. El baño estaba vacío. Me acerqué al espejo enorme que había sobre las piletas, me incliné hacia adelante y empecé a retirar los dedos del colgante. La mostacilla suelta estuvo a punto de caerse, y con ese sobresalto me di cuenta de que en realidad no necesitaba el espejo. Miré hacia abajo. Ahí a la luz estaban el hilo roto y la mostacilla descarriada, una de las rojas, y también toda otra hilera de mostacillas que se habían desacomodado. El daño parecía propagarse por la trama delicada, como en un efecto dominó sin dominós. El mismo acto de inspeccionar hizo que una mostacilla blanca se saliera, y enseguida me di cuenta de que cada mostacilla suelta significaba que otras dos quedaban al borde del desastre.

No podía reparar el colgante. Era imposible volver a enhebrar las mostacillas, y mucho más anudar el hilo roto. Necesitaba por lo menos algún pegamento, no sé si por entonces ya existía la gotita pero pensé en una cosa por el estilo. Eso significaba salir corriendo del teatro, encontrar una ferretería abierta, volver a este mismo baño, mientras Mabel esperaba allá en la sala.

Otra vez el aire se raleó. Atmósfera marciana. Calor de las lámparas que se reflejaban en el espejo. Con mucho cuidado me saqué el colgante del cuello y lo puse en un bolsillo de la campera. Era lo más prudente. Apreté el bolsillo con la mano, desde afuera, y cerré los ojos por un momento. Cuando los abrí otra vez la luz parecía más remota. Entonces salí del baño y empecé a subir las escaleras.

Sería el miedo, supongo, lo que me hacía sentir mal. No tenía fuerzas para más que otro escalón, o dos. Las conexiones con el mundo exterior se cortaban una tras otra, la frente estaba fría. Las luces del hall cambiaban de lugar. Me senté en la escalera y metí la cabeza entre las rodillas. Después la levanté, medio asfixiado, y estiré las piernas. Apoyé el hombro izquierdo en la pared.

El malestar era profundo, seguramente presión baja, como no me ocurría desde la escuela primaria. Lo único que parecía seguro era el piso: por lo menos ya no podía seguir cayendo. Y en el mismo momento una rara sensación de alivio recorrió ese otro sector de mi cerebro, el que se dedica a barajar las culpas. Tendría que decirle a Mabel sobre el colgante, pero al menos podría mostrarle cuán mal me sentía por haberlo roto.

*

Al final di vuelta el argumento: primero me había sentido mal, y en el casi desmayarme había roto el colgante.

Le prometí a Mabel que iba a arreglarlo. No volvimos a salir solos. Tampoco cumplí la promesa. El colgante estará todavía en alguna caja, seguramente en casa de mis viejos. Una cosa envuelta en sí misma, deshecha, ahora opaca, no el colgante mismo sino su fósil.

[6/2/2013]

En 2007 grabé una lectura en voz alta de este cuento, y le puse música de acompañamiento. Es una versión lenta, que escarba en los detalles. Dieciséis minutos. Acá va:

http://archive.org/embed/La_linea_curva/eag_25_Mostacillas.mp3

Quien ríe último

[29/1/2003]

Hoy, Google da 65 resultados para la frase “quien ríe último ríe mejor” (entre comillas). El último de los resultados, la última risa, es una página que empieza así:

“El partido entre el CC Gracia y el Falcons de Preferente se jugará. Ha habido justicia. El WO no fue justo. Lo que está claro es que el amigo Jordi Perpinyá quedará marcado por este hecho. No quiso jugar el partido y ahora se tendrá que jugar. El Comité de Competición y Disciplina de la Federación Catalana de tenis de mesa ha puesto cordura a un hecho poco habitual y en alguna medida sorprendente.”

[29/1/2013]

Por si quedaba alguna duda de la evolución de la Web en estos diez años, acá tenemos dos pruebas al precio de una:

  1. Hoy Google da 180.000 resultados para la frase “quien ríe último ríe mejor”.
  2. El link ya no anda. Más todavía: el texto citado solo se puede encontrar en la Mágica Web.

Chicos

[12/1/2003]

Los chicos juegan a esconderse de ella. Cuando los encuentra, juegan a matarla. Ella se va caminando, llorosa y lenta, a abrazarlo al padre.

—Papá, me mataron.

Un cuento sobre Harry Potter

[9/1/2003]

Hace un par de meses la revista Veintitrés me pidió un cuento “sobre Harry Potter”. Lo escribí con muchísimo placer, y salió algo así como un homenaje humorístico a J. K. Rowling, a quien admiro.

Ahora Veintitrés me dio permiso para reproducir el cuento en Imaginaria. Quien tenga ganas de leerlo lo puede encontrar acá. (Es aconsejable haber leído al menos un Harry Potter.)

[9/1/2013]

Un poco de contexto. Rowling venía publicando regularmente tomo tras tomo. Pero el quinto libro de la serie se demoró y se demoró y se demoró. El cuento es una “explicación” de esa demora.

Por supuesto, sigue en Imaginaria, y en el mismo link. Pero además lo pongo acá, para que quede. La introducción entre paréntesis es la que apareció en Imaginaria.

Joanne hechizada


(Este cuento es un homenaje a la obra notable de Joanne K. Rowling. Fue escrito a pedido de la revista Veintitrés, que lo publicó en su número 228 bajo el título “El mejor de los hechizos”, el 21 de noviembre de 2002, y nos autorizó a reproducirlo aquí.)

El fuego de la chimenea formaba figuras de aspecto humano que se movían con rapidez. Dos parecían estar discutiendo en una habitación luminosa, hasta que una de ellas se fue dando un portazo. Después surgió un paisaje, hecho de llamas oscuras donde debía haber sombra, y llamas brillantes donde debía dar el sol. Un auto se alejó hacia el horizonte por un camino de campo.

Era lo más parecido a un televisor que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Aburrido, el anciano de barba blanca y cabello aún más blanco que contemplaba el fuego desde un sillón hizo un gesto con los dedos, para apagarlo. No valía la pena. En particular, el sonido era pésimo. No había forma de imitar bien las voces humanas con el crepitar del fuego, aunque los motores de los autos salían bastante mejor. Además, en la oficina del director había demasiados retratos parlanchines, cuyo murmullo constante impedía oír bien.

La oficina del director. El anciano de barba blanca y ojos rodeados de arrugas miró a su alrededor la sala grande, hermosa y circular, como había escrito Joanne. Desde su percha dorada, Hawkes, el ave fénix, parecía otra vez un pavo desplumado… como había escrito Joanne. Joanne, Joanne, siempre Joanne, la que todo lo sabía, la que todo lo recordaba y, peor aún, la que todo lo escribía.

El anciano de barba blanca y túnica larga, director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, se frotó los ojos. No quería pensar en Joanne, necesitaba un descanso ahora que los estudiantes estaban de regreso para otro año de clases y los días eran largos y laboriosos, llenos de pequeños problemas, intrigas, confabulaciones, materias triviales que invariablemente requerían una decisión.

Pero no iba a tener tanta suerte.

Sobre un escritorio de madera negra había una piedra con forma de huevo, color violeta, tachonada de puntos brillantes. El anciano de barba blanca y sandalias la miró de reojo, como si supiera lo que iba a ocurrir (cosa que probablemente era cierta). Y justo cuando la miraba, la piedra empezó a rodar hacia él, y siguió rodando hasta el borde del escritorio. Varios personajes de los cuadros interrumpieron su relato de viejas proezas para ver lo que hacía. La piedra se detuvo un centímetro antes de caer, y empezó a dar saltos. Bam, bam, bam, golpeaba en la madera del mueble.

El anciano de barba blanca y anteojos redondos suspiró resignado, hizo otro gesto con los dedos, y la piedra, tan feliz como podría estarlo cualquier piedra, saltó a su mano y se abrió en dos, como una caja de sorpresas o un coco que tuviera una bisagra. El anciano acercó una mitad al oído y la otra a la boca.

Era lo más parecido a un teléfono que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

—¿Quién habla? —preguntó el anciano con una voz extrañamente juvenil para su edad.

—¿Cuánta gente tiene este número? —dijo alguien al otro lado.

—Joanne —dijo el anciano, y aspiró hondo para contener el impulso de cerrar la piedra.

Los personajes de los cuadros prestaron más atención. Algunos trataron de darle un codazo al vecino, olvidando que en medio estaban los marcos.

—Joanne, sí —dijo la voz—. Tenemos que hablar.

—Pero…

—Pero nada. La gente sigue esperando. Millones de personas están ansiosas, y tú no quieres dar el brazo a torcer.

El anciano de barba blanca y dedos nudosos alzó la vista hacia el techo, buscando paciencia.

—Es que has ido demasiado lejos, Joanne. El primer libro estuvo bastante bien, a todos nos gustó. El segundo, pasable. Hacia el tercero empezamos a sentirnos incómodos, y el cuarto…

—Tú mismo los aprobaste antes de que fueran a la imprenta.

—Es verdad, pero no esperábamos que tanta gente los leyera. Queríamos que un pequeño grupo de personas se enterara de nuestra existencia, para rescatar a los verdaderos magos que pudieran ocultarse entre ellas. No que millones de fanáticos se arrancaran los pelos para conocer la siguiente aventura.

Algunos personajes de los cuadros asentían con la cabeza. Otros sonreían con esa mezcla de picardía y condescendencia que sólo se logra desde una pintura en la pared.

—El éxito no fue mi culpa, ya lo sabes. En todo caso…

—En todo caso, nada. Si sólo fueran los libros… ¿Tenías que vender los derechos para hacer esas películas? ¿Tenías que explicar cada detalle de nuestro amado Hogwarts para que esos utileros… —buscó una palabra insultante, y decidió que no hacía falta—, para que esos muggles los reprodujeran con sus trucos baratos? ¿Tenías que…?

—No sigas —interrumpió la voz—. Ya me has dicho lo mismo cien veces. Yo no quería, pero la gente me presionaba. Tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo? —La cara del anciano, bajo su barba blanca, empezó a ponerse roja. —¿Tuviste que llamar la atención de incontables locos sobre el colegio, hasta obligarnos a mudarlo con paredes, sótanos, fantasmas y todo?

—Bueno, debes reconocer que gracias a mi ayuda financiera la mudanza no fue tan difícil.

—No es sólo el dinero, Joanne. Es el espíritu el que…

—¿Y la vista? ¿No me dijiste cuán bonito es el paisaje allí abajo, con el cerro Fitz Roy tan cercano?

—Eso es verdad. Aunque aún tengo problemas para tomar mate… Me quemo la lengua.

—¿Y la seguridad? ¿Cuántos seres malignos superan la pereza de viajar hasta tan lejos?

—No sólo los seres malignos tienen dificultades, Joanne. Te olvidas de los propios alumnos. ¿Sabes el tiempo que lleva viajar en el Expreso Hogwarts desde Londres hasta aquí? ¿Sabes cómo llegan de agotados los estudiantes? No pueden ni levantar sus propias escobas.

Risas ahogadas de las paredes, murmullos, ruido de burla: los habitantes de los cuadros habían visto el estado de los chicos.

—Está bien —dijo la voz del teléfono—. Reconozco que no todo ha sido bueno. Pero esto no puede seguir así. Hace más de dos años que salió el cuarto libro, y con el próximo sin terminar todos sospechan algo raro. Si no me quitas el hechizo sobre el quinto…

—¿Por qué lo voy a quitar? —interrumpió el anciano—. ¿Quién quiere más problemas?

—No eres razonable, no quieres oírme. Si me dejaras terminar de escribirlo, te darías cuenta de que no voy a poner en peligro a Hogwarts, ni a nadie relacionado con Hogwarts.

—Si te dejara terminar de escribirlo, nadie podría impedir que lo publicaras. Y entonces…

—Entonces qué.

—Un momento y te lo diré.

Sin separar el teléfono de su cabeza, el anciano de barba blanca y mirada sabia se levantó del sillón y caminó hacia una mesa baja que había entre dos ventanas. Sobre la mesa había un tablero formado por pequeñas piedras de colores. El anciano se sentó ante el tablero, sopló para activarlo y agitó los dedos a su alrededor. Las piedras fluyeron unas sobre otras para armar figuras, frases, números.

Era lo más parecido a una computadora que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Desde las paredes, varios pares de ojos se inclinaron hacia adelante con curiosidad. Los retratados no conocían bien la nueva tecnología, ese modo extraño que tenían los muggles de hacer algo parecido a la magia, pero sin magia. Para ellos debía haber trampa en alguna parte, aunque no pudieran detectarla.

El anciano leyó el contenido del tablero y dijo:

—Setecientos veintiocho muggles lograron encontrar el bosque encantado.

—El viejo bosque encantado —dijo la voz del teléfono—. El nuevo todavía sigue oculto.

El anciano no se dejó alterar por el comentario. Volvió a agitar los dedos, las piedras armaron otros dibujos.

—Mil doscientos cuarenta y dos muggles sufrieron heridas de diversa consideración tras echar mano de escobas mágicas.

—Hasta que ustedes tomaron la elemental precaución de ponerles candado.

El anciano resopló. Algunas piedras salieron disparadas fuera del tablero, pero una rápida combinación de giros y torsiones de la mano las devolvió a su sitio.

—Los dragones de Rumania están al borde de la extinción debido a que millares de muggles los persiguen.

—Y a que ustedes insisten en tenerlos escondidos.

El anciano apoyó la cabeza en la mano para buscar fuerza. Arrugó la nariz y obtuvo un último dato del tablero de piedras.

—Cientos de muggles han descubierto que fuiste alumna de Hogwarts, a pesar del formidable esfuerzo que hicimos para crearte una historia alternativa.

—Y todos los otros muggles están convencidos de que esos pocos son una manga de chiflados —dijo la voz del teléfono—. Si estas objeciones son lo mejor que tienes, mi querido amigo, entonces ya es hora de que levantes el hechizo de una vez.

El anciano de barba blanca y aspecto preocupado suspiró, desconectó el tablero de piedritas y se puso de pie, tomándose un tiempo para responder. Las caras de las paredes se pusieron serias.

—Joanne —dijo finalmente el anciano—, sólo quería que conocieras las noticias más recientes. Ya sabes que hay algo más importante que todo esto.

Fue el turno de la voz telefónica de suspirar.

—La época —dijo—. La bendita época.

—Lo hemos hablado tantas veces —dijo el anciano mientras se sentaba en su sillón, frente a los restos del fuego que ahora no transmitían ningún programa—. ¿Qué necesidad tenías de traer esas historias al presente? ¿Por qué no mantuviste las fechas originales?

—Ya te lo he respondido. Porque así tienen más interés para los lectores. Porque así son más próximas, más palpables. ¿Quién no se aburriría leyendo cosas que ocurrieron en tiempos de sus abuelos? ¿A quién le importarían los aprendices de hechiceros de casi un siglo atrás? ¿Quién se asustaría sabiendo que Voldemort fue derrotado hace ya setenta años?

—Joanne, nada de eso es…

—Y por encima de todo —siguió la voz del teléfono, sin hacer caso a la interrupción—, traje esas historias al presente porque así es más divertido.

Los personajes retratados, que se habían inclinado hacia adelante para oír mejor, se miraron entre sí. Algunos asintieron.

—¿Divertido? —el anciano dio el suspiro más largo de todos, y luego emitió un sonido que se parecía sospechosamente a la risa—. Ay, Joanne, siempre tienes la respuesta justa en el momento justo.

La voz del teléfono no esperó ni un instante:

—¿Vas a levantar el hechizo sobre el quinto libro, entonces?

El anciano de barba blanca dejó de reír.

—¿Sólo por una respuesta ingeniosa? No, Joanne. Estoy pensando en modificar todos los libros impresos, desde el primer ejemplar hasta el último, para que la época en que transcurren sea la real, setenta años atrás. ¡Para que nadie crea que esas cosas ocurren hoy! Recién entonces podría…

—¡Por favor! ¡Es una locura!

—Todo es una locura, Joanne, no lo olvides.

—Pero jamás permitiré que modifiques mi obra. No dejaré que…

—¿Tu obra? —el anciano se puso rojo otra vez—. Tu la habrás escrito, pero sin nosotros, sin mí, jamás habrías tenido qué contar.

La voz del teléfono hizo un silencio largo, mientras el anciano director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se calmaba lentamente. Las figuras pintadas al óleo arrugaban el entrecejo, pendientes de lo que vendría a continuación.

—Tienes razón —dijo finalmente la voz del teléfono. Todos, desde el anciano hasta la última figura de la pared, se relajaron un poco—. Perdóname.

—Está bien —dijo el anciano—. Pero ahora me siento cansado, Joanne. Mejor hablemos mañana.

—De acuerdo, aunque no voy a permitir que…

Sin esperar el final de la frase, el anciano cerró las dos mitades de la piedra y la arrojó hacia el escritorio, donde tras un par de ruidosos rebotes quedó quieta y opaca. Las figuras animadas que lo rodeaban volvieron a su murmullo habitual. Allá afuera, una seguidilla de risas juveniles recordaron a todos que seguían teniendo por delante la tarea de educar a una nueva generación de magos y brujas.

El anciano de barba blanca y uñas frágiles se reclinó en el sillón, abrumado por las dudas y las responsabilidades, pero sobre todo por los recuerdos. Y sin darse cuenta, como siempre, se llevó una mano a la frente, allí donde la vieja cicatriz con forma de rayo casi había desaparecido.

Miedo

[5/1/2003]

Este médico que trata con pacientes terminales desde hace años tiene, en cierto momento, de una forma irracional, un espantoso miedo a la muerte.

El guerrero

[2/1/2003]

El guerrero disparó el lanzarrayos y tres extraterrestres se disolvieron en el aire: el que se había disfrazado de árbol, el que se había disfrazado de ventana y el que se había disfrazado de chimenea. Los otros extraterrestres abandonaron las pieles falsas y corrieron, volaron, levitaron, se arrastraron o se teleportaron a sus naves espaciales.

Aliviado, el guerrero giró sobre sí mismo y quedó acostado boca arriba, con la espalda apoyada en el césped. Era cómodo el césped, acolchado, suave. Allá arriba el cielo estaba despejado, azul profundo, pero si lo miraba fijo aparecían esas manchitas esquivas, esos retazos de irrealidad que los ojos le ponían a las cosas lisas y luminosas. Más alto, en algún lugar, la nave madre orbitaba el planeta, repleta de seres malvados pero, afortunadamente, cobardes.

El lanzarrayos era de plástico verde, alargado y redondeado, con una culata de tipo pistola y una luz en la punta que parpadeaba al apretar el gatillo. Pero lo mejor era el ruido, una especie de ronronear de auto, acompañado por una vibración que se transmitía a la mano.

El guerrero apretó el gatillo, distraído, sólo para sentir la vibración y el ronroneo, y luego lo apretó un poco más. Pero ahora no pensaba en extraterrestres, sino en las formas de los árboles que se recortaban contra el cielo azul lleno de manchitas. La brisa agitaba las ramas, y dos árboles enfrentados, uno a la izquierda del guerrero, otro a la derecha, se movían de un lado al otro como atacando y retrocediendo. Era algo hipnótico. Se podía mirar las ramas y las hojas de las ramas durante un largo tiempo, una enorme cantidad de vaivenes, esperando que alguna vez se juntaran.

Otra buena idea para los extraterrestres: disfrazarse de hojas de árbol. El guerrero alzó la mano con su arma y disparó. Como el ronroneo parecía insuficiente, lo ayudó haciendo zumbidos con la boca:

—Zamm, zamm, zamm.

Una mujer gritaba algo, allá en el patio, junto a la casa. No hacía falta entender las palabras, porque siempre eran las mismas. El guerrero esperó un poco, luego se impulsó hacia un lado para apoyarse en manos y rodillas, dio una vuelta carnero y aprovechó el empuje final para ponerse de pie.

—Ya voy —dijo, y se fue a tomar la leche.

Escena

[29/12/2002]

Los instrumentos muestran que estamos llegando a un planeta desconocido. El capitán tabletea con los dedos en el apoyabrazos de la silla. Estamos en tensión. Ni siquiera parpadeamos. Aquellos entre nosotros con menos experiencia empiezan a sudar. Nos acompaña una música en crescendo, violines espásticos que impedirían oír nuestras voces si se nos ocurriera hablar. Pero lo que nos pone de veras nerviosos es ese ruido, como de granizo y lluvia, al otro lado de la gran pantalla, donde aumenta descontroladamente la velocidad de consumo de pochoclo.

Autorretrato con anteojos

[27/12/2002]

(En mil nueve ochenta y pico)

Sacudía las manos como alas

[25/12/2002]

Sacudía las manos como alas. Sacudía los ojos como garras. Sacudía los pies como granizo. Corría hacia arriba, hasta el último piso, y bajaba silbando entre las ramas de los árboles. Movía la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Hacía ruido de caballo con los labios. Enrollaba las sábanas en un brazo y atacaba las paredes evitando que lo mordieran. Encendía la luz, la apagaba, sacaba las lamparitas para romperlas en el baño. Abría las ventanas de par en par, de dos en dos, para cerrarlas con tres golpes. Fruncía la nariz, fruncía el frunce, se achicaba la cara hasta que dejaran de vérsela. Se agachaba poco a poco, grado a grado, para levantarse de un salto y morder el aire. Quería volar y no podía. Tenía pesadillas.