La moneda rueda por un borde de la mesa hasta llegar casi a la esquina. Gira y recorre otro borde. Vuelve a girar, tercer borde. Gira por última vez, recorre el cuarto borde y viene a caer justo en mi mano. Alrededor, la gente aplaude el truco. Pero la moneda quema, así que tengo que soltarla y aplastarla con el zapato. Luego habrá otra mancha oscura en la alfombra.
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El bombardero sin alas todavía parece amenazarnos desde la ruta. Habría que romperle los vidrios de adelante. Habría que abollarle la nariz. Pero aún así su fantasma nos seguiría persiguiendo cada noche, a la hora en que estamos tan indefensos como la primera vez que llegó.
En el cajón de arriba había dos anillos y un marguimor. Estaba sin llave, así que cualquiera podía haberse llevado los anillos. Con ayuda de una regla de metal que encontró sobre el escritorio, Caze empujó el marguimor hacia el fondo del cajón. Luego abrió el portafolios, sacó unas pinzas y guardó los anillos en una bolsita de plástico. “Aquí no queda nada que hacer”, dijo. Salió de la habitación. Tras él, el último de los policías cerró la puerta.
Una posibilidad es patear la silla. Los espejos se achican, la luz se aleja. Los presentes describen una órbita completa en torno al miedo. De pronto se distingue el color del piso. En el aire crece una flor invisible, se abre hasta tocar a todos y les humedece la frente.