[26/6/2002]
La mujer apoya su mano sobre la mía, sin querer, y la retira como si se hubiera quemado.
—Perdón —dice en un susurro que suena explosivo en el sitio donde estamos.
La mujer viene a mi derecha, avanzando sobre manos y rodillas, como yo, en la oscuridad. Aquí el techo queda a menos de un metro de altura, y es en realidad el piso de la mansión que tenemos sobre nuestras cabezas. Estamos en un sótano, mejor dicho un hueco, un espacio plano pero extenso, de límites indefinidos. Nos movemos lentamente, tratando de mantenernos uno cerca del otro y a la vez sin tocarnos, sin poder evitar la desconfianza mutua.
No la conozco de antes. No sé su nombre, ni le he visto la cara. Empezamos nuestra relación aquí abajo, escapando. Pero ese no es nuestro problema, nuestro problema es encontrar la salida.
El piso está cubierto de cosas ruidosas, como bolsitas de caramelos: crac al apoyar una mano, crac al apoyar la rodilla, crac, crac, crac. También se oye mi respiración agitada, adentro, afuera, y la de la mujer que me acompaña, más rápida todavía. Por lo demás, el mundo termina a esos pocos centímetros sobre nuestras cabezas.
Apoyo la mano izquierda en algo húmedo, la levanto para secármela en los pantalones, y entonces se oye algo completamente ajeno a nosotros: el crujido de un picaporte, y enseguida el chirriar de unas bisagras. Viene de arriba, de la mansión. Ambos nos quedamos quietos, conteniendo el aliento. Hay un click, y cambia el universo.
La luz, en forma de líneas estrechas y entrecortadas, invade mi cielo: entra por las ranuras que hay entre las maderas que forman el piso. No llega a iluminar el sitio donde estamos, pero traza senderos simétricos en nuestro suelo. Ahora sí parece una prisión, con esas barras luminosas arriba y abajo.
Seguimos inmóviles, yo con la mano húmeda en el aire. La puerta de la habitación de arriba se vuelve a cerrar. Alguien da unos pasos hasta situarse justo encima de nosotros. El sonido es tan nítido que podemos oír el frotar de seda, el aliento de un hombre que, esperamos, no sospecha nuestra presencia.
El hombre arrastra una silla y se sienta un poco adelante y a la derecha de donde estamos: lo sabemos por su sombra que interrumpe las líneas de luz. Tose una vez. Me empieza a doler la rodilla derecha, que está apoyada en algo puntiagudo.
Giro con lentitud la cabeza hacia la mujer, y alcanzo a verle un ojo, o la banda central de un ojo, fijo en el techo. Tiene la cara vuelta hacia mí, y por eso distingo la raya luminosa que le atraviesa en diagonal el ojo izquierdo y la nariz. Está tratando de descubrir algo a través del surco entre dos maderas, así que mueve la pupila a un lado y al otro, casi sin parpadear. Ya no se oye cómo respira.
Espero que tampoco se oiga cómo respiro yo, ensanchando los pulmones hasta el límite con mucha paciencia, luego vaciándolos con más paciencia todavía. Hay un método, tal vez pura ilusión: pienso en dilatar la nariz, pienso en una conexión directa de los pulmones con el exterior, abro muy levemente los brazos para expandir el tórax, y casi no siento el aire que entra. Lo mismo hacia afuera. Y a empezar de nuevo.
El hombre de arriba hace unos ruidos que no puedo identificar. Algo raspa contra algo. Aspirar. Espirar. Segundos después me llega el olor del cigarrillo. Es tan intensa la percepción de lo que ocurre al otro lado de las maderas, a tan poca distancia, que cuesta creer que el hombre no se dé cuenta de que estamos aquí. Y sin embargo debemos seguir ocultos a toda costa.
Tengo cinco puntos de apoyo: la mano derecha, las dos rodillas, las puntas de los pies. Pero la rodilla derecha me duele demasiado. La levanto unos milímetros. Ojalá pudiera volver a apoyar la mano izquierda, pero seguro que si lo hago encontraré otra de esas cosas que crujen. Muevo la pierna apenas un poco, en dirección a la mujer, y apoyo la rodilla otra vez. No hay caso: la cosa puntiaguda quedó pegada a la piel. Ahora, además, me pica la nariz.
Con la nariz, por ahora, no hago nada. Pero llevo lentamente la mano izquierda hacia la rodilla dolorida, mientras vuelvo a levantarla, evitando que la camisa haga ruido al frotar tela contra tela, y saco una cosa pequeña, casi redonda, del punto en que se había clavado en la piel. Ahora sí puedo apoyar la rodilla otra vez. El alivio es tan grande que no sólo me olvido de la nariz sino que empiezo a acariciar proyectos mayores, por ejemplo la tarea de apoyar la mano izquierda en el piso, que hace unos instantes me parecía impracticable.
El ojo de la mujer sigue fijo en su sitio. Creo que ella está completamente inmóvil. Espero que no me descubra cuando apoyo el dedo índice en el piso, ahí donde uno de los hilos de luz indica que hay pocas probabilidades de que algo cruja. El dedo encuentra la superficie lisa del cemento. Lo muevo un poco a la izquierda, y otro poco más, seguramente tres o cuatro centímetros, hasta llegar a algo que sin duda va a hacer ruido si no cambio de dirección. Pero ya sé que hay sitio para dos dedos, así que dejo con cuidado la cosa redonda que saqué de la rodilla y apoyo también el dedo mayor, y en un arrebato de audacia el pulgar. Sin consecuencias, excepto que ahora puedo aliviar la muñeca derecha, dejando que una parte de mi peso caiga sobre el nuevo trípode que acabo de instalar.
El hombre cruza las piernas, o algo así. Carraspea. Puedo oír cuando exhala el humo del cigarrillo, puedo oír cuando se rasca sin duda el pelo, tal vez la nuca, puedo oír cuando mueve un pie para mejorar la posición de las piernas.
Estudio el piso. Íbamos en la dirección correcta, se me ocure, porque las huellas luminosas apuntan al mismo sitio que mi cuerpo. Sobre el piso trazan caminos irregulares, que apenas sugieren montículos y llanos. Puedo contar las protuberancias que aparecen en cada camino, una, dos, tres, cuatro, cinco. Todo termina unos metros más allá, quizás tres, correspondiendo sin duda a donde se acaba la habitación de arriba. Luego sigue más oscuridad.
La mujer ya no parpadea en absoluto. Quisiera sentarme, y se me ocurre que podría empezar echando mi peso sobre los talones, para luego explorar lentamente el espacio que hay a mi izquierda, tal vez incluso mover algunas de las cosas que crujen, con todas las precauciones del mundo, haciendo sitio para cambios progresivos de posición.
Pero no tengo tiempo. Hay un estampido menor: el picaporte que se mueve otra vez. Arriba, el hombre apoya los dos pies en el piso. Un estampido algo mayor: la puerta que se abre de golpe y da contra la pared. El ojo de la mujer desaparece rápídamente en la oscuridad. Ya no veo nada de ella. Una voz grita, allá en la puerta abierta:
—¡Jar tim goc las!
O algo así, en un idioma que no puedo identificar. Seguro que el hombre que está sobre nosotros se pone de pie, porque la silla cae un metro más allá. El dueño de las palabras raras da dos pasos feroces. Y entonces llega el gran estampido: un disparo de arma de fuego. Hay otro paso, y luego un segundo disparo.
Reconozco que yo también me muevo. Pero el cambio de posición de mi mano derecha, el apoyarse de mi mano izquierda, el salto leve de las dos rodillas se confunden con el grito y el desplomarse del hombre que está sobre nosotros. La mujer también se ha movido, he sentido el roce de su cadera contra la mía, pero tampoco ha hecho ruidos que yo pudiera oír. La mano derecha ma ha quedado sobre lo que debe ser una piedra pequeña. La aprieto como si en ella estuviera mi futuro.
Ahora todos estamos inmóviles otra vez, incluidos los del mundo superior. Pero pronto el recién llegado, el portador del arma, avanza hacia el hombre tendido, oigo que le toca la ropa, la cabeza, lo mueve un poco. Hay un resoplar, pero no es del hombre tendido sino del otro, que suena satisfecho y se aleja otra vez. Camina en torno a lo que debe ser un cadáver, describiendo un círculo que lo lleva seguramente por los confines de la habitación. Vuelve atrás. Repite el círculo. Tiene pocas ganas de quedarse quieto, exactamente lo mismo que siento yo y lo mismo que debe sentir la mujer que está a mi lado.
Hay que hacer algo. No lo pienso mucho, porque estoy seguro de que me voy a arrepentir. Levanto la piedra que tengo en la mano derecha y con un movimiento corto pero rápido la lanzo hacia adelante. A un par de metros de distancia choca contra algo metálico. Los disparos no se hacen esperar: cuatro, uno tras otro, trazando un rombo de agujeros luminosos en el piso que hace de techo, allí donde chocó la piedra. Ahora no hay más pasos, hay sólo espera, y sabemos que será imposible para siempre volver a moverse.
La mujer me sorprende. No sé cuál es su plan, ni me he dado cuenta de que se movía, pero debió prepararse durante un largo rato, mientras yo apretaba la piedra. Siento el empujón como si tuviera una fuerza enorme. Es ella, que con las dos manos me impulsa hacia la izquierda. Caigo de lado, con un estruendo terrible de cositas que crujen. No me atrevo a detenerme, así que ruedo una vez sobre mí mismo, otra vez, y otra más. Hay un solo disparo, un solo agujero que apenas alcanzo a ver en un sitio por el que ya pasé. Luego un ruido nervioso de metales y enseguida varios disparos más. Sigo rodando, haciendo crujir todo lo que encuentro, con la cabeza envuelta en los brazos y los ojos bien cerrados aunque dé lo mismo. Estoy seguro de haber pasado los límites de la habitación del hombre armado, porque los disparos cesan y hay otros ruidos allá arriba, gritos, puertas que se abren, pisadas de alguien que corre.
No tengo muchas oportunidades para perfeccionar mis deducciones. Ruedo un poco más, el piso se inclina hacia abajo, trato de frenar pero encuentro un borde por el que me deslizo y caigo al agua.
[Sigue acá.]