Recorrió la habitación con el aerosol, rociando los rincones, los zócalos, encima de la cama, abajo de la cama, las dos mesitas de luz, las puertas del placard, el interior del placard, las molduras del cielo raso. Cuando terminó, trajo un tupper grande y unas pinzas de depilar, y empezó la búsqueda. Paralizados y corporizados por el líquido del aerosol, los pequeños fantasmas eran fáciles de atrapar. Abría por ejemplo un cajón del placard, metía las pinzas y sacaba uno o dos fantasmitas temblorosos y chorreantes, que iban a parar al tupper. Así y todo, le llevó no menos de una hora llenar el tupper de fantasmas. Ahí dio la cosecha por terminada.
Entonces fue a la cocina, cubrió el tupper con una película plástica y lo metió en el microondas. Bip, bip, bip: cinco minutos. Mientras pasaba el tiempo colgó la ropa lavada, puso agua para un café, fue al baño. Cuando los cinco minutos se cumplieron sacó el tupper y le quitó la película protectora. Ahora los fantasmitas parecían hechos de porcelana, con dos diminutos ojos negros pintados y el resto cubierto de barniz blanco.
Durante el fin de semana los vendería a dos pesos cada uno en la feria artesanal.