El fondo del pozo
el pasillo abre otro pasillo.”
Henri Michaux
1
(Consejero, 10:34:21)
—El ciclo de las gotas vivas es sencillo —dice el loco—. Salen de los huevos en algún lugar profundo y se alimentan con la humedad de su madre, que ha muerto luego de la puesta. En pocas horas, las pequeñas gotas triplican su tamaño y empiezan a trepar.
A la luz de los fuegos las cosas se ven diferentes, pero después de tanto tiempo aprendimos a interpretarlas. El loco está vestido de buzo, y hace gestos de pie sobre una piedra caída entre dos escalones. Nos da la espalda. El humo le pasa por delante y por detrás, formando estrías y vetas que a cada movimiento de sus brazos se agitan y cambian de dirección, construyendo su propio juego de símbolos: banderas, espadas y fantasmas. Alrededor de la piedra hay un grupo de espectadores sentados, que escuchan como si el cuento de las gotas vivas les interesara. La posición de las cabezas y la actitud de las manos indican que la tensión viene de otra parte: la manta del loco está a sus espaldas, frente a nosotros, apoyada a medias en la piedra y a medias en un escalón. Parece que el loco la hubiera olvidado, y, por eso hay tanto público para su espectáculo. Algunos la miran más pendientes de ella que de su dueño.
A nosotros no nos importa. Nos tomamos un rato de descanso y contemplamos la escena sentados varios escalones más arriba, donde no llamamos la atención. Sabrasú sonríe, seguramente pensando en otro lugar y en otra época; debe estar en alguna de sus fantasías, porque se desconectó y ahora no nos permite pensar con él. Calibares le pone un remiendo a su manta, rota en alguna lucha. Gadma escucha al loco, que sigue con el discurso.
—Las gotas suben con entusiasmo —dice el loco—, aunque los kilómetros de roca que las separan de la superficie son un obstáculo casi insuperable.
Hace calor, pero nadie más que el loco se separa de su manta. En cualquier momento volverá a entrar el viento frío por alguna abertura, se apagarán los fuegos y habrá que abrigarse y dormir esperando el próximo verano de un día. Las horas de calor son un recreo: podemos levantarnos, estirar los brazos, pasear en medio de la multitud, hacer planes, o echarnos a descansar como ahora y distraernos con cualquier tontería. Pero las horas de calor también terminan y olvidar lo que viene después es un error que casi nadie comete. Cada prisionero llega con una sola manta, y no hay repuestos.
Otra ventaja de las horas de calor es que entonces nos dan la comida. Unos minutos antes de que el loco se subiera a su piedra oímos el zumbido que anuncia el almuerzo, y la boca se nos llenó de saliva. Nos pusimos de pie al mismo tiempo que nuestros vecinos y los vecinos de nuestros vecinos. El humo saltó con nosotros. Los fuegos respondieron con chispas. Estiramos los brazos hacia arriba y contamos hasta diez.
Las cápsulas empezaron a caer enseguida, y todos bailamos de acá para allá tratando de atajarlas. El que conseguía atrapar una se la metía eh la boca, y saltando y masticando pasamos varios minutos, hasta que terminó la lluvia. Después vino la tarea de recoger las que habían llegado al suelo, juntando y tragando primero las más próximas, luego peleando por las que estaban a mitad de camino entre dos personas, y finalmente raspando el piso de piedra para aprovechar los restos de las que se habían roto.
A nadie le preocupaba si allá arriba, en el techo, al otro lado de las nubes, alguien se divertía mirándonos. En este lugar es difícil responder a más de una consigna por vez, y en ese momento la cuestión era mover las mandíbulas, echándoles la mayor cantidad posible de material para que trabajaran.
Como siempre, el almuerzo completo llevó media hora. Nos quedamos con hambre; una prueba de que los carceleros saben hacer sus cálculos. Sabrasú, que pasa el tiempo estudiando esas cosas, piensa que un veinte por ciento de aumento en el número de cápsulas dejaría a todos conformes y evitaría peleas. Pero Calibares no está de acuerdo: a él le gusta pelear, sobre todo si se trata de pequeñas escaramuzas, un solo round, diez segundos, como ocurre en general por las cápsulas. Gadma no opina: mientras discutimos termina de raspar el suelo y se tiende boca arriba a mirar las alturas, como si esperara el postre.
Si ahora el loco consigue hacerse oír es porque después de la comida hay poco ruido. Casi todo el mundo está quieto, ocupado en su digestión, sus pensamientos o la vigilancia de sus vecinos. Los pocos que se mueven andan en silencio, apoyando los pies descalzos en el suelo erosionado por sus propias idas y vueltas. Apenas se conversa, porque aquí no se encuentran nuevos amigos, y con los viejos queda poco de qué hablar. Dentro de unos minutos volveremos a la normalidad: estómagos ejercitados, nueva energía, ganas de descargar en los demás la frustración del encierro, tres elementos que sólo requieren una excusa para pasar a la acción.
—La mayoría de las gotas —dice el loco— se irá disgregando hasta desaparecer, y las más rezagadas se alimentarán con su humedad. De este modo, una gota de cada mil tendrá la energía necesaria para emerger. Las gotas elegidas se asomarán a la superficie a fines de la primavera, tras dos meses de viaje.
Nuestra atmósfera se compone por partes iguales de humo, olor a excrementos y murmullos. De vez en cuando se oye un grito, un golpe o un disparo, o cualquier ruido extraño que parte de algún lugar ubicado más allá de nuestro horizonte de fuegos, atraviesa el aire cargado de chispas, cruza las barreras de humo y nos sobresalta. Después se ven movimientos confusos al otro lado de la fosa central, donde los escalones vuelven a subir y las hogueras forman una constelación titilante. Ocupamos una buena parte de nuestro tiempo estudiando esos fenómenos, tratando de entenderlos, elaborando teorías que algún día puedan servirnos para escapar, pero los resultados de tanto esfuerzo son pobres. Si algo sabemos de la cárcel, nos lo enseñaron nuestras exploraciones. Tal vez deberíamos prestar más atención a nuestros vecinos, a las camisas sueltas, los pantalones anchos, las barbas, las desgarraduras de la piel que se ven a través de los agujeros de la ropa, los ojos enrojecidos por el contacto irritante del aire, las miradas de reojo, la transpiración, las tácticas de ataque y defensa, las diferencias en el acento, la postura y la respiración, los preparativos para hacer el amor, las precauciones para bañarse en las corrientes de agua que bajan de los escalones superiores, los ruidos y el silencio. Pero hasta donde sabemos son demasiado parecidos a nosotros mismos para que puedan enseñarnos algo. Preferimos detenernos ante los fenómenos nuevos: el loco, por ejemplo.
—En los días siguientes —dice el loco—, las gotas exitosas se evaporarán para formar pequeñas nubes. Muchas tormentas de verano se deberán a sus hábitos sexuales. Producida la fecundación a gran altura, las gotas hembra caerán otra vez a tierra, como una lluvia fina, mientras las gotas macho se dejan llevar por el viento hasta la estratosfera.
La voz del loco tiene los armónicos y el vibrato estudiados de un locutor del Centro. Tal vez lo haya sido antes de caer en este lugar, y la Computadora Central le haya bajado un punto el karma, hasta transformarlo en candidato para cualquier castigo que el azar quisiera imponerle. Las notas más graves retumban a nuestro alrededor, golpean los escalones y saltan con la energía suficiente para llegar al techo.
Gadma nos toca un brazo para que prestemos atención, y señala algo que ocurre junto al relator. Una mujer acaba de ingeniárselas para que el borde de su manta cubra el borde de la manta del loco. Desde su puesto, Sabrasú alcanza a ver cómo la mujer estira un brazo por debajo hasta tocar su presa. Es la señal de que algo importante va a ocurrir. Mentalmente intentamos una apuesta, pero resulta un fracaso: estamos de acuerdo en que no conseguirá robar la manta. Hay demasiados interesados a su alrededor para que se lo permitan.
Dentro del traje de buzo, el loco sigue hablando.
—Las gotas fecundadas se reunirán en charcos, lagunas y ríos con el agua común, y serán arrastradas poco a poco al subsuelo o al mar. Allí comenzarán una nueva travesía, esta vez hacia abajo, hasta alguno de los sitios que la especie eligió hace millones de años para desovar, e iniciarán un nuevo ciclo.
La temperatura es importante. Unos pocos grados más y nadie querría encender un fuego. Estaríamos a oscuras. Sería difícil moverse, atacar, defenderse de atacantes más resistentes que nosotros. En cambio, unos pocos grados menos y cada fuego sería el centro de una batalla; en cuanto alguien encendiera un trozo de leña, estaría rodeado de otros prisioneros, decididos a ganarse un lugar junto a las llamas sin fijarse en el precio. Los carceleros son inteligentes: nos dan motivos para pelear, pero no para que pasemos todo el tiempo peleando; nos someten a torturas continuas, pero no hasta el punto en que nos resignemos a morir. Les interesa que conservemos algo de iniciativa, para destruirnos de un modo más doloroso.
Es lo que ocurre con la mujer y su intento de robo: empieza a tirar de la manta del loco, mientras simula escuchar su relato. Pero un hombre que está a su lado saca un hacha del bolso y le corta el brazo con un golpe preciso y profesional. La sangre brota del interior de las mantas. Los alaridos tapan la voz del loco, que sigue hablando como si no se diera cuenta de nada. Nos alegramos de no haber apostado.
Calibares deja su trabajo de costura y aprieta los puños.
—Hacía falta un poco de acción —dice.
Sabrasú comprende la tensión del momento y acepta que pensemos juntos. Ahora las mantas en disputa son varias. Todo el grupo que rodeaba al loco se ha puesto de pie, y unos luchan contra otros mientras la mujer se arrastra en círculos. Cuatro o cinco personas se enfrentan al del hacha, que salta hacia atrás, pierde pie y rueda escalones abajo. Algunos habitantes de los alrededores se acercan a ver qué ocurre, y parecen dispuestos a hacer un poco de ejercicio. Juntamos nuestras posesiones y nos alejamos varios metros, para observar la batalla con tranquilidad.
En medio del resplandor de los fuegos, los luchadores no parecen mucho más reales que las espadas y las cuerdas que forma el humo a su alrededor. Alguien abraza el cuello de su oponente, y el humo abraza el suyo. Alguien salta sobre un cuerpo caído, y el humo lo acompaña en sus subidas y bajadas. Mientras dos mujeres se sujetan mutuamente por las muñecas y se patean las rodillas, varias cintas de humo se enroscan entre ellas como si quisieran separarlas. El reflejo de un cuchillo se confunde con las chispas que saltan de los fuegos, y todas esas luces intermitentes parecen estrellas contra el fondo de una nebulosa oscura.
La lucha se extiende como si fuera otro fuego. A cada metro que avanza, lo que encuentra en su camino empieza a retorcerse. Al espectador tocado se le enciende la cara, se le sacuden los brazos, y entra en acción como un trozo de leña.
En nuestra posición, escalones arriba, estamos bastante seguros. Es más probable que la batalla crezca hacia abajo, según la ley de gravedad. Y no es que nos neguemos a pelear. Cuando es necesario sacamos nuestras propias armas y atacamos y nos defendemos como cualquiera; mejor, porque nosotros podemos pensar juntos y los demás no, una ventaja que aprendimos a valorar luego de entrar a la prisión. Pero conviene evitar lo que sólo puede dar pérdidas: nuestras pertenencias son más que las del promedio y queremos conservarlas; tanto interés en ellas tal vez se deba a que nos recuerdan épocas mejores, pero además sentimos que perderlas sería perder la esperanza de escapar.
Aunque no luchemos, nos gusta mirar. Cada uno lo hace a su modo: como diría Dindir, así conservamos el nivel de entropía lo más bajo posible. Calibares se agita y sacude los brazos, y necesita nuestro control para no tentarse y salir a dar golpes. Gadma tensa los músculos, pero se queda quieta y solamente los ojos se le mueven de acá para allá. Sabrasú disfruta con la mezcla entre realidad y fantasía, porque le recuerda la época en que la realidad y la fantasía se entretejían de tal modo que ninguna de las dos lo amenazaba, y él se dedicaba a estudiarlas como si fueran lo mismo. No importa que después ambas cosas hayan cambiado de rumbo, complicando todo como si hubieran construido un laberinto de espejos. En cierto modo, esa complicación favoreció a Sabrasú, porque le dio mucha más fantasía y mucha más realidad para estudiar.
La batalla, mientras tanto, se va haciendo difícil. Al principio los luchadores trataban de esquivar los excrementos acumulados desde el último invierno, pero las sucesivas pisadas y caídas los fueron convirtiendo en una película que recubre todo y donde es fácil resbalar. Algunos sacaron palos encendidos de los fuegos para usarlos como armas, y a medida que se apagan la oscuridad aumenta. Otros caen en las corrientes de agua más próximas, y escapan con la ropa mojada para tratar de secarla antes que llegue el invierno.
De pronto hay un cambio. Se produce un claro alrededor del loco, que sigue de pie sobre su piedra, y vemos que la mujer del brazo cortado, el hombre del hacha y la manta del loco han desaparecido. Los demás tienen sus propias mantas bien protegidas, arrolladas en un brazo o atadas alrededor de la cintura, y no queda nada importante por lo cual luchar. Los que trataban de entrar en la batalla ahora tratan de salir. Varios combatientes se alejan doloridos, y no hay nadie que los detenga. Otros continúan sus duelos personales cada vez más dispersos, sobre todo porque no saben cómo separarse. Unos pocos hacen esfuerzos por no dejar de respirar. Los últimos golpes ya no van dirigidos a ganar una manta, ni a herir al adversario. Las rápidas miradas hacia arriba, hacia las nubes que brillan con luz propia lo demuestran. Esos golpes simulan caer sobre los carceleros, sobre los que observan desde el techo.
De este modo la batalla termina por desgaste. El mismo humo se aquieta: intenta un último paso y termina su ballet, inclinándose para el saludo final ante un público que no lo tiene en cuenta. Cuando termine el próximo invierno, gracias a la medicina milagrosa de los carceleros, no quedarán restos de la lucha, ni en el escenario ni en sus protagonistas. Sabrasú se tapa la cara con las manos, como hace cada vez que descubre de qué modo terminan las fantasías, y se vuelve a desconectar. Calibares recuerda su manta y trata de seguir cosiendo, pero las manos le tiemblan: tendrá que esperar un rato. Gadma sigue observando, porque para ella todo tiene interés; sea lo que sea, terminará ocupando una página más en sus carpetas. Los tres, por separado, pensamos lo mismo: hubo un momento, un instante clave en que pudimos evitar todo esto, una última oportunidad que no supimos reconocer. Estábamos atados por el contrato y por nuestra vida en el Centro, pero con un poco de intuición, en ese segundo especial, habríamos hecho lo correcto: dar media vuelta, justo antes de empezar a descender por el pozo de Guirnalda.
La mayoría de los espectadores vuelve a sus puestos alrededor de la piedra, y la voz del loco se oye otra vez con claridad.
—Algo que la ciencia no ha logrado comprender —dice el loco—, es cómo consiguen las gotas vivas pasar inadvertidas luego de caer a tierra. Es imposible diferenciarlas del agua común, y no olviden que se trata de gotas adultas, que están gestando millones de huevos en su interior. Un verdadero misterio.