[14/5/2002]
Cambio las lamparitas y se queman otra vez. Las cambio. Se queman. Las cambio. Vuelven a quemarse. Esto ya pasaba, todo el tiempo, en donde vivía antes, pero el nuevo departamento me dio unos meses de tregua. Ahora ya me conoce lo suficiente.
Hoy compré lamparitas en una ferretería distinta. El ferretero reemplazó de un modo simple el proceso irritante de sacar cada lamparita de su caja, probarla en un portalámparas, volver a ponerla en su caja, etcétera. Primero abre las cajas sobre el mostrador, de manera que las lamparitas muestren lo que no puedo menos que llamar el culo. Luego acciona un interruptor, toma dos cables y se los apoya por turno a cada lamparita, haciéndole emitir un brevísimo destello de angustia.
Este ferretero es el mismo que el otro día me asesoró muy bien sobre tarugos y ganchitos para colgar cuadros. Me vendió los tarugos más chicos, aptos para pared de ladrillo hueco, y unos ganchitos en ele. Pregunté por qué en ele y no curvos, y me explicó de buena manera que los curvos mantienen los cuadros más alejados de la pared. Acepté la explicación, que luego resultó correcta. Los tarugos y ganchitos no alcanzaron (y de esto ya escribí antes), así que hoy fui a comprar más. Otros diez. “Como los del otro día”, dije. “¿Cuáles eran?”, preguntó el ferretero, que recordaba casi todo pero no fotográficamente. “Unos dorados, los más chicos, creo.” Sin dudarlo, trajo una caja y la abrió: estaba llena, repleta, rebosante de ganchitos curvos. Le recordé que me había recomendado unos en ele. “Ah, cierto”, dijo. Fue y trajo la otra caja, casi vacía. Me fui con los mejores ganchitos en el bolsillo, dejando al ferretero arrepentido con su caja llena de ganchitos malos, sin saber qué cuernos hacer con ellos.
El ferretero se hizo el buen ferretero sólo para captar un nuevo cliente, qué desagradable…