Palomas

[5/5/2002]

Se juntaban diez o doce palomas en el borde de la ventana. El borde estaba formado por unas cinco baldosas rojas, así que la ventana no tenía más de un metro de ancho. Las palomas aterrizaban ahí, se miraban de reojo, forcejeaban, se hacían caer unas a otras. En algún momento, una vieja abría la ventana y desparramaba unas pocas migas entre ellas. Ahí sí, la pelea se hacía feroz: picotazos, golpes de ala, empujones. Llegaba a haber una paloma encima de otra que estaba encima de otra. Y todo al borde de un precipicio de quince metros.

Supongo que la vieja miraba desde adentro. Sádica.

Esto era hace muchos años, cuando yo trabajaba en una oficina de la calle Uruguay, en el cuarto piso de un edificio muy viejo. Las palomas y su lucha, pero sobre todo las caídas al vacío, me fascinaban. Se desbarrancaban como piedras por uno o dos metros, y entonces el despliegue de alas y el aleteo violento conseguían elevarlas otra vez. Se quedaban dando un par de vueltas, hasta que un hueco en la ventana les permitía volver.

Las palomas tienen el poder de darme vértigo. Se desplazan de costado, con pasos torpes, por una cornisa imposible, mirándose unas a otras, ocupadas solamente en sus mezquinos asuntos de bichos estúpidos y violentos. Se caen, sí, se caen muchas veces, pero tienen el control del espacio, eso que tanto les envidio. Hasta deben ser capaces de volar dormidas.

Otra cosa que me da vértigo es la terraza del edificio donde vivo. Ahora que pienso en eso se me tensan los músculos de las piernas: isquiotibiales y gemelos, en particular, al borde del calambre. La terraza, justo arriba del piso dieciocho, tiene dos partes. Una está abierta a todos, rodeada por una pared de dos metros con aberturas por las que se puede ver la serie de torres que hay hasta el río. La otra parte está al otro lado de una puertita de reja con candado, y no tiene ninguna protección contra el vacío.

Fui una sola vez a la segunda parte, la prohibida. Me quedé junto a la puertita. Había hecho pasar al técnico de mis proveedores de Internet, que tenía que cambiar el módem inalámbrico instalado allá arriba. El módem está justo en el borde, y ahí se agachó el técnico, como una paloma. Abrió el gabinete, destornillador que va, destornillador que viene, sacó el aparato descompuesto y puso el nuevo. Mientras tanto, yo trataba de no mirarlo. Pero sí miré el desierto urbano, la ciudad infinita en dirección contraria al río, casi sin torres. Me alejé dos pasos de la puertita, giré un paso a la izquierda, uno a la derecha. Volví. El técnico seguía trabajando. Me imaginé una hilera de técnicos-paloma, cada uno con su módem descompuesto, mirándose con inquina; y cuando uno sobrepasaba apenas el espacio vital de otro venía el empujón, la resbalada, la mano crispada aferrándose al borde. Cerré los ojos, los volví a abrir, me concentré en las nubes que al menos ponían un techo al delirio. Cuando el técnico terminó y cerré la puerta detrás de nosotros, yo tenía demasiado aire en los pulmones.

Cómo me gustaría poder saltar, si no fuera por ese patético desplomarse de bolsa de papas, ese grito, el terror, y la cosa horrible allá en el piso entre los autos.

[5/5/2012]

Más tarde recibí un mail de Andrea Zablotsky, donde continúa el tema.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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